124236.fb2 La isla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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— ¿Está cómodo? — preguntó Vijaya, inclinándose, solícito, para mirarlo a la cara.

Will le sonrió.

— Lujosamente cómodo — respondió.

— No es lejos — continuó el otro, para tranquilizarlo —. Llegaremos en unos pocos minutos.

— ¿Adónde vamos?

— A la Estación Experimental. Es como Rothamsted. ¿Alguna vez fue a Rothamsted cuando estuvo en Inglaterra?

Will había oído hablar del lugar, por supuesto, pero nunca estuvo en él.

— Hace más de cien años que funciona — continuó Vijaya.

— Ciento veinte, para ser exactos — dijo el doctor MacPhail —. Lawes y Gilbert iniciaron sus trabajos sobre fertilizantes en 1843. Uno de los alumnos vino aquí a principios de la década del 50 para ayudar a mi abuelo a iniciar la estación. Rothamsted en los trópicos… esa era la idea. En los trópicos y para los trópicos.

La penumbra verde se fue aclarando y un momento más tarde la camilla salió del bosque al resplandor del sol del trópico. Will levantó la cabeza y miró en torno. Estaban no muy lejos del centro de un inmenso anfiteatro. Ciento cincuenta metros más abajo se extendía una amplia llanura, cuadriculada de campos, moteada de grupos de árboles y de apiñamientos de casas, en la otra dirección las cuestas ascendían centenares de metros hacia un semicírculo de montañas. Terraza sobre terraza, verdes o doradas, desde la llanura hasta el muro dentado de picos, los arrozales seguían las líneas del contorno, destacando cada hinchazón y hundimiento de la ladera en lo que parecía una intención deliberada y artística. Allí la naturaleza no era ya simplemente natural; el paisaje había sido compuesto, reducido a sus esencias geométricas y traducido, por lo que en un pintor habría sido un milagro de virtuosismo, en términos de esas sinuosas líneas, de esos manchones de color puro y luminoso.

— ¿Qué hacía usted en Rendang? — preguntó el doctor Robert, interrumpiendo un largo silencio.

— Reunía materiales para un artículo sobre el nuevo régimen.

— No creía que el coronel fuese tema periodístico.

— Se equivoca. Es un dictador militar. Eso quiere decir que hay muertes en el aire. Y la muerte siempre es noticia. Incluso lo es el olor lejano de la muerte — rió —. Por eso me dijeron que pasara por allí, de regreso de China.

Y había habido otros motivos que prefería no mencionar. Los periódicos eran sólo uno de los intereses de lord Aldehyde. En otra de sus expresiones era k South-East Asia Petroleum Company, era la Imperial and Foreign Copper Limited. Oficialmente, Will había ido a Rendang para olfatear la muerte en su aire militarizado; pero también se le había encomendado que averiguase qué opinaba el dictador sobre los capitales extranjeros, qué rebajas impositivas estaba dispuesto a ofrecer, qué garantías contra nacionalizaciones. ¿Y qué proporción de las ganancias se podría exportar? ¿Cuántos técnicos y administradores nativos habría que emplear? Toda una batería de preguntas. Pero el coronel Dipa se había mostrado sumamente afable y dispuesto a colaborar. De ahí el espeluznante viaje, con Murugan al volante, hacia las minas de cobre.

— Primitivas, mi querido Farnaby, primitivas. Urgentemente necesitadas, como usted mismo puede ver, de equipos modernos. — Se había concertado otra entrevista… y se la había concertado, recordó Will, para esa misma mañana. Se imaginó al coronel ante su escritorio. Un informe del Jefe de policía:

— Mr. Farnaby fue visto por última vez en un pequeño bote de vela, solo, rumbo al estrecho de Pala. Dos horas después una tormenta de gran violencia… Presumiblemente muerto…

Y en cambio se encontraba allí, vivo y coleando, en Ja isla prohibida.

— No le darán el visado — le había dicho Joe Aldehyde en la última entrevista —. Pero quizá pueda desembarcar disfrazado. Con un albornoz o algo por el estilo, como Lawrence de Arabia.

— Lo intentaré — había respondido Will, con el rostro imperturbable.

— Sea como fuere, si logra llegar a Pala, vaya directamente al palacio. La rani — es la reina madre — es una vieja amiga mía. La conocí hace seis años en Lugano. Se hospedaba en la casa del viejo Voegeli, el banquero de inversiones. La amante de él está interesada en el espiritualismo, y organizaron una sesión en mi honor. Una médium, auténtica Voz Directa… sólo que por desgracia hablaba únicamente en alemán. Bueno, después de que se encendieron las luces conversé con ella. — ¿Con la médium?

— No, no. Con la rani. Es una mujer notable. Ya sabe, La Cruzada del Espíritu.

— ¿Ella lo había inventado?

— En efecto. Pero yo prefiero el Rearme Moral. En A"ñ lo asimilan mejor. Conversamos mucho al respecto, esa noche. Y después hablamos de petróleo. Pala está repleta de petróleo. La South-East Petroleum ha tratado de conseguirlo durante años. Lo mismo que todas las otras compañías. Todo inútil. No hay concesiones petroleras para nadie. Es la política inmutable de ellos. Pero la rani no está de acuerdo con eso. Quiere que el petróleo sirva para algo útil en el mundo. Para financiar la Cruzada del Espíritu, por ejemplo. Entonces, como le digo, si llega a Pala, vaya enseguida al palacio. Hable con ella. Averigüe los antecedentes de los hombres que toman las decisiones. Descubra si existe una minoría partidaria de las concesiones y pregunte cómo podemos ayudarlos a realizar la tarea.

Y terminó prometiéndole a Will una buena recompensa si sus esfuerzos se veían coronados por el éxito. Lo suficiente como para concederle todo un año de libertad. «No más reportajes. Nada más que Arte Elevado, Arte, ARTE.» Y lanzó una carcajada escatológica, como si en vez de arte se hubiese, hablado de otra palabra, también de cuatro letras. ¡Increíble criatura! Pero sea como fuere escribía para los infames periódicos de la increíble criatura, y estaba dispuesto, por un soborno, a hacer todos los trabajos sucios que le encargase la increíble criatura. Y ahora, oh milagro, estaba en tierra de Pala. La suerte había querido que la Providencia estuviese de su parte… evidentemente con el expreso propósito de perpetrar una de las siniestras bromas pesadas que son la especialidad de la Providencia.

Lo volvió a la realidad el sonido de la voz chillona de Mary Sarojini.

— ¡Hemos llegado!

Will volvió a levantar la cabeza. La pequeña procesión se había apartado del camino y pasaba por una abertura practicada en una pared de estuco blanco. A la izquierda, en una creciente sucesión de terrazas, había hileras de edificios bajos sombreados por higueras sagradas. Enfrente, una avenida de altas palmeras descendía hacia un estanque de lotos, en el extremo más lejano del cual había un enorme Buda de Piedra. Doblando hacia la izquierda, subieron por entre árboles en flor, a través de una mezcla de perfumes, hacia la primera terraza. Detrás de una cerca, inmóvil salvo por el rumiar de las mandíbulas, se veía un toro jiboso blanco como la nieve, semejante a una deidad en su serena y absorta belleza. El amante de Europa retrocedió hacia el pasado y cedió el lugar a varias aves de Juno que arrastraban su plumaje por el césped. Mary Sarojini abrió la puertecilla de un jardinillo.

— Mi bungalow — dijo el doctor MacPhail, y volviéndose hacia Murugan —; Permíteme que te ayude a subir los escalones.

IV

Tom Krishna y Mary Sarojini se habían ido a hacer su siesta con los hijos del jardinero vecino. En su sala sumida en la penumbra, Susila MacPhail estaba sentada a solas, con sus recuerdos de dichas pasadas y el actual dolor de su duelo. El reloj de la cocina dio la media hora. Se puso de píe con un suspiro, se calzó las sandalias y salió al tremendo resplandor del sol de la tarde. Levantó la vista al cielo. Por sobre los volcanes, enormes nubes trepaban hacia el cenit. Dentro de una hora llovería. Pasando de un estanque de sombra al siguiente, avanzó por el sendero bordeado de árboles. Con un súbito rumor de alas, una bandada de palomas salió volando de una de las higueras. Con las alas verdes y el pico color coral, el pecho cambiado de color como la madreperla, se alejaron hacia el bosque. ¡Cuan hermosas eran, cuan indeciblemente encantadoras! Susila estuvo a punto de volverse para sorprender la expresión de placer en el rostro de Dugald vuelto hacia arriba; se contuvo y bajó la mirada al suelo: Dugald ya no existía; no había más que ese dolor, como el dolor de un miembro fantasmal que continúa obedeciendo la imaginación, obedeciendo incluso las percepciones de los que han sufrido una amputación.

— Amputación — musitó para sí — amputación… — Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y apartó el pensamiento. La amputación no era una excusa para tenerse lástima, y, a pesar de que Dugald estaba muerto, los pájaros eran tan bellos como siempre y sus hijos, y todos los otros niños, tenían tanta necesidad como siempre de ser amados, ayudados y educados. Si la ausencia de él era tan constantemente presente, lo era para recordarle que en adelante debería amar por dos, vivir por dos, pensar por dos, percibir y entender, no sólo con sus ojos y cerebro, sino con el cerebro y los ojos que le habían pertenecido a él y, antes de la catástrofe, también a ella, en comunión de deleite e inteligencia.

Pero he ahí la cabaña del doctor. Subió los escalones, cruzó la galería y entró en la sala. Su suegro estaba sentado cerca de la ventana, bebiendo sorbitos de té frío de un jarro de barro y leyendo el Journal de Mycologie. Levantó la vista cuando ella se acercó y le dedicó una sonrisa de bienvenida.

— ¡Susila, querida mía! Me alegro de que hayas venido.

Ella se inclinó y le besó la barbuda mejilla.

— ¿Qué es eso que me ha contado Mary Sarojini? — inquirió —. ¿Es cierto que encontró a un náufrago?

— De Inglaterra… Pero vía China, Rendang y un naufragio. Un periodista.

— ¿Cómo es?

— Tiene el físico de un Mesías. Pero es demasiado inteligente para creer en Dios o estar convencido de su propia misión. Y aunque estuviese convencido, es demasiado sensible para cumplirla. Sus músculos querrían actuar y sus sentimientos creer; pero sus filetes nerviosos y su inteligencia no se lo permiten.

— De modo que sin duda se siente muy desdichado.

— Tanto, que se ve obligado a reír como una hiena.

— ¿Sabe él que ríe como una hiena?

— Lo sabe, y está más bien orgulloso de ello. Incluso hace epigramas al respecto. «Soy el hombre que no acepta el sí por respuesta.»

— ¿Está muy gravemente herido?

— No mucho. Pero tiene fiebre. He comenzado a tratarlo con antibióticos. Ahora queda a tu cargo elevarle la resistencia y dar a la vis medicatrix naturae una oportunidad de actuar.

— Haré todo lo posible. — Luego, después de un silencio —: Fui a ver a Lakshmi — dijo —, al regreso de la escuela.

— ¿Qué tal la encontraste?

— Casi igual. No, quizás un poco más débil que ayer.

— Eso me pareció cuando la vi esta mañana.

— Por fortuna el dolor no parece empeorar. Todavía podemos encararlo en términos psicológicos. Y hoy la tratamos en lo referente a la náusea. Al cabo pudo beber algo. No creo que haya más necesidad de fluidos intravenosos.

— ¡Me alegro mucho! — exclamó él —. Esas inyecciones intravenosas eran una tortura. Tanta valentía frente a los peligros reales, pero cada vez que se trataba de una hipodérmica o una aguja en una vena, el terror más abyecto e irracional.