124236.fb2 La isla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 52

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— Descansemos un memento — dijo.

— ¿Está cansado? — preguntó Mary Sarojini, solícita.

— Un poco.

Se volvió y, apoyándose en el bastón, miró hacia el mercado. A la luz de las lámparas de arco, el edificio del municipio refulgía, rosado, como una monumental tajada de pastel de fresa. En la aguja del templo pudo ver, friso sobre friso, el exuberante caos de la escultura india: elefantes, demonios, muchachas de sobrenaturales pechos y nalgas, brincadores Sivas, hileras de Budas futuros y pasados en sereno éxtasis. Abajo, en el espacio entre el pastel y la mitología, hormigueaba la multitud, y en algún lugar, entre esa multitud, había un rostro huraño y un pijama de seda blanca. ¿Debía volver? Sería lo sensato, lo seguro, lo prudente. Peto una voz interior — no pequeña, como la de la rani, sino estentórea — le gritaba «¡Suciedad! ¡Suciedad!» ¿La conciencia sucia? No. ¿La moral? ¡El cielo no lo permita! Sino una suciedad supererogatoria, fealdad y vulgaridad por encima de lo que exige el deber: estas eran cosas en las que, como hombre de buen gusto, uno simplemente no podía participar.

— Bueno, ¿seguimos? — dijo Mary Sarojini. Entraron en el vestíbulo del hospital. La enfermera del escritorio tenía para ellos un mensaje de Susila. Mary Sarojini debía ir directamente a la casa de Mrs. Rao, donde ella y Tom Krishna pasarían la noche. A Mr. Farnaby se le rogaba que fuese en el acto a la habitación 34.

— Por aquí — dijo la enfermera, y mantuvo abierta una puerta batiente.

Will se adelantó. El reflejo condicionado de la cortesía se puso mecánicamente en acción.

— Gracias — dijo, y sonrió. Pero cuando avanzó cojeando hacia el temible futuro lo hizo con una sorda y enfermiza sensación en la boca del estómago.

— La última puerta de la izquierda — dijo la enfermera. Pero debía volver a su escritorio del vestíbulo —. De modo que debo dejar que siga solo — agregó, mientras la puerta se cerraba tras ella.

Solo, se repitió Will, solo… y el temible futuro era idéntico al obsesivo pasado, el Horror Esencial era intemporal y ubicuo. Ese largo corredor, con sus paredes pintadas de verde, era el mismo corredor por el cual, un año antes, había caminado hasta la pequeña habitación en que Molly yacía agonizante. La pesadilla se repetía. Predestinado y consciente, avanzó hacia su horrible consumación. La muerte, otra visión de la muerte.

Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro… Golpeó y esperó, escuchando los latidos de su corazón. La puerta se abrió y se encontró cara a cara con la pequeña Radha.

— Susila lo esperaba — susurró.

Will la siguió a la habitación. Detrás de un biombo entrevió el perfil de Susila dibujado en silueta contra una lámpara, una cama alta, un rostro moreno y extenuado sobre la almohada, de brazos que ya no eran otra cosa que huesos cubiertos de pergamino, de manos como garras. Una vez más, el Horror Esencial. Con un estremecimiento, se apartó. Radha le indicó una silla cerca de la ventana abierta. Se sentó y cerró los ojos… los cerró físicamente para excluir el presente, pero con ese mismo acto los abrió interiormente, sobre el odioso pasado que el presente le había recordado. Estaba ahora en la otra habitación, con la tía Mary. O más bien con la persona que otrora fue la tía Mary pero que ahora era ese alguien apenas reconocible; alguien que jamás había siquiera oído hablar de la caridad y la valentía que eran la esencia misma del ser de la tía Mary; alguien henchido de un odio indiscriminado contra todos los que se le acercaban, que los odiaba a todos, simplemente porque no tenían cáncer, porque no sufrían, porque no habían sido sentenciados a morir antes de que les llegase el momento. Y junto con esa maligna envidia de la salud y la dicha de los demás había aparecido una llorosa lástima por sí misma, una abyecta desesperación.

— ¿Por qué a mí? ¿Por qué esto tenía que sucederme a mí? Todavía podía escuchar la voz chillona, quejumbrosa, ver el rostro deformado y bañado en lágrimas. La única persona que alguna vez había amado y admirado de veras… Y sin embargo, en su degradación, se sorprendió despreciándola… despreciándola, positivamente odiándola.

Para escapar del pasado, volvió a abrir los ojos. Vio que Radha estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, erecta, en la postura de la meditación. En su silla, junto a la cama, Susila también parecía sumida en el mismo tipo de inmovilidad concentrada. Contempló el rostro que reposaba sobre la almohada. También estaba inmóvil, con una serenidad que casi habría podido ser la calma helada de la muerte. Afuera, en la obscuridad del follaje, chilló de pronto un pavo real. Profundizado por el contraste, el silencio que siguió pareció tornarse preñado de misteriosos y terribles significados.

— Lakshmi. — Susila posó una mano sobre el brazo enflaquecido de la anciana. — Lakshmi — dijo otra vez, en voz más alta. El rostro envuelto en la calma de la muerte se mantuvo impasible —. No debes dormirte.

¿No dormirse? Pero para la tía Mary el sueño — el sueño artificial que seguía a las inyecciones — había sido la única tregua de las autolaceraciones de la piedad que sentía por sí misma y de las cavilaciones del miedo.

— ¡Lakshmi!

El rostro cobró vida.

— En realidad no dormía — suspiró la anciana —. Es que estoy tan débil… Parece como si me alejara flotando.

— Pero tienes que estar aquí — replicó Susila —. Tienes que saber que estás aquí. Todo el tiempo. — Deslizó otra almohada bajo los hombros de la enferma y tomó una botella de sales que se encontraba sobre la mesita de luz. Lakshmi las olió, abrió los ojos y miró a Susila. — Había olvidado cuan hermosa eres — dijo —. Pero Dugald siempre tuvo buen gusto. — La sombra de una sonrisa traviesa apareció por un instante en el rostro descarnado. — ¿Qué piensas, Susila? — agregó luego de un momento y en otro tono —. ¿Volveremos a verlo? Quiero decir, ¿allá?

En silencio, Susila acarició la mano de la anciana. Luego, de pronto, sonriente, dijo:

— ¿Cómo habría formulado esa pregunta el Viejo Raja? ¿Te parece que «nosotros» (comillas, cierra) lo veremos a «él» (comillas, cierra) «allá» (comillas, cierra)? — ¿Pero qué opinas tú?

— Creo que todos hemos salido de la misma luz y que todos volveremos a la misma luz.

Palabras, pensaba Will, palabras, palabras, palabras. Con un esfuerzo, Lakshmi levantó una mano y señaló acusadoramente la lámpara de la mesa de luz. — Me hace daño a los ojos — susurró. Susila se quitó el pañuelo de seda roja que tenía anudado al cuello y envolvió con él la pantalla de pergamino de la lámpara. De blanca e implacablemente reveladora que era, la luz se tornó tan suave y cálidamente rosada — se sorprendió Will pensando — como la que caía sobre la cama arrugada de Babs cuando Porter's Gin se proclamaba en tono carmesí.

— Así está mucho mejor — dijo Lakshmi. Cerró los ojos. Luego, después de un prolongado silencio, estalló —: La luz. Está aquí otra vez. — Y en seguida, después de otra pausa, musitó —: ¡Ah, cuan maravilloso, cuan maravilloso! — De repente hizo una mueca y se mordió el labio.

Susila tomó la mano de la anciana entre las propias.

— ¿Es muy intenso el dolor? — preguntó.

— Lo sería — explicó Lakshmi — si fuese en realidad mi dolor. Pero, quién sabe por qué, no es mío. El dolor existe, pero yo estoy en otra parte. Es como lo que se descubre con la medicina moksha. En realidad nada le pertenece a una. Ni siquiera su dolor.

— ¿Todavía está la luz?

Lakshmi meneó la cabeza.

— Y si recuerdo, puedo decirte con exactitud cuándo se apagó. Se apagó cuando empecé a decir que el dolor no era en realidad mío.

— Y sin embargo decías que era buena.

— Lo sé…. pero lo decía. — El fantasma de una vieja costumbre de irreverente picardía volvió a cruzar por el rostro de Lakshmi.

— ¿En qué piensas? — interrogó Susila.

— En Sócrates.

— ¿En Sócrates?

— Hablaba, hablaba y hablaba… incluso cuando había tomado la cicuta. No dejes que yo hable, Susila. Ayúdame a salir de mi propia luz.

— ¿Recuerdas aquella vez, el año pasado — comenzó Susila luego de un silencio —, en que fuimos todos al templo de Siva, más arriba de la Estación de Altura? Tú, Robert, Dugald, yo y los dos chicos… ¿Te acuerdas?

Lakshmi sonrió de placer ante el recuerdo.

— Pienso especialmente en la visión desde el lado occidental del templo: la visión del mar. Azul, verde, púrpura… y las sombras de las nubes eran como tinta. Y las nubes mismas… nieve, carbón, plomo, raso. Y mientras mirábamos tú hiciste una pregunta. ¿Te acuerdas, Lakshmi?

— ¿Quieres decir sobre la Clara Luz?

— Sobre la Clara Luz — confirmó Susila —. ¿Por qué la gente habla de la Mente en términos de Luz? ¿Porque ha visto el sol y lo encuentra tan hermoso que parece natural identificar la naturaleza de Buda con la más clara posible de todas las Claras Luces? ¿O el sol les parece hermoso porque, consciente o inconscientemente, han tenido revelaciones del Espíritu, en forma de Luz, desde que nacieron? Yo fui la primera en contestar — dijo Susila, sonriendo para sus adentros —. Y como acababa de leer algo de un behaviorista norteamericano, no me detuve a pensar… Te di el (abre comillas, cierra) «punto de vista científico». La gente hace de la Mente (sea eso lo que fuere) el equivalente de las alucinaciones luminosas porque ha contemplado una cantidad de ocasos y le han parecido impresionantes. Pero Robert y Dugald no quisieron saber nada de eso. La Clara Luz, insistieron, viene primero. Uno se enloquece con las puestas de sol porque le recuerdan lo que siempre ha venido sucediendo, lo supiera uno o no, dentro de su cráneo y fuera del espacio y el tiempo. Tú estuviste de acuerdo con ellos, Lakshmi, ¿recuerdas? Dijiste: «Me gustaría estar de tu parte, Susila, aunque sólo fuese porque no es bueno que estos hombres nuestros tengan razón siempre. Pero en este caso, y sin duda resulta bastante evidente, en este caso tienen razón.» Y es claro que tenían razón, y es claro que yo estaba irremediablemente equivocada. Y, ni falta hace decirlo, tú sabías la respuesta correcta antes de formular la pregunta.

— Nunca supe nada — musitó Lakshmi —. Sólo podía ver.

— Recuerdo que me dijiste que habías visto la Clara Luz — dijo Susila —. ¿Te agradaría que te lo recordara?

La enferma asintió.

— Cuando tenías ocho años — continuó Susila —. Esa fue la primera vez. Una mariposa anaranjada sobre una hoja, abriendo y cerrando las alas al sol… y de pronto surgió, la Clara Luz de la Talidad pura llameando a través de ella, como otro sol.

— Mucho más luminosa que el sol — cuchicheó Lakshmi.

— Pero más suave. Se puede contemplar la Clara Luz sin quedar enceguecido. Y ahora recuérdalo. Una mariposa sobre una hoja verde, abriendo y cerrando las alas… y es la naturaleza de Buda totalmente presente, es la Clara Luz superando en brillo al sol. Y sólo tenías ocho años.

— ¿Qué había hecho para merecerlo?