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La niña lo miró, meneó la cabeza y, levantando una manita morena, se golpeó significativamente la frente y dijo: — Locos. ¿O es que sus maestros eran estúpidos?
Will rió.
— Eran educadores de elevado espíritu, dedicados al ments sana in corpore sano y al mantenimiento de nuestra sublime Tradición Occidental. Pero entretanto díme una cosa. ¿No tuviste miedo nunca?
— ¿De la gente que tenía hijos?
— No, de los que se morían. ¿Eso no te asustó nunca?
— Bien, sí — respondió luego de un momento de silencio.
— ¿Y qué hiciste entonces?
— Lo que nos enseñan a hacer: traté de descubrir cuál de mis yo estaba asustado y por qué.
— ¿Y cuál de tus yo era?
— Este. — Mary Sarojini se indicó la boca abierta con un dedo. — El que habla. La Pequeña Parlanchína… así la llama Vijaya. Siempre habla sobre todas las cosas feas que recuerdo, sobre todas las cosas gigantescas, maravillosas e imposibles que imagino poder hacer. Esa es la que se asusta.
— ¿Por qué se asusta tanto?
— Supongo que será porque se pone a hablar de todas las cosas espantosas que podrían sucederle. En voz alta o para sí. Pero hay otra que no se asusta.
— ¿Cuál?
— La que no habla… No hace más que escuchar y siente lo que sucede dentro de ella. Y a veces — agregó Mary Sarojini —, a veces ve de pronto cuan hermoso es todo. No, no es cierto. Esa lo ve siempre, pero yo no… a menos de que ella me lo haga ver. Por eso sucede de repente. ¡Hermoso, hermoso, hermoso! Hasta los excrementos de los perros. — Señaló una formidable muestra de eso, casi a sus pies.
De la estrecha calleja habían salido a la plaza del mercado. Los últimos rayos del sol rozaban aún la aguja del templo, los pequeños miradores rosados del techo del edificio municipal; pero allí, en la plaza, había una premonición de ocaso, y bajo el gran baniano ya casi era de noche.
En los puestos levantados entre sus columnas y cuerdas colgantes las mujeres ya habían encendido las luces. En la obscuridad de las hojas había islas de forma y color, y de la inexistencia apenas visible cuerpos morenos surgían por un momento a una brillante existencia para volver a hundirse en seguida en la nada. Los espacios entre los altos edificios resonaban con una confusión de inglés y palanés, de risas y conversaciones, de gritos callejeros y melodías silbadas, de ladridos de perros y chillidos de loros. Encaramados en uno de los miradores rosados, un par de mynah exigían infatigablemente atención y compasión. De una cocina al aire libre, situada en el centro de la plaza, se elevaba el apetitoso aroma de comida al fuego. Cebollas, pimientos, cúrcuma, pescado frito, tortas horneadas, arroz hirviendo, y a través de esas buenas y toscas fragancias, como un recordatorio de la Otra Orilla, flotaba el perfume, tenue y dulce y etéreamente puro, de las multicolores guirnaldas en venta al lado de la fuente.
El ocaso se ahondó y de repente, muy arriba, se encendieron las lámparas de arco. Brillantes y bruñidos sobre el cobre rosado de la piel aceitada, los collares y anillos y brazaletes femeninos cobraron vida con chispeantes reflejos. Vistos bajo la luz descendente, todos los contornos se hacían más dramáticos, todas las formas parecían más sustanciales, más sólidas. En las órbitas de los ojos, bajo la nariz y la barbilla, las sombras se hacían más profundas. Modelados por la luz y la obscuridad, los jóvenes pechos se tornaban más rotundos y los rostros de los viejos se volvían más enfáticamente arrugados y ahuecados.
Tomados de la mano, se abrieron paso entre la muchedumbre. Una mujer de edad mediana saludó a Mary Sarojini, y luego se volvió a Will.
— ¿Es usted el hombre de Afuera? — preguntó.
— Casi infinitamente de afuera — le aseguró él.
La mujer lo miró un instante en silencio, luego le lanzó una sonrisa alentadora y le palmeó la mejilla.
— Todos le tenemos mucha lástima — dijo.
Siguieron avanzando, y se encontraron en los bordes a un grupo reunido al pie de los escalones del templo, para escuchar a un joven que tocaba un instrumento de largo cuello, parecido a un laúd, y cantaba en palanés. La rápida declamación alternaba con prolongados melismas, casi semejantes al canto de un pájaro, basados en un solo sonido vocálico y luego en una melodía alegre y enérgicamente acentuada, que terminaba en un grito. La muchedumbre lanzó una estrepitosa carcajada. Unos cuantos compases más, una o dos líneas más de recitado, y el cantor emitió su acorde final. Hubo más aplausos y risas, y un coro de comentarios incomprensibles.
— ¿Qué significa todo esto? — preguntó Will.
— Es sobre las muchachas y los jóvenes que duermen juntos — respondió Mary Sarojini.
— Ah… ya entiendo. — Sintió un golpe de turbación culpable, pero al contemplar el rostro sereno de la niña vio que su preocupación era injustificada. Resultaba evidente que el hecho de que los jóvenes y las muchachas se acostaran juntos debía ser dado tan por sentado como ir a la escuela o comer tres comidas diarias… o morir.
— Y la parte que los hizo reír — continuó Mary Sarojini — fue cuando dijo que el Futuro Buda no tendrá que abandonar su hogar y sentarse bajo el Árbol Bodhi. Recibirá su Esclarecimiento mientras esté en la cama con la princesa.
— ¿Te parece una buena idea? — inquirió Will.
La niña asintió con énfasis.
— Así también la princesa resultará esclarecida.
— Tienes mucha razón — dijo «Will —. Como soy hombre, no había pensado en la princesa.
El tañedor de laúd tocó una extraña y poco familiar progresión de acordes, los siguió con una ondulación de arpegios y comenzó a cantar, esta vez en inglés.
La puerta del templo se abrió. Un aroma de incienso se mezcló a las cebollas y el pescado frito del ambiente. Salió una anciana e hizo descender con cautela su inseguro peso de, escalón en escalón.
— ¿Quiénes fueron San Pablo y Freud? — preguntó Mary Sarojini cuando se alejaron.
Will comenzó un breve relato del Pecado Original y de la Redención. La niña lo escuchaba con concentrada atención.
— No es extraño que la canción diga «No los tomes en serio» — comentó.
— Después de lo cual llegamos al doctor Freud y el complejo de Edipo — prosiguió Will.
— ¿Edipo? — repitió Mary Sarojini —. Pero ese es el nombre de un espectáculo de marionetas. Lo vi la semana pasada, y esta noche vuelven a darlo. ¿Le gustaría verlo? Es bonito.
— ¿Bonito? — repitió él —. ¿Bonito? ¿Incluso cuando la vieja dama resulta ser la madre de él y se ahorca? ¿Incluso cuando Edipo se arranca los ojos?
— Pero no sé arranca los ojos — replicó Mary Sarojini.
— En el lugar de donde yo vengo, sí.
— Aquí no. Sólo dice que se los arrancará, y ella sólo trata de ahorcarse. Pero se los convence de que no lo hagan.
— ¿Quién los convence?
— El joven y la muchacha de Pala.
— ¿Cómo aparecen ellos en la obra? — preguntó Will.
— No sé. Están. Edipo en Pala, así se llama la obra. ¿Por qué no habrían de estar en ella?
— ¿Y dices que convencen a Yocasta de que no se suicide y a Edipo de que no se ciegue?
— En el momento oportuno. Ella ya se ha puesto la soga al cuello y él ha conseguido dos enormes agujas. Pero el joven y la muchacha de Pala les dicen que no sean tontos. En fin de cuentas fue un accidente. Él no sabía que el viejo era su padre. Y de todos modos el viejo fue quien empezó todo, lo golpeó en la cabeza e hizo que Edipo perdiera los estribos… y nadie le había enseñado a bailar la Danza de Rakshasi. Y cuando lo convierten en rey tiene que casarse con la vieja reina. Ella era en realidad su madre, pero ninguno de los dos lo sabía. Y es claro que lo único que tenían que hacer cuando lo descubrieron era dejar de estar casados. Ese asunto de que el casarse con la madre de uno era el motivo de que todos tuviesen que morir de un virus… Pura tontería, inventada por una cantidad de pobre gente estúpida que no tenía un poco de sensatez.
— El doctor Freud pensaba que todos los niños quieren de veras casarse con su madre y matar a su padre. Y a la inversa en lo referente a las niñas: ellas quieren casarse con su padre.