124256.fb2
Justo mientras la señora Holland y Berry subían al autobús para volver a Wapping, un taxi llegó al Muelle del Ahorcado. Frederick Garland pidió al conductor que esperara y el reverendo Bedwell llamó a la puerta de la Pensión Holland.
Frederick miró a su alrededor. La pequeña hilera de casas quedaba detrás de Wapping High Street y parecía que estuvieran tan enganchadas al río que un simple empujón sería suficiente para que cayeran dentro. La Pensión Holland era la más sucia, la más estrecha y la más decrépita de todas.
– ¿No hay nadie? -dijo mientras Bedwell llamaba a la puerta de nuevo.
– Se esconden, creo -contestó el sacerdote, intentando abrir la puerta, que estaba cerrada con llave-. Es raro. ¿Qué podemos hacer ahora?
– Subir por la ventana -dijo Frederick-. Sabemos que está dentro, después de todo.
Frederick observó los muros del edificio. Entre la Pensión Holland y la casa de al lado había un estrecho callejón de no más de un metro de anchura que iba a parar directamente al río, abarrotado de mástiles de barcos. En el primer piso, una pequeña ventana daba al callejón.
– ¿Puedes conseguirlo? -dijo el sacerdote.
– No pares de llamar a la puerta. Arma una bronca para que nadie se dé cuenta de que estoy aquí arriba.
Frederick ya tenía cierta experiencia como escalador, en Escocia y Suiza, y en tan sólo un minuto empezó a subir, apoyando la espalda en un muro y ejerciendo presión con los pies en el otro.
Abrir la ventana le costó un poco más y tuvo que hacer esfuerzos para no caerse, pero por fin logró entrar y se quedó inmóvil unos instantes en el rellano de la escalera, escuchando con atención.
El sacerdote seguía llamando a la puerta principal, pero en la casa no se oía ningún ruido. Frederick bajó corriendo las escaleras y abrió el cerrojo de la puerta.
– ¡Bien hecho! -dijo Bedwell, que entró rápidamente.
– No oigo a nadie. Tendremos que buscar por todas las habitaciones. Parece como si la señora Holland no estuviera en casa.
Fueron de una habitación a otra de la planta baja y después buscaron por el primer piso, pero no encontraron nada. Iban a seguir subiendo las escaleras cuando oyeron llamar a la puerta principal.
Se miraron.
– Espera aquí -dijo el sacerdote.
Bajó deprisa hacia la puerta. Frederick escuchaba desde el rellano de la escalera.
– ¿Tengo que esperar mucho? -preguntó el taxista-. Porque me deben algo de dinero, si no les importa. Este no es el mejor lugar de Londres para esperar.
– Tenga -dijo Bedwell-. Aquí tiene, y espere en la acera del otro lado del puente por donde vinimos. Si no estamos allí dentro de media hora, puede irse.
Cerró la puerta otra vez y volvió a subir las escaleras. Frederick levantó la mano.
– Escucha -susurró, señalando-. Allí dentro.
Subieron al siguiente piso con mucho cuidado, intentando no hacer ruido mientras andaban por aquel suelo sin alfombra. Se oía la voz de un hombre que murmuraba algo ininteligible detrás de una de las puertas y, en un momento dado, a una niña haciendo: «¡Chist! ¡Chist!».
Se quedaron fuera de la habitación unos instantes. Bedwell estaba escuchando con atención. Entonces miró a Frederick y asintió. El fotógrafo abrió la puerta.
El hedor a humo concentrado les hizo arrugar la nariz.
Una niña o, más que una niña, un par de ojos abiertos como platos, rodeados de suciedad, los miraba fijamente, aterrorizada. Y en la cama estaba tumbado el doble del sacerdote.
Bedwell se agachó hacia su hermano, lo cogió de los hombros y lo zarandeó. La niña se echó hacia atrás en silencio y Frederick se quedó sorprendido de la increíble similitud entre los dos hombres. No se trataba ni siquiera de parecido: realmente eran idénticos.
Nicholas intentaba levantar a su hermano, que movía la cabeza de un lado a otro y le empujaba para librarse de él.
– ¡Matthew! ¡Matthew! -dijo el sacerdote-. ¡Soy yo, Nicky! ¡Venga chico! ¡Reacciona, abre los ojos y mírame! ¡Mira quién soy!
Pero Matthew estaba en otro mundo. Nicholas lo dejó caer y lo miró con amargura.
– No tiene remedio -dijo el sacerdote-. Tendremos que llevarle a cuestas.
– ¿Eres Adelaide? -preguntó Frederick a la niña.
Ella asintió.
– ¿Dónde está la señora Holland?
– No sé -susurró.
– ¿Está en la casa?
Adelaide negó con la cabeza.
– Bueno, menos mal. Ahora escúchame, Adelaide, nos vamos a llevar al señor Bedwell de aquí.
Inmediatamente, la niña se aferró a Matthew, rodeándole el cuello con sus pequeños brazos.
– ¡No! -gritó la niña-. ¡Ella me matará!
Y al oír su voz, Matthew Bedwell se despertó. Se incorporó y puso su brazo alrededor de ella… y entonces vio a su hermano y se quedó quieto, mudo.
– Está bien, compañero -dijo Nicholas-. He venido para llevarte a casa…
Los ojos del marinero miraron a Frederick, y Adelaide se agarró más fuerte que nunca a él, susurrando desesperadamente: «Por favor, no… no os vayáis… Me matará si no está aquí…, lo hará».
– Adelaide, tenemos que llevarnos al señor Bedwell -dijo Frederick con suavidad-. Él no está bien. No se pude quedar aquí. La señora Holland lo retiene contra la ley…I
– ¡Ella me dijo que no dejara pasar a nadie! ¡Me matará!
La niña estaba muerta de miedo y Matthew Bedwell le acarició el pelo, haciendo un gran esfuerzo por entender lo que estaba pasando.
Y entonces el sacerdote levantó la mano en señal de silencio. Se oían pasos y voces en la entrada, y entonces una vieja voz resquebrajada gritó: «¡Adelaide!».
La niña empezó a lloriquear, se fue a uno de los rincones de la habitación y se encogió. Frederick la cogió del brazo y le preguntó en voz baja:
– ¿Hay alguna escalera trasera?
Ella asintió. Frederick se volvió hacia Nicholas Bedwell y vio que el sacerdote ya estaba de pie.
– Vale. Iré y fingiré que soy él. La mantendré ocupada mientras te lo llevas de aquí por la parte de atrás. Todo irá bien, cariño -dijo a Adelaide-. Ella nunca notará la diferencia.
– Pero ella no está… -Adelaide empezó a hablar, con intención de decir algo sobre Berry; pero entonces la vieja gritó otra vez y la niña se calló de nuevo.
El sacerdote salió de la habitación rápidamente. Le oyeron correr por el rellano y luego bajar las escaleras, y entonces Frederick tiró de Matthew Bedwell. El marinero se puso en pie con dificultades. Todo su cuerpo temblaba.
– Venga -dijo Frederick-. Te sacaremos de aquí. Pero tienes que moverte con agilidad y permanecer en silencio.
El marinero asintió.
– Venga, Adelaide -murmuró él-. Enséñanos el camino, chiquilla.
– No me atrevo… -susurró Adelaide.
– Tienes que hacerlo -dijo Bedwell-. Si no, me enfadaré. Venga.
La niña hizo un esfuerzo para levantarse y salió corriendo de la habitación. Bedwell la siguió, cogiendo su petate de lona, y Frederick también, entreteniéndose un instante para escuchar. Oyó la voz del sacerdote y la respuesta resquebrajada de la señora Holland; ¿por qué todos la temían tanto?
Adelaide los condujo hacia abajo por una escalera aún más estrecha y sucia que la anterior. Se pararon en el callejón del piso inferior.
Se oía al sacerdote hablar, ahora con una voz más áspera y arrastrando las palabras, desde algún sitio cercano a la puerta principal. Frederick susurró a la niña:
– Enséñanos la salida trasera.
Temblando, la pequeña abrió la puerta de la cocina y entraron. Y se encontraron a Berry de cara.
El matón estaba preparando el té. Alzó la vista, les echó una mirada y logró fruncir levemente su voluminosa frente.
Frederick pensó con rapidez.
– Eeehhh… -dijo el fotógrafo, vacilante-. ¿Cuál es el camino para ir al patio trasero, compañero?
– Allí afuera -contestó el gigante, inclinando la cabeza.
Frederick empujó suavemente a Bedwell, que de nuevo se puso a caminar, y cogió de la mano a Adelaide, que le siguió contra su voluntad. Berry los miró sin decir nada mientras salían de la cocina, y se sentó para encender una pipa.
Se encontraron en un patio pequeño y obscuro. Adelaide se agarraba a la mano de Frederick, y éste notó que estaba temblando muchísimo.
Estaba pálida.
– ¿Qué te pasa? -preguntó él.
La niña no podía ni hablar. Estaba aterrorizada. Frederick miró a su alrededor; había un muro de ladrillos de casi dos metros de altura a un lado, y detrás, lo que parecía un callejón.
– Bedwell -dijo él-, salta y coge a la niña. Adelaide, te vienes con nosotros. No te puedes quedar aquí si tienes tanto miedo…
Bedwell trepó el muro.
Frederick se dio cuenta entonces de que ahora Adelaide tenía miedo a la altura del muro. La izó y se la pasó a Bedwell, y luego lo saltó él.
Bedwell se tambaleaba y parecía enfermo. Frederick miró hacia atrás; estaba preocupado por el sacerdote y por lo que pudiera pasar cuando la señora Holland descubriera la verdad. Pero por ahora tenía que cuidar de un enfermo y de una niña aterrorizada, y además podían salir tras ellos en cualquier momento.
– Venga -dijo él-. Hay un taxi esperándonos al otro lado del puente. ¡Vámonos!…
Frederick los obligó a darse prisa. Salieron del callejón y se marcharon.
Sally, atareada redactando un anuncio, se quedó sorprendida al ver entrar en la tienda a Frederick tambaleándose, llevando a cuestas a Bedwell, que estaba medio inconsciente. En un principio no vio a la niña que los seguía.
– ¡Señor Bedwell! -dijo ella-. ¿Qué ha sucedido? ¿O… es éste…?
– Éste es su hermano, Sally. Oye tengo que volver otra vez. El resto de la familia aún está allí, intentando hacerse pasar por su hermano…, pero hay un matón enorme en la casa… y tuve que coger el taxi para traer a estos dos aquí… Ah, por cierto, ésta es Adelaide. Se va a quedar aquí.
Dejó al marinero en el suelo y salió corriendo. El taxi se lo volvió a llevar a toda prisa.
Mucho más tarde, volvió. Vino con el reverendo Nicholas, que tenía un ojo amoratado.
– ¡Vaya pelea! -exclamó Frederick-. Sally, ¡tendrías que haberlo visto! Llegué justo a tiempo…
– Sin duda -dijo el sacerdote-. Pero ¿cómo está Matthew?
– En la cama, durmiendo. Pero…
– ¿Está bien Adelaide? -preguntó Frederick-. No la podía dejar allí. Estaba aterrorizada.
– Está con Trembler. ¡Su ojo, señor Bedwell! ¡Tiene un gran moretón! Venga y siéntese, déjeme echarle un vistazo. ¿Qué diablos ha pasado?
Fueron a la cocina, donde Adelaide y Trembler estaban tomando el té. Trembler sirvió una taza a cada uno de los hombres mientras el sacerdote explicaba lo que había sucedido.
– La entretuve hablando mientras los otros se escapaban. Entonces dejé que me acostara de nuevo. Fingí comportarme de forma incoherente. Salió para ir en busca de Adelaide, me levanté e intenté huir, y entonces me echó el gorila encima.
– Es un monstruo -dijo Frederick-. Pero aguantó bien. Oí la pelea desde la calle y entré por la fuerza hasta allí. ¡Qué pelea!
– Era fuerte, eso es todo. No era rápido, ni tenía técnica. En la calle o en el cuadrilátero, le hubiese dado su buen merecido, pero allí no había suficiente espacio; si me hubiese arrinconado, no habría salido con vida.
– ¿Y la señora Holland? -preguntó Sally.
Los dos hombres se miraron.
– Bueno, tenía una pistola -dijo Frederick.
– Garland le propinó un buen golpe en la cabeza al gigante con un trozo de madera que se había roto de la barandilla, y cayó al suelo como un saco. Entonces la señora Holland sacó la pistola. Me habría disparado si no le hubieses golpeado la mano -añadió el sacerdote a Frederick.
– Una pequeña pistola con la empuñadura de nácar -dijo Frederick-. ¿Siempre lleva una pistola? -preguntó a Adelaide.
– No sé -susurró la niña.
– Dijo que… -el fotógrafo se detuvo, con expresión triste, y entonces continuó dirigiéndose a Sally-: dijo que te encontraría, donde quiera que estés, y que te mataría. Me dijo que te lo dijera. Si sabe dónde estás, o sólo se lo imagina, es algo que ignoro. Pero ella no sabe quién soy yo ni dónde vivimos; no puede saberlo. Estás bastante segura aquí y Adelaide también. Nunca os encontrará.
– Sí que nos encontrará -susurró Adelaide.
– ¿Cómo lo va a hacer? -dijo Trembler-. Estás tan segura aquí como si estuvieras en el Banco de Inglaterra. Déjame decirte algo: a mí también me buscan, como a la señorita Sally o a ti, y aún no me han encontrado. Así que quédate con nosotros y estarás bien.
– ¿Es usted la señorita Lockhart? -preguntó Adelaide a Sally.
– Sí -contestó Sally.
– Ella me encontrará -dijo Adelaide susurrando-. Aunque estuviera en el fondo del mar, me encontraría y me sacaría. Lo haría.
– Bueno, pues no la dejaremos -dijo Sally.
– También te persigue a ti, ¿verdad? Ella dijo que iba a matarte. Envió a Henry Hopkins para prepararte un accidente, pero al final alguien le mató.
– ¿Henry Hopkins?
– Ella le dijo que te robara unos papeles. Y él tenía que preparar un accidente para acabar contigo.
– Así consiguió la pistola -dijo Sally desanimada-. Mi pistola…
– Tranquila -dijo Trembler, de forma poco convincente-. Ella no la encontrará aquí, señorita.
– Sí -volvió a repetir la niña-. Lo sabe todo. De todos. Lleva un puñal en su bolso y partió por la mitad a una niña. Me lo enseñó. No hay nada que no conozca, o nadie. Todas las calles de Londres y todos los barcos del muelle. Y ahora que me he escapado, afilará su cuchillo. Dijo que lo haría. Tiene un afilador y un ataúd para ponerme dentro y un lugar en el patio para enterrarme. Me enseñó dónde me pondría cuando me hubiera cortado a trocitos. La otra niña que tuvo está en ese patio enterrada. Odio salir allí afuera.
Los demás se quedaron en silencio. La vocecita de Adelaide se detuvo y la niña se sentó, inclinada, apoyando los codos sobre sus piernas y mirando al suelo.
Trembler extendió la mano por encima de la mesa.
– Toma -dijo él-. Cómete el bollo, sé buena chica.
Adelaide lo cogió y comió un poco.
– Voy a ver cómo está mi hermano -dijo Bedwell-, con vuestro permiso.
Sally se puso de pie inmediatamente.
– Le mostraré dónde está -dijo ella, y le llevó escaleras arriba.
– Completamente dormido -dijo cuando salió-. Le he visto así otras veces. Probablemente dormirá durante al menos veinticuatro horas.
– Bueno, se lo enviaremos cuando se despierte -dijo Frederick-. Al menos sabe dónde está. ¿Se quedará esta noche? Bien. ¡Vaya por Dios, tengo un hambre atroz! Trembler, ¿nos traes unos arenques ahumados? Adelaide, ya que vas a vivir con nosotros a partir de ahora, si quieres podrías ayudarnos con las tazas, los platos y todo lo demás. Sally…, necesitará algo que ponerse. Hay una tienda de ropa de segunda mano a la vuelta de la esquina… Trembler ya os enseñará dónde está.
Fue un tranquilo fin de semana. Rosa, sorprendida por la rapidez con que la casa se había llenado de inquilinos, se hizo rápidamente amiga de Adelaide, y además parecía que supiera algunas cosas que Sally ignoraba: cómo hacer que la niña se lavara, a qué hora debía irse a la cama y cómo desenredarle el pelo y escoger su ropa. Sally quería ayudar; tenía muy buenos sentimientos, pero no sabía cómo expresarlos, mientras que Rosa abrazaba y besaba a la niña sin dudarlo, o le arreglaba el pelo, o le hablaba sobre teatro; y Trembler le contaba chistes y le enseñaba juegos de cartas. Así que Adelaide enseguida les tomó confianza, pero se sentía incómoda con Sally y guardaba silencio cuando estaban las dos a solas. Sally hubiera podido sentirse herida por esa situación, pero, para evitarlo, Rosa siempre intentaba que participara en todas las conversaciones y que diera su opinión sobre el futuro de Adelaide.
– Oye, no sabe nada de nada -le dijo Rosa el domingo por la noche-. No sabe los nombres de ningún sitio de Londres, excepto de Wapping y Shadwell… ¡Ni sabía el nombre de la Reina! Sally, ¿por qué no le enseñas a leer y a escribir y todo eso?
– Creo que no podría…
– Pues claro que sí. Sería perfecto.
– Me tiene miedo.
– Está preocupada por ti, por lo que la señora Holland dijo. Y por Bedwell. Le ha ido a visitar muchas veces, ¿sabes? Ella tan sólo se sienta, le coge la mano y entonces se vuelve a marchar…
Matthew Bedwell no se despertó hasta el domingo por la mañana, y había sido Adelaide quien lo había hecho. Estaba tan desorientado que no podía asimilar dónde estaba o lo que había sucedido. Sally fue a verle después de que él hubiese tomado algo de té, pero el hombre no le hablaba. «No sé», le decía, o «Me he olvidado» o «No me acuerdo»; y por mucho que Sally se esforzara en hacerle reaccionar nombrando a su padre, la compañía, el barco, el señor Van Eeden -el agente de la compañía-, Bedwell no dijo una sola palabra. Sólo la frase «Las Siete Bendiciones» le provocaba alguna reacción, que no era muy alentadora; su cara enrojecía de golpe y empezaba a sudar y a temblar. Frederick le aconsejó que dejara pasar al menos un día.
El sábado por la tarde acudió a la cita que tenía con Jim, para decirle dónde estaba viviendo y por qué. Cuando se enteró del rescate de Bedwell y Adelaide, casi lloró de frustración por habérselo perdido. Jim juró que pasaría por allí tan pronto como pudiera para comprobar si sus nuevos amigos eran gente de fiar.
Durante ese mismo fin de semana hicieron las primeras estereografías artísticas y dramáticas. Realizar una estereografía era mucho más sencillo de lo que Sally había imaginado. Una cámara estereográfica era como una normal, aunque tenía dos objetivos, separados a la misma distancia que los ojos de una persona, que servían cada uno de ellos para tomar una imagen independiente. Cuando las dos imágenes se imprimían una al lado de la otra y se visualizaban a través del estereoscopio, que sólo era un instrumento con dos objetivos situados en el ángulo derecho para mezclar las imágenes en una, el espectador veía una fotografía en tres dimensiones. El efecto era casi mágico.
Frederick preparó primero algunas fotografías divertidas, para verlas por separado. El título de una de ellas era Un descubrimiento horrible en la cocina, y lo protagonizaban Rosa como la mujer que se desmaya, y Trembler como el marido conmocionado. Era la reacción a lo que Sally, como cocinera, les estaba enseñando: un armario repleto de escarabajos negros, casi tan grandes como un ganso. Adelaide había recortado escarabajos de papel marrón y los había pintado de negro. Trembler también quería una fotografía de Adelaide, así que lo disfrazaron, pusieron a la niña sobre su regazo y les hicieron una fotografía para ilustrar una canción sentimental.
– Estáis muy guapos -dijo Frederick.
Y así pasó el fin de semana.
En otra parte de Londres, las cosas no estaban tan tranquilas. Berry, por ejemplo, las estaba pasando canutas. La señora Holland le había hecho arreglar todo el desorden que se había producido en el vestíbulo, y luego tuvo que reparar las barandillas rotas. Cuando se atrevió a protestar, ella le dejó bien claro lo que pensaba de él:
– ¡Un hombre tan grande y fuerte, dejándose abatir por un simple domador de circo! ¡Y encima drogado! Cielos, me gustaría verte luchando como un animal salvaje, ¡no como una cucaracha!
– Oh, pare el carro, señora Holland -protestó el hombretón, nervioso, mientras clavaba un listón en la puerta rota-. Seguro que era un profesional. No es ninguna vergüenza que me ganen con técnica. Debe de haber luchado con los mejores, ése.
– Bien, pues ahora ha luchado con el peor de todos. Incluso la pequeña Adelaide se hubiera sabido defender mejor. Oh, Berry, tienes mucho que darme a cambio, sí, sí… Continúa y termina la puerta. Después te toca ir a pelar patatas.
Berry murmuró algo, pero sin permitir que ella le oyera. No se había atrevido a decirle que los había dejado pasar por la cocina. La vieja pensaba que Adelaide se había esfumado, pero la aparición repentina del fotógrafo de Swaleness le había recordado otra vez a Sally. Así que también tenía interés en Bedwell, ¿verdad? La señora Holland creyó que Sally había obrado astutamente y que había cambiado las verdaderas instrucciones, claras y explícitas, para encontrar el rubí por aquellos papeles sin sentido. Y ahora Sally ya tenía el rubí… Sin lugar a dudas. Pues bien, la señora Holland la encontraría. Y donde ella estuviera, también estaría el fotógrafo, y Bedwell, y una fortuna.
Su descontento fue aumentando progresivamente, como el número de tareas que encargó a Berry. El fin de semana, en su caso, fue realmente mucho peor.
Pero quizá el hombre más preocupado de todo Londres ese fin de semana era Samuel Selby. Se sentía abochornado por el hecho de haber pagado ya cincuenta libras a la señora Holland, sólo obteniendo a cambio la promesa de volver a ponerse en contacto con él, pronto, para hacer más negocios.
Y por eso refunfuñaba delante de su mujer y su hija, gritaba enojado a sus sirvientes, daba patadas al gato y se encerró, el sábado al anochecer, en la sala de billar de Laburnum Lodge, su casa en Dalston. Se puso un batín de terciopelo carmesí, se sirvió una gran copa de coñac e hizo algunas jugadas de billar mientras intentaba pensar en la manera de frustrar los planes de su chantajista.
Pero, de hecho, no conseguía entender cómo le había llegado a aquella mujer esa información.
Y tampoco podía hacerse una idea de cuánto sabía. La pérdida de la goleta Lavinia y la reclamación fraudulenta del seguro ya eran en sí mismas suficientemente perjudiciales; pero el otro negocio, el centro de todo, el negocio que Lockhart había estado a punto de descubrir… no había sido mencionado por aquella señora.
¿Quizá no lo sabía? Cincuenta libras era una suma insignificante, después de todo, comparada con las cantidades que estaban implicadas en el asunto…
¿O es que en realidad aún no se lo había dicho todo y lo reservaba para otra visita?
¿O es que su informador no le había contado todo por interés propio?
¡Al diablo!
Apuntó con precipitación el taco de billar hacia la bola blanca, falló, rasgó el tapete y rompió el taco brutalmente con su rodilla antes de dejarse caer en un sillón.
¿Y la chica? La hija de Lockhart… ¿tenía algo que ver con eso?
No lo podía saber.
¿Y el chico de los recados? ¿Y el conserje? No, absurdo. La única persona que lo sabía era Higgs, y Higgs…
Higgs había muerto mientras la hija de Lockhart estaba hablando con él. Muerto de miedo, según el jefe de contabilidad, que había oído por casualidad al médico. Ella debía de haber dicho algo que sobresaltó a Higgs…, algo que su padre le había contado; y Higgs, en vez de irse de la lengua, escogió morir.
Selby resopló, desdeñoso. Aunque ciertamente aquello era una especulación interesante; y quizá, al fin y al cabo, la señora Holland no era su principal enemigo.
Quizá sería mejor unirse a ella en vez de luchar contra ella. Era muy repelente, pero tenía cierto estilo, y Selby sabía reconocer a una tipeja dura de pelar cuando la veía.
¡Exacto! Cuanto más pensaba en ello, más le gustaba la idea. Se frotó las manos y mordió la punta de su habano; luego se puso un gorro para que el cabello no le oliera a humo, encendió el puro y se acomodó para escribir una carta a la señora Holland.
Había una persona cuyo fin de semana había ido tal como había previsto…, según los planes de la Compañía de Navegación a Vapor Oriental y Peninsular, ni más ni menos. Se trataba de un pasajero que viajaba a bordo del Drummond Castle, de Hankow. La travesía por el golfo de Vizcaya había sido dura, pero no había sufrido en absoluto. Parecía insensible a la mayoría de incomodidades del viaje y, mientras el barco avanzaba hacia el Canal a una velocidad media de diez nudos, permanecía en cubierta, en el lugar que había hecho suyo desde Singapur, leyendo las obras de Thomas De Quincey.
Ni el viento frío ni la llovizna le importaban lo más mínimo. De hecho, cuanto más helado era el aire y más gris era el cielo, mucho mejor se sentía. Comió y bebió con ganas mientras el barco se metía en una zona del Canal donde el oleaje era de lo más fastidioso, y fumó uno tras otro una serie interminable de puritos muy fuertes.
El domingo por la noche el barco rodeó la costa septentrional y empezó el último tramo del viaje hasta el estuario del Támesis. Avanzaba lentamente en aquellas aguas agitadas, y mientras anochecía, el pasajero se apoyó en la barandilla y miró atentamente las luces de la costa de Kent, a su izquierda, firmes, dulces y cálidas; observó la espuma blanquecina que surgía de la proa del barco y también la miríada de luces titilantes de las boyas y faros que guiaban a los pasajeros inocentes como él mismo entre los bancos de arena y los peligros del mar.
Y mientras lo pensaba, el pasajero soltó una carcajada.