124249.fb2 La m?scara - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 1

La m?scara - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 1

Título original: «Maska»

1976 Stanislaw Lem

1984 Carlos Gardini, por la traducción (de la versión inglesa de M. Kandel)

1991 Ediciones Gigamesh

Al principio había oscuridad y llama fría y trueno reverberante y, en largas cuerdas de chispas, ganchos negros, ganchos segmentados, que me desplazaban, y reptantes serpientes de metal que tocaban la cosa que era yo con cabezas achatadas como hocicos, y cada contacto provocaba un espasmo relampagueante, agudo, casi placentero.

Desde atrás de ventanas redondas me observaban ojos, ojos inconmensurablemente profundos, inmóviles, ojos que retrocedían, aunque quizá era yo quien se adelantaba, entrando en el siguiente círculo de observación, que inspiraba sopor, respeto y miedo. Este viaje boca arriba duró por tiempo indeterminado, y en su transcurso la cosa que era yo creció y llegó a conocerse, descubriendo sus propios límites, y no sé bien en qué momento pude captar plenamente su propia forma, tomar conocimiento de cada lugar que abandona.

Allí empezó el mundo, estruendoso, llameante, oscuro, y luego el movimiento cesó y el delicado aleteo de miembros articulados, que me entregaban el mí a mí, se elevó ligeramente, dio ese mí a manos con forma de pinzas, manos que lo ofrecieron a bocas chatas en una guirnalda de chispas y desaparecieron, y la cosa que era yo quedó inerte, aunque ahora capaz de moverse por su cuenta pero aún consciente de que mi momento todavía no había llegado, y en esta letárgica inclinación — pues yo, la cosa, estaba ahora en un plano inclinado— el último flujo de corriente, los últimos ritos jadeantes, un beso trémulo tensó al mí y ésa fue la señal para levantarse de un brinco y entrar en la abertura redonda sin luz, y como ahora no necesitaba ningún impulso toqué las placas frías, tersas y cóncavas para descansar sobre ellas con un alivio pétreo. Pero quizá todo eso fue un sueño.

No sé nada del despertar. Recuerdo susurros incomprensibles y una opacidad fría y yo adentro, el mundo abierto en un paisaje de destellos fragmentado en colores, y también recuerdo cuánto asombro había en mis movimientos cuando la cosa cruzó el umbral. Una luz fuerte palpitaba arriba sobre la colorida confusión de troncos verticales, y vi esferas que volvían hacia la cosa botones diminutos de brillo acuoso. El murmullo general murió y en el silencio que siguió la cosa que era yo dio un paso más.

Y luego, con un sonido que sentí pero no oí, una cuerda suave se partió dentro de mí y yo, ahora ella, sentí tan violentamente el torrente del género que la cabeza de ella giró y yo cerré los ojos. Mientras estaba así, con los ojos cerrados, me llegaron palabras desde todas partes, pues junto con el género ella había recibido el lenguaje. Abrí los ojos y sonreí, y avancé, y los vestidos de ella se movieron conmigo. Caminé con dignidad, rodeada por el miriñaque, sin saber adonde iba, pero sin detenerme, pues éste era el baile de la corte, y el recuerdo del error de ella un instante antes, cuando yo había tomado las cabezas por esferas y los ojos por botones húmedos, me divertían como el traspié de una niña, y por lo tanto sonreí, pero la sonrisa sólo iba dirigida a mí misma. Mis oídos llegaban lejos, se agudizaron, así que distinguí el murmullo del respeto cortesano, los disimulados suspiros de los caballeros, la envidiosa respiración de las damas, y ¿quién es esa joven, conde? Y atravesé una sala enorme, bajo arañas de cristal. De las arañas del cielorraso colgaban pétalos de rosas, y me vi reflejada en el rencor que brotaba de las caras pintarrajeadas de las viudas, y en los ojos lascivos de señores morenos.

Detrás de las ventanas, desde el cielorraso abovedado hasta el piso, bostezaba la noche. Ardían teas en el parque, y en un cuarto entre dos ventanas, al pie de una estatua de mármol, había un hombre más bajo que los demás, rodeado por un círculo de cortesanos vestidos con rayas negras y amarillas, que parecían encerrarlo pero nunca pisaban el círculo vacío, y el más bajo ni siquiera miró hacia mí cuando me acerqué. Al pasar ante él me detuve, y aunque él no miraba hacia mí me recogí la falda con las yemas de los dedos, bajando los ojos como si deseara hacerle una profunda reverencia, pero sólo miré mis propias manos, largas y blancas, y no supe por qué esa blancura, cuando brillaba contra el cielo azul de la falda, tenía algo aterrador. Pero él, ese noble de baja estatura, rodeado de cortesanos, con un pálido caballero de armadura detrás, un caballero de cabeza rubia y descubierta y empuñando una daga como si fuera un juguete, no se dignó mirarme. Dijo algo en voz baja, ahogada por el tedio, pero para sí mismo. Y yo, sin hacer la reverencia, observándolo con ferocidad un breve instante para recordar la cara de boca ligeramente torcida, pues alzaba una comisura en una mueca cansada junto a una pequeña cicatriz blanca, y fijando los ojos en esa boca, di media vuelta y seguí de largo haciendo susurrar la falda. Sólo entonces él me miró y sentí perfectamente esa mirada fría y fugaz, una mirada penetrante, como si él tuviera un rifle invisible en la mejilla y me apuntara al cuello, justo entre los bucles de rizos rubios, dorados, y ése fuera el segundo comienzo. Yo no quería volverme, pero me volví y me incliné en una reverencia profunda, muy profunda, alzando la falda con ambas manos, como para hundirme a través de su rigidez hasta el lustre del piso, pues él era el rey. Luego me alejé despacio, preguntándome cómo sabía esto tan bien y con tanta certidumbre, y además muy tentada de hacer algo indecoroso, pues si yo no podía saber y sin embargo sabía de un modo inexorable y categórico, todo esto era un sueño. ¿Qué podía ofender en un sueño? ¿Pellizcarle a alguien la nariz? Me asusté un poco porque no podía hacerlo, como si dentro de mí hubiera una barrera invisible. Así vacilaba, caminando inadvertidamente, entre las convicciones de la realidad y el sueño, y entretanto el conocimiento entraba en mí, como olas rompiendo en la playa, y cada ola dejaba más información, rangos y títulos como orlados con encaje; cuando llegué a la mitad del salón, bajo un candelabro ardiente que centelleaba como un barco en llamas, ya conocía el nombre de todas las damas, cuyas arrugas estaban disimuladas con cuidadoso arte. Sabía mucho ahora, como quien despierta de una pesadilla pero aún la sigue recordando, y lo que permanecía inaccesible para mí se presentaba en mi mente como dos sombras, mi pasado y mi presente, pues aún lo ignoraba todo acerca de mí misma. Mientras experimentaba totalmente mi desnudez, los senos, el vientre, los muslos, el cuello, los hombros, los pies invisibles, ocultos por la costosa indumentaria, toqué el topacio engarzado en oro que palpitaba como una luciérnaga lustrosa entre mis senos. Sentí también la expresión de mi cara, que no delataba nada, una expresión que debía de asombrar, pues quien reparaba en mí creía ver una sonrisa, pero si me observaba atentamente la boca, los ojos, la frente, vería que no había allí la menor huella de diversión, ni siquiera la diversión cortés, de modo que me escudriñaba nuevamente los ojos pero los encontraba serenos. Se fijaba en las mejillas, buscaba la sonrisa en el mentón, pero yo no tenía hoyuelos de frivolidad, mis mejillas eran tersas y blancas, y el mentón severo, tranquilo, sobrio, no menos perfecto que el cuello, que no revelaba nada. Luego el observador se preocupaba, preguntándose por qué había imaginado que yo sonreía, y en el desconcierto causado por sus dudas y mi belleza se perdía en la multitud, o me hacía una profunda reverencia para ocultarse de mí detrás de ese gesto.

Pero había dos cosas que yo aún ignoraba, aunque advertía, si bien oscuramente, que eran las más importantes. No comprendía por qué el rey me había ignorado mientras yo pasaba, por qué se había negado a mirarme a los ojos cuando no temía mi belleza ni la deseaba. Sentía que yo era valiosa para él, pero de un modo inexplicable, como si él no supiera qué hacer conmigo, como si para él yo fuera alguien que estaba fuera de ese salón titilante, alguien que no estaba hecha para bailar en el parquet traslúcido y encerado dispuesto en capas multicolores entre los escudos de armas de bronce forjado encima de los dinteles; pero cuando pasé a su lado, él no reveló ningún pensamiento en el que yo pudiera adivinar la voluntad real, y aun cuando me había dirigido esa mirada, fugaz y casual, aunque apuntada por una mirilla invisible, entendí que no era a mí a quien dirigía esos ojos pálidos, ojos que debían haberse mantenido detrás de gafas oscuras, pues su mirada no fingía nada, al contrario de la cara bien educada, y flotaba en esa elegancia ondulante como agua sucia en el fondo de un cuenco. No, los ojos eran algo desechado tiempo atrás, algo que requería ocultamiento, no la exposición a la luz del día.

Pero ¿qué querría de mí? No pude pensar en ello, pues otra cosa me llamó la atención. Conocía a todo el mundo aquí, pero a mí no me conocía nadie. Excepto él, quizá, sólo él: el rey. En las yemas de los dedos yo ahora tenía también conocimiento de mí misma, mis sentimientos se volvían extraños mientras aminoraba el paso después de cruzar las tres cuartas partes del salón, y en medio de la muchedumbre multicolor, las caras inexpresivas, las patillas escarchadas, y también caras hinchadas y transpiradas bajo el maquillaje pegajoso, en medio de cintas y medallas y galones con herretes se abrió un corredor para que yo pudiera atravesar como una reina esa senda abierta en la multitud, escoltada por ojos vigilantes. Pero ¿hacia dónde me dirigía?

Hacia quién.

Y ¿quién era yo? Un pensamiento siguió al otro con fluidez. Capté en un instante la disonancia entre mi situación y la de esa turba distinguida, pues cada uno de ellos tenía una historia, una familia, condecoraciones, la misma nobleza conquistada a través de intrigas y traiciones, y cada cual exhibía su inflada vejiga de orgullo sórdido, arrastraba su pasado personal como la estela de polvo que una carreta levanta en el desierto, mientras que yo venía de muy lejos. Era como si no tuviera un pasado, sino una multitud de pasados, pues mi destino sólo podía ser comprensible para los presentes mediante una fragmentaria traducción a sus costumbres locales, a su lengua familiar pero extranjera, mientras que yo sólo podía aproximarme a la comprensión de ellos, y con cada designación elegida sería para ellos una persona diferente. ¿Y también para mí? No, pero en cierta forma sí, pues no tenía ningún conocimiento excepto el que me había inundado al entrar en el salón, como el agua que brota para inundar una zona árida, derribando diques hasta el momento sólidos. Más allá de ese conocimiento, razoné lógicamente: ¿Era posible ser muchas cosas al mismo tiempo? ¿Derivar de una pluralidad de pasados abandonados? Mi lógica, extraída de las malezas de la memoria, me decía que no era posible, que yo debía tener un solo pasado. Pero si yo era la hija del conde Tlenix, la dama Zoroennay, la joven Virginia, una huérfana del reino de ultramar de los Langodot junto al clan Valandian, si no podía separar lo ficticio de lo verdadero, ¿no estaba soñando después de todo? Pero ahora la orquesta empezó a tocar en alguna parte y el baile me arrastró como un alud de piedras. ¿Cómo podía persuadirme de creer en una realidad más real, en un despertar de ese despertar?

Caminaba en medio de una desagradable confusión, vigilando cada uno de mis pasos, pues había vuelto ese mareo, ese vértigo. Pero no abandoné en ningún momento mi andar principesco, aunque el esfuerzo era tremendo, si bien invisible, y recibía fuerzas precisamente por ser invisible, hasta que sentí que llegaba una ayuda desde lejos. Eran los ojos de un hombre. Estaba sentado en el alféizar bajo una ventana entreabierta. La cortina del brocado le acariciaba caprichosamente el hombro como una bufanda con sus leones de melena roja, leones con coronas, espantosamente viejos, que empuñaban esferas y cetros en las garras, las esferas como manzanas envenenadas, las manzanas del Jardín del Edén. Ese hombre, adornado con leones, vestido de negro, suntuosamente, y sin embargo con una indolencia natural que no tenía nada en común con el desaliño artificial de un noble, ese desconocido que no era un petimetre ni un afeminado, un cortesano ni un sicofante, pero tampoco viejo, me miraba desde su reclusión en el tumulto general, tan solitario como yo. Y alrededor estaban los que encendían cigarrillos con billetes enrollados ante los ojos de sus compañeros de tarot, y arrojaban ducados de oro en el tapete verde, como si arrojaran nueces moscadas a los cisnes de un estanque, los que no podían incurrir en la estupidez ni el deshonor, pues su condición ilustre ennoblecía todo lo que hacían. Ese hombre estaba fuera de lugar en ese salón, y esa deferencia aparentemente involuntaria que prestaba al rígido brocado con leones reales, permitiéndole que le cubriera el hombro y le bañara la cara con el reflejo de su púrpura imperial, esa deferencia tenía la apariencia de una burla sutilísima. Aunque ya no era joven, conservaba la juventud en los ojos oscuros, entornados, y escuchaba (o tal vez no) a su interlocutor, un hombrecillo calvo y rechoncho con el aire de un perro dócil y sobrealimentado. Cuando el hombre se puso de pie, la cortina se le deslizó del brazo como un oropel falso, y nuestros ojos se cruzaron inexorablemente, aunque yo aparté los míos de su rostro. Lo juro. Ese rostro aún estaba grabado en mi visión, como si de pronto hubiera enceguecido, y mis oídos sólo captaron por un instante no la orquesta sino mis propias palpitaciones. Pero podría equivocarme.

Puedo asegurar que la cara era común. Los rasgos tenían esa tenaz asimetría de la fealdad elegante tan propia de la inteligencia, pero él debía de haberse hartado de su propia brillantez. Quizá era demasiado penetrante y un poco autodestructiva. Sin duda se atormentaba en las noches. Era evidente que para él era una carga, y que había momentos en los que habría querido librarse de esa inteligencia como si fuera un defecto, no un privilegio ni un don, pues pensar continuamente debía de atormentarlo, sobre todo cuando estaba solo, y eso le ocurría a menudo en todas partes, aun aquí. Y su cuerpo, bajo la fina indumentaria, cortada a la moda pero no ceñida, como si él hubiera aconsejado y prevenido al sastre, me obligó a pensar en su desnudez.

Esa desnudez debía de ser patética, no magníficamente viril, atlética, musculosa, envuelta en un viboreo de bultos, nudos, gruesos tendones para despertar el deseo de viejas aún no resignadas, aún espoleadas por la esperanza de la lujuria. Pero sólo su cabeza tenía esa belleza masculina, con la curva del genio en la boca, con la feroz impaciencia de las cejas, y entre las cejas una grieta que las dividía como un tajo, y la sensación del ridículo en esa nariz enérgica y lustrosa. Oh, no era buen mozo, ni siquiera seductor en su fealdad, sólo era distinto, y si el aturdimiento no me hubiera embargado cuando chocaron nuestras miradas, sin duda yo me habría alejado.

Claro que si lo hubiera hecho, si hubiera podido escapar de esa zona de atracción, el misericordioso rey, con un movimiento de la sortija, con las comisuras de los ojos desvaídos, las pupilas como agujas, pronto me habría asediado, y yo habría vuelto. Pero en ese momento y lugar yo no podía saberlo. No advertía que lo que aparentaba ser un casual cruce de miradas, es decir el breve encuentro de los agujeros negros del iris de dos seres (pues después de todo son agujeros, pequeños agujeros en órganos redondos que se deslizan ágilmente en aberturas del cráneo), no advertía que esto, precisamente esto, estaba predestinado. ¿Cómo podía haberlo sabido?

Yo estaba por seguir de largo cuando él se levantó y apartándose de la manga el borde colgante del brocado, como para indicar que la comedia había terminado, se me acercó. Avanzó dos pasos y se detuvo, comprendiendo cuán impertinente era ese acto inequívoco, cuán imbécil parecería siguiendo a una beldad desconocida como un idiota boquiabierto siguiendo una orquesta, así que se detuvo, y entonces yo cerré una mano y con la otra dejé resbalar por mi muñeca el cordón del abanico. Para que se cayera. Y él, inmediatamente…

Nos miramos, ahora de cerca, por encima del mango de madreperla del abanico. Un momento glorioso y temible. Una puñalada de frío mortal me atravesó la garganta, cercenando el lenguaje, y como no podía hablarle, sólo graznar, incliné la cabeza. Ese gesto fue casi idéntico al anterior, cuando me decidí a concluir mi reverencia ante el rey que no miraba.

Él no devolvió el saludo, demasiado perplejo y asombrado por lo que le ocurría, pues no había esperado eso de sí mismo. Lo sé, porque me lo contó más tarde, pero aunque no me lo hubiera contado yo lo sabría.

Él quería decir algo, no quería mostrarse como el idiota que sin duda era en ese instante, y lo supe.

— El abanico — dijo, aclarándose la garganta como un jabalí.

Ahora ya lo tenía en mis manos. A él y a mí misma.

— Gracias — dije, con una voz un tanto áspera, alterada, aunque tal vez normal para él, pues nunca la había oído hasta ese momento—. ¿Debo soltarlo de nuevo?

Y sonreí, oh, pero no provocativamente, seductoramente, ni con alegría. Sonreí sólo porque sentí que me sonrojaba. El sonrojo no era mío. Se extendía por mis mejillas, me invadía la cara, me coloreaba los lóbulos, y yo sentía todo eso, pero no sentía vergüenza, ni excitación, ni me maravillaba ante ese desconocido, a fin de cuentas un hombre más, perdido entre los cortesanos. Diré más: yo no tenía nada que ver con ese sonrojo, cuyo origen era el mismo que el de ese conocimiento que me había invadido en la entrada del salón, cuando pisé por primera vez el suelo traslúcido. El sonrojo parecía formar parte de la etiqueta, de lo que se requería, como el abanico, el miriñaque, los topacios y peinados. Por eso, para neutralizar el sonrojo, para contrarrestarlo, para ahuyentar las falsas conclusiones, sonreí. No fue una sonrisa cómplice sino agresiva que explotaba el límite entre la alegría y el desprecio. Luego él rompió a reír quedamente, una risa callada, introvertida. Era como la risa de un niño a quien le han prohibido reír y por eso mismo no puede contenerse. Esa risa lo rejuveneció de golpe.

— Si me das un momento — dijo, repentinamente serio, como si un nuevo pensamiento lo hubiera aplacado—, podría encontrar una respuesta digna de tus palabras, es decir, una frase ingeniosa. Pero en general las buenas ideas sólo se me ocurren después.

—¿Tan pobre es tu inventiva? — pregunté, concentrando mi voluntad en mi cara y mis orejas, pues ese sonrojo persistente había empezado a enfadarme, constituía una intrusión en mi libertad que formaba parte — advertí— del mismo propósito con que el rey me había entregado a mi destino—. Tal vez debería añadir: «¿Esto es inevitable?» Y responderías que sí, que es inevitable ante una belleza cuya perfección parece confirmar la existencia de lo Absoluto. Luego dos acordes de la orquesta, y ambos recobramos la compostura y con gran delicadeza damos a la conversación un tono más cortesano. Sin embargo, como pareces incómodo en ese terreno, tal vez sea mejor que no nos dediquemos a las agudezas…

Me temió al oír esas palabras, y no supo qué decir. La solemnidad le enturbiaba los ojos. Era como si estuviéramos en medio de una tormenta, entre la iglesia y el bosque, o en un lugar desierto.

—¿Quién eres? — preguntó envaradamente. Ahora no había en él la menor huella de frivolidad ni histrionismo, sólo me temía.

Yo no tenía miedo de él, en absoluto, aunque en realidad debía haberme alarmado, pues sentía su cara, su piel porosa, las cejas hirsutas y rebeldes, las amplias curvas de las orejas, entrelazándose en mi interior con mis expectativas hasta ahora ocultas, como si hubiera llevado dentro de mí su negativo sin revelar y él acabara de encajar en la imagen. Pero si él era mi castigo, no tenía miedo. Ni de él ni de mí, pero me estremecí ante la fuerza interna e inmóvil de esa conexión. No me estremecí como una persona, sino como un reloj, cuando ambas manecillas se disponen a dar la hora pero aún guarda silencio. Nadie pudo observar ese estremecimiento.

— Ya te lo diré —le respondí con calma. Sonreí. Una sonrisa tenue y lánguida, como las que se ofrecen a los débiles y enfermos, y abrí el abanico—. Quisiera una copa de vino. ¿Y tú?

Asintió, tratando de adaptarse a este estilo, tan extraño para él, tan poco adecuado, un estorbo, y desde allí caminamos por el piso cubierto de perladas guirnaldas de cera que goteaba del candelabro, a través del humo de las velas, hombro con hombro, Junto a una pared sirvientes blancoperlados servían bebidas.

Esa noche no le conté quién era, pues no deseaba mentirle y no sabía la verdad. La verdad no puede contradecirse a sí misma, y yo era dama de compañía, condesa y huérfana. Todas esas genealogías giraban dentro de mí, cada cual podía cobrar sustancia si yo la admitía, ahora comprendía que la verdad sería determinada por mi elección y mi capricho. Declarara lo que declarase, las imágenes no mencionadas se disiparían, pero titubeé entre estas posibilidades, pues en ellas parecía acechar algún subterfugio de la memoria. ¿Tal vez era otra amnésica trastornada que había huido de las atenciones de sus preocupados parientes? Mientras hablaba con él, pensé que si yo era una demente todo terminaría bien. De la locura es posible librarse, como de un sueño. En ambos casos había esperanza.

Cuando en las horas tardías — y él nunca se apartó de mi lado— pasamos un instante junto a Su Majestad, antes que él decidiera retirarse a sus aposentos, noté que el rey ni siquiera se dignaba mirar en nuestra dirección, y fue un descubrimiento terrible. Pues él ni siquiera observó mi conducta junto a Arrodes. Parecía innecesario, como si él supiera sin ninguna duda que podía confiar en mí totalmente, tal como se confía plenamente en asesinos a sueldo, que luchan mientras conservan el aliento, pues su destino está en manos de quien los envió. La indiferencia del rey, en cambio, debió ahuyentar mis sospechas; si él no miraba hacia mí, yo no significaba nada para él. No obstante, mi insistente sensación de persecución movió la balanza a favor de la locura. Por lo tanto reí como una loca de belleza angélica, brindando por Arrodes, a quien el rey despreciaba más que a nadie, aunque había jurado a su madre moribunda que si algo le ocurría a ese hombre sabio sería por su propia decisión. Ignoro si alguien me lo contó mientras bailaba o si lo supe por mis propios medios, pues la noche fue larga y ruidosa, la numerosa multitud nos separaba a menudo. Aun así, seguíamos encontrándonos por casualidad, como si todos los presentes formaran parte de la misma conspiración: obviamente era una ilusión, pues no podíamos estar rodeados por una hueste bailarina de muñecos mecánicos. Hablé con viejos, con mujeres jóvenes que envidiaban mi belleza, y discerní innúmeros matices de la estupidez, bonachones y maliciosos, y manejé con tal facilidad a esos inútiles carcamales y a esas afectadas damiselas que sentí lástima de ellos. Yo era el ingenio personificado, sagaz y llena de agudeza, mis ojos se encendían con la rapidez deslumbrante de mis palabras. En mi creciente ansiedad de buena gana habría hecho el papel de tonta por salvar a Arrodes, pero eso era lo único que no podía conseguir. Lamentablemente, mi versatilidad no llegaba a tanto. ¿Estaba pues mi inteligencia (e inteligencia significaba integridad) sujeta a alguna mentira? Me sumí en tales reflexiones mientras bailaba siguiendo las vueltas del minué. Arrodes, que no bailaba, me observaba desde lejos, negro y esbelto contra el brocado púrpura con los leones coronados. El rey se fue, y poco después nos despedimos. No le permití decir nada ni preguntar nada. Él lo intentó y palideció, oyéndome repetir «No», primero con los labios, luego sólo con el abanico plegado. Salí, sin tener la menor idea de dónde vivía, de dónde había venido, hacia dónde volvería los ojos. Sólo sabía que esas cosas no estaban en mí. Me esforcé, pero en vano. ¿Cómo explicarlo? Todos saben que es imposible hacer girar los ojos para que la pupila mire dentro del cráneo. Le permití acompañarme hasta la puerta del palacio. En el parque del castillo más allá del círculo de cuencos de brea que ardían continuamente como tallados en carbón, en el aire frío y distante, se oyó una risa inhumana; una perlada imitación de las fuentes de los maestros del Suro, o bien las estatuas parlantes suspendidas como fantasmas lechosos sobre los canteros. Los ruiseñores reales cantaban también, aunque nadie escuchaba. Cerca del invernáculo uno de ellos se recortaba contra el disco de la luna, grande y oscuro en la rama… ¡una pose perfecta! La grava crujía bajo nuestros pies, y las puntas doradas de las verjas sobresalían en el follaje húmedo.

Malhumorado y ansioso, él me aferró la mano, y yo no la retiré enseguida. Las correas blancas de las casacas de los granaderos de Su Majestad centellearon, alguien llamó mi carruaje, sonaron los cascos de los caballos, la portezuela de un carruaje centelleó bajo faroles violáceos, cayó una escalinata. Esto no podía ser un sueño.

—¿Cuándo y dónde? — preguntó él.

— Mejor decir; nunca y en ninguna parte — respondí, enunciando mi sencilla verdad, y en seguida añadí, sin poder contenerme-: No juego contigo, mi buen filosofo. Mira dentro de ti y verás que es un buen consejo.

Pero no pude decirle lo que quería agregar. Podía pensar cualquier cosa, por extraño que parezca, pero no podía encontrar mi voz, no podía alcanzar esas palabras. Un nudo en la garganta, una mudez, como una vuelta de llave, como si un cerrojo acabara de separarnos.

— Demasiado tarde — dijo él en voz baja, con la cabeza gacha—. En verdad es demasiado tarde.

— Los jardines reales están abiertos desde la mañana hasta el toque de corneta del mediodía — dije, el pie en el estribo del carruaje—. Allí hay un estanque con cisnes, y cerca de allí un roble podrido. Mañana, exactamente al mediodía, encontrarás la respuesta en el hueco del árbol. Ojalá algún inconcebible milagro te permita olvidar que nos conocimos. Si supiera cómo, rezaría por ello.

Palabras totalmente inadecuadas, triviales en ese ámbito, pero para mí ya era imposible librarme de esa fatal trivialidad. Cuando el carruaje se puso en movimiento, advertí que él, pese a todo, interpretaría lo que yo había dicho como indicio de que yo temía las emociones que él había despertado en mí. Era cierto: yo temía las emociones que él despertaba en mí, pero no tenían nada que ver con el amor. Yo sólo había dicho lo que había podido decir, como cuando en la oscuridad, en un pantano, uno mueve el pie cautelosamente, temiendo hundirse con el paso siguiente. Así avanzaba yo con mis palabras, tanteando con mi aliento lo que podría — y lo que no me permitirían— decir.

Pero él no podía saberlo. Nos despedimos sin aliento, consternados, con un pánico similar a la pasión, pues así había comenzado nuestro descalabro. Pero yo, grácil y dulce, aniñada, comprendía con mayor claridad que yo era su destino, destino en el terrible sentido de sino inevitable.

El interior del carruaje estaba vacío. Busqué el cordel que estaría cosido a la manga del cochero, pero no estaba. También faltaban las ventanillas. ¿Vidrio negro, tal vez? La oscuridad era total, como si me separara no de la noche sino de la no-existencia. No era ausencia de luz, sino un vacío. Pasé las manos por las paredes curvas tapizadas de felpa, pero no encontré ventanillas ni picaportes, sólo esas superficies blandas y acolchadas delante y encima de mí. El techo estaba muy bajo, como si estuviera encerrada no en un carruaje sino en un recipiente oblicuo y tembloroso; no oía el repiqueteo de los cascos, ni el habitual crujido de las ruedas en movimiento. Negrura, silencio, nada. Luego me volví hacia mí misma, pues mi yo era para mí un enigma más oscuro y ominoso que todo lo ocurrido hasta entonces. Mi memoria estaba intacta. Creo que tenía que ser así, que habría sido imposible disponer las cosas de otra manera, y por lo tanto evoqué mi primer despertar, aún privada de género. Era absolutamente extraño, como recordar un sueño de metamorfosis maligna. Evoqué mi despertar ante la puerta del salón del palacio, ya en esta realidad presente. Incluso recordaba el débil crujido con que se abrieron esos portales tallados, y la máscara de la cara del sirviente, el sirviente que en su afán de servir parecía una marioneta obsequiosa, un viviente cadáver de cera. Todo esto formaba ahora una totalidad coherente en mi memoria, y sin embargo no podía retroceder. Aún ignoraba qué portales eran, qué baile era ése, y qué era esa cosa que era yo. Y ante todo recordaba — y me estremecía, era tan perversamente misterioso— que mis primeros pensamientos, ya casi articulados en palabras, los había formulado de un modo neutro e impersonal. El ello que era yo se había puesto de pie, el yo que era ello había visto, yo, ello había entrado… Éstas eran las formas usadas por mí antes que el resplandor del salón, que se derramaba por la puerta abierta, me golpeara las pupilas y liberara — tenía que haber sido el resplandor, pues ¿qué otra cosa? — y abriera dentro de mí las trancas y cerrojos desde detrás de los cuales, con la dolorosa brusquedad de una aparición, irrumpió en mi ser la humanidad de las palabras, los movimientos cortesanos, el encanto del bello sexo, y también el recuerdo de los rostros, entre los que se destacaba el rostro de ese hombre — y no la mueca del rey— y aunque nadie podría explicármelo nunca, sabía con una certeza inexorable que me había detenido ante el rey por error. Había sido un equívoco, una confusión entre lo que me estaba destinado y el instrumento de ese destino. Un error. Pero ¿qué clase de destino era, si podía cometer errores? No un destino genuino. ¿Entonces aún podía salvarme?

Y ahora, en ese total aislamiento — que no me asustaba, sino que por el contrario me permitía pensar, concentrarme—, cuando expresé el deseo de conocerme, buscando entre mis recuerdos, ahora tan accesibles y ordenados que los tenía a mi alcance como el conocido mobiliario de una vieja habitación, y cuando formulé interrogantes, vi todo lo que había ocurrido esa noche. Pero sólo era claro y nítido hasta el umbral del salón. Antes de eso… Sí, exacto. ¿Dónde estaba yo (o ello) antes de eso? ¿De dónde venía? La idea tranquilizadora, la más simple, era que yo no estaba bien, que me estaba recobrando de una enfermedad, como quien regresa de un viaje exótico colmado de las más increíbles aventuras, que, como una refinadísima doncella, muy aficionada a los libros y las novelas, las ensoñaciones y los caprichos, una joven demasiado frágil para este mundo salvaje, había tenido visiones. Tal vez en un delirio histérico imaginé ese pasaje por infiernos metálicos, sin duda mientras yacía en la cama con dosel, sobre sábanas orladas de encaje, sí, la fiebre cerebral incluso sería adecuada a la luz de la vela que alumbraba la cámara para que al despertar yo no volviera a asustarme, y en las figuras que me rodeaban reconociera de inmediato a mis afectuosos custodios. ¡Qué agradable mentira! Había tenido alucinaciones, ¿verdad? Y ellos, hundiéndose en el claro arroyo de mi única memoria, la habían dividido en dos. ¿Memoria dividida…? Porque con esa pregunta oí dentro de mí un coro de respuestas, preparadas y esperándome: dama de compañía, Tlenix, Angelita. ¿Qué era esto? Tenía todas esas frases preparadas, me eran dadas y con cada una de ellas aparecían imágenes. ¡Si tan sólo estuvieran encadenadas! Pero coexistían como las raíces de un árbol, de modo que yo, necesariamente una, naturalmente única, podía haber sido una pluralidad de ramificaciones que luego confluían en mí como los riachuelos que desembocan en el caudal de un río. Pero eso era imposible, me dije. Imposible. Estaba segura de ello. Y consideré mi vida hasta el presente dividida así: hasta el umbral del salón del palacio parecía formada por hilos diferentes, mientras que a partir de allí era uno solo. Las escenas de la primera parte de mi vida corrían paralelamente y se contradecían. La dama: una torre, oscuros pedrejones de granito, un puente levadizo, gritos en la noche, sangre en una fuente de cobre, caballeros de aspecto sanguinario, cabezas oxidadas de alabardas y mi carucha pálida en el espejo oval y brumoso entre el marco de la ventana, brumoso, desvaído, y el cabezal tallado. ¿Acaso venía de allí?

Pero como Angelita había sido criada en el calor aplastante del Sur y, mirando en esa dirección, veía paredes blancas con sus superficies color tiza expuestas al sol, palmeras marchitas, perros rabiosos con el pelo desgreñado junto a esas palmeras, mojando las raíces descascaradas con una orina espumosa, y cestos llenos de dátiles, resecos y con una dulzura pegajosa, y médicos con túnicas verdes, y escalones, escalones de piedra que bajaban hasta la bahía, todas las paredes alejadas del calor, racimos de uvas apilados, amarilleándose y secándose, semejantes a pilas de estiércol, y de nuevo mi cara en el agua, no en el espejo, y el agua vertida de una jarra de plata, una plata oscurecida por el tiempo. Incluso recordaba cómo asía esa jarra y cómo el agua, moviéndose pesadamente en su interior, me tiraba de la mano.

¿Y mi yo neutro y su viaje boca arriba, y los besos plantados en mis manos, mis pies y mi frente por las cimbreantes serpientes de metal? Ese horror ahora se había desvanecido completamente y pese a todos mis esfuerzos me costaba evocarlo, como si fuera un mal sueño imposible de expresar en palabras. No, era imposible que hubiera experimentado, ya simultánea o sucesivamente, vidas tan disímiles. ¿Qué certeza tenía entonces? Yo era bella.

Había sentido tanta desesperación como euforia al verme reflejada en el rostro de él como en un espejo viviente, pues la perfección de mis rasgos era tan absoluta que, pese a cualquier locura que cometiese, aunque aullara con la boca babeante, o royera carne cruda, la belleza no abandonaría mi rostro. Pero ¿por qué pensaba en «mi rostro» y no simplemente en «mí»? ¿Era yo una persona reñida con su cara y su cuerpo? ¿Una hechicera, una Medea? Era descabellado, ridículo. Y sin embargo el hecho de que mi mente funcionara como un acero afilado en manos de un caballero fugitivo y despojado de su nobleza, de que yo escindiera cada tema sin esfuerzo, esos obstinados pensamientos parecían excesivamente fríos en su corrección, demasiado serenos, pues el miedo no entraba en ellos — como si fuera algo trascendente, omnipresente, pero distinto—, y por lo tanto recelé también de mis pensamientos. Pero si no podía confiar en mi rostro ni en mi mente, ¿contra qué podía abrigar temores y sospechas, cuando lo único que se posee es el alma y el cuerpo? Era desconcertante.

Las raíces dispersas de mis diversos pasados no me contaban nada importante. La inspección sólo permitía cribar imágenes de colores brillantes, ya como la dama del Norte, ya como Angelita del sol ardiente, ya como Mignonne. En cada oportunidad era otra persona con otro nombre, posición, ascendencia, bajo otro cielo, aquí nada tenía precedencia: el paisaje del Sur volvía a mi visión como tensado por un hartazgo de dulzura y contraste, un color teñido de azules demasiado ostentosos, y si no hubiera sido por esos perros sarnosos, y esos niños medio ciegos con ojos infectados y vientres hinchados, esa costa de palmeras me habría resultado excesivamente fácil, tan tersa como una mentira. Y el norte de la dama de compañía, con sus torres nevadas, el cielo plomizo, los inviernos con tortuosas figuras de nieve inventadas por el viento, figuras que se arrastraban hasta el foso a lo largo de almenas y contrafuertes, emergían de las aspilleras del castillo con sus lenguas blancas a través de la piedra, y de las cadenas del puente levadizo parecían colgar lágrimas amarillas, pero era sólo el óxido coloreando los carámbanos de los eslabones, mientras que en verano el agua estaba cubierta por una mullida capa de musgo. ¡Todo esto, qué bien lo recordaba!