124256.fb2 La maldici?n del rub? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Un viaje a Oxford

La señora Holland se enteró de la muerte de Henry Hopkins por una de sus compinches, una mujer que se traía entre manos asuntos turbios en el asilo de pobres de St. George, una o dos calles más abajo. Esa mujer se había enterado por una chica de la fábrica de su pensión, que tenía un hermano barrendero que trabajaba en la misma calle que el agente de periódicos, cuya prima había hablado con el hombre que había encontrado el cuerpo. Así es como las noticias de los crímenes se propagaban de un sitio a otro en Londres. La señora Holland se quedó casi sin habla de la rabia que sintió por la incompetencia de Hopkins. ¡Dejarse matar de esa forma, con tanta facilidad! Por supuesto, la policía sería incapaz de seguir la pista del asesino; pero ella sí tenía la intención de encontrarlo. La noticia se difundió por todas partes, filtrándose como el humo a través de callejones y patios, calles, muelles y dársenas: la señora Holland, del Muelle del Ahorcado, ofrecía una generosa recompensa a quien averiguara quién había matado a Henry Hopkins. Lanzó la oferta y esperó. Sin duda, algo tenía que suceder; y no iba a pasar mucho tiempo.

Ya había un ciudadano que se sentía acorralado por la señora Holland, y se trataba de Samuel Selby. La carta que ella le mandó lo cogió por sorpresa. Selby estaba convencido de que no podía hacerle chantaje; de hecho, ya se había asegurado totalmente de esconder cualquier posible pista. Y además, esa carta procedía de Wapping…

Estuvo uno o dos días aterrorizado, aunque luego reflexionó de nuevo. En esa carta, realmente, se decían cosas de las que nunca nadie debería haberse enterado. Pero había aún más cosas que lo incriminaban y no se mencionaban… ¿Dónde estaban las pruebas? ¿Y las facturas, los conocimientos de embarque, los documentos de los barcos que le hundirían definitivamente? No había ni rastro de todo eso.

«No -pensó-, quizá sabe menos de lo que parece. Pero será mejor que lo compruebe…»

Así pues, escribió una carta:

Samuel Selby

Agente marítimo

Cheapside

Martes, 29 de octubre de 1872

Sra. M. Holland

Pensión Holland

Muelle del Ahorcado

Wapping

Estimada Sra. Holland:

Le agradezco su atenta carta del 25 del corriente. Tengo el honor de informarle que la propuesta de su cliente me ha interesado y me gustaría poder concertar una entrevista con él en mi oficina el jueves 31 a las 10 de la mañana.

Su humilde y atento servidor

S. Selby

«Ya está -pensó mientras la echaba al buzón-, a ver qué es lo que trae» La verdad es que tenía sus dudas de que ese cliente existiera; parecía más una simple habladuría de los muelles que otra cosa. Simplemente eso.

El miércoles por la mañana hacía frío, y una ligera neblina flotaba en el aire. Frederick le anunció a Sally a la hora del desayuno (huevos escalfados) que iría con ella a Oxford. Así también aprovecharía para hacer algunas fotos, dijo él, y además, era conveniente que hubiera alguien con ella en el tren para mantenerla despierta, por si se quedaba dormida otra vez. El muchacho le hablaba de forma desenfadada, pero la chica sabía que Fred era consciente del peligro que corría. Sin su pistola se sentía aún más vulnerable, por lo que estuvo contenta de que la acompañara.

El viaje transcurrió rápidamente. Llegaron a Oxford hacia el mediodía y almorzaron en el Hotel del Ferrocarril.

Sally había hablado mucho en el tren -hablar con Frederick y escucharle parecía la cosa más natural y agradable del mundo-, pero en el restaurante se sintió, una vez sentada a la mesa delante de él, con los cubiertos, servilletas y vasos puestos, absurdamente cohibida.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Frederick en un momento dado.

Sally había estado mirando fijamente al plato, intentando encontrar algún tema de conversación. Y ahora se ruborizaba.

– No, ¿por qué me tiene que pasar algo? -contestó como si fuera una niña mimada, y ella misma se dio cuenta de ello.

El muchacho arqueó las cejas y no dijo nada más.

La comida, en resumen, no fue precisamente un éxito, y se separaron inmediatamente después: ella para coger un taxi e ir a la Parroquia de St. John, y él para hacer fotografías de algunos edificios.

– Ten cuidado -dijo el muchacho cuando Sally se iba. A Sally le hubiese gustado volver atrás y explicarle por qué se había quedado en silencio durante el almuerzo, pero ya era demasiado tarde.

La Parroquia de St. John estaba situada a poco más de tres kilómetros del centro de Oxford, en el pueblo de Summertown.

El taxi la llevó hasta Banbury Road, pasando por los grandes chalés de ladrillo recién construidos en la zona norte de Oxford. La parroquia estaba junto a la iglesia, en una pequeña y tranquila calle, flanqueada por hileras de olmos.

La neblina matinal ya se había disipado a esas horas y la pálida luz del sol brillaba débilmente mientras Sally llamaba a la puerta.

– El párroco no está, pero el señor Bedwell sí, señorita -dijo la sirvienta que le abrió la puerta-. Por aquí, por favor, en el estudio…

El reverendo Nicholas Bedwell era un hombre rubio, bajo y robusto, con una expresión divertida en la cara. Sus ojos se abrieron completamente cuando Sally entró, y ella observó con sorpresa la mirada de admiración del sacerdote. Bedwell le ofreció una silla y arrastró su silla para sentarse frente a ella.

– Dígame, señorita Lockhart -dijo jovialmente-, ¿En qué puedo ayudarla? ¿Desea casarse?

– Le he venido a traer noticias de su hermano -contestó la chica.

Bedwell se puso en pie de un salto. Su rostro mostraba una súbita y desbordante excitación.

– ¡Lo sabía! -gritó él, golpeándose la palma de la mano con el puño-. ¿Está vivo? ¿Matthew está vivo? Sally asintió.

– Se aloja en una pensión, en Wapping. Al menos lleva allí una semana o diez días, creo, y… fuma opio. Pero me parece que está atrapado.

La cara del sacerdote se ensombreció de golpe y luego se desplomó sobre su silla. Sally le explicó brevemente cómo se había enterado y el sacerdote la escuchó en silencio, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras ella terminaba el relato.

– Hace dos meses recibí un telegrama -dijo él-. Me dijeron que estaba muerto, que su barco se había hundido. La goleta Lavinia, era el segundo de a bordo.

– Mi padre también estaba a bordo -añadió Sally.

– Oh, ¡mi pobre niña! -exclamó él-. Dijeron que no había habido supervivientes.

– Se ahogó.

– Lo siento muchísimo…

– Pero… ¿me ha dicho que sabía que su hermano estaba vivo?

– Somos gemelos, señorita Lockhart. Siempre, a lo largo de nuestras vidas hemos sentido las emociones del otro, hemos sabido lo que el otro hacía, y yo no tenía ninguna duda de que estaba vivo. ¡Tan cierto como que estoy sentado en esta silla! ¡Sin ninguna duda! Pero por supuesto que no sabía dónde estaba. Ha mencionado el opio…

– Quizá ésa es la razón por la que no puede escapar.

– Esa droga es una invención del diablo. Ha arruinado muchas vidas, echado a perder aún más fortunas y envenenado aún más cuerpos que el alcohol. A veces, ¿sabe?, he sentido el deseo, por voluntad propia, de dejar esta parroquia y todo por lo que he luchado y dedicar mi vida a la lucha contra esa droga… Mi hermano empezó a ser adicto al opio hace tres años, en Oriente. Yo… yo también lo sentí y si no lo deja, si nadie le ayuda, al final le matará.

Sally permanecía en silencio. El sacerdote se quedó ensimismado observando con furia las cenizas de la chimenea, como si fueran restos de esa droga. Sus puños se abrían y se cerraban lentamente; Sally se dio cuenta de que eran enormes, fuertes, espantosos. Su rostro parecía el de un luchador: tenía una cicatriz en la mejilla y la nariz un poco achatada. Aparte del hábito que llevaba, no se parecía en nada a un clérigo.

– Pero, ya ve -dijo Sally al cabo de un rato-, su hermano sabe algo sobre la muerte de mi padre. Tiene que saberlo. La niña dijo que él tenía un mensaje para mí.

El reverendo alzó la mirada de repente.

– Claro, lo siento, esto también la afecta a usted, ¿verdad? Bueno, ahora… pongámonos en marcha. Debemos sacarle de ese lugar lo más pronto posible. No puedo dejar la parroquia ni hoy ni mañana; tengo una misa de vísperas esta noche y un funeral mañana…

El reverendo estaba hojeando una agenda.

– El viernes lo tengo libre. Bueno, no del todo, pero nada que no se pueda aplazar. Hay un hombre en Balliol que puede celebrar el servicio por mí. Sacaremos a Matthew de allí el viernes.

– ¿Pero qué me dice de la señora Holland?

– ¿La señora Holland?

– Adelaide nos explicó que lo tiene atrapado y…

– Es el opio lo que lo tiene atrapado. ¡Esto es Inglaterra! ¡Aquí no se puede retener a nadie contra su propia voluntad!

Su expresión era tan feroz que Sally incluso se compadeció de cualquiera que se atreviera a interponerse en su camino.

– Aún hay algo más -prosiguió, con más calma-. Necesitará esa asquerosa droga para ir tirando. Le traeré aquí y lo rehabilitaré, pero sin droga nunca lo conseguirá. Tengo que desintoxicarlo poco a poco…

– ¿Cómo lo sacará de allí?

– Con mis puños, si es necesario. Le voy a traer conmigo. Pero… ¿podría hacerme un favor? ¿Podría conseguir algo de opio?

– Lo podría intentar. Sí, lo haré. ¿Pero no lo venden en Oxford? ¿En la farmacia?

– Sólo en forma de láudano. Y el adicto necesita la goma, o la resina, o lo que sea esa endemoniada sustancia. De hecho, no quería preguntárselo, pero… si no puede, nos las arreglaremos sin droga.

– Claro que puedo intentarlo -dijo ella.

Metió la mano en el bolsillo y sacó tres soberanos.

– Tenga. Compre todo lo que pueda. Y si finalmente Matthew no la necesita, entonces al menos estará fuera del alcance de cualquier otro desgraciado.

La acompañó hasta la puerta y se dieron la mano.

– Gracias por haber venido -dijo él-. Es un gran alivio saber dónde está mi hermano. Así pues, iré el viernes a su casa en Burton Street. Espéreme allí hacia el mediodía.

Sally volvió andando a Oxford para ahorrarse el dinero del taxi. El camino era ancho y placentero, con mucho tráfico de carros y carruajes, casas tranquilas y jardines con mucha vegetación, que parecían pertenecer a un planeta totalmente distinto del lugar obscuro, misterioso y salpicado de muertes al que volvía. Pasó por delante de una casa donde tres jóvenes, el mayor prácticamente de su misma edad, estaban preparando una hoguera en un agradable aunque descuidado jardín.

Sus gritos y risas le provocaron una sensación de frío e indefensión; ¿dónde había ido a parar su infancia? Y a pesar de todo sólo hacía una hora o dos se había sentido muerta de vergüenza por comportarse como una niña, por no tener la desenvoltura de un adulto. Hubiese dado cualquier cosa para poder olvidarse de Londres, de la señora Holland y de Las Siete Bendiciones, y vivir en una de esas grandes y confortables casas con niños, animales, hogueras, lecciones y juegos…

Quizá tampoco era demasiado tarde para convertirse en institutriz, o en enfermera, o…

Pero la realidad era ésa. Su padre había muerto, algo iba mal y sólo ella podía solucionarlo. Apretó el paso y entró en la ancha calle de St. Giles, que llevaba al centro de la ciudad.

Aún quedaba una hora y media para encontrarse con Frederick.

Mientras esperaba, dio una vuelta por la ciudad, al principio sin rumbo, ya que los antiguos edificios de la universidad no le interesaban mucho.

Pero entonces vio una tienda fotográfica y se dirigió hacia allí enseguida. Se pasó una hora hablando con el propietario y examinando el género; salió con las ideas más claras y mucho más contenta, habiéndose olvidado completamente (al menos por unos instantes) de Wapping, el opio y el rubí.

– Sabía que teníamos que venir a Oxford -dijo Frederick en el tren-. No adivinarías nunca con quién he estado hablando esta tarde.

– Dímelo, venga -dijo Sally.

– Bueno, fui a ver a un antiguo amigo del colegio en New College. Y él me presentó a un chaval llamado Chandra Sen, que es indio. Es de Agrapur.

– ¿De verdad?

– Es matemático. Un tipo de temperamento muy científico y austero. Pero hablamos un poco de críquet, me cogió confianza y le pregunté lo que sabía sobre el rubí de Agrapur. Se quedó asombrado. Parece que hay más historias sobre esa piedra que sobre cualquier otra roca de la India. Y nadie la ha vuelto a ver desde el Motín. ¿Sabías que el Maharajá fue asesinado?

– ¿Cuándo? ¿Por quién?

– Fue durante esa época, evidentemente, porque su cuerpo fue encontrado después de la liberación de Lucknow. Pero nadie sabe quién lo hizo. El rubí desapareció y desde entonces aún no ha aparecido. Había tal confusión en esa época y tanta muerte y destrucción… Me preguntó cómo es que había oído hablar de eso y le expliqué que había leído algo en un viejo libro de viajes. Entonces me comentó algo muy extraño. Ni él mismo se lo creía, demasiado racional. Hizo referencia a una leyenda que cuenta que la maldad de la piedra persistiría hasta que descansara para siempre con una mujer que fuera su igual. Le pregunté qué significaba y me dijo con cierto desdén que no tenía ni idea, que sólo era una superstición. Buen chaval, pero bastante remilgado. Pero bueno, al menos nos hemos enterado de algo, aunque no sepamos lo que significa.

– El comandante Marchbanks decía al principio de su libro que el momento culminante fue… Me he olvidado de sus palabras exactas, pero… que fue horrible, creo…

– El asesinato del Maharajá. ¿Crees que fue obra suya?

– No. Imposible.

Sally negó con la cabeza y se quedó en silencio durante unos instantes.

Entonces dijo Fred:

– ¿Qué has averiguado? En la estación me dijiste que tenías algo que contarme.

Con un gran esfuerzo alejó la India de sus pensamientos.

– Fotografías estereográficas -dijo Sally-. Estuve más o menos una hora en la tienda de un fotógrafo. ¿Sabes cuánta gente entró en la tienda mientras yo estaba allí para comprar fotografías estereográficas? Seis personas, en sólo una hora. ¿Sabes cuánta gente ha entrado en tu tienda y las ha pedido?

– No tengo ni la menor idea.

– Trembler dice que es lo que más le solicitan. Y ¿por qué comprar todos esos estereoscopios si no vendes las fotografías?

– Pero vendemos cámaras estereográficas. La gente puede hacerse ella misma las fotografías.

– No quieren. Hacer fotografías estereográficas es cosa de profesionales. Y de todas formas, a la gente le gustan las fotografías de países lejanos y cosas de ese tipo…, porque ellos no pueden visitarlos.

– Pero…

– Quizá la gente las compraría como si fuesen libros o revistas. ¡Comprarían cientos de ellas! ¿Qué tipo de fotografías has hecho hoy?

– Estaba probando un nuevo objetivo Voigtlander de 200 milímetros, con un diafragma variable que estoy intentando ajustar.

– Pero ¿qué tipo de fotografías?

– Oh, edificios y otras cosas.

– Bien, podrías hacer fotografías estereográficas de lugares como Oxford y Cambridge y venderlas como una colección: «Universidades de Oxford», o «Puentes de Londres» o «Castillos famosos». Francamente, Frederick, podrías vender miles de fotografías.

El chico se estaba rascando la cabeza. Su pelo rubio estaba totalmente de punta; su cara, viva y expresiva como la de su hermana, reflejaba a la vez sentimientos contradictorios.

– No lo sé -dijo él-. Es bastante fácil, no es más difícil que hacer fotografías normales. Pero no las podría vender.

– Yo sí podría hacerlo.

– Ah, eso es diferente. Pero la fotografía está cambiando, ¿sabes? Dentro de algunos años ya no se utilizarán esas enormes y bastas placas de cristal. Haremos fotos con negativos en papel utilizando cámaras ligeras. Trabajaremos a velocidades increíbles. Se está investigando mucho en ese sentido… Bueno, yo también estoy trabajando en ello. Y entonces ya nadie volverá a interesarse por los viejos estereógrafos.

– Pero yo estoy hablando de ahora. En este momento, la gente las quiere y las paga. ¿Y cómo puedes hacer algo interesante en el futuro si no ganas ahora dinero?

– Bueno, puede que tengas razón ¿Tienes alguna idea más?

– Muchísimas. Para empezar, debemos colocar el género de forma diferente. Y hacer publicidad. Y…

Sally se calló y miró hacia fuera. El tren estaba pasando al lado del Támesis; estaba obscureciendo rápidamente y el río parecía gris y frío. «El agua pronto pasará por delante del Muelle del Ahorcado -pensó-. También nosotros iremos hacia allí.»

– ¿Qué pasa?

– Frederick, ¿Me podrías ayudar a conseguir opio?