124236.fb2 La isla - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 55

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— ¡Excelente! — aprobó ella.

Will permaneció inmóvil, siguiendo con el oído y el ojo interiores los entrelazados torrentes de sonido, los entrelazados torrentes de luces congruentes y equivalentes, que fluían, intemporales, de una secuencia a la otra. Y cada frase de esa conocidísima música familiar era una revelación de belleza sin precedentes, que manaba hacia arriba, como una fuente múltiple, en otra revelación tan novedosa y sorprendente como ella misma. Torrente dentro de torrente… el del solo de violín, los múltiples del clavicordio y la pequeña orquesta de cuerdas. Separados, distintos, individuales… y sin embargo cada uno de los torrentes era una función de todos los demás, cada uno era en virtud de su relación con el todo del cual formaba parte. — ¡Cielos! — se oyó musitar.

En una secuencia intemporal, los dos parlantes sostenían una sola nota prolongada. Una nota sin parciales superiores, clara, trasparente, divinamente vacía. Una nota (la palabra subió burbujeando) de pura contemplación. Y he ahí otra obscenidad inspiracional que ahora adquiría significado concreto y que podía ser pronunciada sin sentimiento de vergüenza. Contemplación pura, despreocupada, ajena a las contingencias, exterior al contexto de los juicios morales. A través de las luces ascendentes entrevió un vistazo, en el recuerdo, del rostro radiante de Radha cuando hablaba del amor como contemplación, y de Radha otra vez, sentada con las piernas cruzadas, en la concentrada intensidad de la inmovilidad, al pie de la cama donde Lakshmi yacía moribunda. Esa larga nota pura era el significado de sus palabras, la expresión audible de su silencio. Pero siempre, fluyendo a través y junto con el celestial vacío de esa pulsación contemplativa, estaba el rico sonido, vibración dentro de apasionada vibración, del violín. Y rodeándolos, rodeando las notas de desapego contemplativo y las notas de apasionada dedicación, estaba esa red de secos tonos agudos arrancados de las cuerdas del clavicordio. Espíritu e instinto, acción y visión… y en torno de ellos la red del intelecto. Eran abarcados por el pensamiento discursivo, pero resultaba evidente que lo eran sólo desde afuera, en términos de un orden de experiencias radicalmente diferente de lo que el pensamiento discursivo pretende explicar. — Es como un positivista lógico — dijo.

— ¿Qué?

— Ese clavicordio.

Como un positivista lógico, pensaba en la superficie de la mente, mientras en las profundidades se desplegaba el gran Acontecimiento intemporal de luz y sonido. Como un positivista lógico que hablase sobre Plotino y Julie de Lespinasse. La música volvió a cambiar, y ahora era el violín el que sostenía (¡cuan apasionadamente!) la prolongada nota de contemplación, mientras los dos parlantes recogían el tema de la dedicación activa y lo repetían — la forma idéntica impuesta a otra sustancia — en el modo del desapego. Y allí, bailando entre ambos y fuera de ambos, estaba el positivista lógico, absurdo pero indispensable, tratando de explicar, en un lenguaje inconmensurable con los hechos, qué era todo eso.

En la eternidad que era tan real como la m… siguió escuchando los torrentes entretejidos de sonido, continuó contemplando los torrentes entrelazados de luz, siguió siendo (allá, aquí, en ninguna parte) todo lo que veía y oía. Y entonces, de súbito, el carácter de la luz sufrió un cambio. Los torrentes entrecruzados, que eran las primeras diferenciaciones fluidas de una comprensión del lado más lejano de todo conocimiento particular, habían dejado de ser un continuo. En cambio surgía de pronto esa interminable sucesión de formas separadas… formas aún manifiestamente cargadas de la luminosa dicha de ser indiferenciadas, pero ahora limitadas, aisladas, individualizadas. Plata y rosa, amarillo y verde pálido y azul genciana, una sucesión interminable de esferas luminosas subió desde alguna fuente escondida de formas y, al compás de la música, se consteló voluntariamente en disposiciones de increíble complejidad y belleza. Era una fuente inagotable, que fluía en esquemas conscientes, en enrejados de estrellas vivas. Y mientras las contemplaba, mientras vivía: su vida y la vida de esa música que era el equivalente de todas ellas, continuaban disponiéndose en otros enrejados que llenaban las tres dimensiones de un espacio interior y se convertían sin cesar en otra dimensión intemporal de calidad y significación.

— ¿Qué oye? — le preguntó Susila.

— Oigo lo que veo — respondió Will —. Y veo lo que oigo.

— ¿Y cómo lo describiría?

— Tiene el aspecto — contestó Will después de un largo silencio —, tiene el sonido de la creación. Sólo que no es una cosa única. Es una creación ininterrumpida, perpetua.

— Perpetua creación que sale del no-que, de ninguna parte, y llega al algo y a alguna parte… ¿no es eso?

— Eso es.

— Está usted progresando.

Si las palabras hubieran salido con más facilidad y, una vez pronunciadas, hubiesen sido un poco menos carentes de sentido, Will le habría explicado que la comprensión sin conocimiento y la dicha luminosa eran muchísimo mejores que Juan Sebastián Bach.

— Está progresando — repitió Susila —. Pero todavía tiene mucho que andar. ¿Qué opina de abrir los ojos?

Will sacudió la cabeza con énfasis.

— Es hora de que se conceda una oportunidad de descubrir qué es qué.

— Qué es qué es esto — murmuró él.

— No lo es — le aseguró ella —. Todo lo que ha visto y oído y sido es sólo el primer qué. Ahora tiene que contemplar el segundo. Mire, y luego únalos en un sólo qué es qué incluyente. Abra, pues, los ojos, Will. Ábralos de par en par.

— Muy bien — respondió él al cabo, a desgana, con una aprensiva sensación de inminente desdicha, y abrió los ojos. La iluminación interior fue devorada por otro tipo de luz. La fuente de formas, los orbes coloreados, en sus disposiciones conscientes y sus esquemas voluntariamente cambiantes, fueron sustituidos por una composición estática de verticales y diagonales, de planos y cilindros, todo ello compuesto de un material que parecía ágata viva, y todo surgido de una matriz de madreperla viva y palpitante. Como un ciego recién curado, que se ve por primera vez ante el misterio de la luz y el color, miró con asombro e incomprensión. Y entonces, después de otros veinte intemporales compases del Cuarto Brandemburgués, una burbuja de explicación apareció en la conciencia. De pronto se dio cuenta de que estaba viendo una mesita cuadrada, y más allá de la mesa una mecedora, y más allá de ésta una pared desnuda de yeso enjalbegado. La explicación fue tranquilizadora, porque en la eternidad que experimentó entre el momento de abrir los ojos y el conocimiento emergente de lo que estaba viendo, el misterio que tenía ante sí se había hecho más hondo, trasformándosé, de una inexplicable belleza en una consumación de esplendorosa alienación que, mientras miraba, lo llenó de una especie de horror metafísico. Y bien, ese aterrador misterio estaba compuesto nada más que de dos muebles y un trozo de pared. El temor se apaciguó, pero el asombro no hizo más que aumentar. ¿Cómo era posible que cosas tan familiares y comunes pudieran ser eso? Resultaba evidente que no era posible; y sin embargo ahí e» taba, ahí estaba.

Su atención se trasladó de las construcciones geométricas de ágata parda al fondo perlino de las mismas. Conocía el nombre de ese fondo: «pared», pero en el hecho experimentado era un proceso vivo, una serie continuada de transustanciaciones de yeso y cal en la materia de un cuerpo sobrenatural… en una divina carne que, mientras la observaba, se modulaba continuamente, pasando de gloria en gloria. En lo que las burbujas-palabras habían tratado de explicar como compuesto de cal, cierto espíritu modelador formaba una interminable sucesión de los matices más delicadamente discriminados, al mismo tiempo débiles e intensos, que salían de la latencia y rozaban la piel divinamente radiante del cuerpo divino. ¡Maravilloso, maravilloso! Y debía de haber otros milagros, nuevos mundos que conquistar y por los cuales ser conquistado. Volvió la cabeza hacia la izquierda y allí (las palabras adecuadas subieron burbujeando casi en seguida) estaba la gran mesa de tapa de mármol en la que habían cenado. Y ahora, densas y veloces, subieron más burbujas. Ese palpitante apocalipsis llamado «mesa» habría podido ser considerado un cuadro de algún cubista místico, algún inspirado Juan Gris con el alma de un Traherne y un talento para pintar milagros con joyas conscientes y con los mutables talantes de pétalos de lirio acuático.

Volvió la cabeza un poco más hacia la izquierda y lo sorprendió una llamarada de gemas. ¡Y qué extraña joyería! Estrechas losas de esmeralda y topacio, de rubí y zafiro y lapizlázuli, refulgentes, hilera sobre hilera, como otros tantos ladrillos en una muralla de la Nueva Jerusalén. Entonces — al final, no al principio — llegó la palabra. Al principio fueren las joyas, las vidrieras de colores, las murallas del paraíso. Sólo después, mucho después, se presentó la palabra «anaquel de libros» para ser considerada en sí misma.

Will apartó la mirada de los libros-joyas y se encontró en el seno de un paisaje tropical. ¿Por qué? ¿Dónde? Y recordó que cuando (en otra vida) entró por primera vez en la habitación, había advertido, sobre los anaqueles, una acuarela grande y de pésima calidad. Entre dunas de arena y grupos de palmeras, un estuario se alejaba hacia el mar abierto, y sobre el horizonte enormes montañas de nubes se erguían en un cielo pálido. «Débil», subió la palabra-burbuja. La tela, y ello resultaba muy evidente, era la obra de un aficionado no muy talentoso. Pero eso no tenía importancia ahora, porque el paisaje había dejado de ser un cuadro para convertirse en el tema del cuadro: un verdadero río, un mar de verdad, verdadera arena relumbrando al sol, auténticos árboles sobre el fondo de un cielo real. Real a la enésima potencia, real hasta el punto de lo absoluto. Y ese río real que se mezclaba a un mar de verdad era su propio ser que se hundía en Dios. «¿Dios entre comillas?» preguntó una burbuja irónica. «¿O Dios (¡) en un sentido modernista, pickwickiano?» Will meneó la cabeza. La respuesta era Dios a secas… el Dios en el cual no se podía creer, pero que era evidentemente el hecho que tenía ante sí. Y sin embargo el río seguía siendo un río, el mar era el océano Indico. No otra cosa disfrazada. Eran inequívocamente ellos. Pero, al mismo tiempo, inequívocamente Dios.

— ¿Dónde está ahora? — le preguntó Susila.

Sin volver la cabeza en su dirección, Will respondió:

— En el cielo, supongo — y señaló el paisaje.

— ¿En el cielo… todavía? ¿Cuándo piensa aterrizar aquí?

Otra burbuja de recuerdo surgió de los fangosos bajíos.

— «Algo mucho más profundamente interfundido, Cuya morada es la luz de no sé qué.»

— Pero Wordsworth también hablaba de la tranquila y triste música de la humanidad.

— Por suerte — replicó Will —, en este paisaje no hay;eres humanos.

— Ni siquiera animales — agregó ella con una risita —. Sólo nubes y los árboles más engañosamente inocentes. Por eso será mejor que mire lo que hay en el suelo.

Will bajó la vista. La veta de las tablas del piso eran un mar castaño, y el río pardo era un diagrama remolineante, fluido, de la divina vida del mundo. En el centro de ese diagrama se encontraba su propio pie derecho, descalzo bajo las correas de su sandalia, y sorprendentemente tridimensional, como el pie de mármol, revelado por una linterna, de alguna heroica estatua. «Tablas», «veta», «pie»: a través de las gárrulas palabras explicativas el misterio lo contemplaba, impenetrable y a la vez, cosa paradójica, comprendido. Entendido con una comprensión sin conocimiento a la que, a pesar de los objetos presentidos y los nombres recordados, estaba aún abierto.

De repente, con el rabo del ojo, entrevió un fugaz movimiento veloz. La accesibilidad a la dicha y a la comprensión era también, advirtió, una accesibilidad al terror, a la incomprensión total. Como alguna extraña criatura alojada en su pecho y retorciéndose, angustiada, su corazón comenzó a palpitar con una violencia que lo hizo estremecerse. En la repugnante certidumbre de que estaba a punto de ver al Horror Esencial, Will volvió la cabeza y miró.

— Es uno de los lagartos domesticados de Tom Krishna — lo tranquilizó ella. La luz era tan intensa como siempre, pero la luminosidad había cambiado de signo. Una lumbre de pura malignidad irradiaba de todas las escamas gris verdosas del lomo de la criatura, de sus ojos de obsidiana y del latido de su garganta carmesí, de los bordes acorazados de sus fosas nasales y de su boca que era como una hendidura. Apartó la vista En vano. El Horror Esencial lo miraba desde todas partes. Las composiciones del místico cubista se habían convertido en complicadas máquinas para no hacer nada malévolo. El paisaje tropical en el cual, había experimentado la unión de su ser con la del ser de Dios era ahora, simultáneamente, la más repelente oleografía victoriana y la realidad del infierno. En sus anaqueles, las hileras de libros-joyas fulgían con un millar de vatios de obscuridad visible. ¡Y cuan vulgares se habían vuelto esas gemas del abismo, cuan indescriptiblemente vulgares! Donde antes se veía oro y perlas y piedras preciosas ahora sólo había adornos de árboles de Navidad, sólo el superficial resplandor del plástico y de la hojalata barnizada. Todo continuaba palpitando de vida, pero de vida de una tienda infinitamente siniestra. Y eso, afirmó entonces la música, era lo que la Omnipotencia creaba perpetuamente: un Woolworth cósmico atestado de horrores producidos en masa. Horrores de vulgaridad y horrores de dolor, de crueldad y mal gusto, de imbecilidad y malicia deliberada.

— No es una salamanca — oyó que decía Susila —, no es uno de sus bonitos lagartos caseros. Es un sombrío desconocido de la selva, un chupador de sangre. Es claro, no chupan sangre. Sólo tienen la garganta roja y la cabeza se les vuelve purpúrea cuando se excitan. De ahí el estúpido nombre. ¡Mire! ¡Ahí va!

Will volvió a bajar la vista. Preternaturamente real, el escamoso horror, con sus negros ojos inexpresivos, su boca asesina, su garganta color rojo sangre palpitando mientras el resto del cuerpo permanecía tendido sobre el suelo, inmóvil como si estuviese muerto, se encontraba ahora a veinte centímetros de su pie.

— Ha visto su cena — dijo Susila —. Mire allá, a la izquierda, al borde de la alfombra.

Will volvió la cabeza.

— Gongyilus gongyloides — continuó ella —. ¿Se acuerda?

Sí, se acordaba. La mantis religiosa que se había posado en su cama. Entonces sólo había visto un insecto de aspecto extraño. Ahora veía un par de monstruos de tres centímetros de largo, exquisitamente horribles, en el acto del acoplamiento. Su palidez azulada estaba cruzada de barras y venas rosadas, y las alas que se agitaban continuamente, como pétalos en una brisa, tenían en los bordes una sombra de un violeta intenso. Un remedo de flores. Pero las formas de los insectos resultaban inconfundibles. Y ahora los propios colores de flores sufrieron un cambio. Las alas temblorosas eran los apéndices de dos aparatos brillantemente esmaltados de la tienda de artículos de oportunidad, dos modelos funcionales de una pesadilla, dos máquinas en miniatura para la copulación. Y en ese momento, una de las máquinas de pesadilla, la hembra, volvió la cabecita chata, toda boca y abultados ojos, ubicada en el extremo del largo cuello… La volvió y (¡ Dios!) comenzó a devorar la cabeza de la máquina macho. Primero mascó un ojo purpúreo, luego la mitad de la cara azulada. Lo que quedaba de la cabeza cayó al suelo. No contenido ya por el peso de los ojos y las mandíbulas, el cuello seccionado se agitaba locamente. La máquina femenina mordisqueó el muñón del que rezumaba un líquido y, mientras el macho decapitado continuaba sin interrumpirse su parodia de Ares en brazos de Afrodita, prosiguió mascando metódicamente.

Con el rabillo del ojo Will percibió otro acceso dé movimiento, volvió la cabeza de golpe y pudo ver el lagarto arrastrándose hacia su pie. Más cerca, cada vez más cerca. Volvió los ojos, aterrorizado. Algo le rozó los dedos de los pies y siguió, haciéndole cosquillas en el empeine. Las cosquillas cesaron, pero pudo sentir un peso en el pie, un seco contacto escamoso. Quiso gritar, pero no tenía voz y, cuando trató de moverse, los músculos se negaron a obedecerle.

Intemporal, la música había entrado en el Presto final. Horror en vivaz marcha hacia adelante, horror de vestimenta rococó dirigiendo la danza.

Absolutamente inmóvil, a no ser por el latido de su garganta roja, el horror escamoso que le pesaba sobre el empeine permaneció contemplando con ojos inexpresivos su presa predestinada. Entrelazados, los dos pequeños modelos funcionales de una pesadilla se estremecían cómo pétalos acariciados por el viento, y se sacudían espasmódicamente por los tormentos simultáneos de la muerte y la cópula. Pasó siglo intemporal; compás tras compás, la alegre danza de la muerte proseguía. De pronto su piel fue arañada por minúsculas garras. El chupador de sangre había descendido del pie al suelo. Durante una vida entera se quedó allí, inmóvil. Luego, con increíble velocidad, se precipitó a través de las tablas del piso y subió a la estera. La boca-hendidura se abrió y volvió a cerrarse. Sobresaliendo de las mandíbulas, el borde de un ala teñida de violeta continuó vibrando, como un pétalo de orquídea en la brisa; un par de patas se agitaron locamente un instante, para desaparecer en seguida.

Will se estremeció y cerró los ojos. Pero a través de la frontera de las cosas intuidas y las cosas recordadas, de las cosas imaginadas, el Horror lo perseguía. En el resplandor fluorescente de la luz interior, una columna interminable dé brillantes insectos y relucientes reptiles ascendía en diagonal, de izquierda a derecha, saliendo de una oculta fuente de pesadilla, hacia una consumación monstruosa y desconocida. Millones de Gongylus gongyloides, y en el centro de ellos innumerables chupadores de sangre. Comiendo y comidos… eternamente.

Y mientras tanto — violín, flauta y clavicordio — el Presto final del Cuarto Brandemburgués trotaba intemporalmente hacia adelante. ¡ Qué encantadora y pequeña marcha de muerte rococó! Izquierda, derecha, izquierda, derecha… ¿Pero cuál era la voz de mando para los hexápodos? Y de pronto ya no fueron hexápodos, sino bípedos. La interminable columna de insectos se había convertido de golpe en una interminable columna de soldados. Marchaban como había visto marchar a los camisas pardas en Berlín, un año antes de la guerra. Miles y miles, con las banderas tremolando, los uniformes reluciendo en la luz infernal, como excremento iluminado. Innumerables como insectos, y cada uno de ellos se movía con la precisión de una máquina, la perfecta docilidad de un perro adiestrado. ¡Y las caras, las caras! Había visto los primeros planos de los noticiosos cinematográficos alemanes, y ahora las veía de vuelta, preternaturalmente reales, tridimensionales y vivas. El rostro monstruoso de Hitler, con la boca abierta, gritando. Y las caras de los que lo escuchaban. Gigantescos rostros de idiotas, inexpresivos y receptivos. Rostros de sonámbulos con los ojos enormemente abiertos. Caras de jóvenes ángeles nórdicos arrobados en la Visión Beatífica. Rostros de santos barrocos a punto de caer en éxtasis. Rostros de amantes al borde del orgasmo. Un Pueblo, Un Reino, Un Líder. La unión con la unidad de un enjambre de insectos. La comprensión sin conocimiento de la insensatez y el diabolismo. Y luego la cámara cinematográfica volvía a las apretadas filas, a las svásticas, las charangas, el aullador hipnotista de la tribuna. Y una vez más, en el fulgor de su luz interior, aparecía la parda columna como de insectos, marchando, infinita, al compás de esa música rococó de horror. Adelante, soldados nazis; adelante, soldados de Cristo; adelante, marxistas y musulmanes, adelante, todos los pueblos elegidos, todos los cruzados y los dirigentes de guerras santas. ¡Adelante, hacia la desdicha, hacia toda la perversidad, hacia la muerte! Y de pronto Will se vio contemplando lo que sería la columna en marcha cuando llegase a su destino: millares de cadáveres en el fango coreano, innumerables paquetes de basura salpicando el desierto africano. Y ahí (porque la escena cambiaba con desconcertante rapidez y repentinidad), ahí estaban los cinco cadáveres cubiertos de moscas que había visto unos meses antes, cara al cielo y con la garganta abierta, en el patio de una granja argelina. Ahí, salida de un pasado de casi veinte años de antigüedad, estaba la anciana, muerta y desnuda, en los escombros de una casa de estuco de St. John's Wood. Y ahí, sin transición, estaba su propio dormitorio amarillo y gris, y en el espejo de la puerta del ropero se reflejaban dos cuerpos pálidos, el de él y él de Babs, copulando ron frenesí al compás de sus recuerdos del funeral de Molly y de la melodía, trasmitida por radio Stuttgart, de la música para Viernes Santo tomada de Parsifal.

La escena volvió a cambiar y, festoneada de estrellas de hojalata y lamparillas de colores, el rostro de la tía Mary le sonrió con alegría y se trasformó, ante sus ojos, en la cara de la maligna y quejumbrosa desconocida que había ocupado el lugar de ella durante las últimas espantosas semanas, antes de la trasformación final en basura. Una radiación de amor y bondad, y luego bajó una cortina, se cerró una ventana, giró una llave y… Y allí estaban los dos: ella en su cementerio y él en su cárcel personal condenado a encierro solitario y, un día cualquiera, a muerte. La Agonía en la Tienda de Oportunidades. La Crucifixión entre adornos de árbol de Navidad. Afuera o adentro, con los ojos abiertos o cerrados, no había huida posible. «No hay huida posible», musitó, y las palabras confirmaron el hecho, lo convirtieron en una horrenda certidumbre que se abría en profundidad tras profundidad de maligna vulgaridad, en infierno tras infierno de sufrimiento absolutamente insensato.

Y ese sufrimiento (se le ocurrió con la fuerza de una revelación), ese sufrimiento no sólo era insensato; además era acumulativo, se perpetuaba por sí mismo. Por cierto, sin duda alguna, tal como había llegado para Molly y la tía Mary y los demás, k muerte también llegaría para él. Llegaría para él, pero nunca para ese temor, para ese enfermizo disgusto, para esas laceraciones de remordimiento y repugnancia. Inmortal en su carencia de sentido, el sufrimiento continuaría eternamente. En todo otro sentido uno era grotesca, despreciablemente finito. Pero no en lo referente al sufrimiento. Ese obscuro, denso y pequeño coágulo que uno llamaba «yo» era capaz de sufrir hasta el infinito, y a pesar de la muerte el sufrimiento continuaría por siempre jamás. Los dolores de la vida y los de la muerte, la rutina de los sucesivos tormentos en la tienda de oportunidades y la crucifixión final en una llamarada de vulgaridad de plástico y hojalata… en repercusión, continuamente amplificada… eso siempre existiría. Y los dolores eran incomunicables, el aislamiento completo. La conciencia de que uno existía era la conciencia de que uno estaba siempre solo. Tan solo en la almizclada alcoba de Babs como en su dolor de oídos o en su brazo fracturado, como lo estaría en su cáncer final, cuando pensaba que todo había terminado, con la inmortalidad del sufrimiento.

De pronto sintió que algo le había sucedido a la música. El tempo había cambiado. Rallentando. Era el final. El final de todo para todos. La airosa marchita de muerte había llevado a los bailarines al borde del risco. Y ahora se tambaleaban sobre el abismo. Rallentando, rallentando. La mortífera caída, la caída hacia la muerte. Y puntuales, inevitables, los dos acordes anticipados, de consumación, la dominante expectante y luego, finís, la fuerte tónica inequívoca. Hubo un chirrido, un seco chasquido y, después, silencio. A través de la ventana abierta se podían escuchar las ranas distantes y el agudo y monótono ruido de los insectos. Y sin embargo, en alguna forma misteriosa, el silencio permanecía intacto. Como moscas en un bloque de ámbar, los sonidos estaban incrustados en un silencio trasparente que eran impotentes para destruir o aun modificar, y al cual eran en todo sentido ajenos. Intemporal, de intensidad en intensidad, el silencio se hizo más hondo. Silencio emboscado, un silencio vigilante, conspiratorio, más siniestro que la espantosa marcha rococó de la muerte que lo había precedido. Ese era el abismo a cuyo borde lo había llevado la música. Al borde, y ahora, por sobre el borde hacia ese silencio eterno.