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Se oyó un ruido de un coche que se acercaba, luego un silencio, cuando se apagó el motor, luego un portazo y el sonido de pasos en la granza, en los escalones de la galería exterior.
— ¿Está listo? — llamó la profunda voz de Vijaya.
Will dejó sus Notas sobre qué es qué, tomó el bastón de bambú y, poniéndose trabajosamente de pie, se dirigió a la puerta del frente.
— Listo y ansioso — dijo cuando salió a la galería.
— Pues andando. — Vijaya lo tomó del brazo. — Cuidado con los escalones — recomendó.
Vestida de rosa y con corales en torno del cuello y en las orejas, una mujer regordeta, de rostro redondo, de cuarenta y tantos años, se hallaba de pie junto al jeep.
— Esta es Léela Rao — dijo Vijaya —. Nuestra bibliotecaria, secretaria, tesorera y, en general, la que cuida que todo esté en orden. Sin ella estaríamos perdidos.
Mientras le estrechaba la mano Will pensó que parecía una versión más morena de las suaves pero inagotablemente enérgicas damas inglesas que, cuando sus hijos han crecido, se dedican a las buenas obras o a la cultura organizada. No son demasiado inteligentes, las pobrecitas, ¡pero cuan abnegadas, cuan dedicadas, cuan auténticamente buenas! ¡Y, ay, cuan aburridas!
— He oído hablar de usted — declaró Mrs. Rao cuando pasaban ante el estanque de los lotos y salían a la carretera — a mis jóvenes amigos Radha y Ranga.
— Espero — dijo Will — que me hayan aprobado tan cordialmente como yo los apruebo a ellos.
El rostro de Mrs. Rao resplandeció de placer.
— ¡Me alegro muchísimo de que le gusten!
— Ranga es excepcionalmente inteligente — intervino Vijaya.
— Y tan delicadamente equilibrado — agregó Mrs. Rao —, entre la introversión y el mundo exterior. Siempre tentado, ¡y con cuánta energía! a escapar al Nirvana de Arhat o al minúsculo y hermosamente pulcro paraíso científico de la pura abstracción. Siempre tentado, pero resistiendo a menudo la tentación, porque Ranga, el hombre de ciencia arhat, era otro tipo de Ranga, un Ranga capaz de compasión, dispuesto — si se sabía cómo recurrir a él en forma correcta — a abrirse a las realidades concretas de la vida, a mostrarse consciente, preocupado y activamente útil. ¡Cuánta suerte tenían, él y todos los demás, de haber encontrado una muchacha tan inteligentemente sencilla, tan llena de buen humor y ternura, tan ricamente dotada para el amor y la dicha como era Radha! Radha y Ranga, dijo Mrs. Rao en tono confidencial, habían sido sus alumnos favoritos.
Alumnos, supuso Will protectoramente, en algún tipo de escuela dominical budista. Pero en realidad, como se sintió anonadado al enterarse, esa abnegada Trabajadora Social había estado intruyendo a los jóvenes, durante seis años y en los intervalos que le dejaba libre su tarea de bibliotecaria, en el yoga del amor. Con los métodos, supuso Will, que Murugan había rehuido y que la rani, en su posesividad casi incestuosa, había encontrado tan ofensivos. Abrió la boca para interrogarla. Pero sus reflejos habían sido condicionados en latitudes más altas y por Trabajadoras Sociales de otras especies. Las preguntas se negaron a pasar por sus labios. Y ahora ya era demasiado tarde para formularlas. Mrs. Rao había comenzado a hablar de su otra vocación.
— ¡Si usted supiera — decía — los problemas que tenemos con los libros en este clima! El papel se pudre, la cola se licúa, las encuadernaciones se desintegran, los insectos devoran. La literatura y los trópicos son realmente incompatibles.
— Y si hay que creer a su Viejo Raja — dijo Will —, la literatura es incompatible con muchas otras características locales, aparte del clima: incompatible con la integridad humana, incompatible con la verdad filosófica, incompatible con la cordura individual y con un sistema social decente, incompatible con todo lo que no sea dualismo, demencia criminal, aspiración imposible y culpabilidad innecesaria. Pero no importa. — Sonrió con ferocidad. — El coronel Dipa lo arreglará todo. Después de que Pala haya sido invadida y quede asegurada para la guerra, el petróleo y la industria pesada, tendrán ustedes, sin duda alguna, una Edad de Oro de la literatura y la teología.
— Me gustaría reírme — dijo Vijaya —. Lo malo es que probablemente tenga razón. Tengo la incómoda sensación de que mis hijos crecerán para ver cómo se cumple su profecía.
Abandonaron el jeep, estacionado entre un carro tirado por bueyes y un flamante camión japonés, en la entrada de la aldea, y siguieron a pie. Entre casas de techo de paja, rodeadas de jardines sombreados por palmeras y papayas y árboles del pan, la estrecha calleja conducía a un mercado central. Will se detuvo y, apoyándose en su bastón, miró en derredor. A un lado de la plaza había un encantador edificio de estilo rococó oriental, con fachada de estuco rosa y miradores en las cuatro esquinas; era evidente que se trataba del ayuntamiento. Frente a él, al otro lado de la plaza, se erguía un templete de piedra rojiza, con una torre central en la que, hilera sobre hilera, una multitud de figuras esculpidas relataban las leyendas de los avances de Buda, desde su infancia de niño mimado, hasta convertirse en Tathagata. Entre los dos monumentos, más de la mitad del espacio abierto estaba cubierto por un gigantesco baniano. Entre sus serpenteantes y umbríos corredores se alineaban los puestos de una veintena de mercaderes y vendedoras. Las largas lanzas del sol caían al sesgo entre las hendiduras de la verde cúpula e iluminaban aquí una fila de jarros para agua, negros y amarillos; allí un brazalete de plata, un juguete de madera pintada, un rollo de tela de algodón; aquí una pila de frutas y un corpiño alegremente floreado de muchacha; allí el relampagueo de dientes y ojos rientes, el oro rojizo de un torso desnudo.
— Todos parecen tan saludables — comentó Will mientras se abrían paso por entre los puestos, debajo del gran árbol.
— Parecen saludables porque son saludables — replicó Mrs. Rao.
— Y felices… — Pensaba en los rostros que había visto en Calcuta, en Manila, en Rendang-Lobo; los rostros, en definitiva, que se veían todos los días en la calle Fleet y en el Strand. — Incluso las mujeres — advirtió, contemplando las caras —, incluso las mujeres parecen dichosas.
— No tienen diez hijos — explicó Mrs. Rao.
— En mi país tampoco tienen diez hijos — dijo Will —. A pesar de lo cual… «Señales de debilidad, señales de sufrimiento» — Se detuvo un instante para contemplar a una vendedora de edad mediana que pesaba tajadas del fruto del árbol del pan secadas al sol, para entregarlas a una joven madre que trasportaba su hijito a la espalda. — Tienen cierta irradiación — concluyó.
— Gracias a maithuna — respondió Mrs. Rao, triunfal —. Gracias al yoga del amor. — El rostro le resplandecía con una mezcla de fervor religioso y de orgullo profesional.
Salieron de debajo de la sombra del baniano, cruzaron un tramo de feroz luz de sol, subieron unos desgastados escalones y entraron en la penumbra del templo. Un Bodhisattva dorado se erguía, gigantesco, en la obscuridad. Había olor de incienso y en algún lugar, detrás de la estatua, la voz de un adorador invisible mascullaba una inacabable letanía. Silenciosa, descalza, una chiquilla llegó corriendo desde una puerta lateral. Sin prestar atención a los mayores, trepó al altar con la agilidad de un gato y depositó un manojo de orquídeas blancas en la palma de la mano de la estatua. Luego, mirando el enorme rostro dorado, murmuró unas palabras, cerró los ojos, volvió a murmurar, y canturreando suavemente para sí, salió por la puerta por la que había entrado.
— Encantadora — dijo Will mientras la miraba irse —. No podría ser más hermosa. ¿Pero qué hace una niña como esa? ¿Qué tipo de religión se supone que practica?
— Practica — explicó Vijaya — el tipo local de budismo mahayana, quizá con una pequeña mezcla de sivaísmo.
— ¿Y ustedes, los más cultos, alientan este tipo de cosas?
— Ni las alentamos ni las desalentamos. Las aceptamos. Las aceptamos como aceptamos ese tela de araña de la cornisa. Dada la naturaleza de las arañas, sus telas son inevitables. Y dada la naturaleza de los seres humanos, lo mismo sucede con las religiones. Las arañas no pueden dejar de construir trampas de hilos, y los hombres no pueden dejar de fabricar símbolos. Para eso está el cerebro humano: para convertir el caos de la experiencia dada en una serie de símbolos manejables. A veces los símbolos corresponden con cierta exactitud a algunos de los aspectos de la realidad exterior que informa nuestra experiencia; y entonces nacen la ciencia y el buen sentido. A veces, por el contrario, los símbolos no tienen casi vinculación con la realidad exterior, y entonces hay paranoia y delirio. Más a menudo son una mezcla, en parte realista y en parte fantástica: eso es la religión. Buena religión c mala religión: eso depende de la mezcla del cóctel. Por ejemplo, en el tipo de calvinismo en que fue educado el doctor Andrew se le da a uno una minúscula porción de realismo para todo un jarro de fantasía maligna. En otros casos la mezcla es más saludable. Cincuenta y cincuenta, o aun sesenta y cuarenta, o incluso setenta y treinta en favor de la verdad y la decencia. Nuestro cóctel local contiene una porción notablemente pequeña de veneno.
Will asintió.
— Las ofrendas de orquídeas blancas a una imagen de compasión y esclarecimiento… por cierto que parecen bastante inofensivas. Y después de lo que vi ayer, estoy dispuesto a hablar bien de las danzas cósmicas y las copulaciones divinas.
— Y recuerde — dijo Vijaya — que este tipo de cosas no son obligatorias. A todos se les ofrece una posibilidad de ir más adelante. Usted preguntó qué creía la niña que estaba haciendo. Se lo diré. Con una parte de su cerebro, cree que está hablando con una persona… una persona enorme, divina, a la que puede adularse con orquídeas para que le dé lo que ella quiere. Pero ya tiene edad suficiente para que se le haya hablado sobre los símbolos más profundos que representa la estatua de Amitabha y sobre las experiencias que dan nacimiento a esos símbolos más profundos. Por consiguiente, con otra parte de su cerebro sabe muy bien que Amitabha no es una persona. Incluso sabe, porque le ha sido explicado, que si las oraciones son a veces contestadas es porqué, en este extraño mundo psicofísico, si uno concentra los pensamientos en ellas, las ideas tienen tendencia a realizarse. Sabe, además, que este templo no es lo que aún le agrada pensar que es: la casa de Buda. Sabe que no es más que un diagrama de su propia mente inconsciente: una casita obscura, con lagartos que se pasean por el cielo raso y cucarachas en todas las grietas. Pero en el corazón de esa obscuridad llena de sabandijas está el Esclarecimiento. Y esa es otra de las cosas que hace la niña: aprende inconscientemente una lección sobre sí misma, se le dice que si deja sugerirse a sí misma lo contrario, podría llegar a descubrir que su pequeña mente atareada es también una Mente con M mayúscula.
— ¿Y cuándo aprenderá esa lección? ¿Cuándo dejará de ofrecerse a sí misma esas sugestiones?
— Puede que no la aprenda nunca. Muchas personas no la aprenden. Por otro lado, muchas sí la aprenden.
Tomó a Will del brazo y lo condujo hacia la obscuridad más intensa que había detrás de la imagen del Esclarecimiento. El cántico se tornó más claro y allí, apenas visible entre las sombras, se encontraba el cantor, un hombre muy viejo, desnudo hasta la cintura y, salvo los labios que se movían, tan rígidamente inmóvil como la estatua dorada de Amitabha.
— ¿Qué canta? — preguntó Will.
— Algo en sánscrito.
Siete sílabas incomprensibles, una y otra vez.
— ¿La buena y vieja repetición vana?
— No necesariamente vana — replicó Mrs. Rao —. A veces lo lleva a uno a alguna parte.
— Y lo lleva — agregó Vijaya —, no por lo que las palabras significan o sugieren, sino simplemente porque se las repite. Se puede repetir Hey Diddle Diddle y obtener los mismos resultados que con Om o Kyrie Eleison o La Ha illa 'liah. Y da resultados porque cuando uno está ocupado con Ja repetición de Hey Diddle Diddle o del nombre de Dios no puede preocuparse consigo mismo. Lo malo es que con la repetición de Hey Diddle Diddle puede llevarse tanto hacia abajo como hacia arriba. Hacia abajo, al no pensamiento de la idiotez, o hacia arriba, al no pensamiento de la pura conciencia.
— De modo que, si no entiendo mal, usted no recomendaría eso — dijo Will — a nuestra amiguita de las orquídeas.
— No, a menos que fuese extraordinariamente nerviosa o ansiosa. Cosa que no es. La conozco muy bien; juega con mis hijos.
— Y entonces, ¿qué haría usted en el caso de ella?
— Entre otras cosas — repuso Vijaya —, la llevaría, dentro de uno o dos años, al lugar a que vamos ahora.
— ¿Qué lugar?
— La sala de meditaciones.
Will lo siguió a través de una arcada y por un breve corredor. Pesados cortinados fueron separados y entraron en una gran habitación encalada, con un largo ventanal, a la izquierda, que daba sobre un jardinillo plantado con plátanos y árboles de pan. No había muebles; apenas pequeños cojines cuadrados sembrados por el suelo. En la pared opuesta a la ventana había un gran cuadro al óleo, Will le lanzó una mirada y luego se acercó para observarlo con más atención.