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— Si mañana me deportaran, estarían muy justificados.
— Ahora que ha cambiado de idea, no — le aseguró ella —. Y de cualquier manera, nada de lo que hubiese podido hacer habría modificado el verdadero problema. Nuestro enemigo es el petróleo en general. No hay diferencia alguna para nosotros en el hecho de que nos explote la South East Asia Petroleum o la Standard de California.
— ¿Sabían que Murugan y la rani conspiraban contra ustedes?
— No hacen ningún secreto de ello.
— ¿Y entonces por qué no los expulsan?
— Porque inmediatamente habrían sido traídos de vuelta por el coronel Dipa. La rani es una princesa de Rendang. Si la expulsáramos, eso se convertiría en un casus belli.
— ¿Y qué pueden hacer entonces?
— Tratar de mantenerlos en orden, hacerlos cambiar de idea, esperar un final feliz y estar preparados para lo peor. — Luego, después de un silencio, preguntó —: ¿Le dijo el doctor Robert que usted podía tomar la medicina moksha — Y cuando Will asintió —: ¿Le agradaría probarla?
— ¿Ahora?
— Ahora. Es decir, si no le molesta estar toda la noche despierto.
— Nada me gustaría más.
— Puede que descubra que nada le ha gustado menos — le previno Susila —. La medicina moksha puede trasportarlo al cielo, pero también puede llevarlo al infierno. O a los dos, al mismo tiempo o alternativamente. O (si tiene suerte o se ha preparado para ello) más allá de los dos. Y luego más allá del más allá, de vuelta al punto de partida… de vuelta aquí, de vuelta a Nueva Rothamsted, de vuelta a las ocupaciones de costumbre. Sólo que ahora, por supuesto, las ocupaciones de costumbre son totalmente distintas.
Uno, dos, tres, cuatro… El reloj de la cocina dio las doce. ¡Cuan absurdo, ahora que el tiempo había dejado de existir! Las campanadas ridículas, importunas, habían resonado en el corazón de un Acontecimiento intemporalmente presente, de un Ahora que se convertía, en forma incesante, en una dimensión, no de segundos y minutos, sino de belleza, de significación, de intensidad, de misterio cada vez más profundo.
«Luminosa bienaventuranza.» De los hondones de su mente surgieron las palabras como burbujas, llegaron a la superficie y desaparecieron en los infinitos espacios de luz viva que ahora palpitaban y respiraban detrás de sus párpados cerrados. «Luminosa bienaventuranza.» Eso era todo lo que podía uno acercarse a la descripción de la experiencia. Pero eso — ese Acontecimiento intemporal y sin embargo continuamente cambiante — era algo que las palabras sólo podían caricaturizar y reducir, pero jamás expresar. La comprensión de todo, pero sin conocimiento de nada. El conocimiento implicaba un conocedor, y toda la infinita diversidad de cosas conocidas y cognoscibles. Pero allí, detrás de sus párpados cerrados, no existía espectáculo ni espectador. Estaba sólo su hecho experimentado de sentirse dichosamente unido a la unidad.
En una sucesión de revelaciones, la luz se hizo más intensa, la comprensión se ahondó, la dicha se tomó más imposible, más insoportablemente viva. «¡Dios! — se dijo —. ¡Oh mi Dios querido!» Luego, desde otro mundo, oyó el sonido de la voz de Susila.
— ¿Tiene ganas de decirme lo que está ocurriendo?
Pasó mucho tiempo antes de que Will le contestara. Hablar resultaba difícil. No porque existiese impedimento físico alguno, sino porque las palabras parecían tan fatuas, tan totalmente carentes de sentido.
— Luz — susurró al cabo.
— ¿Y usted está ahí, contemplando la luz?
— No contemplándola — respondió después de una larga pausa reflexiva —. Siéndola. Siéndola — repitió con énfasis.
Su presencia era la ausencia de él. William Asquith Farnaby: en definitiva y en esencia esa persona no existía. En definitiva y en esencia sólo había una luminosa bienaventuranza, sólo una comprensión sin conocimiento, sólo unión con la unidad en una conciencia ilimitada, indiferenciada. Ese, por supuesto, era el estado natural de la mente. Pero no menos evidentemente también había existido el testigo profesional de ejecuciones, ese adicto de Babs que se odiaba a sí mismo; también existían tres mil millones de conciencias aisladas, cada una colocada en el centro de un mundo de pesadilla, en el cual era imposible que nadie que tuviese ojos en la cara o un poco de honestidad aceptase un sí por respuesta. ¿Por qué siniestro milagro el estado natural del espíritu se había convertido en esas Islas del Diablo de miseria y delincuencia?
En el firmamento de dicha y comprensión, como murciélagos dibujados contra el horizonte del ocaso, había un entrecruzamiento de ideas recordadas y los restos de sentimientos anteriores. Pensamientos-murciélagos de Plotino y los gnósticos, del Uno y sus emanaciones, hundiéndose, hundiéndose cada vez más en un espeso horror. Y luego sentimientos-murciélagos de cólera y disgusto, cuando los espesos horrores se convertían en los recuerdos específicos de lo que el Will Asquith Farnaby esencialmente inexistente había visto y hecho, infligido y sufrido.
Pero detrás y en torno e incluso dentro de esos fugaces recuerdos estaba el firmamento de felicidad y paz y comprensión. Puede que hubiera algunos murciélagos en el cielo del ocaso; pero seguía en pie el hecho de que el espantoso milagro de la creación se había invertido. De persona preternaturalmente desdichada y delincuente, había sido desintegrado en un espíritu puro, en un espíritu en su estado natural, ilimitado, indiferenciado, luminosamente dichoso, desconocido.
Luz aquí, luz ahora. Y porque estaba infinitamente aquí e intemporalmente ahora, no había nadie fuera de la luz para mirar la luz. El hecho era la conciencia; la conciencia, el hecho. De otro mundo, de algún lugar situado a la derecha, le llegó otra vez el sonido de la voz de Susila.
— ¿Se siente feliz? — le preguntaba.
Una oleada de radiación más fuerte barrió todos los fugaces pensamientos y recuerdos. Ahora no quedaba nada más que una cristalina trasparencia de dicha.
Sin hablar, sin abrir los ojos, sonrió y asintió.
— Eckhart lo llamó Dios — continuó ella —. «Una felicidad tan arrobadora, tan inconcebiblemente intensa, que nadie puede describirla. Y en medio de ella Dios resplandece y llamea sin cesar.»
Dios resplandece y llamea… Era tan asombrosa, tan cómicamente exacto, que Will se sorprendió riendo.
— Dios como una casa en llamas — jadeó —. Dios el 14 de julio. — Y una vez más estalló en carcajadas cósmicas.
Detrás de sus párpados cerrados un océano de felicidad luminosa fluía hacia arriba como una catarata invertida. Fluía hacia arriba, de la unión hacia una unión más completa, de la impersonalidad a una trascendencia aun más absoluta del yo.
— Dios el 14 de julio — repitió, y, desde el corazón de la catarata, lanzó una risita final de reconocimiento y comprensión.
— ¿Y qué hay del 15 de julio? — interrogó Susila —. ¿De la mañana siguiente?
— No existe tal mañana siguiente.
Ella meneó la cabeza.
— Suena sospechosamente a un Nirvana.
— ¿Qué tiene eso de malo?
— El Puro Espíritu, cien por ciento puro… es un trago al que sólo se dedican los más empedernidos bebedores de contemplación. Los Bodhisattvas diluyen su Nirvana con partes iguales de amor y trabajo.
— Esto es mejor — insistió Will.
— Quiere decir que es más delicioso. Por eso constituye una tan enorme tentación. La única tentación a la que Dios podría sucumbir. El fruto de la ignorancia del bien y del mal. ¡Qué celestial exquisitez, qué superfruto del mango! Dios se ha venido atiborrando de él durante billones de años. Y de pronto aparece el Homo sapiens, surge el conocimiento del bien y del mal. Dios tuvo que dedicarse a un tipo de fruto menos apetitoso. Usted acaba de comer una tajada del primitivo superfruto, de modo que puede simpatizar con él.
Crujió una silla, hubo un susurro de faldas, luego una serie de ruiditos atareados que no le fue posible interpretar. ¿Qué estaba haciendo ella? Habría podido contestar la pregunta nada más que con abrir los ojos. Pero en fin de cuentas, ¿a quién le importaba qué podía estar haciendo? Nada tenía importancia alguna, salvo ese llameante ascenso de dicha y comprensión.
— Del superfruto al fruto del conocimiento… Lo haré pasar del uno al otro. — declaró Susila — en etapas paulatinas.
Hubo un chirrido. De las profundidades, una burbuja de reconocimiento llegó a la superficie de la conciencia. Susila había puesto un disco en el plato de un gramófono, y ahora el aparato se encontraba en marcha.
— Juan Sebastián Bach — la oyó decir —. La música más próxima al silencio, más próxima, a pesar de ser tan altamente organizada, al Espíritu puro, cien por ciento puro. El chirrido fue reemplazado por sonidos musicales. Otra burbuja de reconocimiento subió a la superficie; estaba escuchando el Cuarto Concierto Brandemburgués.
Era el mismo, por supuesto, que el Cuarto Brandemburgués que tan a menudo había escuchado en el pasado… el mismo y sin embargo completamente distinto. Ese allegro… lo conocía de memoria. Lo que quería decir que se encontraba en las mejores condiciones posibles para advertir que en realidad nunca lo había escuchado hasta entonces. Por empezar, ya no era él, William Asquith Farnaby, quien lo escuchaba. El allegro se revelaba como un elemento del gran Acontecimiento presente, una manifestación apenas alejada de la luminosa dicha. O quizás eso era decirlo con poca energía. En otra modalidad, el allegro era la luminosa dicha; era la comprensión desconocedora de todo lo percibido gracias a una porción de conocimiento especial; era conciencia indiferenciada fragmentada en notas y frases, y sin embargo autoincluyentemente ella misma. Estaba al mismo tiempo aquí, allá y en ninguna parte. La música que como William Asquith Farnaby había escuchado cien veces, renacía ahora como una conciencia sin dueño. Y por eso la escuchaba entonces como por primera vez. Sin dueño, el Cuarto Brandemburgués tenía una intensidad de belleza, una profundidad de significación intrínseca, incomparablemente mayores que lo que había encontrado hasta entonces en la misma música cuando era su propiedad privada.
— Pobre idiota — subió una burbuja de comentario irónico. El pobre idiota no había querido aceptar un sí por respuesta en terreno alguno que no fuese el estético. Y mientras tanto se había estado negando, por el solo hecho de ser él mismo, toda la belleza y la significación a las que con tanto apasionamiento deseaba decirles sí. William Asquith Farnaby no era más que un filtro barroso, a ambos lados del cual los seres humanos, la naturaleza y aun su amado arte surgían borrosos y manchados, más pequeños, más distintos y más feos de lo que eran. Esa noche, por primera vez, su conciencia de una pieza de música era totalmente libre. Entre la mente y el sonido, entre la mente y la estructura, entre la mente y la significación, no existía ya babel alguna de impertinencias biográficas para ahogar la música o crear una discordancia sin sentido. Esa noche el Cuarto Brandemburgués era un puro dato… no, un bendito donum, no corrompido por la historia personal, por ideas de segunda mano, por las estupideces arraigadas con las que, como toda persona, el pobre idiota que no quería (y en arte era evidente que no podía) aceptar un sí por respuesta había recargado los dones de la experiencia inmediata.
Y esa noche el Cuarto Brandemburgués no era sólo una Cosa en Sí, sin dueño; era, además, en cierto modo imposible, un Acontecimiento Presente de duración infinita. O más bien (y en forma más imposible aun, dado que tenía tres movimientos y era tocado en su velocidad habitual) carecía de duración. El metrónomo presidía cada una de sus frases, pero la suma de éstas no era un lapso de minutos y segundos. Había tempo, pero no tiempo. ¿Y qué había entonces?
— Eternidad — se vio obligado a contestar Will. Era una de esas feas palabras metafísicas que ningún hombre decente soñaría con pronunciar siquiera para sus adentros, y menos aun en público —. Eternidad, hermanos — dijo en voz alta —. Eternidad, bla, bla. — El sarcasmo, como estaba seguro de que sucedería, surgió completamente desinflado. Esa noche las cuatro sílabas eran no menos concretamente significativas que las cuatro letras de otra clase de palabras tabú. Volvió a reír.
— ¿Dónde está la gracia? — interrogó Susila. — La eternidad — respondió él —. Créalo o no, es tan real como la m…