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—Sólo si la bebes, creo —dijo al cabo de un minuto. Miró a Evelyn—. Me pedía que envenenara a la bey —murmuró—. Pero no pude comprenderla. Fue antes de que llegara usted con el traductor.
—Lo hubiera hecho, ¿verdad? —quise saber—. Si hubiera sabido cuál era el veneno, que su sangre era venenosa, ¿hubiera matado a la bey para salvar el tesoro?
No me estaba escuchando. Miraba al techo de la tienda, donde la lona no cubría por completo.
—¿Empieza a haber luz? —preguntó.
—No durante otra hora —respondí.
—No —dijo—. Hubiera hecho casi cualquier cosa por ella. —Su voz estaba tan llena de anhelo que me azaró escucharla—. Pero no eso.
Le administró a Evelyn una segunda inyección y apagó la lámpara. Al cabo de unos minutos dijo:
—Quedan tres kits de inyecciones. Por la mañana le administraré las tres a la vez. —Me pregunté si estaba mirándome del mismo modo que lo había hecho mientras yo estaba en la jaula, si se preguntaba si podía confiar en mí para ayudarle a hacer lo que había que hacer.
—¿Eso la matará? —pregunté.
—Espero que sí —respondió—. No hay ninguna forma en que podamos trasladarla.
—Lo sé —dije, y nos sentamos en la oscuridad durante largo rato.
—Dos días —dijo al final, y su voz estaba llena del mismo anhelo—. El período de incubación era sólo de dos días.
Y seguimos sentados allí sin decir nada, aguardando la salida del sol.
Cuando lo hizo; Lacau me llevó a lo que había sido la habitación de Howard, donde había cortado una ventana con faldón en el plástico de la pared que miraba a la cornisa, y entonces vi lo que había hecho el resto del día, cuando no había estado apilando las cajas para el transporte. Los soldados del sandalman se hallaban alineados en la parte superior de la cornisa. Estaban demasiado lejos para poder ver las serpientes agitándose en sus rostros, pero supe que estaban mirando al domo; y en la arena frente a nosotros, a uno a otro lado, se hallaban los cuerpos.
—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —pregunté.
—Los saqué ayer por la tarde. Después de que muriera Borchardt.
—¿Desenterró a Howard? —dije. Howard era el que estaba tendido más cerca de nosotros. Su aspecto no era tan malo como había imaginado. Casi no tenía protuberancias, y aunque su piel mostraba un aspecto cerúleo y blando como la piel de los pómulos de Evelyn, parecía casi igual a como siempre lo había conocido. El sol había hecho aquello. Estaba derritiéndose al sol.
—Sí —dijo—. El sandalman sabe que es un veneno, pero el resto de los suhundulims no. Nunca cruzarán esa línea de cadáveres. Temen contagiarse con el virus.
—Él se lo dirá —apunté.
—¿Le creerán? —respondió—. ¿Cruzaría usted esa línea porque alguien le dijera que no se trata de un virus?
—Es una suerte que me dejara en la jaula —murmuré—. No le hubiera ayudado nunca en eso.
Una luz destelló en la cornisa.
—¿Nos están disparando? —dije.
—No —respondió Lacau—. La bey de cabecera del sandalman lleva en su mano algo brillante que refleja la luz del sol.
Era la bey del recinto. Tenía mi tarjeta de prensa y estaba moviéndola hacia un lado y hacia otro para que reflejara la luz solar.
—No estaba ahí antes —dijo Lacau—. El sandalman debe haberla mandado llamar para mostrar a sus soldados que ella no se ha contagiado con el virus, y que por lo tanto ellos tampoco.
—¿Qué? —dije—. ¿Por qué debería haberse contagiado? Creí que era la bey de Evelyn la que estaba con el equipo.
Me miró con el ceño fruncido.
—La bey de Evelyn nunca se acercó a la Espina. Es sólo la sirvienta que el sandalman le regaló a Evelyn. ¿De dónde sacó usted la idea de que era la representante del sandalman? —Su mirada era incrédula—. ¿Cree que el sandalman nos hubiera dejado permanecer cerca de su bey después de haber negociado los días extras? No hubiera confiado en que nosotros no la envenenáramos como él envenenó al equipo. La encerró bajo llave en su recinto antes de partir hacia el norte —dijo amargamente.
—Y Evelyn sabía eso —murmuré—. Ella sabía que el sandalman había ido al norte. Sabía que había dejado atrás a su bey. ¿Verdad que lo sabía?
Lacau no respondió. Estaba contemplando a la bey. El sandalman le ofreció algo, y ella lo tomó. Parecía un cubo. La bey tuvo que sujetar la tarjeta de prensa con la boca para poder coger el cubo con las dos manos. El le dijo algo, y ella echó a andar ladera abajo, derramando líquido del cubo en su avance. El sandalman había dejado a su bey detrás en el recinto, encerrada, pero los guardias habían huido como los guardias del domo, y una bey curiosa puede abrir cualquier cerradura.
—No parece estar enferma, ¿verdad? —dijo amargamente Lacau—. Y nuestra semana ha terminado. El equipo enfermó en sólo dos días.
—Dos —dije—, ¿Sabía Evelyn que el sandalman había dejado atrás a su bey?
—Sí —dijo Lacau, observando la cornisa—. Yo se lo dije.
La pequeña bey había descendido de la cornisa y estaba ahora en la llanura. El sandalman le gritó algo, y ella echó a correr. El cubo golpeaba contra sus piernas, y se derramó más líquido. Tan pronto como alcanzó la línea de cuerpos, se detuvo y miró hacia atrás, a la cornisa. El sandalman gritó algo de nuevo. Estaba muy lejos, pero la cornisa amplificaba su voz. Pude oírle con toda claridad.
—Derrama —dijo—. Derrama el fuego. —Y la pequeña bey inclinó el cubo y empezó a recorrer la hilera de cadáveres.
—Fotosene —dijo Lacau con voz átona—. La luz del sol lo prenderá.
Una buena parte de él se había derramado del cubo en el descenso, pero nada encima de la bey, por lo que me sentí agradecido. Sólo quedaron unas pocas gotas para arrojarlas encima de Howard. La bey dejó caer el cubo y retrocedió, casi danzando. Al otro extremo de la hilera, la camisa de Callender se incendió. Cerré los ojos.
—Dos malditos días —dijo Lacau. El bigote de Callender era una llama. Borchardt pareció derretirse y luego ardió amarillento, como una vela. Lacau no me vio marcharme de allí.
Seguí los cables eléctricos hasta la habitación de Evelyn, casi corriendo. La bey no estaba allí. Conecté el traductor y eché bruscamente a un lado la cubierta y la miré directamente.
—¿Qué había en el mensaje, Evelyn? —dije.
El sonido de su respiración era tan pesado que nada iba a poder ser interpretado por el traductor. Sus ojos estaban cerrados.
—Ya sabía que el sandalman había ido al norte cuando me envió al recinto, ¿verdad? —El traductor estaba captando mi propia voz y devolviéndomela como un eco—. Sabía que yo estaba mintiendo cuando le dije que había entregado el mensaje al sandalman. Pero no le importaba. Porque el mensaje no era para él. Era para su bey.
Dijo algo. El traductor no pudo hacer nada con ello, pero no importaba. Sabía de qué se trataba.
—Sí —dijo, y sentí un deseo repentino de golpearla, de observar como las protuberancias de sus mejillas se hundían bajo la fuerza de mis manos y se aplastaban contra sus huesos.
—Sabía que ella se llevaría el mensaje a la boca, ¿verdad? Que lo masticaría.
—Sí —dijo, y abrió los ojos. Fuera sonaba un sordo rugir.
—La ha asesinado —dije.
—Tenía que hacerlo. Para salvar el tesoro. Lo siento. La maldición.