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¿Qué podía decirle? ¿Que no importaba? ¿Que había hallado a otro para hacer la entrega? Se me ocurrió entonces que ella no debía poder identificarnos separadamente, que sus oídos también estaban llenos de protuberancias, de modo que nuestras voces deformadas debían sonarle idénticas. Eso no era cierto, por supuesto. Supo exactamente quién estaba hablándole hasta el mismo final. Pero en aquellos momentos contuve mi aliento, la mano inmovilizada sobre el botón, pensando que si aguardaba ella podía decirle a Lacau que yo había estado allí antes. Pensando también que si aguardaba ella podría decirme qué había en el mensaje.
—¿Intentabas decirme algo acerca del veneno, Evelyn?
—Demasiado tarde —dijo ella.
Lacau se volvió hacia mí.
—No he captado eso —murmuró—. ¿Qué ha dicho?
—Creo que ha dicho «tesoro».
—Tesoro —dijo ella—. La maldición. —Su respiración se hizo algo más regular. El traductor dejó de captar palabras. Lacau se irguió y dejó que la malla cubriera completamente su cabeza.
—Se ha dormido —dijo—. Nunca aguanta mucho tras los morfatos. —Se volvió en redondo y me miró. La bey había estado aguardando su ocasión. Tomó la botella de Coca de la caja y pasó junto a él. Lacau se volvió y la miró.
—Quizá tenga razón —dijo átonamente—. Quizá sea una maldición.
Yo estaba observando también a la bey, que se había detenido al lado de la hamaca, aguardando a que Evelyn despertara para darle de beber, no más alta que un niño de diez años, aferrando la botella de Coca en una mano y el cable quemado que yo le había dado en la otra. Intenté pensar en cuál sería su efecto cuando el veneno empezara a trabajar sobre ella.
—A veces pienso que casi podría hacerlo —dijo Lacau.
—¿Hacer qué? —pregunté.
—Creo que podría envenenar a la bey del sandalman para salvar el tesoro si supiera qué clase de veneno es. Es una especie de maldición, ¿no cree?, desear algo tan desesperadamente que te sientas dispuesto a matar a alguien por ello.
—Sí —dije. La bey se metió el cable en la boca.
—Desde que vi el tesoro, yo…
Me puse en pie.
—¿Mataría a una indefensa bey por un maldito jarrón azul? —dije furioso—. ¿Cuando conseguirá el tesoro de todos modos? Puede tomar muestras de sangre. Puede demostrar que el equipo fue envenenado. La Comisión le concederá el tesoro.
—La Comisión cerrará el planeta.
—¿Qué diferencia hay en ello?
—Destruirá el tesoro —dijo Lacau, como si hubiera olvidado que yo estaba allí.
—¿De qué está hablando? No permitirá que el sandalman o sus muchachos merodeen cerca del tesoro. Cuidará de que nadie dañe la mercancía. Se tomarán su tiempo, de acuerdo, pero usted obtendrá su tesoro.
—Usted no ha visto el tesoro —dijo Lacau—. Usted… —Alzó las manos en un gesto de desesperación—. Usted no comprende.
—Entonces quizá sea mejor que me muestre ese maravilloso tesoro —dije…
Sus hombros se hundieron.
—De acuerdo —transigió, y todo dentro de mí gritó: Historia.
Me encerró de nuevo en la jaula mientras conectaba otra vez el respirador sobre Borchardt. No le pedí ir con él. Conocía a Borchardt desde hacía casi tanto tiempo como a Howard, aunque no me caía tan bien. No me hubiera gustado verlo así. Era casi mediodía. El sol estaba prácticamente sobre nuestras cabezas y calentaba lo suficiente como para hacer un agujero en el plástico. Lacau regresó al cabo de media hora, con un aspecto peor que nunca.
Se sentó sobre una caja y se llevó las manos a la cabeza.
—Borchardt ha muerto —dijo—. Murió mientras estábamos aquí con Evelyn.
—Déjeme salir de la jaula —pedí.
— Borchardt tenía una teoría sobre los beys —dijo Lacau—. Sobre su curiosidad. Lo consideraba una maldición.
—Maldición —dijo la bey de Evelyn, acurrucada contra la pared.
—Déjeme salir de la jaula —repetí.
—Creía que cuando llegaban los suhundulims, los beys se sentían curiosos hacia ellos y hacia las «serpientes bajo su piel», tan curiosos que ellos los dejaban quedarse. Y los suhundulims los esclavizaron. Borchardt sostenía que los beys fueron un gran pueblo, con una civilización altamente desarrollada, hasta que llegaron los suhundulims y les arrebataron Colchis.
—Déjeme salir de la jaula, Lacau.
Se inclinó y rebuscó en la caja a su lado.
—Esto jamás hubiera podido ser hecho por un suhundulim —dijo, y extrajo algo, derramando burbujas de plástico por todas partes—. Es de hilo de plata, incrustado con cuentas de cerámica tan pequeñas que no pueden verse excepto con un microscopio. Ningún suhundulim podría hacer eso.
—No —admití. No parecía como cuentas engastadas en hilo de plata. Parecía como una nube, una majestuosa nube de tormenta del desierto. Cuando Lacau lo giró hacia la luz que penetraba por el techo de plástico, dio una sombra rosa y lavanda. Era hermoso. —Un suhundulim puede hacer esto, sin embargo —dijo Lacau, y le dio la vuelta para que yo pudiera ver el otro lado. Estaba aplastado por completo, convertido en una deprimente masa gris—. Uno de los porteadores del sandalman lo dejó caer al sacarlo de la tumba.
Volvió a depositarlo cuidadosamente en su nido de burbujas de plástico y cerró la tapa de la caja. Se alzó y caminó hasta situarse frente a la jaula—. La Comisión cerrará el planeta —dijo—. Aunque podamos librarnos de las manos del sandalman, la Comisión lo cerrará un año, dos años, para tomar una decisión. Quizá más tiempo.
—Déjeme salir —dije.
Se volvió y abrió las dobles puertas del refrigerador, y retrocedió unos pasos para que yo pudiera ver lo que había dentro.
—La electricidad falla constantemente —dijo—. A veces durante días seguidos.
Desde el momento mismo en que había interceptado el mensaje de Lacau, había sabido que aquella era la historia del siglo. Lo había sentido en mis huesos. Y ahí estaba.
Era la estatua de una muchacha. Una niña, quizá doce años. No mayor que eso. Estaba sentada en un bloque de sólida plata batida. Llevaba un vestido blanco y azul con arrastrantes flecos, y estaba inclinada contra la pared lateral del refrigerador, con la mano y el antebrazo planos contra ella y la cabeza reclinada sobre su mano, como si estuviera abrumada por un gran pesar. No podía ver su rostro.
Su pelo negro estaba sujeto con el mismo tipo de hilo de plata que formaba la nube, y en torno a su cuello llevaba un collar de cerámica azul engarzado en plata. Tenía una rodilla ligeramente adelantada, y podía ver su pie calzado en plata. Estaba hecha de cera, tan suave y blanca como la piel, y supe que si de algún modo volvía su pesaroso rostro hacia mí y me miraba, sería el rostro que había estado anhelando ver durante toda mi vida. Me aferré a la tela metálica de la jaula y contuve la respiración.
—La civilización de los beys estaba muy adelantada —dijo Lacau—. Artes, ciencias, embalsamamiento. —Sonrió ante mi ceño fruncido por la incomprensión—. No es una estatua. Es una princesa bey.
»E1 proceso de embalsamamiento convertía los tejidos en cera. —Se inclinó sobre ella—. La tumba estaba en una cueva refrigerada de forma natural, pero tuvimos que bajarla de la Espina. Howard me envió para intentar hallar equipo de control de la temperatura y refrigerantes. Esto es todo lo que pude encontrar. Estaba fuera, en la planta embotelladora. —Alzó el fleco azul y blanco de su larga falda—. No intentamos moverla hasta el último día. Los porteadores del sandalman le dieron un golpe contra la puerta de la tumba al sacarla —indicó.
La cera de su pierna estaba aplastada y como desgarrada. Casi la mitad del negro fémur había quedado expuesto.
No era extraño que la primera palabra que me dijera Evelyn fuese «Aprisa». No era extraño que Lacau se hubiera echado a reír cuando le dije que la Comisión mantendría a buen recaudo el tesoro. La investigación tomaría un año o más, y ella seguiría sentada allí con la electricidad yendo y viniendo.
—Tenemos que sacarla del planeta —dije, y mis manos se aferraron a la tela de alambre con tanta fuerza que el cable casi cortó la carne hasta el hueso.