124254.fb2 La maldici?n de los reyes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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—Sí —dijo Lacau, en un tono que me dio a entender que yo hubiera debido darme cuenta antes.

—El sandalman no permitirá que salga de Colchis —dije—. Teme que la Comisión intentará quitarle el planeta. —Y yo había transmitido una historia acerca de la Comisión, para asustarle aún más—. No lo permitirán. No van a dejar Colchis a un puñado de niños de diez años que se meten cualquier cosa en la boca, no importa quién estuviera aquí primero.

—Lo sé —dijo Lacau.

—Él envenenó al equipo —proseguí, y me volví para mirar a la princesa, a su hermoso rostro que no podía ver, vuelto hacia la pared en algún antiguo pesar. Él había matado al equipo, y cuando volviera del norte con su ejército nos mataría a nosotros. Y destruiría a la princesa—. ¿Dónde está su equipo de transmisión? —pregunté.

—Lo tiene el sandalman.

—Entonces sabe cuándo llegará la nave. Tenemos que sacarla de aquí.

—Sí —dijo Lacau. Soltó el fleco azul y blanco, que cayó sobre los pies de la princesa. Cerró la puerta del refrigerador.

—Déjeme salir de la jaula —dije—. Le ayudaré. Sea lo que sea lo que se proponga hacer, le ayudaré.

Me miró durante un largo minuto, como si estuviera intentando decidir si podía confiar en mí.

—Le dejaré salir —dijo finalmente—. Pero todavía no.

Volvía a ser oscuro antes de que viniera a buscarme de nuevo. Había pasado dos veces por la zona central. La primera tomó una pala del montón de equipo apilado contra las cajas de carga. La segunda abrió de nuevo el refrigerador para tomar un kit de inyecciones para Evelyn, y yo me puse en pie en la jaula y miré a la princesa, con la esperanza de que volviera la cabeza hacia mí. Luego, sentado allí, aguardando a que Lacau terminara de hacer lo que fuera que no confiaba en mí para que le ayudase, me sorprendió ver que el cable de la tela metálica de la jaula no había cortado y aplastado mis manos como si fueran sebo.

Hacía ya una hora que se había hecho oscuro cuando Lacau vino a sacarme. Llevaba con él un rollo de amarillos cables de extensión y la pala. Se inclinó sobre la pila de cajas de cartón dobladas, dejó los cables en el suelo a su lado y abrió la jaula.

—Tenemos que mover el refrigerador —dijo—. Lo pondremos contra la pared del fondo de la tienda para poderlo cargar en la nave tan pronto como aterrice.

Me incliné sobre el rollo de cables y empecé a desliarlos. No le pregunté dónde los había conseguido. Uno de ellos parecía el cable del respirador de Evelyn. Los unimos entre sí, y luego Lacau desenchufó el refrigerador. Mi presa sobre los cables se hizo más fuerte mientras lo hacía, pese a que sabía que iba a volver a conectarlo inmediatamente al cable de extensión y a la corriente y que en su conjunto el proceso no iba a tomar más de treinta segundos. Lo conectó cuidadosamente, como si temiese que las luces fueran a apagarse mientras lo hacía, pero ni siquiera parpadearon.

Su intensidad descendió un poco cuando tomamos el refrigerador entre los dos, pero pesaba menos de lo que yo había esperado. Tan pronto como lo hubimos pasado más allá de la primera hilera de cajas de embalaje, vi lo que había estado haciendo Lacau, al menos durante parte del día. Había trasladado tantas cajas como le había sido posible al lado este de la tienda y las había apilado contra la pared, dejando un paso lo bastante amplio como para pasar por él con el refrigerador, y un espacio para depositarlo contra la pared de la tienda. También había instalado una luz arriba. El cable de extensión no era lo bastante largo, y finalmente tuvimos que dejar el refrigerador a unos pocos metros de la pared de la tienda. Era bastante cerca, de todos modos. Si la nave llegaba a tiempo.

—¿Todavía no está aquí el sandalman? —pregunté. Lacau caminaba rápidamente de vuelta a la zona central, y yo dudé de si debía seguirle. No estaba dispuesto a permitir que me encerrara de nuevo en aquella jaula para que los soldados del sandalman me encontraran. Me quedé donde estaba.

—¿Tiene una grabadora? —preguntó Lacau. Se detuvo y me miró—. ¿Tiene una grabadora?

—No —dije.

—Quiero que grabe el testimonio de Evelyn —indicó—. Lo necesitaremos si es llamada la Comisión.

—No tengo ninguna grabadora —dije.

—No voy a encerrarle de nuevo —me aseguró. Buscó en su bolsillo y me arrojó algo. Era el candado de la jaula—. Si no confía usted en mí, puede dárselo a la bey de Evelyn.

—Hay un mando de grabación en el traductor —dije.

Y fuimos otra vez junto a la hamaca, y entrevistamos a Evelyn, y ésta me dijo que había una maldición, y yo no la creí. Y el sandalman vino.

Lacau parecía despreocuparse de que el sandalman estuviera acampado en la cornisa encima de nosotros.

—He desenroscado todas las bombillas —dijo—, y no pueden ver el interior de esta habitación. Puse una lona en el techo esta tarde. —Se sentó cerca de Evelyn—, Tienen linternas, pero no van a intentar bajar de la cornisa de noche.

—¿Qué ocurrirá cuando salga el sol? —pregunté.

—Creo que la nave está al llegar —dijo—. Conecte la grabadora. Evelyn, tenemos aquí una grabadora. Necesitamos que nos digas lo que ocurrió. ¿Puedes hablar?

—El último día —dijo Evelyn.

—Sí, éste es el último día —admitió Lacau—. La nave estará aquí por la mañana para llevarnos a casa. Te conseguiremos un médico.

—El último día —dijo ella de nuevo—. En la tumba. Cargando a la princesa. Frío.

—¿Cuál fue la última palabra? —preguntó Lacau.

—Sonaba como «frío» —dije.

—Hacía frío en la tumba, ¿verdad, Evie? ¿Es eso lo que quieres decir?

Ella intentó agitar la cabeza.

—Coca —dijo—. Sandalman. Aquí. Debe tener sed. Coca.

—¿El sandalman te dio una Coca? ¿El veneno estaba en la Coca? ¿Es así como envenenó al equipo?

—Sí —dijo ella, y lo pronunció como un suspiro, como si fuera lo que había estado intentando decirnos durante todo el tiempo.

—¿Qué clase de veneno era, Evelyn?

—Sangre.

Lacau se sobresaltó y me miró.

—¿Ha dicho «sangre»?

Agité la cabeza.

—Pregúntele de nuevo —apunté.

—Sangre —dijo Evelyn, ahora muy claro—. Conservadla.

—¿De qué está hablando? —murmuré—. La mordedura de una kheper no puede matarla. Ni siquiera puede ponerla enferma.

—No —dijo Lacau—, pero la cantidad suficiente de veneno de kheper sí puede. Hubiéramos debido ver las similitudes, el reemplazo de la estructura celular, el aspecto cerúleo. Los antiguos beys utilizaban una destilación concentrada de sangre infectada por khepers para embalsamar. «Cuidado con la maldición de los reyes y las khepers.» ¿Cómo supone que llegó a descubrirlo el sandalman?

Quizá no había tenido que hacerlo, pensé. Quizá había dispuesto del veneno durante todo el tiempo. Quizá sus antepasados, al aterrizar en Colchis, se sintieron tan curiosos como los beys cuyo planeta iban a robar.

—Mostradnos como funciona vuestro proceso de embalsamamiento —pudieron haberles dicho, y luego, cuando vieron los obvios beneficios, dijeron a los más listos de los beys, del mismo modo que el sandalman le había dicho a Howard y a Evelyn y al resto del equipo—: Tomad una Coca. Debéis tener sed.

Pensé en la hermosa princesa, reclinada contra su mano. Y en Evelyn. Y en la bey de Evelyn, sentada frente a la llama de fotosene, ignorante de todo.

—¿Es contagioso? —dije al fin—. ¿Es posible que la sangre de Evelyn sea venenosa también?