124249.fb2
Atravesamos el jardín del monasterio y llegamos a un viejo pesebre. El monje abrió la puerta crujiente y en la penumbra distinguí una forma oscura tendida en un bulto de paja, y un olor me penetró los pulmones por las fosas nasales, un olor que yo había perseguido infatigablemente, y que aquí era tan fuerte que sentí que mi aguijón se movía solo aflorando de la cavidad ventral, pero enseguida mi visión se acostumbró a la oscuridad y comprendí mi error. En la paja sólo había un montón de ropa. El monje notó mi agitación por mis temblores, y dijo: —Sí, Arrodes estuvo aquí. Se ocultó en nuestro monasterio hace un mes cuando había logrado desviarte de la pista. Lamentaba no poder trabajar como antes, y así lo notificó secretamente a sus partidarios, que a veces lo visitaban de noche, pero dos traidores se infiltraron entre ellos y se lo llevaron hace cinco días.
—¿Quieres decir agentes del rey? — pregunté, aún temblando y apretando los brazos contra el pecho en una plegaria.
— No, digo traidores, pues lo secuestraron mediante una artimaña y valiéndose de la fuerza. Sólo el niño sordomudo a quien hemos adoptado los vio irse al alba, Arrodes maniatado y con un puñal apoyado en la garganta.
—¿Lo secuestraron? — pregunté sin entender—. ¿Quiénes? ¿Para llevarlo adonde? ¿Por qué motivo?
— Creo que para utilizar su mente. No podemos pedir ayuda a la ley, pues la ley es el rey. Por lo tanto lo obligarán a servirles, y si él se niega lo matarán impunemente.
— Padre — dije—, bendita sea la hora en que tuve la osadía de acercarme para hablar contigo. Ahora seguiré a los secuestradores y liberaré a Arrodes. Sé cazar, sé seguir una pista, no hay nada que haga mejor. Sólo muéstrame la dirección correcta, que tú conoces por las indicaciones del mudo.
Él respondió: —Y sin embargo ignoras si podrás contenerte. Lo has admitido.
A lo cual repliqué: —Así es, pero creo que encontraré un modo. Aún no tengo una idea precisa, quizá busque a un artesano capaz que pueda encontrar el circuito correspondiente y lo cambie, para que mi deseo se transforme en mi destino.
El monje dijo: —Antes de partir puedes, si quieres, consultar a uno de nuestros hermanos, pues antes de unirse a nosotros era, en el mundo, precisamente un experto en esas artes. Ahora nos sirve como médico.
Estábamos nuevamente en el jardín soleado, y aunque él no lo insinuaba, comprendí que todavía no confiaba en mí. El olor se había disipado en cinco días, de modo que él tanto podía darme la dirección correcta como cualquier otra. Acepté.
El médico me examinó cautelosamente, alumbrando el interior de mi cuerpo con una linterna sorda a través de las ranuras de mis bordes interabdominales. Trabajó con todo cuidado y concentración, luego se puso de pie y se sacudió el polvo del hábito.
— A menudo ocurre que una máquina enviada con estas instrucciones — dijo— es desviada por los parientes o amigos del condenado, o por otras personas que por razones desconocidas para las autoridades tratan de frustrar sus planes. Para impedirlo, los prudentes armeros del rey encierran herméticamente dichas instrucciones y las conectan con el corazón de tal modo que cualquier manipulación puede resultar fatal. En cuanto han puesto el último sello, ni siquiera ellos pueden quitar el aguijón. Así ocurre contigo. También ocurre a menudo que la víctima se disfraza con ropas diferentes, altera su aspecto, su conducta y su olor, pero no puede alterar su mente y por lo tanto la máquina no se contenta con usar el olfato interior y el superior para cazar, sino que añade preguntas a la búsqueda, preguntas diseñadas por los más destacados expertos en las características individuales de la psique humana. Así ocurre contigo, también. Además, veo en tu interior un mecanismo que no poseía ninguno de tus predecesores, una memoria múltiple de cosas superfluas para una máquina cazadora, pues éstas son historias femeninas grabadas, llenas de nombres y giros que confunden la mente, y un conductor va desde ellas hasta el centro fatal. Por lo tanto eres una máquina dotada de una perfección que desconozco, y quizá hasta una máquina definitiva. Extraerte el aguijón sin producir al mismo tiempo el resultado habitual es imposible.
— Necesitaré el aguijón — dije, tendiéndome de espaldas—, pues debo acudir en ayuda del secuestrado.
— En cuanto a tu posibilidad de triunfar, realizando todos los esfuerzos, refrenando todos los resortes que están sobre el centro del cual hablamos, no puedo garantizarte nada — continuó el médico, como si no hubiera oído mis palabras—. Sólo puedo hacer una cosa, sí lo deseas. Puedo rociar los polos del lugar en cuestión con limaduras de hierro, utilizando un tubo. Esto ensancharía un poco los límites de tu libertad. Pero aun si lo hago, no sabrás hasta el último momento si, al acudir en ayuda de alguien, no eres aún una herramienta dócil destinada a destruirlo.
Viendo que ambos se miraban, accedí a someterme a esa operación, que no tardó demasiado, no me causó dolor, pero tampoco produjo un cambio perceptible en mi estado mental. Para ganarme aún más la confianza de ellos, pregunté si me permitirían pernoctar en el monasterio, pues entre charlas, deliberaciones y auscultaciones se había pasado el día entero. Accedieron, pero yo dediqué ese tiempo a un examen completo del pesebre, para familiarizarme con el olor de los secuestradores. Era capaz de ello, pues a veces ocurre que un agente del rey encuentra su camino bloqueado no por la víctima sino por algún otro malhechor. Antes del alba me tendí en la paja donde durante muchas noches había dormido el presunto secuestrado, y me quedé inmóvil respirando ese olor, esperando a los monjes. Pues razoné que si me habían engañado con una patraña, temerían mi venganza al volver de la pista falsa, y por lo tanto esta hora oscura antes del amanecer sería la más adecuada a sus propósitos si planeaban destruirme. Fingiendo estar profundamente dormido, permanecí alerta a cada ruido del jardín, pues podían atrancar la puerta desde afuera e incendiar el pesebre para que el fruto de mi vientre me partiera en llamas. Ni siquiera tendrían que superar su típico rechazo del asesinato, en la medida en que me consideraban no tanto una persona como una mera máquina de matar; podrían enterrar mis restos en el jardín y nada les sucedería. En realidad no sabía qué haría si los oía acercarse, y nunca lo supe, pues nadie vino. Así que permanecí a solas con mis pensamientos, evocando una y otra vez las asombrosas palabras del monje más viejo cuando me miró a los ojos: Eres mi hermana. Aún no las entendía, pero cuando me inclinaba sobre ellas algo tibio se derramaba en mi ser y me transformaba. Era como si hubiera perdido un pesado feto, del cual había estado embarazada. En la mañana, sin embargo, atravesé el portón entreabierto y, alejándome del monasterio según las instrucciones del monje, enfilé a toda velocidad hacia las montañas visibles en el horizonte, pues hacia allá me había indicado que fuera.
Apuré el paso y a mediodía ya estaba a más de cien millas del monasterio. Corrí como una bala entre los abedules blancos, y cuando atravesé la hierba alta de los prados de las colinas la derribé a los costados como si fuera una guadaña.
Encontré el rastro de ambos secuestradores en un valle profundo, en un puentecito sobre las aguas de un torrente, pero no había rastros del olor de Arrodes; sin ahorrar esfuerzos, se habían turnado para llevarlo a cuestas, lo cual evidenciaba tanto su astucia como su conocimiento, pues advertían que nadie tiene derecho a reemplazar una máquina del rey en su misión, y que atraerían la furia del monarca por su acto. Sin duda querrás saber cuáles eran mis verdaderas intenciones en ese tramo final, así que te diré que engañé a los monjes, y al mismo tiempo no los engañé, pues realmente deseaba recobrar o mejor dicho ganar mi libertad, pues nunca la había poseído. Sin embargo, en cuanto a lo que me proponía hacer con esa libertad, no tengo ninguna confesión que hacer. Esta incertidumbre no era nueva. Cuando me hundía el acero en el cuerpo desnudo tampoco sabía si deseaba matarme o sólo descubrirme, aun si una cosa h0ubiera significado la otra. Ese paso también había sido previsto, según lo revelaron los siguientes sucesos, de modo que la esperanza de libertad era quizá una mera ilusión, ni siquiera mi propia ilusión, sino una ilusión introducida en mí para que yo me apresurara, azuzada precisamente por la aplicación de esa pérfida espuela. Pero ignoro si la libertad habría consistido en renunciar lisa y llanamente a Arrodes. Aun siendo totalmente libre, quizá lo habría matado, pues no era tan loca para creer en el imposible milagro del amor recíproco ahora que había dejado de ser mujer, y si acaso yo aún era una mujer en cierto modo, ¿cómo lo creería Arrodes, que había visto el vientre abierto de su amada desnuda? De modo que la sabiduría de mis creadores trascendía los límites más amplios de la artesanía mecánica, pues sin duda en sus cálculos ellos habían previsto también este estado en que yo acudía a ayudar a quien había perdido para siempre. Y si hubiera podido desistir y marcharme hacia donde me llevaran mis pasos, tampoco le habría hecho un gran servicio, yo que estaba llena de muerte, sin tener a quién infligirla. Creo pues que yo era noblemente vil y la libertad me obligaba a hacer no lo que se me ordenaba directamente, sino lo que en mi encarnación yo misma deseaba. Espinosas meditaciones, y ultrajantes en su futilidad, pero se resolverían al llegar. Al matar a los secuestradores y salvar a mi amado, obligándolo así a cambiar la repugnancia y miedo que le causaba yo por inevitable admiración, quizá pudiera, si no recobrarlo a él, al menos a mí misma.
Luego de atravesar un tupido bosquecillo de avellanos, debajo de las primeras terrazas perdí la pista de golpe. La busqué en vano, aquí estaba y allá desaparecía, como si los perseguidos hubieran volado al cielo. Regresando al bosquecillo, como aconsejaba la prudencia, descubrí —no sin dificultad— un arbusto al que le habían cortado algunas de las ramas más gruesas. Olisqueé los tocones que manaban savia y, volviendo al lugar donde desaparecía la pista, descubrí su continuación en el olor del castaño, porque los fugitivos habían usado zancos, sabiendo que la pista del olfato superior no duraría tanto en el aire, barrido por el viento de la montaña. Esto redobló mi voluntad. El olor a avellana se disiparía pronto, pero aquí reparé en la estratagema empleada: habían envuelto las puntas de los zancos con jirones de arpillera.
Los zancos abandonados estaban junto a una roca. El claro estaba lleno de grandes piedras cubiertas de musgo en el lado norte y tan apiñadas que el único modo de cruzar por ese campo de escombros era saltar de roca en roca. Eso habían hecho los fugitivos, pero no en línea recta, sino doblando y zigzagueando, y por lo tanto tuve que bajar constantemente de las rocas, rodearlas en círculo y captar las partículas de olor que temblaban en el aire. Así llegué al risco que habían escalado. De modo que ya no debían cargar al cautivo, aunque no me sorprendía que ahora los acompañara voluntariamente, pues no podía regresar. Trepé, siguiendo el olor inconfundible, el triple olor en la superficie tibia de la piedra, aunque se hizo necesario ascender verticalmente, por bordes rocosos, cavidades, grietas, y no había ni siquiera una mata de musgo verde en la fisura de una roca ni una diminuta abertura que los fugitivos no hubieran usado como punto de apoyo, deteniéndose de vez en cuando en los lugares más difíciles para estudiar el camino. Eso lo notaba por la intensificación del olor en esos lugares, pero yo subía a gran velocidad tocando apenas la roca. Sentía que el pulso se me aceleraba, lo sentía tocar y cantar en la magnífica persecución, pues esa gente era un presa digna de mí y me despertaba admiración y también alegría porque lo que ellos habían logrado en ese peligroso ascenso, avanzando de a tres y asegurándose con una cuerda cuyo olor a yute permanecía en los bordes filosos, yo lo realizaba sola y fácilmente, y nada podía apartarme de esa senda aérea. En la cima fui sorprendida por un viento brutal que azotaba el risco como un cuchillo, y no miré hacia atrás para ver el paisaje verde extendido abajo, los horizontes desvaneciéndose en el aire azul, sino que, recorriendo el borde del risco en ambas direcciones, busqué nuevas pistas, y al fin las encontré en una pequeña muesca. De pronto un jirón blancuzco y unas astillas indicaron la caída de uno de los fugitivos. Me incliné sobre el borde de una roca para observar y lo vi, pequeño, en la ladera de la montaña, y la agudeza de mi visión me permitió discernir incluso los goterones oscuros en la piedra caliza, como si por un momento una lluvia de sangre hubiera caído sobre el hombre postrado. Los otros habían seguido a lo largo del risco, y ante la idea de que ahora sólo un oponente cuidaría de Arrodes sentí frustración, pues nunca antes había experimentado tal ímpetu en mis actos ni tanta avidez de combate, una avidez que me aplacaba y embriagaba a la vez. Así que bajé por una cuesta, pues ellos habían tomado esa dirección dejando al muerto en el precipicio. Sin duda tenían prisa y la muerte instantánea del caído debía de ser obvia. Me acerqué a un paso escabroso semejante a las ruinas de una catedral gigante, y las almenas del costado, y una ventana alta a través de la cual brillaba el cielo, contra el cual se recortaba un árbol raquítico, enfermizo; en su inconsciente heroísmo había crecido allí de una semilla plantada por el viento en un puñado de polvo. Después del paso había una garganta montañosa más alta, parcialmente envuelta en niebla, cubierta por una lenta nube de la cual caía una hermosa nieve chispeante. En la sombra arrojada por un torreón de roca oí un sonido débil, como de piedra, y luego un trueno, y un alud se precipitó por la ladera. Las piedras me castigaron arrancándome humo y chispas de los flancos, pero luego recogí todas las patas debajo de mí y rodé hasta una cavidad poco profunda bajo una roca, donde aguardé a buen recaudo a que cayeran las últimas piedras. Se me ocurrió que el hombre que custodiaba a Arrodes había elegido deliberadamente un lugar donde los aludes eran frecuentes, apostando a que yo, poco familiarizada con las montañas, desencadenaría un alud y sería aplastada. Aunque era sólo una remota posibilidad, me levantó el ánimo, pues si mi oponente no se limitaba a escapar y evadir y también atacaba la competencia valdría la pena.
En el fondo de la siguiente garganta, que estaba blanqueada por la nieve, se erguía un edificio, no una casa, ni un castillo, construido con piedras tan enormes que ni siquiera un gigante habría podido mover una por sus propios medios. Advertí que tenía que ser el refugio del enemigo, pues no había otro posible en estas soledades. Así, sin molestarme en seguir el rastro, empecé a bajar, hundiendo las patas traseras en las evasivas piedras, casi resbalando con las patas delanteras en los fragmentos astillados, y usando el par del medio para que el descenso no se transformara en una zambullida de cabeza, hasta que llegué a la nieve y avancé sin ruido por ella, midiendo cada paso para no caer en una grieta sin fondo. Tenía que ser cauta, pues el fugitivo esperaba que yo apareciera justamente desde el paso. Por lo tanto no me acerqué demasiado, para que no me vieran desde las murallas de la fortaleza. Luego, acurrucándome bajo una piedra fungiforme, aguardé pacientemente al anochecer.
Oscureció pronto, pero la nieve aún caía y blanqueaba la oscuridad; por ello no me atreví a acercarme al edificio, sino que permanecí con la cabeza apoyada en las patas cruzadas para no dejar de observarlo. Después de medianoche dejó de nevar, pero no me sacudí la nieve, pues me permitía mimetizarme con el medio, y el claro de luna entre las nubes la hacía brillar como la capa nupcial que nunca había usado. Me arrastré despacio hacia el brumoso perfil de la fortaleza, sin apartar los ojos de la ventana del segundo piso, donde centelleaba una luz amarillenta, pero bajé los pesados párpados, pues la luz encandilaba y yo estaba acostumbrada a la oscuridad. Me pareció que algo se movía en esa ventana opacamente iluminada, como si una gran sombra hubiera cruzado una pared, así que me apresuré hasta llegar a la muralla. Empecé a escalar metro por metro, y no fue difícil, pues las piedras no tenían junturas de argamasa y estaban sostenidas sólo por su enorme peso. Así llegué a las ventanas más bajas, negras como almenas para bocas de fuego. Todas estaban oscuras y vacías. Y dentro también reinaba el silencio, como si la muerte hubiera sido la única ocupante durante siglos. Para ver mejor, activé mi visión nocturna, y asomando la cabeza en el aposento de piedra, abrí los ojos luminosos de mis antenas, que emitían un fulgor fosforescente. Me encontré frente a una mugrienta chimenea de enlosado tosco, donde unos leños partidos y unas ramas chamuscadas se habían enfriado tiempo atrás. También vi un banco y unas herramientas oxidadas junto a la pared, una cama deshecha y unos panecillos duros como piedras en el rincón. Me asombró que nada me obstaculizara la entrada. No confiaba en ese vacío hospitalario, y aunque en el otro extremo de la habitación la puerta estaba abierta, o quizá porque por eso mismo intuí una trampa, me retiré por donde había entrado, sin un sonido, para reanudar mi ascenso hacia el último piso. Ni siquiera pensé en acercarme a la ventana de donde venía la luz. Por último me encaramé al techo y, una vez en la superficie nevada, me recosté como un perro de guardia, esperando el día. Oí dos voces, pero no entendí lo que decían. Me quedé inmóvil, ansiando y también temiendo el momento en que brincaría sobre mi oponente para liberar a Arrodes, y me tensé como un resorte, imaginando la lucha que culminaría con un aguijonazo. Al mismo tiempo miré dentro de mí misma, ya no para buscar una fuente de voluntad, sino tratando de encontrar un pequeño indicio, aunque fuera ínfimo, que revelara si mataría a un solo hombre. No recuerdo cuándo perdí ese temor. Esperé, aún insegura, pues no me conocía. Pero esa misma ignorancia, el no saber si había venido como salvadora o como asesina, se transformó en algo hasta entonces desconocido, inexplicablemente nuevo, invistiendo cada uno de mis temblores con una misteriosa y aniñada conciencia, y me colmó de abrumadora alegría. Esta alegría me sorprendió y me pregunté si no sería otra manifestación de la sabiduría de mis inventores, que se habían cerciorado de que yo encontrara un poder ilimitado tanto para socorrer como para destruir, aunque tampoco estaba segura de ello. Un ruido repentino, corto, seguido por un farfulleo, me llegó desde abajo. Un sonido más, un estampido hueco, como la caída de un objeto pesado, luego el silencio. Empecé a bajar del techo, casi doblando mi abdomen en dos, de tal modo que con la parte superior del cuerpo me aferré a la pared, mientras que las patas traseras y el tubo del aguijón aún permanecían en el borde del techo. Así acerqué a la ventana abierta la cabeza trémula y tensa.
La vela, arrojada al suelo, se había apagado, pero la mecha aún relucía, y utilizando la visión nocturna vi debajo de la mesa un cuerpo tendido del que manaba sangre — negra en esa luz—, y aunque todo en mí me impulsaba a saltar, primero olí el aire impregnado de sangre y estearina: ese hombre era un extraño para mí, por lo tanto se había producido una riña y Arrodes lo había matado antes que yo. El cómo, el por qué y el cuándo no llegaron a intrigarme, pues el hecho de estar sola con él, y él vivo, en ese edificio desierto, el hecho de que sólo estuviéramos los dos, me golpeó como un rayo. Temblé —amada y asesina— mientras observaba sin pestañear los estertores rítmicos de ese corpachón que exhalaba su último aliento. Si tan sólo pudiera irme ahora, perderme calladamente en ese mundo de nieve y montañas, cualquier cosa antes que permanecer con él cara a cara, mejor dicho, cara a sensor, añadí, condenada a lo monstruoso y lo cómico hiciera lo que hiciese, y la sensación de ser burlada inclinó la balanza, me impulsó tanto que bajé, aún suspendida cabeza abajo como una araña cautelosa y, ya sin preocuparme por el rechinar de mis placas ventrales en el alféizar, en un frágil arco salté sobre el cadáver y alcancé la puerta.
No sé cómo ni cuándo se derrumbó. Más allá del umbral había una escalera de caracol y en ella, de espaldas, Arrodes, la cabeza hacia atrás y apoyada en la piedra gastada. Debían de haber luchado en esa escalera, por eso yo no había oído casi nada de modo que allí estaba, a mis pies. Se le movían las costillas, y vi — sí— su desnudez, la desnudez que yo no había conocido, sino sólo imaginado, esa primera noche en el baile.
Soltó un jadeo. Observé cómo trataba de alzar los párpados. Abrió los ojos, primero los blancos, y yo, retrocediendo, con el abdomen inclinado, le miré la cara vuelta hacia arriba, sin atreverme a tocarlo ni a retroceder, pues mientras él viviera yo no podría estar segura de mí misma, aunque perdía sangre con cada inhalación. Entonces vi claramente que mi deber se extendía hasta el último extremo, porque la sentencia del rey debía cumplirse aún en los estertores de la muerte, y por lo tanto yo no podía correr riesgos, mientras él viviera, y tampoco sabía si en realidad deseaba que él despertara. Si hubiera abierto los ojos y hubiera recobrado el conocimiento y — en una visión invertida— me hubiera visto entera, mientras yo estaba encima de él, llevando la muerte con impotencia, en un gesto de súplica, preñada pero no de él, ¿eso habría sido una boda, o la despiadada parodia de una boda?
Pero no recobró el conocimiento. Cuando llegó el alba, en remolinos de nieve chispeante que entraban por las ventanas, por las cuales toda la casa aullaba con el vendaval de la montaña, Arrodes gruñó una vez más y dejó de respirar, y sólo entonces, la mente en paz, me tendí junto a él, y lo estreché en mis brazos, y así permanecí en la luz y la oscuridad durante dos días de tormenta en que la nieve cubrió nuestro lecho con una capa que no se derretía. Y el tercer día salió el sol.