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En ninguna parte hallaba respuesta a mis preguntas, así que me alejé del abismo que era yo y no era yo. Y volví a eso que era uno, sólo uno. El rey, el baile, la corte y ese hombre. Yo estaba hecha para él, y él para mí, lo sabía pero con miedo. No, no era miedo, sino la presencia férrea del destino, inevitable, inescrutable, y era precisamente esa inevitabilidad, como un presagio de muerte, el conocimiento que ahora ya no podría rehusar, evadir, esquivar, rehuir, y podría perecer, pero perecer de esa sola manera. Me hundí sin aliento en esa presencia escalofriante. Incapaz de soportarla, pronuncié las palabras «padre, madre, hermano, hermana, amigas, parientes». Qué bien entendía esas palabras. Aparecían figuras voluntariosas, figuras conocidas, tenía que reconocerlas ante mí misma, sí, pero era imposible haber tenido cuatro madres y cuatro padres. ¿Volvía la locura? ¿Era tan estúpida y obstinada?
Recurrí a la aritmética: uno más uno dos, de un padre y una madre nace una niña, tú eras esa niña, tienes recuerdos de tu infancia.
Me dije que había estado loca, o lo estaba aún. Siendo una mente, era una mente totalmente eclipsada. No había baile ni castillo ni rey, ninguna emergencia a un estado del ser compulsivamente sujeto a las leyes de la eterna armonía. Sentí una punzada de dolor, una resistencia ante la idea de que también debía despedirme de mi belleza. A partir de esos elementos contradictorios no podía construir nada propio, a menos que encontrara en el diseño ya existente un punto débil, fisuras por donde pudiera penetrar para abrir la estructura y llegar a su centro. ¿De veras todo había ocurrido como se suponía? Si yo era propiedad del rey, ¿cómo podía saber esto? Ni siquiera me habría permitido reflexionar sobre ello. Si él estaba detrás de todo, ¿por qué yo había deseado hacerle una reverencia pero al principio me había negado? Si los preparativos eran irreprochables, ¿por qué yo recordaba cosas que no debía recordar? Pues sin duda, contando tan sólo con el pasado de una muchacha y una niña, yo no habría caído en ese doloroso titubeo que provocaba desesperación, el preludio de la rebelión contra el propio destino. Y por cierto debían al menos haber borrado esa secuencia del viaje boca arriba, la animación de mi desnudez, inerte y muda, por los besos centelleantes, pero eso también había ocurrido y ahora estaba conmigo. ¿Era posible que el defecto estuviera en el diseño y la ejecución? ¿Errores negligentes, un descuido, filtraciones ocultas, confundidos con un enigma o un mal sueño? Pero en tal caso había razones para alentar esperanzas. Para esperar. Para esperar, mientras se desarrollaban los sucesos, nuevas incongruencias, y hacer de ellas una espada contra el rey, contra mí misma, no importaba contra quién mientras se opusiera a un destino impuesto. Por lo tanto, me sometería al hechizo, lo padecería, asistiría a la cita a primera hora de la mañana, y supe, supe sin saber cómo o porqué, que nada me impediría hacerlo. Por el contrario, todo me impulsaría precisamente en esa dirección. Y mi circunstancia inmediata era tan primitiva, sí, paredes, tapizados mullidos que al principio cedían tan blandamente al tacto, y debajo una barrera de acero o mampostería, lo ignoraba, pero podía haber rasgado la cómoda blandura con las uñas. Me puse de pie, mi cabeza tocó la curva cóncava del cielo raso. Esto, alrededor de mí y encima de mí. Pero adentro… ¿Yo, sólo yo?
Continué examinando y exponiendo esa ultrajante incapacidad para entenderme a mí misma, y como los niveles de ideas afloraban enseguida, uno sobre el otro, empecé a dudar de mi propio juicio, pues si estaba ahogada por la locura, como un insecto en ámbar claro, aprisionada en mi obnubilatio lucida, era natural que…
Un momento. ¿De dónde venía ese vocabulario tan elegante, esos términos aprendidos, en latín, frases lógicas, silogismos, esa fluidez extravagante en una criatura dulce y joven cuya visión era una pira llameante para los corazones masculinos? ¿Y de dónde venía esa sensación de terrible tedio en cuestiones sexuales, el frío desdén, la distancia? Oh sí, quizá él ya me amaba, quizá estaba loco por mí, y tenía que verme, oírme la voz, tocarme los dedos mientras yo contemplaba su pasión como un espécimen de laboratorio. ¿No era asombroso, contradictorio, asincategoremático? ¿Era posible que yo lo imaginara todo, que la realidad última fuera aquí un cerebro viejo y despojado de emociones, confundido por las experiencias de incontables años? Tal vez un intelecto agudo era mi único pasado verdadero, quizás había nacido de la lógica, y esa lógica constituía mi única genealogía auténtica.
No lo creía. Yo era inocente, sí y al mismo tiempo totalmente culpable. Inocente en todas las pistas temporales pasadas que confluían en mi presente, como la niña, como la adolescente sombría y silenciosa en los inviernos blanco-grisáceos y en el moho sofocante de los palacios, y también inocente en lo ocurrido hoy, con el rey, pues yo no podía ser sino quien era. Mi culpa — mi insidiosa culpa— consistía sólo en esto, en saberlo todo tan bien y considerarlo una patraña, una mentira, una burbuja, y en ese afán de llegar al fondo del misterio. Temía descender y sentía una vergonzosa gratitud por las paredes invisibles que me obstruían el camino. Entonces yo tenía un alma manchada y honesta. ¿Qué otra cosa tenía, qué otra cosa quedaba? Ah, sí. Aún había algo, mi cuerpo, y empecé a tocarlo. Lo examiné en ese recinto negro tal como un hábil detective podría examinar la escena de un crimen. Una investigación curiosa, pues al revisar al tacto ese cuerpo desnudo sentí un aturdimiento vago y cosquilleante en los dedos. ¿Sería miedo de mí misma? Pero yo era bella y mis músculos eran flexibles, ágiles, y al aferrarme los muslos de un modo en que nadie los aferraría, como si fueran objetos extraños, sentí en las manos tensas, bajo la tez tersa y fragante, huesos largos, aunque por alguna razón temía tocarme las muñecas y el hueco de los antebrazos a la altura del codo.
Traté de vencer esa resistencia. ¿Qué podía haber allí después de todo? Mis brazos estaban cubiertos de encaje, pero era un poco rígido y difícil de penetrar, así que pasé al cuello. Lo que llamaban un cuello de cisne, la cabeza apoyada en él con una dignidad no fingida sino natural, que inspiraba respeto. Las orejas detrás del cabello trenzado, pequeñas, los lóbulos firmes, sin adornos, sin perforar (¿por qué?). Me toqué la frente, las mejillas, los labios. La expresión de ellos, detectada con las yemas de mis delgados dedos, de nuevo me turbó. Una expresión diferente de la que había esperado. Extraña. Pero ¿cómo podía ser extraña para mí misma excepto a través de la enfermedad, la locura?
Con un movimiento furtivo adecuado al candor de una niña acechada por historias de viejas, me toqué al fin las muñecas y los codos, allí donde el brazo se unía con el antebrazo. Allí había algo incomprensible. Perdí el tacto en las yemas, como si algo hubiera presionado los nervios, los vasos sanguíneos, y de nuevo mi mente saltó de sospecha en sospecha: ¿cómo llegaba a mí tal información, por qué me estudiaba yo como una anatomista? Esto no encajaba con el estilo de una doncella, ni Angelita ni la dama de compañía ni la lírica Tlenix. Pero al mismo tiempo sentía una compulsión tranquilizadora: esto es normal, no te sorprendas de ti misma, excéntrica y caprichosa cabeza de chorlito, si has estado un poco mal no vuelvas a eso, piensa cosas saludables, piensa en tu cita… ¿Pero los codos, las muñecas? Debajo de la piel, como un terrón duro. ¿Eran glándulas hinchadas? ¿Depósitos de calcio? Imposible, no congeniaba con mi belleza, con su contundencia. Y sin embargo allí había una dureza, una dureza pequeña que sólo podía sentir estrujándome con fuerza por encima de la mano, donde el pulso se detenía, y también en la curva del codo.
De modo que mi cuerpo también tenía secretos, su extrañeza se correspondía con la extrañeza de mi alma, con el temor de mis reflexiones. Había una continuidad, una congruencia, una simetría: lo que estaba aquí, también estaba allí. Si estaba en la mente, también en los brazos. Si en mí, también en ti. Mí, ti, acertijos, estaba cansada. Una abrumadora fatiga me invadió la sangre, y se suponía que debía someterme a ella. Dormirme, caer en el limbo de otra oscuridad, una oscuridad liberadora. Y luego, con despecho, la repentina decisión de no ceder a ese impulso, de resistir el encierro del carruaje elegante (aunque no tan elegante por dentro), y el alma de una doncella demasiado sagaz, demasiado rápida para entender. Desafío a la belleza física con sus estigmas ocultos. ¿Quién era yo? Mi oposición ahora era una rabia que hacía arder mi alma en la oscuridad, de modo que en verdad parecía brillar. Sed tamen potest esse totaliter aliter. ¿De dónde era eso? ¿Mi alma? Grana? Do-minusmeus?
No, estaba sola y sola salté hacia arriba para hundir los dientes en esas paredes blandas y amortajadas. Rasgué el acolchado, el material seco y tosco me crujió en los dientes. Escupí hilachas con saliva, las uñas se me partían. Bien, ése era el modo. No sabía si actuaba contra mí o contra otra persona, pero no, no, no, no, no.
Vi una luz, algo brotó delante de mí, como la pequeña cabeza de una serpiente, salvo que era metal. ¿Una aguja? Me pinchó el muslo encima de la rodilla. Sentí un dolor pequeño, casi imperceptible, una picadura y luego nada.
Nada.
Un cielo nublado cubría el jardín. El parque real con sus fuentes cantarinas, los setos podados parejamente, la geometría de árboles, arbustos y escalinatas, estatuas de mármol, volutas, cupidos. Y nosotros dos. Chatos, vulgares, románticos, llenos de desesperación. Le sonreí, y en mi muslo había una marca. De modo que en mi alma, allí donde me había rebelado, y en mi cuerpo también, allí donde yo había aprendido a odiarlo, tenían un aliado. Un aliado cuya astucia era insuficiente. Ahora no le tenía tanto miedo, y desempeñé mi papel. Claro que esa astucia había bastado como para imponerme el papel, y desde dentro, pues había penetrado en mi fortaleza. Bastante astuto, pero no lo suficiente. Observé la trampa. Yo aún ignoraba el propósito, pero la trampa era visible, palpable, y verla me asustaba menos que vivir sólo de conjeturas.
Estaba tan turbada por estas luchas conmigo misma que aun la luz del día era un fastidio con su solemnidad, los jardines para mayor gloria y admiración de su Majestad, no de la vegetación. De veras habría preferido mi noche a este día, pero el día estaba aquí y también el hombre, que no sabía nada, no entendía nada, absorto en el ardiente placer de mi dulce locura, en el hechizo arrojado por mí, no por un tercero. Trampas, señuelos, una acechanza con una picadura fatal. ¿Yo era todo esto? ¿Y las fuentes cantarinas también servían a este propósito, los jardines reales, la bruma en la distancia? Qué tontería, en verdad. ¿La ruina de quién, la muerte de quién estaba en juego? ¿No habrían bastado testigos falsos, viejos con peluca, una cuerda, veneno? Tal vez se trataba de algo más importante. Una intriga insidiosa, palaciega.
Los jardineros de altas botas de cuero, concentrados en las plantas de Su Graciosa Majestad, no se acercaron a nosotros. Yo guardé silencio, pues el silencio era más apropiado. Nos sentamos en el peldaño de una enorme escalera que parecía construida para esperar a un gigante que un día bajaría de sus nubosas alturas para usarla. Los emblemas tallados en piedra, los cupidos desnudos, los faunos, los sueños, el mármol resbaladizo goteando agua, tan opaco y deslucido como el cielo gris. Una escena idílica, una Nicolette con su Aucassin. Qué vulgaridad. Había recobrado el conocimiento de esos jardines, cuando el carruaje se alejó y yo caminaba ligeramente, como si acabara de salir de un baño humeante y perfumado, y mi vestido ahora era diferente, primaveral, con un dibujo brumoso que evocaba tímidamente flores, aludía a ellas, ayudando a inspirar reverencia, rodeándome de inviolabilidad, Eos Rhododaktylos, pero yo caminaba entre los setos brillantes de rocío con una marca en el muslo. No necesitaba tocarla, de todos modos no podía, pero el recuerdo bastaba, eso no me lo había borrado. Yo era una mente cautiva, encadenada desde el nacimiento, nacida en la esclavitud, pero todavía una mente. Y así él apareció ante mí, viendo que mi tiempo ahora no era mío, que cerca no había ninguna aguja ni detector de sonido. Empecé, como una actriz preparándose para su interpretación, a decir cosas en un susurro, las cosas que no sabría si podría decir en su presencia. En otras palabras, sondeé los límites de mi libertad, a la luz del día los busqué a ciegas, a tientas.
¿Qué cosas? Sólo la verdad. Primero, el cambio de forma gramatical, luego la pluralidad de mis pasados pluscuamperfectos, y también todo lo que había padecido y el pinchazo que aplacó la rebelión. ¿Lo hacía por congraciarme con él, para no destruirlo? No, pues no lo amaba, en absoluto. Era traición: no nos habíamos cruzado para nada bueno. ¿Entonces debía hablarle así? ¿Diciéndole que mediante un sacrificio deseaba salvarlo de mí como de una condena?
No, no fue así. Yo tenía amor, pero en otra parte. Sé cómo suena eso. Oh, era un amor apasionado, tierno y totalmente común. Quería entregarme a él en cuerpo y alma, aunque no en la realidad, sólo según el dictado de la moda, de acuerdo con los usos y la etiqueta de la corte, pues no tendría que ser un pecado cualquiera, sino un pecado maravilloso y cortesano.
Mi amor era muy grande, me estremecía, me aceleraba el pulso, vi que su mirada me hacía feliz. Y mi amor era muy pequeño, pues estaba limitado en mí, sujeto a la costumbre, como una frase cuidadosamente compuesta para expresar la dolorosa alegría del encuentro. De modo que más allá de esos sentimientos yo no tenía especial interés en salvarlo de mí o de otra persona, pues cuando exploré con mi mente fuera de mi amor, él no era nada para mí, pero yo necesitaba un aliado en mi lucha contra lo que me había pinchado esa noche con un metal ponzoñoso. No tenía a nadie más, y él me brindaba toda su devoción: podía confiar en él. Sabía, desde luego, que no podía confiar en él más allá de lo que él sentía por mí. No podía elevarse a ninguna reservatio mentalis. Por lo tanto no podía revelarle toda la verdad: que mi amor y el pinchazo ponzoñoso provenían de la misma fuente. Que por ello los aborrecía a ambos, los odiaba a ambos y deseaba pisotearlos a ambos como se pisotea una tarántula. No podía decírselo, pues sin duda su amor era convencional, él no aceptaría en mí la liberación que yo deseaba, la libertad que lo apartaría de mí. Por lo tanto sólo podía actuar arteramente, dando a la libertad el falso nombre del amor, y sólo en y a través de esa mentira demostrarle que era la víctima de un desconocido. ¿Del rey? Sí, pero aunque él atacara violentamente a Su Majestad no me liberaría; el rey, si era el rey quien estaba detrás de esto, aún estaba tan lejos que su muerte no alteraría en absoluto mi destino. De modo que, para ver si podría encararlo así, me detuve junto a una estatua de Venus, cuyas caderas desnudas eran un monumento a las pasiones más altas y más bajas del amor terrenal, de modo que en total soledad pudiera preparar mi monstruosa explicación con argumentaciones precisas, una diatriba, como si estuviera afilando un cuchillo. Fue muy difícil. Una y otra vez me topé con un límite infranqueable, sin saber dónde el espasmo me dominaría la lengua, dónde tropezaría la mente, pues a fin de cuentas esa mente era mi enemigo. No mentir del todo, pero tampoco ir al centro de la verdad, del misterio. Sólo gradualmente reduje luego su radio, avanzando hacia adentro como por una espiral. Pero cuando lo vi en la distancia, cuando vi cómo caminaba y casi echaba a correr hacia mí, aún una silueta pequeña con una capa oscura, advertí que todo era en vano, la moda no lo permitiría. ¿Qué escena de amor ésta donde Nicolette confiesa a Aucassin que ella es su hierro candente, su verdugo? Ni siquiera un estilo de cuento de hadas, aun si pudiera librarme del hechizo, me devolvería a la nada de donde yo había venido. Toda su sabiduría era inútil aquí. La más adorable de las doncellas, si se cree el instrumento de fuerzas oscuras y habla de pinchazos y de hierros candentes, si dice tales cosas y de este modo, está loca. Y no atestigua la verdad, sino el trastorno de su propia mente, y por lo tanto no sólo merece amor y devoción, sino también piedad.
La combinación de tales sentimientos podía inducirlo a fingir que creía mis palabras, a poner cara de alarma a asegurarme que tomaría medidas para liberarme, en realidad para hacerme examinar, para propagar por todas partes la noticia de mi infortunio. Sería mejor insultarlo. Además, en esta compleja situación, cuanto más aliado fuera menos sería un amante lleno de esperanzas de consumación. Por cierto no desearía alejarse del papel de amante. Su locura era normal, vigorosa, sólidamente terrena: amar, oh amar, mascar escrupulosamente la grava de mi senda hasta volverla blanda arena, sí, pero no juguetear con quimeras analíticas relacionadas con el origen de mi alma.
De tal modo que parecía que si yo había sido gestada para su destrucción, él debería morir. No sabía qué parte de mí lo derribaría, los antebrazos, las muñecas en un abrazo. Claro que eso era demasiado simple, pero ahora yo sabía que no podía ser de otro modo.
Tenía que acompañarlo por veredas embellecidas por los hábiles artesanos de la horticultura. Nos alejamos rápidamente de la Venus Kallipygos, pues la ostentación con que exhibía sus encantos no congeniaba con nuestra etapa primeriza de emociones sublimes y tímidas alusiones a la felicidad. Pasamos ante los faunos, también desvergonzados, pero de un modo diferente, más apropiado, pues la virilidad de esas velludas cosas de piedra no podía poner en jaque mi pureza, que era tan casta como para no ser ultrajada ni siquiera cerca de ellas: se me permitía no comprender su rígida lujuria de mármol.
Él me besó la mano, allí donde estaba el bulto, aunque sin poder sentirlo con los labios. ¿Y dónde esperaba mi astucia? ¿En la oscuridad del carruaje? ¿O acaso yo sólo debía arrancar a Arrodes algunos secretos desconocidos: un bello estetoscopio aplicado al pecho del hombre sabio y condenado?
No le dije nada.
En dos días nuestro romance había progresado debidamente. Yo me alojaba, con un puñado de sirvientes fieles, en una residencia a cuatro millas de la finca real; Plebe, mi factótum, había alquilado ese castillo el día después de nuestro encuentro en el jardín, sin mencionar los medios que había requerido ese paso, y yo, como una doncella ingenua en cuestiones económicas, no le pregunté. Creo que yo lo intimidaba y lo fastidiaba a la vez, quizá porque él no compartía el secreto: lo más probable es que no lo compartiera. Seguía las órdenes del rey, me trataba con palabras respetuosas, pero en los ojos yo le veía una ironía impertinente. Tal vez me tomaba por una nueva favorita del rey, y mis paseos y encuentros con Arrodes no le sorprendían demasiado, pues un sirviente que exige a su rey que trate a una concubina de una manera comprensible para él no es buen sirviente. Creo que si yo hubiera concedido mis favores a un cocodrilo él no habría pestañeado. Yo era libre dentro de los límites de la voluntad real, y el monarca no se me acercó una sola vez. Ahora yo sabía que había cosas que jamás contaría a mi hombre, pues la lengua se me endurecía de sólo pensarlo y los labios perdían sensibilidad, como los dedos cuando me había tocado a mí misma esa primera noche en el carruaje. Prohibí a Arrodes que me visitara. Él lo interpretó convencionalmente, como un temor de comprometerme, y el buen hombre se contuvo. En el anochecer del tercer día al fin me propuse descubrir quién era yo. Me quité la ropa de cama frente al espejo de pared y quedé desnuda como una estatua. Los alfileres de plata y las lancetas de acero estaban sobre la mesa del tocador, cubiertas con un chal de terciopelo, pues yo temía su resplandor, aunque no su filo cortante. Los pechos erguidos miraban al costado y hacia arriba con sus pezones rosados, todo rastro del pinchazo en el muslo había desaparecido; como un obstetra o un cirujano preparándose para una operación, cerré ambas manos y las hundí en la carne blanca y tersa. Las costillas se hundieron bajo la presión, pero el vientre sobresalía como el de esas mujeres de las pinturas góticas, y bajo la tibia y blanda capa exterior encontré una resistencia, dura, obstinada, y moviendo las manos de arriba abajo al fin distinguí adentro una forma oval. Con seis velas a cada lado, tomé la lanceta más pequeña, no por miedo sino por razones estéticas.
En el espejo parecía que yo me proponía acuchillarme, una escena dramáticamente perfecta, estilísticamente sostenida hasta el último detalle por la enorme cama con dosel, las dos hileras de velas altas, el destello en mi mano y mi palidez, pues mi cuerpo estaba mortalmente asustado y me temblaban las rodillas. Sólo la mano con el acero tenía la firmeza necesaria. Allí donde la resistencia oval era más evidente y no se movía bajo presión, justo bajo el esternón, hundí la lanceta. El dolor fue mínimo y superficial, de la herida brotó una sola gota de sangre. Incapaz de actuar con la lenta pulcritud de un descuartizador, con deliberación anatómica, corté el cuerpo en dos prácticamente hasta la entrepierna, con violencia, apretando los dientes y cerrando los ojos con fuerza. No me atrevía a mirar. Pero ya no temblaba. Estaba fría como el hielo, la habitación estaba llena del sonido extraño y ajeno de mi respiración entrecortada, casi espástica. Las capas cortadas se separaron como cuero blanco, y en el espejo vi una forma plateada y acurrucada, como un feto enorme, una crisálida centelleante oculta dentro de mí, sostenida por los pliegues separados de carne, carne que no sangraba, carne rosada. ¡Qué horror verse así! No me atrevía a tocar la superficie plateada, inmaculada, virgen, el abdomen oblongo como un pequeño ataúd y brillante con el reflejo de las imágenes reducidas de las llamas de las velas. Me moví y vi entonces sus miembros encorvados como los de un feto y delgados como pinzas. Entraban en mi cuerpo y de pronto comprendí que eso no era eso, una cosa ajena y diferente, de nuevo era yo. De modo que ésa era la razón por la cual había dejado al caminar en la arena mojada de los senderos del jardín huellas tan profundas, ésa era la razón de mi fuerza. Era yo, aún, me repetía a mi misma cuando entró él.
La puerta había quedado sin llave, un descuido. Él entró furtivamente, asombrado de su propia audacia, sosteniendo delante de sí —como justificación y defensa— un enorme escudo de rosas rojas. Cuando me encontró, y yo me volví con un grito de miedo, él vio, pero no advirtió, no comprendió, no podía. Ahora no fue por miedo, sino sólo por una vergüenza horrible, sofocante, que intenté cubrir con ambas manos el óvalo de plata, pero era demasiado grande, y yo estaba demasiado abierta por el cuchillo.
Su cara, su grito silencioso y su huida. Preferiría no recordarlo. El no había podido esperar un permiso, una invitación, de modo que vino con las flores, y la casa estaba vacía. Yo misma había ordenado a todos los sirvientes que salieran, para que nadie estorbara mis planes, pues ya no me quedaba otro camino, otro recurso. Pero quizá ya había nacido en él la primera sospecha. Recuerdo que el día anterior cruzábamos el lecho de un arroyo seco y él quiso tomarme en sus brazos y yo me negué, no por pudor real o fingido, sino porque tenía que negarme. Él vio entonces mis huellas en el cieno blando y mullido; tan pequeñas y tan profundas, e iba a decir algo, sin duda una broma inofensiva, pero se contuvo de pronto y con esa grieta entre las cejas fruncidas, ahora familiar, subió la cuesta de enfrente, sin siquiera tenderme la mano cuando yo lo seguí. Tal vez lo había notado entonces. Y más aún, luego, cuando en la cima de la cuesta tropecé y aferré, para recobrar el equilibrio, una gruesa rama de avellano, sentí que estaba arrancando el arbusto de raíz,de modo que caí de rodillas, en un acto reflejo, soltando la rama rota, para no exhibir la fuerza abrumadora, increíble, que poseía. Él estaba a un costado, sin mirar, o eso creí, pero debía de haber visto todo con el rabillo del ojo. ¿Era pues la sospecha lo que lo había incitado a entrar; o una pasión incontrolable?
No importaba.
Usando los segmentos más gruesos de mis sensores presioné los bordes del cuerpo abierto en dos para salir de la crisálida, y me liberé cuidadosamente. Después Tlenix, la dama Mignonne cayó de rodillas, y luego se desplomó de bruces a un costado y yo salí a rastras, estirando todas mis patas, retrocediendo despacio como un cangrejo. Las velas, cuyas llamas aún ondeaban en la ráfaga que él había provocado al huir, brillaban en el espejo; esa cosa desnuda, las piernas impúdicamente abiertas, yacía inmóvil; no deseando tocar mi capullo, mi falsa piel, la ella que yo era ahora caminó alrededor de ella e, irguiéndose como una mantis con el tronco doblado en el medio, se miró en el espejo. Esto era yo, me dije sin palabras, yo. Aún yo. Las tersas vainas de coleóptero o insecto, las articulaciones nudosas, el abdomen con su frío brillo de plata, los flancos oblongos diseñados para la velocidad, la cabeza oscura y abultada, esto era yo. Lo repetí una y otra vez, como para entregar esas palabras a la memoria, y al mismo tiempo el pasado múltiple de dama, Tlenix, Angelita se diluyó y murió dentro de mí, como libros leídos tiempo atrás, libros de un cuarto infantil cuyo contenido ya no importaba ni tenía poder, y podía recordarlos. Volví la cabeza despacio hacia ambos lados, buscando mis propios ojos en el reflejo, y también comenzando a comprender, aunque aún no acostumbrada a esta forma que era la mía, que el acto de autoevisceración no había sido mi rebelión, que representaba una parte prevista del plan, preparada precisamente para una eventualidad así, para que mi rebelión resultara ser, al cabo, mi sumisión total. Aunque aún podía pensar con mi destreza y fluidez habitual, me rendí al mismo tiempo a ese cuerpo nuevo. Su metal brillante tenía escritos los movimientos que empecé a realizar.
El amor murió. También morirá en ti, pero el deterioro que tú sufrirás en años o meses yo lo sufrí en pocos instantes. Fue el tercero en mi serie de comienzos, y emitiendo un siseo tenue, susurrante, corrí tres veces por la habitación, tocando con los sensores tendidos y trémulos la cama donde ahora me estaba negado el reposo. Aspiré el olor de mi no-pretendiente, mi no-amante, para poder seguirle el rastro, yo que era conocida pero desconocida por él, en este nuevo juego, quizás el último. El rastro de su precipitada huida estaba marcado primero por una sucesión de puertas abiertas, y el olor de las rosas desperdigadas podía ayudarme, pues al menos por un tiempo se había vuelto parte del olor de él. Vistas desde abajo, desde el suelo, y por lo tanto desde una nueva perspectiva, las habitaciones que atravesaba me parecían excesivamente grandes, llenas de muebles molestos e inútiles que acechaban inusitadamente en la penumbra. Luego sentí el ligero ruido de escalones de piedra, escaleras, bajo mis garras, y salí a un jardín oscuro y húmedo. Cantaba un ruiseñor. Me causó gracia, pues esa utilería era ahora totalmente necesaria. Se requería otra para la próxima escena. Exploré un buen rato entre los arbustos, sintiendo el crujido de la grava, di un par de vueltas, luego corrí en línea recta, pues había captado el olor. Era inevitable que lo captara, pues estaba compuesto por una singular combinación de aromas fugaces, por los temblores del aire que causaba su andar. Encontré cada partícula aún no dispersa en el viento de la noche, así di con la trayectoria correcta, que ahora seguiría hasta el final.
No sé qué voluntad decidió que le diera tanta ventaja, pues en vez de perseguirlo enseguida vagabundeé hasta el alba por los jardines reales. En cierto modo esto sirvió a un propósito, pues me demoré en los lugares donde habíamos paseado, tomados de la mano, entre los setos, y así pude discernir su olor precisamente, asegurarme de que más tarde no lo confundiría con ningún otro. Claro que podría haberlo seguido directamente y sorprenderlo en medio de su confusión y desesperación, pero no lo hice. Comprendo que mis actos de esa noche también pueden explicarse de un modo totalmente distinto, por mi pesar y el placer del rey, pues yo había perdido un amante para adquirir sólo una presa, y el monarca quizá consideraba insuficiente la ejecución repentina y rápida del hombre que odiaba. Tal vez Arrodes no corrió a su casa sino que fue a visitar a un amigo, y allí, en un monólogo febril, respondiendo a sus propias preguntas (la presencia de otra persona sólo era necesaria para tranquilizarlo y calmarlo) llegó por sus propios medios a la verdad. De todos modos mi conducta en los jardines de ningún modo sugería el dolor de la separación. Sé que las almas sentimentales lo tomarán a mal, pero no teniendo manos que restregar, ni lágrimas que verter, ni rodillas en qué caer, ni labios para besar las flores recogidas el día anterior, no sucumbí a la postración. Lo que ahora me interesaba era la extraordinaria sutileza de discernimiento que poseía, pues mientras iba y venía por los senderos en ningún momento tomé una ráfaga del rastro más engañosamente similar por el que era mi destino y el objeto de mis incansables esfuerzos. En mi frío pulmón izquierdo cada molécula de aire se abría paso por las tortuosidades de innúmeras células sensoras y cada partícula sospechosa era pasada a mi pulmón derecho, caliente, donde mi facetado ojo interno la examinaba con cuidado, para verificar su significado exacto o desecharla como un olor prescindible, y este proceso era más veloz que la vibración de las alas del insecto más pequeño, más veloz de lo que tú puedes comprender. Al romper el alba salí de los jardines. La casa de Arrodes estaba vacía, abierta. Ni siquiera me molesté en fijarme si él se había llevado un arma. Encontré la nueva pista y la seguí, sin perder más tiempo, No creía que la búsqueda demorara mucho, pero los días se hicieron semanas, las semanas meses, y aún estaba siguiéndolo.
Esto me parecía más abominable que la conducta de cualquier otro ser que tenga escrito en sí mismo su propio destino. Atravesé lluvias y soles abrasadores, campos, desfiladeros y arbustos, juncos secos me rozaron el torso, y el agua de los charcos o praderas inundadas que atravesaba me salpicaba y me caía en grandes gotas por el lomo oval y la cabeza, imitando allí lágrimas que sin embargo nada significaban. Noté, en mi carrera incesante, que todos los que me veían desde lejos se apartaban y se subían a una pared, un árbol, un cerco, o de lo contrario se arrodillaban y se tapaban la cara con las manos, o caían de bruces y se quedaban en esa posición hasta que yo me distanciaba. No necesitaba dormir, así que en la noche también atravesaba aldeas, campamentos, pueblos, plazas llenas de cuencos de arcilla y frutos colgados al sol, donde multitudes enteras se dispersaban ante mí, y los niños escapaban a las calles laterales con chillidos y gritos a los que yo no prestaba atención, siempre atento a mi camino. El olor de él me llenaba completamente, como una promesa. Ahora había olvidado el aspecto de ese hombre, y mi mente, como si careciera de la resistencia del cuerpo, sobre todo cuando corría en la noche, se retrajo en sí misma hasta que no supe a quién perseguía, ni siquiera si perseguía a alguien. Sólo sabía que mi voluntad era seguir, para que el rastro de las partículas aéreas discernidas en la caudalosa diversidad del mundo persistiera y se intensificara; pues si se debilitaba, significaría que ya no seguía la dirección correcta. No interrogaba a nadie, y nadie se atrevía a acercarse. Sentí que la distancia que me separaba de quienes buscaban la protección de las paredes o caían de bruces ante mi cercanía, cubriéndose la nuca con los brazos, estaba llena de tensión y la entendí como un atroz homenaje a mí, pues yo era el cazador del rey, lo cual me daba una fuerza inagotable. Sólo a veces un niño muy pequeño, a quien los adultos no habían abrazado a tiempo ante mi repentina y silenciosa aparición, rompía a llorar, pero yo no le prestaba atención, pues mientras corría debía mantener una concentración intensa, ininterrumpida, dirigida tanto hacia afuera, el mundo de arena y ladrillos, el mundo verde, cubierto de azul en lo alto, como hacia adentro, mi mundo interno, donde el juego eficaz de ambos pulmones emitía una encantadora pero infalible música molecular. Crucé ríos y ensenadas, rápidos, las cuencas cenagosas de lagos que se secaban, y todas las bestias me eludían, echaban a correr o se enterraban frenéticamente en el suelo reseco, sin duda un esfuerzo vano si yo hubiera querido perseguirlas, pues nadie tenía mi agilidad, pero ignoré a esas criaturas velludas que corrían en cuatro patas, las orejas inclinadas, con sus gañidos, chillidos y gemidos. No me interesaban, mi meta era otra.
Varias veces arrasé, como un proyectil, grandes hormigueros, y sus pequeños habitantes, rojos, negros, moteados, se deslizaban impotentes en mi caparazón brillante, y un par de veces un animal enorme me cerró el paso, de modo que aunque no tenía nada contra él, para no perder un tiempo, precioso en círculos y evasiones, me tensé y salté, lo atravesé en un instante, y con un chasquido de calcio y un gorgoteo de chorros rojos en el lomo y la cabeza me alejé tan rápidamente que sólo más tarde pensé en la muerte que había dado con tanta rapidez y violencia. También recuerdo que crucé campos de batalla, cubiertos por un disperso enjambre de abrigos grises y verdes. Algunos se movían, y en otros había huesos, malolientes o completamente secos, blancos como nieve sucia, pero esto también lo ignoré, pues tenía una tarea más elevada, una tarea concebida sólo para mí. Pues el rastro doblaba, trazaba círculos y se cortaba a sí mismo, y desaparecía en la costa de lagos salados, transformado por el sol en un polvo que me lastimaba los pulmones, o bien lavado por las lluvias. Poco a poco entendí que la cosa que me eludía actuaba con astucia, haciendo todo lo posible para confundirme y romper el hilo de moléculas que llevaba el rastro de su singularidad. Si el perseguido hubiera sido un común mortal, lo habría alcanzado después del tiempo adecuado, es decir, el tiempo necesario para que su terror y desesperación acrecentaran debidamente el castigo. Sin duda lo habría alcanzado con mi infatigable velocidad y mis pulmones infalibles, y lo habría matado antes de lo que se tarda en pensarlo. No le había pisado los talones al principio, sino que había esperado a que el olor se enfriara, para demostrar mi habilidad y además dar al perseguido el tiempo suficiente, de acuerdo con la costumbre, una costumbre buena… pues permitía que aumentara el miedo, y a veces lo dejaba alejarse bastante, pues si él me sentía constantemente demasiado cerca podría sufrir un ataque de desesperación y causarse daño, escapando así a mi venganza. Por lo tanto, no me proponía sorprenderlo de golpe, ni en una forma tan imprevista que no le diera tiempo para comprender qué le esperaba. Así que en las noches me detenía, oculto en las malezas, no para descansar, pues el descanso era innecesario, sino para demorarme intencionalmente, y también para meditar mis próximos movimientos. Ya no pensaba en mi presa como Arrodes, mi ex pretendiente, porque ese recuerdo se había cerrado y yo sabía que debía dejarlo en paz. Sólo lamentaba que ya no pudiera sonreír cuando evocaba esas antiguas estratagemas, como Angelita, la dama, la dulce Mignonne, y un par de veces miré en un espejo de agua, con la luna llena arriba, para convencerme de que no me parecía en nada a ellas, aunque había conservado mi belleza, si bien mi belleza era ahora algo fatídico que inspiraba tanto horror como admiración. También aprovechaba esos descansos nocturnos para limpiarme el lodo seco del abdomen, puliendo la plata, y antes de partir movía ligeramente mi aguijón, sosteniéndolo entre mis tarsos, poniéndolo a prueba, pues no sabía el día ni la hora.
A veces me acercaba sigilosamente a poblados humanos y escuchaba las voces, doblándome hacia atrás, apoyando mis sensores relucientes en un alféizar, o me trepaba al techo para colgar libremente de los aleros, pues a fin de cuentas yo no era un mecanismo inerte equipado con un par de pulmones de caza, sino un ser que tenía una mente y la usaba. Y la cacería había durado tanto que ya era conocida por todos. Oí cómo las viejas asustaban a los niños conmigo, y también oí incontables historias sobre Arrodes, a quien se admiraba tanto como se me temía a mí, el emisario del rey. ¿Qué decían las gentes simples en sus porches? Que yo era una máquina que perseguía a un hombre sabio que había osado alzar la mano contra el trono.
Sin embargo se suponía que yo no era una vulgar máquina de matar, sino un artefacto especial, capaz de cobrar cualquier forma: un mendigo, un bebé de pecho, una joven atractiva, pero también un reptil de metal. Estas formas eran manifestaciones fantasmales con que el emisario asesino engañaba a su víctima, pero ante todos los demás aparecía como un escorpión de plata que corría a tal velocidad que aún nadie había podido contarle las patas. Aquí la historia se dividía en dos versiones diferentes. Algunos decían que el sabio había intentado dar la libertad al pueblo oponiéndose a la voluntad del rey, y por lo tanto había provocado la ira del monarca. Otros decían que poseía el agua de la vida y con ella podía resucitar a los mártires, lo cual estaba prohibido por la autoridad más alta, pero él, aunque fingía inclinarse ante la voluntad del soberano, comandaba en secreto un batallón de ahorcados que habían sido descolgados en la ciudadela después de la gran ejecución de los rebeldes. Había otros que no sabían nada de Arrodes y no le atribuían ninguna habilidad maravillosa, y lo consideraban un mero condenado que por esa sola razón merecía ayuda y respaldo. Aunque se ignoraba el motivo de la furia del rey, y por qué había reunido a sus artesanos para ordenarles que fabricaran una máquina de cazar en la forja, todos lo consideraban un proyecto malvado y una orden pecaminosa, pues fuera cual fuese la culpa de la víctima no podía ser tan terrible como el destino que el rey le había preparado. Estas exageradas historias eran interminables, y en ellas la imaginación de los rústicos se manifestaba sin ataduras, y sólo se parecían en un aspecto: todas me conferían las más horrendas cualidades que pudieran concebirse.
También oí innumerables mentiras acerca de los valientes que acudían a ayudar a Arrodes, hombres que presuntamente me cerraban el paso sólo para caer en un combate desigual. Mentiras, pues jamás hubo nadie que se atreviera a hacerlo. Tampoco faltaban en esas fábulas los traidores que me señalaban las huellas de Arrodes cuando yo no podía encontrarlas. Otra mentira descarada. Pero sobre quién era yo, sobre quién podría ser, qué pasaba por mi mente, y si conocía o no la desesperación o la duda, nadie decía una palabra, y eso tampoco me sorprendía.
Y oí no pocas cosas sobre las simples máquinas de rastreo conocidas por el pueblo, máquinas que ejecutaban la voluntad del monarca, que era ley. A veces no me ocultaba de los habitantes de las chozas humildes, sino que esperaba a que despuntara el sol para que sus rayos brincaran como relámpagos de plata en la hierba y en un chispeante chorro de rocío conectaran el fin de la jornada anterior con el nuevo comienzo. Mientras corría animosamente, me complacía que quienes se cruzaban conmigo se postraran, que sus ojos se volvieran vidriosos, y me deleitaba el mudo espanto que me rodeaba como un escudo. Pero llegó el día en que mi olfato inferior dejó de trabajar, y en vano recorrí los cerros de las inmediaciones buscando el rastro con mi olfato superior, y tuve una sensación de infortunio ante la inutilidad de mi perfección. De pie en la cima de una loma, crucé los brazos como rezándole al cielo ventoso, y comprendí, mientras un sonido suave me llenaba la campana del abdomen, que no todo estaba perdido. Para que la idea se llevara a cabo busqué eso que había abandonado por mucho tiempo: el don del habla. No necesitaba aprenderlo, ya lo poseía, pero debía despertarlo dentro de mí, al principio pronunciando las palabras en un canturreo metálico, pero mi voz pronto se humanizó, así que bajé la cuesta para emplear el lenguaje, pues el olor no me había servido. No sentía odio por mi presa. Aunque él había revelado una gran astucia y aptitud, comprendí sin embargo que sólo desempeñaba su papel tal como yo desempeñaba el mío. Encontré las encrucijadas donde el olor había desaparecido gradualmente, y me quedé temblando, pero sin moverme de mi lugar, pues un par de patas se iba ciegamente por el camino polvoriento, mientras que el otro par, aferrando compulsivamente las piedras, me arrojaba en la dirección opuesta, hacia el brillo blanco de las paredes de un pequeño monasterio rodeado por árboles antiguos. Afirmándome, me arrastré pesadamente, casi contra mi voluntad, hacia el portón del monasterio. Allí había un monje con la cara erguida que tal vez miraba el alba en el horizonte. Me acerqué despacio, para no asustarlo con mi aparición repentina, y lo saludé, y cuando fijó los ojos en mí sin una palabra le pregunté si podía hacerle una confesión sobre una cuestión que me costaba encarar solo. Al principio creí que estaba petrificado de miedo, pues no se movía ni respondía, pero sólo estaba reflexionando. Al fin cabeceó. Entramos en el jardín del monasterio, él delante y yo atrás, y debíamos de formar un extraño par, pero a esa hora temprana no había un alma viviente alrededor, nadie para maravillarse de la mantis religiosa plateada y el sacerdote blanco. Le hablé debajo del alerce cuando se sentó, adoptando inconscientemente, por costumbre, la postura del padre confesor, es decir, sin mirarme pero inclinando la cabeza hacia mí. Le conté que al principio, antes de seguir el rastro, había sido una joven destinada por el rey a Arrodes, a quien conocí en el baile de la corte, y que lo había amado, sin saber nada sobre él, y que irreflexivamente me había entregado al amor que había despertado en él, aunque a partir del pinchazo en la noche advertí qué podía representar yo para él, y al no ver una salvación para ninguno de los dos me había apuñalado con un cuchillo, pero en vez de la muerte sufrí una metamorfosis. Desde entonces la compulsión que antes sólo había sospechado me incitó a perseguir a mi amado, y me transformé en una Furia tenaz para él. Sin embargo la cacería se había prolongado, y se prolongó tanto que todo lo que se decía de Arrodes empezó a llegar a mis oídos, y aunque no sabía cuánto había en ello de verdad, medité una vez más sobre nuestro destino común y surgió en mí cierta simpatía por ese hombre, pues veía que yo quería matarlo desesperadamente, porque ya no podía amarlo. Así contemplaba mi propia vileza, es decir, mi amor vuelto de adentro para afuera, degradado, y ansiaba vengarme de alguien cuyo único crimen contra mí era su propia desgracia. Por lo tanto ahora quería interrumpir la persecución y dejar de causar miedo, sí, deseaba remediar el mal, pero no sabía cómo.
Hasta donde podía ver, el monje aún no había renunciado a su recelo cuando terminé mi relato, pues me había advertido, aun antes que yo empezara a hablar, que lo que yo dijera no tendría el sello de la confesión, pues a su juicio yo era una criatura sin libre albedrío. Y además quizá se preguntaba si yo no habría sido enviada intencionalmente. Tales espías existían, y con los disfraces más pérfidos, pero su respuesta me pareció genuina. Dijo:
—¿Y si encuentras al que buscas? ¿Sabes qué harás entonces?
Respondí: —Padre, sólo sé lo que no deseo hacer, pero no sé qué poder que acecha en mí podría manifestarse entonces, y por lo tanto no puedo garantizar que no asesinaría.
Él me dijo: —¿Qué consejo puedo darte, entonces? ¿Deseas que te liberen de esta misión?
Como un perro echado a sus pies alcé la cabeza y, viéndolo pestañear en el brillo del sol reflejado por mi cráneo plateado, dije:
— No hay nada que desee más, aunque entiendo que mi destino sería cruel entonces, pues ya no tendría ninguna meta. Yo no planeé el objetivo para el cual fui creado, y sin duda tendré que pagar un alto precio por oponerme a la voluntad del rey, pues dicha trasgresión no puede quedar impune, así que yo a mi vez seré presa de los armeros de palacio, quienes enviarán una jauría de perros de metal para que recorran el mundo hasta destruirme. Y aun si escapara, utilizando las habilidades que se me han dado, y fuera hasta el mismo confín del mundo, donde quiera que me oculte las criaturas escaparán de mí y no encontraré nada que me aliente a continuar mi existencia. Y además, un destino como el tuyo está cerrado para mí, pues toda autoridad como tú me dirá, como tú me has dicho, que no soy espiritualmente libre, y por lo tanto no podré buscar el refugio del claustro.
El se puso a pensar, luego demostró sorpresa y dijo: —No estoy versado en la constitución de tu especie. No obstante te veo y te oigo y me pareces, por tus palabras, un ser inteligente, aunque quizá cautivo de una compulsión limitadora. Aun así, si de veras luchas contra esta compulsión tal como dices, oh máquina, y además declaras que te sentirías liberada si te quitaran la voluntad de matar, cuéntame, ¿cómo sientes esa voluntad? ¿Qué actúa en ti?
Respondí: —Padre, quizá no actúe bien en mí, pero en cuanto a cazar, rastrear, detectar, huronear, acechar, merodear, fisgonear y amenazar, y también destruir los obstáculos del camino, cubrir huellas, retroceder, girar y dar vueltas, en todo eso soy experta y realizar dichas operaciones con infalible destreza, transformándome en una sentencia inapelable, me satisface, lo cual sin duda fue deliberadamente marcado a fuego en mis entrañas.
— Te lo pregunto una vez más-dijo él-: ¿Qué harás cuando veas a Arrodes?
— Padre, te repito que no lo sé pues aunque no le deseo ningún mal, lo que está escrito en mí puede resultar más poderoso que mis deseos.
Al oír esto, se tapó los ojos con la mano y dijo: —Eres mi hermana.
—¿Cómo debo entender eso? — pregunté, perpleja.