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Había pocos lugares, en la Inglaterra de 1872, donde una chica joven pudiera ir sola para sentarse, reflexionar y quizá tomar un té. El té no era lo más importante; tarde o temprano, tendría que comer algo, y sólo había una clase de mujeres jóvenes, bien vestidas, que se movían con total libertad dentro y fuera de los hoteles y restaurantes. Sally no quería que la tomaran por una de ésas.
Como el señor Temple había dicho, era una jovencita poco convencional. Su educación le había dado una mentalidad abierta e independiente que hacía de ella una chica avanzada a su época; por esa razón salía a pasear y no tenía miedo de estar sola.
Se fue de Lincoln's Inn y paseó sin prisas junto al río, siguiendo su curso, hasta que encontró un banco, debajo de la estatua de un rey que llevaba un gran peluquín. Entonces se sentó para ver cómo pasaban los barcos.
Lo peor de todo había sido perder la pistola. Había copiado los tres papeles perdidos -el mensaje de Oriente, la carta del comandante Marchbanks y la única página que tenía del libro- en su diario; para que estuvieran a salvo. Pero la pistola había sido un regalo de su padre y, además, podría salvarle la vida algún día.
Lo que más necesitaba en esos momentos, no obstante, era hablar. Jim Taylor hubiera sido la persona ideal, pero era martes y debía de estar trabajando. Luego también estaba el comandante Marchbanks, aunque la señora Holland seguramente tenía vigilada su casa, como ya lo había hecho antes.
Entonces se acordó de la tarjeta que había guardado entre las hojas de su diario. ¡Gracias a Dios que el ladrón no se la había llevado!
FREDERICK GARLAND
Artista Fotográfico
45, Burton Street
Londres
Tenía algo de dinero, ahora. Llamó a un taxi y le dio la dirección al conductor.
Burton Street era una pequeña zona degradada, cerca del Museo Británico. El portal del número 45 estaba abierto; un cartel pintado que ponía: «W. y F. Garland, Fotógrafos» indicaba de qué clase de negocio se trataba. Sally entró y se encontró con una pequeña tienda, estrecha y polvorienta, abarrotada de todo tipo de artilugios y material de fotografía -linternas mágicas, botellas con productos químicos, cámaras y cosas por el estilo-, algunos en el mostrador y otros amontonados en los estantes. No salió nadie a atenderla, pero la puerta que daba al interior de la tienda estaba abierta y Sally pudo oír voces que sin duda mostraban que dentro tenía lugar una fuerte discusión. Una de las voces era la del fotógrafo.
– ¡No lo haré! -gritó él-. Odio a todos los abogados, por principios, y eso también va por los niñatos con la cara llena de granos que tienen como empleados.
– No te estoy hablando de abogados, ¡zoquete! -le contestó una voz de mujer, que también le hablaba de una forma muy exaltada-. Lo que necesitas es un contable, no un maldito abogado, y si no consigues cuadrar las cuentas, ¡nos vamos a quedar sin negocio!
– ¡No digas tonterías! No te quiero ni oír, ve a llorarle a tu madre, eres una histérica. Y tú, Trembler, espabila, que hay un cliente en la tienda.
Un hombre bajito y de piel arrugada salió a toda prisa, como si estuviera huyendo de un tiroteo. Cerró la puerta, pero el griterío continuó.
– ¿Qué desea, señorita? -preguntó, con una voz que mostraba su nerviosismo. Sus grandes bigotes tenían restos de sopa.
– He venido a ver al señor Garland. Pero si está ocupado…
Sally miró hacia la puerta y se encogió de miedo, como si temiese que la atravesara algún proyectil a gran velocidad.
– Supongo que no querrá que le vaya a buscar, ¿verdad, señorita? -suplicó-. Es que, sinceramente, no me atrevo.
– Bueno…, no. No creo que sea un buen momento.
– ¿Es para un retrato? Podemos reservarle hora para cuando quiera…
Mientras lo decía, consultaba la agenda.
– No. No, era para…
En ese momento, se abrió la puerta y el hombre bajito se escondió debajo del mostrador.
– Maldita pandilla de… -rugió el fotógrafo y entonces se paró de golpe. Se quedó de pie al lado de la puerta, la reconoció y le dedicó una amplia sonrisa. Sally se dio cuenta de que había olvidado lo increíblemente expresiva que era la cara del muchacho.
– ¡Hola! -saludó el chico, intentando ser lo más afable posible-. La señorita Lockhart, ¿verdad?
El muchacho entró de golpe, desequilibrado, en la tienda, empujado violentamente por una joven dos o tres años mayor que Sally. Su larga cabellera pelirroja resplandecía sobre sus hombros, tenía los ojos encendidos de ira y sostenía en la mano un fajo de papeles con el puño cerrado. Sally pensó que era muy guapa. Y sí que lo era, increíblemente atractiva.
– ¡Eres un desastre, Frederick Garland! -le espetó-. Todas estas facturas están pendientes desde Semana Santa y tú no mueves ni un solo dedo. ¿Se puede saber en qué te gastas el dinero? ¿Te das cuenta de lo que estás haciendo?
– ¿Que qué es lo que hago? -Se volvió hacia ella, y su voz iba subiendo de tono progresivamente, con fuerza-. ¿Que qué hago? ¡Trabajo más duro que cualquier pandilla de holgazanes pintarrajeados que están en el escenario de un teatro! ¿Qué me dices de las lentes polarizadoras? ¿Te crees que estoy todo el día de brazos cruzados? Y el revelado con gelatina, ¿qué?
– Vete al infierno con tu maldito revelado con gelatina. ¿Holgazanes pintarrajeados? No dejaré que me insulte un don nadie, un daguerrotipista cuya única idea del arte es…
– ¿Daguerrotipista? ¿Un don nadie? ¿Cómo te atreves? ¡Estás mal de la cabeza!
– ¡Vagabundo! ¡Desgraciado!
– ¡Neurótica! ¡Verdulera!
Y un instante después se volvió hacia Sally, más calmado que un cura, y le dijo educadamente:
– Señorita Lockhart, permítame que le presente a mi hermana Rosa.
Sally parpadeó y sonrió. La joven le tendió la mano y también le sonrió. Por supuesto que eran hermanos; él no era ni la mitad de atractivo que su hermana, pero tenían la misma vitalidad y expresión enérgica.
– ¿He venido en un mal momento? -preguntó Sally.
El fotógrafo rió y el hombre bajito salió de detrás del mostrador como una tortuga sale de su caparazón.
– No -respondió la señorita Garland-, ¡qué va! Si desea hacerse una fotografía, ha llegado justo a tiempo. Puede ser que mañana ya hayamos cerrado para siempre.
Lanzó una mirada terrible a su hermano, que la evitó fácilmente.
– No, no quiero una fotografía -dijo Sally-. De hecho, sólo he venido porque… Bueno, conocí al señor Garland el viernes pasado y…
– ¡Ah! ¡Tú eres la chica de Swaleness! Mi hermano me lo ha contado todo.
– ¿Puedo volver con las placas ahora? -dijo el hombre bajito.
– Sí, ves, Trembler -dijo el fotógrafo, sentándose con calma en el mostrador mientras el hombre bajito se tocaba, nervioso, la ceja y volvía para dentro sin entretenerse.
– Está preparando algunas placas, ¿sabe, señorita Lockhart?, y estaba un poco preocupado. Mi hermana ha intentado asesinarme.
– Alguien debería hacerlo -comentó, pensativa.
– Enseguida se altera. Es actriz. No puede evitarlo.
– Siento interrumpir -dijo Sally-. No hubiese tenido que venir.
– ¿Está en apuros? -preguntó Rosa.
Sally asintió.
– Pero no quiero…
– ¿Es otra vez la bruja? -dijo el fotógrafo.
– Sí. Pero… -Se calló. «Me pregunto si debería…», pensó Sally.
– Habían dicho que…, lo siento, pero no pude evitar oírlo…, que necesitaban un contable…
– Eso es lo que cree mi hermana.
– ¡Pues claro que lo necesitamos! -estalló-. Este payaso de la fotografía nos ha metido en un buen lío y si no lo solucionamos pronto…
– ¡Qué exagerada! -exclamó él-. No tardaremos mucho en solucionarlo.
– ¡Pues venga! ¡A qué esperas! -le dijo, airada.
– No puedo. No tengo ni suficiente tiempo ni talento y, desde luego, no me apetece nada.
– Les iba a decir… -Sally prosiguió, dubitativa-: Le iba a decir que soy buena con los números. Solía ayudar a mi padre a preparar los balances y me enseñó todo lo necesario para llevar la contabilidad. ¡Estaría encantada de poder ayudarlos! Resulta que… vine aquí para pedir… pedir ayuda. Pero si puedo hacer algo a cambio, sería aún mejor, quizá. No lo sé.
Sally acabó de hablar sin convicción, ruborizada. Le había costado mucho soltar toda esta parrafada, pero estaba decidida a conseguirlo. Bajó la mirada.
– ¿Lo dice en serio? -preguntó la chica.
– De verdad. Sé que se me da bien la contabilidad; si no, no hubiera dicho nada.
– ¡Entonces estaremos encantados! -exclamó Frederick Garland-. ¿Lo ves? -le dijo a su hermana-. Te dije que no tenías que preocuparte por nada. Señorita Lockhart, ¿desearía comer con nosotros?
El almuerzo, en aquella vivienda bohemia, consistía en una jarra de cerveza, los restos de un cuarto de rosbif, una tartaleta de frutas y una bolsa de manzanas, regalada según Rosa por uno de sus admiradores la noche anterior, un mozo del mercado de Covent Garden. Se lo comieron, con la ayuda de un gran cuchillo de bolsillo y los dedos (y jarras vacías de productos químicos, para la cerveza), en la abarrotada mesa de trabajo del laboratorio, en la trastienda. Sally estaba encantada.
– Tendrá que perdonarlos, señorita, si me permiten decirlo -dijo el hombre bajito cuyo único nombre parecía ser Trembler-. No es falta de educación: es falta de dinero.
– Pero mira lo que se están perdiendo los ricos, Trembler -dijo Rosa -. ¡Ellos no pueden descubrir lo delicioso que es el rosbif y el plumcake cuando no hay nada más para comer!
– Oh, venga Rosa -dijo Frederick-, no nos morimos de hambre. Nunca nos ha faltado comida. Eso sí, no fregamos platos -dijo dirigiéndose a Sally-. Es cuestión de principios. Si no hay platos, no tenemos que fregarlos.
Sally se preguntaba cómo podían sobrevivir con sólo una sopa, pero no tuvo la oportunidad de decir nada; cuando por fin llegaba una pausa en la conversación, enseguida la acribillaban a preguntas, y antes de que acabaran de comer sabían tanto como ella sobre el misterio. O los misterios.
– De acuerdo -dijo Frederick, y de alguna forma, mientras comían el plumcake, habían empezado a tutearse sin darse cuenta-, dime entonces: ¿por qué no acudes a la policía?
– Pues de verdad que no sé por qué. Bueno…, sí lo sé. Parece que todo tiene alguna relación con mi nacimiento, o con la vida de mi padre en la India…, con mi pasado… De todas formas, prefiero mantenerlo en secreto hasta que averigüe más al respecto.
– Pues claro que sí -dijo Rosa-. ¡La policía es tan estúpida, Fred!… Acudir a ella es lo último que debería hacer.
– Te han robado -señaló Frederick-. Y además dos veces.
– Aún así, prefiero no hacerlo. Hay tantas razones… Aún no se lo he contado ni al abogado, que me han robado.
– Y ahora te has ido de casa -dijo Rosa-. ¿Dónde vas a vivir?
– No lo sé. Aún tengo que encontrar algún sitio donde alojarme.
– Bueno, eso es fácil. Aquí tenemos mucho espacio. De momento puedes utilizar la habitación del tío Webster. Trembler te mostrará dónde está. Ahora tengo que irme al ensayo. ¡Nos vemos después!
Y antes de que Sally le pudiera dar las gracias, ya había desaparecido.
– ¿Estás seguro? -preguntó Sally a Frederick.
– ¡Pues claro que sí! Y si queremos hacer las cosas como Dios manda, nos puedes pagar un alquiler.
Pensó en el día de la tienda de campaña y se sintió desorientada, pero Frederick ya no la miraba y estaba escribiendo algo en un trozo de papel.
– Trembler -dijo el chico-, ¿podrías ir a casa del señor Eeles y pedirle que te preste estos libros?
– De acuerdo, señor Fred. Pero aún tenemos que preparar las placas. Y el magnesio.
– Hazlo cuando vuelvas.
El hombre bajito se fue, y Sally le preguntó a Garland:
– ¿Trembler es su verdadero nombre?
– Se llama Theophilus Molloy, pero, en serio, ¿podrías llamar a alguien Theophilus? Yo no. Y sus compinches solían llamarle Trembler; supongo que de ahí se le quedó el nombre. Es un carterista fracasado. Le conocí cuando intentaba robarme la cartera. Se sintió tan aliviado cuando le pillé que un poco más y se pone a llorar de gratitud… y está con nosotros desde entonces. Bueno, creo que deberías leer el periódico. Veo que tienes un ejemplar del The Times. Echa una ojeada a la página seis.
Sally, sorprendida, lo hizo. Cerca del pie de la página vio un pequeño párrafo que informaba de la misma noticia que había aparecido en el periódico que Hopkins había leído el día anterior.
– ¿El comandante Marchbanks muerto? -exclamó la chica, perpleja-. No me lo puedo creer. Y ese hombre -el del traje a cuadros- ¡fue el que me robó el libro! ¡El hombre del tren! ¿Crees que también venía de…?
– Pero no subió en la estación de Chatham, ¿no? Desde luego, yo no lo vi en Swaleness. Quizá la señora Holland le envió un mensaje. Y entonces, anoche, regresó para recuperar el resto.
– Y también se llevó mi pistola.
– Es normal que lo hiciera, teniéndola a su alcance. Pero ¿no dices que guardas una copia de los papeles? Echémosles un vistazo.
Abrió su diario y pasó las páginas justo hasta el punto que buscaban. Él se inclinó para leer:
– «… un lugar en la obscuridad, bajo una cuerda anudada. Tres luces rojas brillan claramente en un punto mientras la luna se refleja en el agua. Cógelo. Ahora te pertenece, por mi decisión de regalártelo y por las leyes de Inglaterra. An-tequam haec legis…» ¡Dios mío!
– ¿Qué? ¿Sabes leer latín?
– ¿No sabes lo que dice?
– No, ¿qué es?
– Dice: «Cuando leas esto, estaré muerto. Que mi memoria sea…», ¿cómo es esa palabra? Hum…, «que yo sea olvidado pronto».
La chica sintió un escalofrío.
– Sabía lo que iba a ocurrirle -dijo Sally.
– Quizá no fue un asesinato -añadió Frederick-. Quizá fue un suicidio.
– Pobre hombre -dijo la muchacha-. Era tan infeliz…
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Era esa casa fría y vacía, y la gran amabilidad con que la había tratado…
– Lo siento -musitó ella.
El movió la cabeza y le ofreció un pañuelo limpio. Después de que Sally se secara las lágrimas, Garland le dijo:
– Está hablando de un escondite, ¿te das cuenta? Te está diciendo dónde está el rubí y que te pertenece a ti.
– Las leyes de Inglaterra… Pensé que quizá se refería a algún tesoro encontrado…, pero en ese caso pertenecería a la Corona. No he podido descifrar lo que significa todo esto.
– Yo tampoco…, aún no. Y luego está el tipo que fuma opio, Bedwell. Quizá es más fácil tratar con… Ah, aquí está Trembler.
– Aquí tiene, señor Fred -dijo Trembler, que entró con tres grandes libros-. ¿Puedo ir a preparar las placas?
– Por supuesto, ¡aja!, Guía de sacerdotes anglicanos de Crockford. Bedwell… Bedwell… -Frederick hojeó las páginas de un solemne y voluminoso tomo hasta que encontró lo que estaba buscando-. Bedwell, reverendo Nicholas Armbruster. Nacido en 1842; educado en Rugby; licenciado en Letras por la Universidad de Oxford, 1864; sacerdote en St. John's, Summertown, Oxford.
– Son gemelos -comentó Sally.
– Exactamente. Creo que si alguien puede sacar a ese hombre de la pensión de la señora Holland, es su propio hermano. Iremos a visitarlo mañana a Oxford.
Durante el resto del día y de la noche le explicaron más cosas sobre la familia Garland. Frederick tenía veintiún años, Rosa dieciocho, y la casa y la tienda pertenecían a su tío, Webster Garland, que era, según Frederick, el mejor fotógrafo de la época. Estaba de viaje en Egipto, y Frederick se había hecho cargo de la casa; el resultado había sido el pobre estado de las cuentas, lo que tanto había enfurecido a Rosa. Trembler se lo había contado mientras Sally, sentada en la trastienda, comenzaba a sacar algo en claro de la contabilidad. Frederick había salido a las tres para hacer algunas fotografías en el Museo Británico y Trembler había empezado a hablar por los codos.
– Es un artista, señorita, ése es el problema -explicó Trembler-. Se puede ganar mucho dinero con la fotografía si se quiere, pero al señor Fred no le interesan los retratos y las bodas. Le he visto pasar hasta una semana entera sentado, más quieto que una estatua, en un solo sitio, esperando a que incidiera la luz correcta en una pequeño estanque de agua. Es realmente bueno, créame. Un día sé que inventará cosas, aunque eso significa gastar una cantidad de dinero que no se puede ni imaginar. La señorita Rosa es la que mantiene este negocio a flote.
Rosa era actriz, como Frederick había dicho, y en ese momento tenía un papel en Vivo o muerto, en el Queen's Theatre. Sólo un papel secundario, dijo Trembler, pero seguro que un día llegaría a ser una estrella. Con su físico y su temperamento, bueno, el mundo no podría resistirse a sus encantos. Hasta ahora las compensaciones eran escasas, aunque la mayor parte del dinero que entraba en el 45 de Burton Street eran los ingresos de la chica.
– Pero Frederick ha ganado bastante dinero -dijo Sally, mientras clasificaba un montón de recibos desordenados y facturas con garabatos, y ponía los ingresos en un lado y los gastos en el otro.
– En realidad, tenemos bastantes ingresos. Pero parece que todo se va tal como entra -dijo Rosa.
– Si encuentra la forma de que algo de ese dinero se quede aquí, señorita, les haría el favor más grande de su vida. Además, el señor Frederick es incapaz de hacerlo.
Sally trabajó en ello durante toda la tarde, y poco a poco consiguió poner un poco de orden en aquel caos de facturas arrugadas e impagas. Aquello le encantaba. Por fin había encontrado algo que entendía y podía manejar, ¡algo que entendía claramente y sin dificultades! Trembler le trajo una taza de té a las cinco, y de vez en cuando salía a la tienda para atender a algún cliente.
– ¿Qué es lo que vendéis mejor? -preguntó Sally. -Placas fotográficas y productos químicos. El señor Fred compró estereoscopios a unos grandes almacenes, hace algunos meses, cuando consiguió reunir algo de dinero por un invento. Pero no se venden. Lo que la gente quiere son las imágenes que se pueden ver con estos aparatos y él casi no ha hecho ninguna.
– Entonces debería hacer algunas.
– ¿Por qué no se lo dice usted? Yo lo he intentado miles de veces, pero no quiere escucharme.
– ¿Qué tipo de imágenes prefiere la gente?
– Los paisajes les encantan. Los paisajes estereoscópicos son muy diferentes de los normales. Después, las escenas humorísticas, sentimentales, románticas, religiosas… y las peligrosas. Y también las más sobrias, no crea. Pero él no quiere saber nada de todo esto. Dice que son vulgares.
Cuando Frederick regresó, a las seis, Sally ya había empezado a elaborar un completo estado de cuentas, exponiendo con precisión lo que había ganado y gastado durante los últimos seis meses, desde que Webster Garland se había ido a Egipto.
– ¡Magnífico! -exclamó alegremente mientras dejaba su cámara y la tienda de revelado, antes de cerrar la puerta del comercio.
– Aún tardaré un día más en tenerlo todo en orden -dijo Sally-. Y me tendrás que explicar lo que dicen estas notas. ¿Lo has escrito tú?
– Me temo que sí. Pero… ¿en general, cómo está todo? ¿Está bien o mal? ¿Estoy arruinado?
– Debes intentar que te paguen las facturas a tiempo. Te deben sesenta y seis libras y siete chelines desde hace meses, y veinte guineas del mes pasado. Si lo cobras, podrás pagar casi todo lo que debes. Pero debes hacerlo correctamente y llevarlo todo bien contabilizado.
– No tengo tiempo.
– Pues debes buscarlo. Es importante.
– Es demasiado aburrido.
– Entonces paga a alguien para que te lleve la contabilidad. Debes hacerlo, o te arruinarás. En realidad no necesitas más dinero, sólo tienes que arreglártelas con lo que tienes. Y creo que puedo encontrar diferentes formas de incrementar los ingresos, en algunos casos.
– ¿A ti te gustaría este trabajo?
– ¿A mi?…
La mirada del chico mostraba que su propuesta iba en serio. Sus ojos eran verdes; Sally nunca se había fijado antes.
– ¿Por qué no? -dijo él.
– Yo… no, no lo sé -contestó ella-. He hecho esto hoy porque… tenía que hacerse. A cambio de que me ayudaras a solucionar… Pero lo que quiero decir es que necesitas un asesor profesional. Alguien que, no sé, que pudiera hacerse cargo de la parte empresarial del negocio…
– Bueno, ¿te quieres hacer cargo tú?
Ella dijo que no con la cabeza; luego se encogió de hombros y, al final, acabó aceptando, y rápidamente se encogió de hombros de nuevo. El se rió y la chica se ruborizó.
– Mira -dijo Fred-, me parece que eres justo la persona que necesitaba para hacer este trabajo. Después de todo, tendrás que arreglar tu situación. No puedes vivir de unos ingresos tan escasos… ¿O es que quizá te gustaría ser institutriz?
La chica se estremeció y exclamó con contundencia:
– ¡No!
– ¿O enfermera o cocinera o algo similar? Pues claro que no. Lo tuyo es esto y parece que además eres especialmente buena haciéndolo.
– Me encanta este trabajo.
– Bien, ¿y entonces por qué dudas?
– De acuerdo. Lo… lo haré. Y gracias.
Se dieron la mano y acordaron las condiciones. En un primer momento, Sally recibiría como paga el alojamiento y la manutención gratis. Ella misma puntualizó que no cobraría dinero hasta que tuvieran ingresos. Y cuando la empresa empezara a tener beneficios, percibiría quince chelines a la semana.
Después de establecer las condiciones, Sally se sintió rebosante de alegría; y para celebrar el acuerdo al que habían llegado, Frederick pidió que trajeran un pastel de carne caliente de la carnicería que había en la esquina. Lo dividieron en cuatro partes, guardando un trozo para Rosa, y se sentaron a la mesa de trabajo del laboratorio para comérselo. Trembler preparó café. Mientras se lo bebía, Sally se preguntó qué era lo que hacía que esa casa fuera diferente de las demás. No era sólo que no fregaran los platos, o que comieran en la mesa del laboratorio a unas horas un poco raras. Trataba de encontrar una respuesta, sentada en una vieja butaca con el asiento hundido, al lado de la estufa, en la cocina. Trembler estaba leyendo el periódico en la mesa y Frederick silbaba suavemente mientras manipulaba productos químicos en un rincón. Sally aún no había logrado la respuesta cuando, mucho más tarde, llegó Rosa, que estaba muerta de frío e hizo un ruido tremendo al entrar. Trajo eufórica, una piña enorme. Despertó a Sally (que se había dormido sin darse cuenta) y regañó a los otros dos por no haberle mostrado su habitación. Aún estaba pensando lo que tenía de especial esa casa mientras se metía en la cama, pequeña y estrecha, temblando, tapándose rápidamente con las mantas: y fue justo antes de dormirse, cuando por fin dio con la respuesta. «Por supuesto -pensó-. No trataban a Trembler como si fuera un criado. Y no me tratan a mí como si fuera una niña. Somos todos iguales. Eso es lo extraño…»