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— A lo mejor le dolía la garganta.
— Si le hubiese dolido la garganta no hubiese sonreído con tanta dicha.
— Díganoslo usted — pidió una voz chillona desde el fondo del aula.
— Sí, díganoslo usted — repitió una decena de voces.
El maestro sacudió negativamente la cabeza.
— Si Mahakasyapa y el Compasivo no pudieron decirlo con palabras, ¿cómo podría hacerlo yo? Entretanto, echemos otra ojeada a estos diagramas de la pizarra. Palabras públicas, acontecimientos más o menos públicos, y luego personas, centros completamente privados de dolor y placer. ¡Completamente privados? — interrogó —. Pero quizás eso no sea del todo cierto. Quizás, en fin de cuentas, haya cierto tipo de comunicación entre los círculos… no en la forma en que yo me comunico ahora con ustedes, por medio de palabras, sino directamente. Y quizás el Buda se refería a eso cuando terminó su sermón, sin palabras, de la flor. «Poseo el tesoro de las enseñanzas inconfundibles — dijo a sus discípulos —, la maravillosa Mente del Nirvana, la verdadera forma sin forma, que está más allá de todas las palabras, la enseñanza para dar y recibir fuera de todas las doctrinas. Eso es lo que he entregado a Mahakasyapa.» — Volvió a tomar la tiza y trazó una tosca elipse que encerraba dentro de sus límites todos los demás diagramas del encerado: los circulitos que representaban a los seres humanos, el cuadrado que simbolizaba los acontecimientos y el otro cuadrado que representaba las palabras y los símbolos. — Todos separados — dijo —, y, sin embargo, todos uno. Personas, sucesos, palabras: todos ellos son manifestaciones de la Mente, de la Talidad, del Vacío. Lo que Buda quería decir y lo que Mahakasyapa entendió fue que estas enseñanzas no pueden formularse en palabras, que uno sólo puede serlas. Y esto es algo que todos ustedes descubrirán cuando les llegue el momento de la iniciación.
— Hora de seguir adelante — susurró la directora. Y cuando la puerta se cerró tras ellos y se encontraban otra vez en el corredor, dijo a Will —: Este mismo tipo de enfoque lo usamos en nuestra enseñanza de ciencias, comenzando por la botánica.
— ¿Por qué con la botánica?
— Porque es tan fácil vincularla con lo que se decía hace un instante: con la historia de Mahakasyapa.
— ¿Ese es el punto de partida de ustedes?
— No, comenzamos en forma prosaica con el texto. A los niños se les hace conocer los hechos evidentes, elementales, pulcramente ordenados en los casilleros normales. Botánica pura: esa es la primera etapa. Seis o siete semanas. Después de lo cual se dedican toda una mañana a lo que nosotros llamamos construcción de puentes. Dos horas y media durante las cuales tratamos de hacer que vinculen con el arte, el lenguaje, la religión, el conocimiento de sí mismos, todo lo que aprendieron en las lecciones anteriores.
— Botánica y conocimiento de sí mismo… ¿Cómo construyen ese puente?
— En realidad es muy sencillo — le aseguró Mrs. Narayan —. A cada uno de los chicos se les da una flor común, un hibisco, por ejemplo, o mejor aun (porque el hibisco no tiene aroma) una gardenia. Hablando en términos científicos, ¿qué es una gardenia? ¿De qué está compuesta? De pétalos, estambres, pistilo, ovario y todo lo demás. Se les pide que escriban una descripción analítica completa de la flor, ilustrada con un dibujo exacto. Cuando terminan hay un breve período de descanso, al final del cual se les lee la historia de Mahakasyapa y se les pide que piensen en ella. ¿Quiso el Buda dar una lección de botánica? ¿O estaba enseñando otra cosa a sus discípulos? Y en ese caso, ¿qué? — ¿Qué, en efecto?
— Y por supuesto, como lo aclara el relato, no hay respuesta alguna que se pueda formular en palabras. Por lo tanto les decimos a los chicos que dejen de pensar y miren. Pero miren en forma analítica», les decimos. «No como hombres de ciencia, ni siquiera como jardineros. Libérense de todo lo que saben y miren con absoluta inocencia esta cosa infinitamente improbable que tienen ante ustedes. Mírenla como si nunca hubieran visto nada semejante, como si no tuviese nombre ni perteneciese a clase reconocible alguna. Mírenla despiertos, pero pasiva, receptivamente, sin rotular ni juzgar ni comparar. Y mientras la miren inhalen su misterio, inspiren el espíritu del sentido, el aroma de la sabiduría de la otra orilla.»
— Todo esto — comentó Will — se parece mucho a lo que decía el doctor Robert en la ceremonia de iniciación. — Es claro — respondió Mrs. Narayan —. Aprender a adquirir la visión de las cosas que tenía Mahakasyapa es la mejor preparación.para la experiencia de la medicina moksha. Todos los niños que llegan a la iniciación llegan a ella después de una prolongada educación en el arte de ser receptivos. Primero, la gardenia como ejemplar botánico. Luego la misma gardenia en su singularidad, la gardenia como la ve el artista, la gardenia, más milagrosa aun, vista por el Buda y Mahakasyapa. Y no hace falta decir — continuó — que no nos limitamos a las flores. Todos los cursos que siguen los niños son jalonados por sesiones periódicas de construcción de puentes. Todo, desde las ranas disecadas, hasta las nebulosas espirales, es contemplado receptiva y conceptualmente a la vez, como un hecho de experiencia estética o espiritual y en términos de ciencia, historia o economía. La educación para la receptividad es el complemento y el antídoto de la educación para el análisis y la manipulación de símbolos. Ambos tipos de educación son absolutamente indispensables. Si descuida cualquiera de los dos, jamás llegará a convertirse en un ser humano completo.
Hubo un silencio.
— ¿Cómo hay que contemplar a las demás personas? — preguntó Will al cabo —. ¿Con el punto de vista de Freud o el de Cézanne? ¿Con el de Proust o el del Buda?
Mrs. Narayan rió.
— ¿Con cuál me mira a mí? — preguntó a su vez.
— En primer lugar, supongo que con el punto de vista del sociólogo — respondió él —. La miro como a la representante de una cultura que no me es familiar. Pero también tengo conciencia de usted receptivamente. Pienso, si no le molesta que se lo diga, que ha envejecido notablemente bien. Bien en el plano estético, en el intelectual y el psicológico, y bien en el plano espiritual, signifique esa palabra lo que significare… y si me torno receptivo, eso es algo importante. En tanto que si trato de proyectar en lugar de absorber, puedo conceptualizarlo y convertirlo en una pura tontería. — Lanzó una carcajada levemente parecida a la de una hiena.
— Si uno quiere — dijo Mrs. Narayan — siempre puede sustituir las mejores percepciones de la receptividad por una mala idea preparada de antemano. ¿Pero por qué habría uno de hacer esa elección? ¿Por qué no escuchar a ambas partes y armonizar los puntos de vista de las dos? El fabricante de conceptos, analizador y apegado a la tradición, y el receptor de percepciones, despiertamente pasivo: ninguno de los dos es infalible, pero los dos juntos pueden realizar un trabajo razonablemente bueno.
— ¿Hasta qué punto es efectiva la educación de ustedes en el arte de la receptividad? — interrogó Will.
— Hay grados de receptividad — contestó ella —. Muy poca en una lección de ciencias, por ejemplo. La ciencia comienza con la observación; pero la observación siempre es selectiva. Hay que observar el mundo a través de un enrejado de conceptos proyectados. Luego toma uno la medicina moksba y de pronto casi no quedan conceptos. No selecciona para clasificar inmediatamente lo que experimenta; no hace más que absorberlo. Es como ese poema de Words-worth: «Trae contigo un corazón que mire y reciba.» En esas sesiones de construcción de puentes que le describí hay, todavía mucha afanosa selección y proyección, pero no tanta como en las precedentes lecciones de ciencias. Los niños no se convierten de repente en pequeños Tathagata; no llegan a la pura receptividad que viene con la medicina moksba. Muy lejos de ello. Lo único que se puede decir es que aprenden a tomar con calma los nombres y las nociones. Durante un tiempo absorben más de lo que emiten.
— ¿Qué les hacen hacer con lo que han absorbido?
— Simplemente les pedimos — respondió Mrs. Narayan con una sonrisa — que intenten lo imposible. Se les dice que traduzcan su experiencia en palabras. Como un objeto dado puro, desconceptualizado, ¿qué es esta flor, esta rana disecada, este planeta que se ve en el otro extremo del telescopio? ¿Qué significa? ¿Qué les hace pensar, sentir, imaginar, recordar? Traten de escribirlo. No lo lograrán, por supuesto, pero inténtenlo. Los ayudará a entender la diferencia que hay entre las palabras y los sucesos, entre saber algo acerca de las cosas y conocerlas. «Y cuando hayan terminado de escribir, les decimos, vuelvan a mirar la flor y después de mirarla cierren los ojos uno o dos minutos. Luego dibujen lo que vean sus ojos cuando están cerrados. Dibujen lo que sea… algo vago o vivido, algo parecido a la flor o en todo sentido distinto de ella. Dibujen lo que vieron o aun lo que no vieron; dibújenlo y coloréenlo con pinturas o lápices de color. Luego descansen otra vez y después de eso comparen el primer dibujo con el segundo; comparen la descripción científica de la flor con lo que escribieron acerca de ella cuando analizaban lo que veían, cuando se comportaron como si no supiesen nada sobre la flor y permitieron que el misterio de su existencia penetrase en ustedes, así, como del cielo. Luego comparen los dibujos y lo que han escrito con los dibujos y lo que escribieron los otros alumnos. Verán que las descripciones analíticas y las ilustraciones son muy similares, en tanto que los dibujos y las composiciones del otro tipo son muy distintos entre sí. ¿Cómo se vincula todo esto con lo que aprendieron en la escuela, en el hogar, en la selva, en el templo?» Decenas de preguntas, todas ellas insistentes. Los puentes tienen que ser construidos en todas direcciones. Se empieza con la botánica, o con cualquier otra materia del programa, y al final de la sesión de construcción de puentes se encuentra uno pensando en la naturaleza del lenguaje, en los distintos tipos de experiencias, en la metafísica y en la conducta en la vida, en el conocimiento analítico y en la sabiduría de la Otra Orilla.
— ¿Cómo se las arreglaron para enseñar a los maestros que ahora enseñan a los niños a construir esos puentes?
— Comenzamos a enseñar a los maestros hace ciento siete años — contestó Mrs. Narayan —. Clases de jóvenes y muchachas que habían sido educados en la forma palanesa tradicional. Ya sabe: buenos modales, agricultura, bellas artes, oficios, el todo salpicado con un poco de medicina popular, de física y biología de comadres, y de creencia en el poder de la magia y en la verdad de los cuentos de hadas. Nada de ciencias, ni historia, ni conocimiento de nada de lo que sucedía en el mundo exterior. Pero esos futuros maestros eran piadosos budistas; la mayoría de ellos practicaban la meditación y casi todos habían leído u oído hablar mucho de la filosofía mahayana. Eso quería decir que en los terrenos de metafísica aplicada y psicología habían sido educados mucho más a fondo y en forma mucho más realista que en la parte del mundo donde vive usted. El doctor Andrew era un humanista científicamente educado, antidogmático, que había descubierto el valor del mahayana puro y aplicado. Su amigo, el raja, era un budista tántrico que había descubierto el valor de la ciencia pura y aplicada. Por consiguiente, ambos veían con claridad que para ser capaces de enseñar a los niños a ser seres humanos plenos, en una sociedad digna de que seres humanos plenos viviesen en ella, un maestro tenía primero que aprender a aprovechar lo mejor de los dos mundos.
— ¿Y qué opinaron los primeros maestros al respecto? ¿No se resistieron al proceso?
Mrs. Narayan negó con la cabeza.
— No se resistieron, por la sólida razón de que no se había atacado nada precioso. Se respetó su budismo. Lo único que se les pidió que abandonasen fue la ciencia de comadres y los cuentos de hadas. Y a cambio de eso recibieron todo tipo de hechos mucho más interesantes y teorías mucho más útiles. Todas esas cosas emocionantes del mundo occidental de ustedes, del conocimiento, el poder y el progreso, debían ser combinadas con las teorías del budismo y los hechos psicológicos de la metafísica aplicada, y en cierta medida subordinadas a ellos. En realidad no había en ese programa de «lo mejor de los dos mundos» nada que pudiese ofender las susceptibilidades incluso del más quisquilloso y ardiente de los patriotas religiosos.
— Pensaba en nuestros futuros maestros — dijo Will luego de un silencio —. En esta etapa tardía, ¿se les podrá enseñar? ¿Podrán aprender a aprovechar lo mejor de los dos mundos?
— ¿Por qué no? No tienen que abandonar ninguna de las cosas que tienen real importancia para ellos. El no cristiano podría seguir pensando en el hombre, y los cristianos continuar adorando a Dios. No habría cambio alguno, salvo que Dios tendría que ser pensado como inmanente y el hombre como potencialmente autotrascendente.
— ¿Y le parece que harían esos cambios sin alharacas? — Will rió. — Es usted una optimista.
— Una optimista — replicó Mrs. Narayan — por el sencillo motivo de que, si se encara un problema con inteligencia y en forma realista, los resultados tienen que ser bastante buenos. Esta isla justifica cierto optimismo. Y ahora vamos a echar una ojeada a la clase de danza.
Cruzaron un patio sombreado por árboles y, atravesando una puerta batiente, pasaron del silencio al rítmico palpitar de un tambor y al chillido de flautas que repetían una y otra vez una breve melodía pentatónica que en los oídos de Will sonó vagamente como escocesa.
— ¿Música viva o grabada? — preguntó.
— Cinta magnética japonesa — respondió Mrs. Narayan con laconismo. Abrió una segunda puerta que daba acceso a un gran gimnasio donde dos jóvenes barbudos y una pequeña anciana sorprendentemente ágil, ataviada con pantalones de raso negro, enseñaban a unos veinte o treinta chiquillos los pasos de una danza vivaz.
— ¿Qué es esto? — interrogó Will —. ¿Diversión o educación?
— Las dos cosas — contestó la directora —. Y también ética aplicada. Como esos ejercicios de respiración de que hablábamos hace poco…. sólo que más eficaz, porque es más violenta.
— Pisotéenlo — cantaban los niños al unísono. Y pisoteaban con todas sus fuerzas, con sus piececitos calzados con sandalias —. ¡Pisotéenlo! — Un furioso pisotón final y comenzaron de nuevo a brincar y girar, en otro movimiento de la danza.
— Esto se llama Danza de Rakshasi — explicó Mrs. Narayan.
— ¿Rakshasi? — preguntó Will —. ¿Qué es eso?
— Un Rakshasi es una especie de demonio. Muy grande, y sumamente desagradable. Personifica todas las más feas pasiones. La Danza de Rakshasi es un recurso para soltar esas peligrosas acumulaciones de vapor engendradas por la cólera y la frustración.
— ¡Pisotéenlo! — La música había llegado otra vez al estribillo coral. — ¡Pisotéenlo!
— Vuelvan a pisotear — gritó la pequeña anciana, dando un furioso ejemplo —. ¡Con más fuerza, más!
— ¿Qué ayudó más — especuló Will — a la moralidad y la conducta racional? ¿Las orgías báquicas o La república? ¿La Etica de Nicómaco o las danzas coribánticas?
— Los griegos — dijo Mrs. Narayan — eran demasiado propensos a pensar en términos de o… o. Para ellos siempre se trataba de no sólo… sino. No sólo Platón y Aristóteles, sino también las ménades. Sin esas danzas reductoras de la tensión, la filosofía moral habría sido impotente, y sin la filosofía moral los danzarines no habrían sabido qué haces después. Lo único que hemos hecho es copiar una hoja del libro griego.
— ¡Muy bien! — exclamó Will, aprobando. Luego recordó (como recordaba siempre, tarde o temprano, por agudo que fuese su placer y por auténtico que fuese su entusiasmo) que era el hombre que no aceptaba un sí por respuesta, y repentinamente rompió a reír —. Aunque a la larga no tiene mayor importancia — dijo —. El coribantismo no pudo impedir que los griegos se cortasen unos a otros el cuello. Y cuando el coronel Dipa decida actuar, ¿qué harán en defensa de ustedes las danzas de Rakshasi? Los ayudarán a reconciliarse con su suerte, quizá… y eso es todo.
— Sí, eso es todo — dijo Mrs. Narayan —. Pero reconciliarse con la propia suerte… esa es una gran hazaña.