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—Jack —dijo Evelyn—. Ella fue asesinada.
—¿Asesinada? —dije, y tendí la mano hacia el traductor para ajustar de nuevo la sintonía. Todo lo que obtuve fue estática—. ¿Quién fue asesinada, Evelyn?
—La princesa. Ellos la mataron. Por el tesoro. —El morfato estaba haciendo efecto. Podía captar más fácilmente sus palabras, aunque no tenían sentido. Nadie había matado a la princesa. Llevaba muerta diez mil años. Me incliné más sobre ella.
—Cuénteme qué había en el mensaje que me dio para que se lo entregara al sandalman, Evelyn —dije.
Volvieron las luces. Ella alzó una mano hacia su rostro, como para ocultarlo.
—Asesinada la bey del sandalman. Era necesario. Para salvar el tesoro.
Miré a la pequeña bey. Seguía sujetando la bolsita de plástico, dándole vueltas y vueltas con sus manos de aspecto sucio.
—Nadie asesinó a la bey —dije—. Está aquí, a mi lado.
Ella no me oyó. La inyección estaba haciendo efecto. Su mano se relajó y se deslizó sobre su pecho. Allá donde había apretado contra su frente y mejilla los dedos habían dejado profundas huellas en la piel blanda como cera. La presión de sus dedos había aplanado las apanaladas protuberancias al extremo de sus dedos, empujándolas hacia atrás, de modo que las puntas de sus huesos parecían brotar de la piel.
Abrió los ojos.
—Jack —dijo con claridad, y su voz sonaba tan impotente que tendí la mano y apagué el traductor—. Demasiado tarde.
Lacau pasó junto a mí y alzó la sábana de red de plástico.
—¿Qué ha dicho? —preguntó.
—Nada —respondí, quitándome de un tirón los plastiguantes y arrojándolos a la caja de embalaje abierta que estábamos utilizando para las cosas que había tocado Evelyn. La bey estaba jugueteando todavía con la bolsita de plástico en la que había envuelto el papel empapado en sangre. Se la quité y la arrojé a la caja—. Delira —dije—. Le administré una inyección. ¿Ha llegado la nave?
—No —indicó—. Pero el sandalman sí.
—La maldición —murmuró Evelyn. Pero no la creí.
Había llenado ya casi ocho columnas con todo mi repertorio de maldiciones cuando intercepté el mensaje de Lacau. Estaba a medio cruzar el interminable desierto del continente de Colchis con el equipo de Lisii. Ya no me quedaban más cosas que contar acerca de los increíbles hallazgos del equipo, que consistían en dos vasijas de arcilla y algunos huesos negros. Las dos vasijas constituían más que lo que había hallado el equipo de Howard en la Espina en cinco años, y mi equipo transmisor no había dejado de hacer ruidos acerca de sacarme de allí en el próximo circuito de la nave.
No creo que lo hicieran mientras Prensa Asociada siguiera manteniendo a Bradstreet en el planeta. Cuando (y si) alguien encontrara el tesoro que todo el mundo estaba buscando, el equipo de transmisión de aquél que siguiera todavía en Colchis sería la que daría la noticia. Mientras tanto, había que mantener el interés para dar a entender que me hallaba en el lugar preciso y en el momento preciso cuando finalmente estallara la historia del siglo, de modo que me encaminé al norte para cubrir una masacre insignificante de los suhundulium, y luego de allí a Lisii. Cuando las vasijas de loza no dieron más de sí, se me ocurrió lo de la maldición.
No era gran cosa como maldición —nada de muertes, ni avalanchas, ni fuegos misteriosos—, pero de tanto en tanto alguien se dislocaba un tobillo o era mordido por una kheper, de modo que siempre tenía algo para llenar mi columna.
Tras enviar la primera, encabezada: «La maldición de los reyes golpea de nuevo», Howard, en la Espina, me envió un tierra-a-tierra que decía: «¡La maldición ha de hallarse en el mismo lugar que el tesoro, Jackie, muchacho!»
Radié de vuelta: «Si el tesoro está por aquí, ¿qué estoy haciendo yo ahí? Encuentra algo para que pueda volver.»
No obtuve respuesta a eso, y el equipo en Lisii no encontró más huesos, y la maldición creció y creció. Seis rocas del tamaño de la uña de mi dedo pulgar rodaron por una ladera de lava que el equipo en Lisii acababa de bajar, y titulé mi historia: «Misterioso desprendimiento casi sepulta a unos arqueólogos: ¿se trata de la maldición de los reyes?», y estaba transmitiéndola cuando oí el siseo que me avisaba de las transmisiones del cónsul. Se supone que los periodistas no deben interferir las transmisiones oficiales, y Lacau, el cónsul en la Espina, había tomado dobles precauciones para asegurarse de que esto no ocurriera, pero los transmisores no tienen tantas líneas como eso, y yo había dispuesto del tiempo suficiente en Lisii para irlas probando todas.
Era una petición a una nave. Al final había una palabra: «Urgente». La nave del circuito estaba a sólo un mes de distancia, pero no podía esperar su llegada. Habían encontrado algo.
Transmití el resto de mi historia. Luego pulsé tierra-a-tierra y envié a Howard una copa del titular con la coletilla: «¿Todavía no has encontrado nada?». No obtuve respuesta.
Salí en busca del equipo y les pregunté si alguien necesitaba algo del campamento base: uno de los compañeros se había puesto enfermo y tenía que ir allí. Hice una lista de lo que deseaban, cargué mi equipo en el jeep y partí hacia la Espina.
Estuve transmitiendo historias durante todo el camino, enviándolas, vía tierra-a-tierra, al enlace que mantenía en mi tienda en Lisii, de modo que Bradstreet creyera que seguía transmitiéndolas desde allí. Tenía que detener el jeep cada vez y plantar el equipo transmisor, pero no deseaba que él se diera cuenta de que me encaminaba a la Espina. Él aún estaba muy al norte, esperando otra masacre, pero disponía de un Golondrina que podía llevarlo a la Espina en un día y medio.
Así que envié una historia encabezada: «Las khepers amenazan la vida del equipo: ¿agentes de la maldición?», hablando de las rechonchas khepers, que chupaban la sangre de cualquiera que fuese lo bastante estúpido como para meter la mano en un agujero. Puesto que el equipo en Lisii se ganaba la vida haciendo precisamente eso, sus brazos estaban salpicados de pequeños círculos blancos de piel muerta allá donde el veneno había entrado en su sangre. Las mordeduras no sanaban, y tu sangre era tóxica durante una o dos semanas, lo cual impulsó a alguien a colocar un cartel en los barracones que decía: «No se permiten mordiscos», con una calavera y dos tibias cruzadas debajo. No dije eso en mi artículo, por supuesto. Las convertí en agentes de la maldición mortal, lanzando su venganza contra cualquiera que se atreviese a turbar el sueño de los antiguos reyes de Colchis.
El segundo día intercepté la respuesta de una nave. Era un carguero amenti, y estaba muy lejos, pero acercándose. Podría estar allí en una semana. La respuesta de Lacau fue sólo una palabra: «Apresúrense.»
Si quería llegar antes que la nave no podía perder más tiempo enviando historias. Recurrí a algunas antiguas cintas que había grabado por anticipado, deliberadamente intemporales, y las utilicé: un artículo halagador sobre Lacau, el sufrido cónsul que debía mantener la paz y dividir el tesoro, entrevistas con Howard y Borchardt, un artículo no tan halagador sobre el dictador local, el sandalman, una recapitulación del descubrimiento accidental de las saqueadas tumbas de la Espina que habían hecho acudir a Howard y su grupo. Corría un riesgo transmitiendo todas aquellas historias en mi camino a la Espina, pero esperaba que Bradstreet comprobara el origen de las transmisiones y decidiera que yo estaba intentando engañarle. Con un poco de suerte partiría inmediatamente hacia Lisii en su maldito Golondrina, convencido de que el equipo de allí había encontrado algo y yo estaba intentando mantenerlo en secreto hasta poder transmitir toda la historia.
Entré en el poblado del sandalman seis días después de abandonar Lisii. Estaba todavía a un día y medio de la Espina, pero con la llegada de la nave prevista para dentro de dos días tenían que estar aquí, donde la nave podía aterrizar, y no allá fuera en la Espina.
Había un silencio mortal sobre el recinto de arcilla blanca, que me hizo recordar otro lugar. Eran un poco pasadas las cinco: la hora de la siesta vespertina. Nadie se levantaría al menos hasta las seis, pero de todos modos llamé a la puerta del cónsul. No había nadie en casa, y el lugar estaba cerrado a cal y canto. Miré por entre las cortinas de las ventanas, pero no pude ver mucho. Lo que sí pude ver fue que el equipo transmisor de Lacau no estaba sobre su escritorio, y eso me preocupó. Tampoco había nadie en el bajo edificio que acostumbraba a utilizar como barracón de alojamiento el equipo de la Espina, así que, ¿dónde infiernos estaba todo el mundo? No podían seguir en la Espina, no con una nave a punto de llegar. Quizá la nave había llegado y se había vuelto a marchar dos días antes de lo previsto.
No había enviado un artículo desde anteayer. Se me habían agotado las cintas y no me había atrevido a correr el riesgo de detenerme y montar el equipo cuando eso podía significar llegar demasiado tarde. Allá en Lisii, retenía mis historias durante dos o tres días y luego las enviaba todas juntas a fin de que Bradstreed no sacara conclusiones apresuradas si alguna vez dejaba de emitir. Pero pronto iba a darse cuenta de que pasaba algo, y yo no podía hacer nada. No podía dirigirme a la Espina hasta que hubiera hablado con alguien y me hubiera asegurado de que las cosas eran como eran, y tampoco podía viajar de noche, así que me senté en el bajo escalón de arcilla del porche del barracón, instalé mi equipo transmisor, y rastreé la nave. Seguía en su rumbo previsto. Estaría allí pasado mañana. De modo que, ¿dónde estaba el equipo? ¿La maldición golpea de nuevo? ¿Él equipo ha desaparecido?
No podía contar esa historia, así que redacté un par de columnas sobre uno de los miembros del equipo de Howard al que aún no conocía: Evelyn Herbert. Se había unido al equipo inmediatamente después de que yo fuera al norte a cubrir la masacre, y no sabía mucho acerca de ella. Bradstreet había dicho que era hermosa. Aunque en realidad no era eso exactamente lo que había dicho. Había dicho que era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto, pero eso era debido a que nos hallábamos varados en Khamsin y él había bebido un quinto de ginebra en interminables botellas de Coca.
—Tiene un rostro como el de Helena de Troya —dijo—. Un rostro que podría encajar… —La comparación que siguió no era nada que pudiera encajar con cualquier cosa susceptible de ser hallada en Colchis, pero ninguno de los dos estaba lo bastante sobrio para pensar en ello—. Incluso el sandalman está loco con ella.
Yo me había negado a creerlo.
—No, de veras —había protestado estropajosamente Bradstreet—. Le ha hecho regalos, incluso le ha cedido su propia bey. Deseaba que ella se trasladara a su mansión privada, pero ella se negó. Te lo digo, tendrías que verla. Es realmente hermosa.
Yo seguía sin creer nada, pero aquello constituía una buena historia. La transmití como el romance del siglo, y aquello sirvió para el artículo de ayer. ¿Pero y el artículo de hoy?
Di una vuelta y volví a llamar a todas las puertas. Todo seguía estando horriblemente tranquilo, y aquello me hizo recordar otra escena: Khamsin inmediatamente después de la masacre. ¿Y si el histérico «¡Apresúrense!» de Lacau tenía algo que ver con el sandalman? ¿Y si el sandalman había echado un vistazo al tesoro y había decidido que lo quería todo para él? Volví a sentarme, y transmití una historia sobre la Comisión. Allá donde surgía una controversia sobre hallazgos arqueológicos, la Comisión de Antigüedades acudía y se hacía cargo de ellos hasta que alguien se cansaba y se mostraba dispuesto a ceder. Todo el mundo la tomaba más en serio de lo que realmente se merecía. En una ocasión fue llamada incluso para decidir a quién pertenecía un planeta cuando las excavaciones demostraron que los considerados como nativos habían llegado en realidad a él en una nave espacial, hacía varios miles de años. La Comisión se tomó el asunto de forma impasible, estudiándolo como si los neandertales exigieran que se les devolviera la Tierra: escuchó todas las pruebas durante algo más de cuatro años, dando la impresión de que iba a hacer algo, para retirarse finalmente a revisar la gran acumulación de testimonios recogidos mientras dejaba que los lados en confrontación resolvieran por sí mismos sus problemas. Todavía seguía con su revisión diez años más tarde, pero en el artículo no dije nada de eso. Escribí sobre la Comisión presentándola como el brazo de la justicia arqueológica: justa pero inflexible, y dispuesta a pararle los pies a cualquiera que se mostrara demasiado codicioso. Quizá eso hiciera que el sandalman se lo pensara dos veces antes de masacrar el equipo de Howard y quedarse todo el tesoro para él, si no lo había hecho ya.
Seguía sin detectarse ningún signo de vida, y me pregunté si aquello no significaría que no había ningún signo de vida. Hice de nuevo el recorrido de todas las puertas, temeroso de que alguna de ellas pudiera abrirse sobre un montón de cadáveres. Pero, al contrario que en Khamsin, aquí no había señales de destrucción. No se había producido ninguna masacre. Probablemente estaban todos con el sandalman, cavando en busca del tesoro.
No había forma de ver nada en el interior del recinto a causa de sus altas paredes. Hice resonar la extravagante puerta de hierro forjado, y salió una bey a la que no conocía. Llevaba una linterna de fotosene, para colgarla junto a la puerta de hierro por su parte interior y encenderla antes de que se pusiera el sol, y no estuve seguro de que me hubiera oído golpear la puerta. Parecía vieja.
Eso es algo difícil de decir con las beys, que nunca alcanzan más de los doce años de edad. Su negro pelo no se vuelve gris, y normalmente no llegan a perder sus negros dientes, pero ésta llevaba un atuendo negro en vez de virado a un color, lo cual significaba que poseía un alto status en la casa del sandalman, pese a que no la recordaba, y sus antebrazos estaban cubiertos de mordeduras de kheper. O bien era excepcionalmente curiosa, incluso para una bey, o había viajado mucho.
—¿Está aquí el sandalman? —pregunté.
No respondió. Colgó la linterna en un gancho al lado de la puerta, por la parte de dentro, y observó mientras el charco de líquido fotoquímico de su base prendía.
—Necesito ver al sandalman —dije con voz más fuerte. Debía ser dura de oído.
—No hay nadie dentro —murmuró, con su cóncavo rostro impasible. ¿Significaba eso que el sandalman no estaba allí, o que se suponía que no debía dejar entrar a nadie?
—¿Está el sandalman? —insistí—. Necesito verle.
—No hay nadie dentro —repitió. Había sido mucho más fácil conseguir información de otra de las beys del sandalman. Le había dado un espejito de bolsillo, y me había hecho con una amiga de por vida. Era probable que el hecho de que no estuviera ahora allí significase que el sandalman no estaba tampoco. ¿Pero dónde habían ido?
—Soy periodista —dije, y le mostré mi tarjeta de prensa—. Muéstrale esto. Creo que querrá hablar conmigo.
Miró la tarjeta, pasó su dedo de aspecto sucio sobre el suave plástico y le dio la vuelta.