124254.fb2 La maldici?n de los reyes - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Lo dijo sin emoción, como si no hubiera sufrido el horror de intentar fijar una IV en un brazo que podía cortar la unidad IV en tiras en unos segundos. No parecía sentir ningún miedo hacia ella.

—El dilaudid la deja fría durante aproximadamente una hora, y después de eso se muestra más bien lúcida, pero sufre mucho dolor. Los morfatos son mejores para el dolor, pero la dejan KO tras apenas un par de minutos.

—Si la cosa va a tardar un poco, voy a mostrarle a la bey el traductor —dije—. Si la llevo aparte y se lo explico todo, disminuíremos las posibilidades de encontrarlo destrozado mañana. ¿De acuerdo?

Asintió, y se inclinó de nuevo para examinar a Evelyn.

Aparté el rostro de la caja, hice un gesto a la bey, y empecé mi explicación. Cada chip, cada tecla, cada circuito. Los saqué todos y dejé que los manoseara, los alzara a la luz, se los metiera en la boca, y finalmente los devolviera al lugar que correspondía con sus propias manilas sucias. A medio proceso se fue de nuevo la electricidad, y durante cinco minutos permanecimos sentados a la débil claridad del atardecer, pero Lacau no hizo ningún movimiento para alzarse o encender la lámpara de fotosene.

—Es el respirador —dijo—. Tengo otro conectado con Borchardt. Sobrecargan el generador. —Deseé que las luces volvieran para poder ver con mayor claridad su rostro. Me sentía más bien dispuesto a creer que el generador se sobrecargaba. El que teníamos en Lisii estaba fuera de servicio la mitad del tiempo sin tener que ocuparse de respiradores, pero estaba seguro de que mentía. Era ese refrigerador de doble puerta cerca de mi jaula el que estaba sobrecargando el generador y haciendo que se apagaran las luces. ¿Y qué había en ese refrigerador? ¿Coca-Colas?

Volvieron las luces. Lacau se inclinó sobre Evelyn, y la pequeña bey y yo colocamos de nuevo el último chip en su sitio y pusimos otra vez la tapa del traductor. Le di un viejo cable quemado para que lo conservara, y la bey se fue a un rincón para examinarlo.

—¿Evelyn? —dijo Lacau, y ella murmuró algo.

—Creo que estamos preparados —indicó Lacau—. ¿Qué es lo que quiere que diga?

Le tendí un micro de pinza para que lo sujetara a la malla de plástico que cubría parcialmente su cabeza.

—Refrigerador —señalé, y me di cuenta de que había ido demasiado lejos. Estaba haciendo méritos para volver a la jaula—. Deje que diga lo que quiera para que yo pueda empezar. Su nombre. Cualquier cosa.

—Evie —dijo él, y su voz era sorprendentemente gentil—. Tenemos aquí una máquina que puede ayudarte a hablar. Quiero que digas tu nombre.

Ella dijo algo, pero la máquina no lo captó.

—El micro no está lo bastante cerca —indiqué.

Lacau bajó un poco la malla de plástico, y ella emitió de nuevo el sonido, y esta vez llegó hasta el aparato como estática. Moví diales en busca de un sonido inicial, pero no lo conseguí.

—Tendrá que intentarlo de nuevo. No estoy recibiendo nada —señalé, y pulsé el botón de retención a fin de apoderarme del sonido y poder trabajar con él; pero seguía siendo ruido, no importaba lo que yo hiciera. Empecé a preguntarme si la bey habría puesto alguna de las conexiones al revés.

—¿Puedes intentarlo de nuevo? —dijo Lacau suavemente—. ¿Evelyn? —Y esta vez se inclinó tanto sobre ella que prácticamente la tocaba. Ruido.

—Algo va mal con el aparato —murmuré.

—Ella no está diciendo «Evelyn» —señaló Lacau.

—¿Qué está diciendo entonces?

Lacau se enderezó y me miró.

—«Mensaje» —dijo.

Las luces se apagaron de nuevo, sólo por unos segundos, y mientras estaban apagadas dije, intentando sonar un tanto impaciente y en absoluto nervioso:

—De acuerdo, trabajaremos entonces con «mensaje». Haga que lo diga de nuevo.

Volvieron las luces, y entonces los indicadores de sintonización del traductor parpadearon, y su voz, sonando ahora como la voz de una mujer, dijo:

—Mensaje. —Y luego—: …algo que decirle.

Hubo un silencio mortal. Me sorprendió que el aparato no captara también el latir de mi corazón y lo convirtiera en la palabra «atrapado». Las luces volvieron a apagarse y siguieron apagadas. Evelyn empezó a jadear. El jadeo se fue haciendo peor por momentos.

—¿No puede conectar el respirador a unas baterías? —dije.

—No —respondió Lacau—. Tendré que ir a buscar el otro. Sacó una varilla luminosa y la utilizó para prender una lámpara de fotosene. Tomó la lámpara por su base y salió.

Tan pronto como no pude ver las oscilantes sombras a lo largo del pasillo de cajas me dirigí a la hamaca. Casi tropecé con la bey, que estaba sentada a su lado con los pies cruzados, chupando el cable quemado.

—Trae agua —dije.

Se fue.

—Evelyn —murmuré, usando el sonido que estaba produciendo para guiarme hasta ella—. Evelyn, soy yo. Jack. Estuve aquí antes.

Los jadeos se detuvieron en seco, como si estuviese conteniendo la respiración.

—Le entregué el mensaje al sandalman —dije—. En propia mano.

Dijo algo, pero yo estaba demasiado lejos del traductor para captarlo. Sonaba como «luz».

—Se lo entregué de inmediato. Tan pronto como la dejé la otra noche.

Esta vez descifré la palabra. «Bien», dijo, y las luces se encendieron.

—¿Qué decía el mensaje, Evelyn?

—¿Qué mensaje? —preguntó Lacau.

Depositó el respirador al lado de la hamaca. Pude ver por qué no había querido usarlo. Era del tipo que se ponía sobre la tráquea e impedía el habla.

—¿Qué estabas intentando decir, Evie? —preguntó.

—Mensaje —dijo ella—. Sandalman. Bien.

—Lo que dice no tiene ningún sentido —indiqué—. ¿Todavía está bajo los morfatos? Pregúntele algo que sepa que ella va a responder.

—Evelyn —dijo Lacau—. ¿Quién estaba contigo en la Espina?

—Howard. Callender. Borchardt. —Se detuvo un minuto como si estuviera intentando recordar—. La bey.

—Muy bien. No tienes que nombrarme a los demás. Cuando encontrasteis el tesoro, ¿qué hicisteis?

—Aguardar. Enviar a la bey. Esperar al sandalman.

—¿Entraste tú en la tumba? —Ya le había hecho aquellas preguntas antes. Podía decirlo por la forma en que se las hacía, pero en la última pregunta su tono cambió, y yo aguardé a oír también la respuesta.

—No —dijo ella, y la palabra nos llegó absolutamente clara—. Aguardé al sandalman.