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Crujió una silla, hubo un frufrú de sedas, sintió el viento de un movimiento sobre su rostro, la proximidad de una presencia humana. Detrás de los párpados cerrados sintió, quién sabe cómo, que Susila estaba arrodillada a su lado. Un instante más tarde sintió las manos de ella tocándole la cara… las palmas sobre las mejillas, los dedos en las sienes.
El reloj de la cocina produjo un ruidito chirriante y luego comenzó a dar la hora. Uno, dos, tres, cuatro. Afuera, en el jardín, una brisa arrafagada susurraba, intermitente, entre las hojas, Un gallo cantó y un momento más tarde, desde muy lejos, llegó una respuesta, y casi simultáneamente otra y otra. Después una respuesta a las respuestas, y más respuestas. Un contrapunto de desafíos desafiados, de retos retados. Y entonces un tipo distinto de voz se incorporó al coro. Articulada pero inhumana. «Atención — llamó, entre los cantos de gallos y los ruidos de insectos —. Atención. Atención. Atención.»
— Atención — repitió Susila, y mientras hablaba Will sintió que los dedos de ella se movían sobre su frente. Muy ligeros, ligerísimos, de las cejas hacia el cabello, de las sienes hacia el entrecejo. Arriba y abajo, de un costado a otro, alisando las contracciones de la mente, los pliegues del desconcierto y el dolor —. Atención a esto. — Y aumentó la presión de las palmas sobre los pómulos de él, de las yemas de los dedos sobre las orejas de Will. — A esto — repitió —. A ahora. Su rostro entre mis dos manos. — La presión disminuyó, los dedos volvieron a moverse sobre la frente.
— Atención. — Por encima de un disperso contrapunto de cantos de gallos, el mandato era repetido con insistencia. — Atención. Atención. Aten…. — La voz inhumana se interrumpió en mitad de la palabra.
¿Atención a las manos de ella en su cara? ¿O atención a ese espantoso resplandor de luz interior, a ese vertiginoso ascenso de estrellas de plástico y hojalata, y, a través de la cortina de vulgaridad, a ese paquete de basura que otrora había sido Molly, al espejo del prostíbulo, a los incontables cadáveres en el barro, al polvo, a los escombros? Y ahí estaban otra vez los lagartos, y millones de Gongylus gongyloides, y las columnas en marcha, los rostros arrobados, devotos, de los ángeles nórdicos.
— Atención — llamó otra vez el mynah desde el otro costado de la casa —. Atención.
Will sacudió la cabeza.
— ¿Atención a qué?
— A esto. — Y le clavó las uñas en la piel de la frente. — A esto. Aquí y ahora. Y no es nada tan romántico como el sufrimiento o el dolor. Es nada más que el contacto de uñas. Y aunque fuese mucho peor, no podría ser eterno, infinito. Nada es eterno, nada es infinito. Salvo, quizá, la naturaleza de Buda.
Movió las manos, y el contacto ya no era con las uñas, sino con la piel. Las yemas de los dedos se deslizaron por las cejas de él y se detuvieron, ligeras, sobre los párpados cerrados. Durante el primer momento, espantado, Will tuvo un miedo mortal. ¿Se disponía a arrancarle los ojos? Permaneció sentado, dispuesto a echar la cabeza hacia atrás y ponerse de pie al primer movimiento de Susila. Pero no sucedió nada. Poco a poco sus temores se apaciguaron; la conciencia de ese contacto íntimo, inesperado, potencialmente peligroso, siguió en pie. Una conciencia tan aguda y — como sus ojos eran supremamente vulnerables — tan absorbente, que no le quedó nada que dedicarle a la luz interior o a los horrores y vulgaridades que ésta le revelaba.
— Preste atención — cuchicheó ella.
Pero era imposible no prestar atención. Sin embargo, con suavidad y delicadeza, los dedos de Susila habían hurgado hasta el fondo mismo de su conciencia. ¡Y cuan intensamente vivos, advirtió, eran esos dedos! ¡Qué extraño y hormigueante calor fluía de ellos!
— Es como una corriente eléctrica — se maravilló.
— Pero por fortuna — replicó ella — el cable no trasmite mensajes. Uno toca, y en el acto de tocar es tocado. Comunicación completa, pero nada comunicado. Nada más que un intercambio de vida, eso es todo. — Luego, después de una pausa, continuó —: ¿Se da cuenta, Will, que en todas estas horas que hemos estado sentados aquí — en todos estos siglos, en su caso; en todas estas eternidades — no me miró una sola vez? Ni una. ¿Tiene miedo de lo que podría ver?
Él meditó en torno de la pregunta y finalmente asintió.
— Quizá sea eso — dijo —. Miedo de ver algo en lo cual tendría que complicarme, algo acerca de lo cual tuviese que hacer algo.
— Y por lo tanto se aferró a Bach y a los paisajes y a la Clara Luz del Vacío.
— Que usted no quiso dejar que siguiera contemplando — se quejó Will.
— ¡Porque el Vacío no le servirá para nada si no puede ver su luz en los Gongylus gongyloide! Y en la gente — agregó —. Cosa que a veces resulta considerablemente más difícil.
— ¿Difícil? — Pensó en las columnas en marcha, en los cuerpos reflejados en el espejo, en todos los otros cuerpos caídos boca abajo sobre el fango, y meneó la cabeza. — Es imposible.
— No, no es imposible — insistió ella —. Sunyata implica karuttd. El Vacío es luz, pero es también compasión. Les contemplativos ávidos quieren apoderarse de la luz sin preocuparse de la compasión. La gente simplemente buena trata de ser compasiva y se niega a molestarse por la luz. Como de costumbre, se trata de aprovechar lo mejor de dos mundos. Y ahora — agregó — es hora de que abra los ojos y vea qué aspecto tiene un ser humano.
Las yemas de los dedos pasaron de los párpados a la frente, a las sienes, bajaron por las mejillas hasta los ángulos de las mandíbulas. Un instante después Will sintió el contacto en sus propios dedos, y Susila le apretaba las dos manos entre las propias.
Will abrió los ojos, y por primera vez, después de haber tomado la medicina moksha, se encontró mirándola directamente a la cara.
— Dios mío — musitó él al cabo. Susila rió.
— ¿Es tan feo como el chupador de sangre? — preguntó. Pero no era cosa de broma. Will meneó la cabeza con impaciencia y continuó mirando. Las órbitas de los ojos eran una sombra misteriosa y, aparte de una pequeña media luna de iluminación en el pómulo, lo mismo sucedía con todo el costado derecho de la cara. El costado izquierdo brillaba con una radiación viva, dorada… preternaturalmente refulgente; pero una luminosidad que no era el fulgor vulgar y siniestro de la obscuridad visible, ni la bienaventurada incandescencia revelada, en la lejana aurora de su eternidad, detrás de sus párpados cerrados y, cuando abrió los ojos, en los libros-joyas, en las composiciones de los místicos cubistas, en el paisaje trasfigurado. Lo que ahora veía era una paradoja de contrarios indisolublemente fundidos entre sí, de luz brillando en la obscuridad, de obscuridad en el corazón mismo de la luz.
— No es el sol — dijo por último —, y no es Chartres. Ni la infernal tienda de oportunidades, gracias a Dios. Es todo eso junto, y usted reconociblemente usted, y yo reconociblemente yo… Aunque, ni hay por qué decirlo, ambos somos en todo sentido distintos. Usted y yo por Rembrandt, pero por un Rembrandt unas cinco mil veces más él. — Guardó un instante de silencio; luego, asintiendo en confirmación de lo que acababa de decir, continuó —: Sí, eso es. El sol en Chartres, y vidrieras de colores en la tienda de oportunidades. Y esta última es también la cámara de torturas, el campo de concentración, el matadero con adornos de árbol de Navidad. Y ahora la tienda de oportunidades se invierte, recoge a Chartres y una tajada de sol y se convierte en esto… en usted y yo por Rembrandt. ¿Le encuentra algún sentido?
— Todo el sentido del mundo — le aseguró ella.
Pero Will estaba demasiado atareado mirándola como para prestar demasiada atención a lo que le contestaba.
— Es usted tan increíblemente hermosa — dijo al cabo —. Pero no importaría que fuese increíblemente fea; igual sería algo pintado por un Rembrandt cinco veces más él. Hermosa, hermosa — repitió —. Y sin embargo no quiero acostarme con usted. No, no es cierto; me gustaría acostarme contigo. Me gustaría muchísimo. Pero si no lo hago nunca no importará en modo alguno. Seguiré amándote… amándote en la forma en que se supone que uno tiene que amar a la gente cuando es cristiano. Amor — repitió —, amor… Otra de esas palabras feas. «Enamorado», «hacer el amor»: éstas están bien. Pero el «amor» liso y llano es una obscenidad que no podía pronunciar. Pero ahora, ahora… — .Sonrió y sacudió la cabeza. — Créalo o no, ahora entiendo qué se quiere decir cuando se afirma «Dios es amor». ¡Qué manifiesta tontería! Y sin embargo es verdad. Entretanto, ahí está ese extraordinario rostro tuyo. — Se inclinó hacia adelante para mirarlo más de cerca. — Como si se mirase en una bola de cristal — agregó, incrédulo —. Algo nuevo continuamente. No puedes imaginarte…
Pero ella podía imaginarse.
— No olvides — dijo — que yo también estuve allí.
— ¿Viste las caras de la gente?
Susila asintió.
— Y la mía en el espejo. Y, por supuesto, la de Dugald. ¡Cielos, la última vez que tomamos la medicina moksha juntos! AI principio parecía un héroe salido de alguna mitología imposible: de los indios en Islandia, de los vikingos en el Tibet. Y luego, sin previo aviso, era el Maitreya Budha. Evidente, indudablemente Maitreya Budha. ¡Qué luminosidad! Todavía puedo verlo…
Se interrumpió, y de pronto Will se sorprendió contemplando a la Dolorosa con siete puñales clavados en el corazón. Cuando leyó las señales del dolor en los ojos negros, en las comisuras de la boca de labios rotundos, supo que la herida había sido casi mortal y, con una contracción de su propio corazón, que todavía estaba abierta, sangrante. Le apretó las manos. Por supuesto, no se podía decir nada, no había palabras, consuelos filosóficos; sólo ese misterio compartido del tacto, sólo esa comunicación de piel a piel, de fluida intimidad.
— Se vuelve con tanta facilidad hacia atrás — dijo ella por último —. Con suma facilidad. Y muy a menudo. — Inspiró profundamente y cuadró los hombros.
Ante los ojos de Will, el rostro, todo el cuerpo, sufrieron otro cambio. Pudo ver que había suficiente fuerza, en esa figurita, para enfrentar cualquier sufrimiento; una voluntad que vencería todos los puñales con que el destino pudiese atacarla. Casi amenazadora en su decidida serenidad, algo así como una Circe había ocupado el lugar de la Mater Dolorosa. Surgieron recuerdos de la voz tranquila que hablaba en forma tan irresistible sobre los cisnes y la catedral, sobre las nubes y el agua serena. Y mientras recordaba, el rostro que tenía ante sí pareció iluminarse con la conciencia del triunfo. Energía, energía intrínseca; Will vio la expresión de eso, presintió su formidable presencia, y se apartó.
— ¿Quién eres? — preguntó en un murmullo.
Ella lo miró un momento sin hablar; luego dijo, sonriendo alegremente:
— No tengas miedo. No soy la mantis religiosa hembra.
Will le sonrió a su vez; sonrió a una muchacha riente, que tenía debilidad por los besos y la suficiente franqueza como para atraerlos.
— ¡Gracias a Dios! — exclamó, y el amor que había retrocedido, atemorizado, volvió en una marejada de dicha.
— ¿Gracias por qué?
— Por haberte dado la gracia de la sensualidad.
Ella volvió a sonreír.
— De modo que eso ya ha quedado revelado. — ¡Toda esa energía! — exclamó él —, esa admirable, terrible voluntad! Habrías podido ser Lucifer. Pero por fortuna, providencialmente… — Soltó su mano derecha y con la punta del índice extendido le tocó los labios. — El bendito don de la sensualidad… ha sido tu salvación. La mitad de tu salvación — aclaró, recordando el horripilante frenesí sin amor de la alcoba rosada —, una de tus salvaciones. Porque, por supuesto, está esto otro, este saber quién eres en realidad. — Guardó silencio un instante. — María con puñales clavados en el corazón, y Circe y Ninón de Lenclos, y ahora…. ¿quién? Alguien como Juliana de Norwich o Catalina de Génova. ¿De veras eres todas esas personas? — Y además una idiota — le aseguró ella —. Y además una madre preocupada y no muy eficiente. Y además un poco de la pequeña remilgada y soñadora que era de niña. Y además, en potencia, la anciana moribunda que me miró desde el espejo la última vez que tomamos juntos la medicina moksha. Y luego Dugald miró y vio lo que sería él dentro de otros cuarenta años. Y menos de un mes después — agregó —, estaba muerto.
Una se desliza hacia atrás con demasiada facilidad, demasiado a menudo… La mitad sumida en misteriosa obscuridad, la mitad relumbrando misteriosamente con una luz dorada, su rostro se había convertido una vez más en una máscara de sufrimiento. Will pudo ver que, dentro de sus órbitas umbrías, los ojos estaban cerrados. Se había recogido en otra época y estaba sola, en otra parte, con los puñales y su herida abierta. Afuera los gallos cantaban una vez más, y un segundo mynah había comenzado a pedir compasión, medio tono más alto que el primero.
— Karuna.
— Atención. Atención.