124256.fb2 La maldici?n del rub? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Luces bajo el agua

En la oficina de Cheapside había pintores. La entrada estaba llena de cubos de cal y pintura, y los pasillos obstruidos por brochas y escaleras. El lunes por la tarde, antes de cerrar, el conserje llamó a Jim.

– ¿Qué quiere? -preguntó Jim, y se fijó en un mensajero que aguardaba junto a la chimenea de conserjería. Jim le miró con mala cara, observando detenidamente el sombrerito redondo que llevaba.

– Una carta para el señor Selby -dijo el conserje-. Llévala arriba y trata de comportarte.

– ¿Qué está esperando? -dijo Jim, señalando al mensajero-. Seguro que está esperando a su dueño, con el organillo, ¿no?

– No es asunto tuyo -dijo el mensajero.

– Cierto -dijo el conserje-. Es un chico educado, este chaval. Va a llegar lejos.

– Bueno, ¿y por qué no empieza ahora?

– Porque está esperando una respuesta, por eso.

El mensajero esbozó una sonrisa burlona y Jim se fue, con el ceño fruncido.

– Quiere una contestación, señor Selby -dijo en la oficina principal-. Está esperando abajo.

– ¿Está esperando? -dijo Selby, mientras abría el sobre. Sus mejillas estaban más encendidas que nunca, aquel día, y sus ojos, inyectados en sangre. Jim le observó con interés, preguntándose si el señor Selby estaba a punto de morir de apoplejía. Mientras le miraba, el fenómeno fue alterándose, y el rostro de Selby sufrió una transformación radical, como si del mar se tratara: la intensa marea de su color bajó de golpe y dejó en contrapartida un blanco grisáceo, bordeado por sus pelirrojas patillas. Selby se sentó repentinamente.

– ¡Acércate! -dijo con voz ronca-. ¿Quién está abajo? ¿Él mismo, en persona?

– Un mensajero, señor Selby.

– Oh. Ven aquí…, acércate un momento a la ventana con discreción y echa un vistazo.

Jim obedeció.

La calle estaba obscura, y las luces de las ventanas de la oficina y las de la parte delantera de los carruajes y autobuses brillaban alegremente en la penumbra.

– ¿Ves a un tipo bien afeitado, rubio, de tez morena y bastante fuerte?

– Hay cientos de personas allí abajo, señor Selby. ¿Qué debería de llevar puesto?

– ¡No sé qué diantres lleva puesto, chico! ¿Ves a alguien que esté esperando?

– A nadie.

– Hum… Bien, será mejor que escriba la respuesta, creo.

Garabateó algo con rapidez y lo metió dentro de un sobre.

– Dale esto -dijo él.

– ¿No va a escribir la dirección, señor Selby?

– ¿Para qué? El chico ya sabe adonde llevarla.

– Por si se muere en medio de la calle. Tiene pinta de estar un poco enfermo. No me extrañaría que la palmara antes de que acabe esta semana…

– ¡Venga, vete!

Así pues, Jim no pudo descubrir la identidad del hombre que ponía a Selby tan nervioso; entonces cambió su táctica con el mensajero.

– Aquí tienes -dijo Jim, haciéndose el simpático-, ¡Igual lo encuentras interesante! Si lo quieres, es tuyo.

Le ofreció un ejemplar andrajoso de The Skeleton Crew, or Wildfire Ned. El mensajero le echó un vistazo sin mostrar mucha emoción, lo cogió sin decir nada y se lo guardó en uno de sus bolsillos.

– ¿Dónde está la respuesta que estoy esperando? -dijo él.

– Ah, sí, qué tonto soy -dijo Jim-. Aquí tienes. Sólo que el señor Selby olvidó escribir el nombre del caballero en el sobre. Lo haré por ti, sólo dime cuál es -se ofreció, mojando la pluma en el tintero del conserje.

– ¡Que te den! -exclamó el mensajero-. Dámelo. Sé perfectamente dónde tengo que llevarlo.

– Bueno, ya sé que lo sabes -dijo Jim, entregándosela-. Sólo creí que así la cosa sería más formal.

– ¡A la mierda! -exclamó el mensajero, alejándose de la chimenea. Jim le abrió la puerta y se agachó para apartar algunos trastos que los pintores habían dejado en medio, bloqueando la salida. El conserje, mientras tanto, elogió al mensajero por su elegante uniforme.

– Sí, yo siempre digo que hay que tener gracia para llevar la ropa -dijo el visitante-. Si se viste bien, se puede llegar muy lejos.

– Sí, tienes mucha razón -dijo el conserje-. ¿Lo estás escuchando, Jim? Es un joven muy sensato.

– Sí, señor Buxton -contestó Jim, con respeto-. Lo recordaré. Por aquí…, te enseñaré la salida.

Poniendo una mano en señal de amistad sobre la espalda del mensajero, Jim le abrió la puerta que daba a la calle. El chico salió airadamente sin decir una palabra, pero no había andado ni cinco metros cuando Jim le llamó:

– ¡Eh! ¿No te has olvidado algo?

– ¿Qué? -dijo el chico volviéndose.

– Esto -dijo Jim, y le lanzó con su goma elástica una bola de papel completamente empapada de tinta. Le dio justo en medio de los ojos, salpicando su carga por toda la nariz, las mejillas y la frente, y el chico empezó a gritar rabioso. Jim se quedó en el escalón sacudiendo la cabeza.

– Vaya, vaya -dijo él-. No deberías utilizar ese lenguaje. ¿Qué diría tu mami? Mejor será que pares, o harás que me sonroje.

El mensajero apretó los dientes y los puños, pero con sólo ver los brillantes ojos de Jim y su tensa postura, echado hacia delante, esperándole, consideró que la dignidad era la mejor venganza; y se volvió y se fue sin decir nada. Jim le miró, con gran satisfacción, mientras la elegante americana granate, con su mano impresa con cal en la espalda, desaparecía entre la multitud.

– Hotel Warwick -le dijo Jim a Sally dos horas después-. Lo tenía inscrito en su gorra, el muy idiota. Y en todos sus botones. No me importaría nada ver lo que sucede cuando llegue al hotel con tinta y cal por todas partes. Hola, Adelaide -prosiguió-. He estado en Wapping.

– ¿Has visto a la señora Holland? -dijo la niña.

– Sólo una vez. Tiene a aquel matón encerrado, haciendo todo lo que antes te mandaba a ti. ¡Ja! ¡Ésta sí que es buena!

Estaban en la cocina, en Burton Street, y Jim estaba mirando las nuevas estereografías.

– ¿Cuál te gusta más? -dijo Sally, interesada en saber su opinión.

– Estas horribles y enormes cucarachas. Es para partirse de risa, sí señor. Deberíais hacer asesinatos. Deberíais representar Sweeney Todd o Red Barn.

– Lo haremos -dijo Sally.

– O «Jack talones de muelle surcando el cielo».

– ¿Quién? -dijo Frederick.

– Mira -dijo Jim, enseñándole un ejemplar de Chicos de Inglaterra. Frederick puso los pies encima del cubo del carbón y se acomodó para leerlo.

– ¿Y cómo está el tipo de arriba? -continuó Jim-. ¿Cómo se recupera?

– Casi no ha hablado -dijo Sally.

– ¿Qué le pasa? ¿Está asustado o algo por el estilo? Porque… me parece que aquí no corre peligro.

– Quizá sólo necesite un tiempo para recuperarse del opio. O quizá deberíamos darle más droga -dijo Sally, que era muy consciente de lo poco que les quedaba de la bola de resina en el armario de la cocina. Además, su Pesadilla también era prisionera de esa resina como un genio dentro de una lámpara, y sólo necesitaría una cerilla para liberarla.

– ¿Qué crees que quiere el hombre del Hotel Warwick? -dijo ella, cambiando de tema.

– El viejo Selby últimamente está muy nervioso. Creí que se iba a desplomar cuando leyó la carta, esta tarde. Los está engañando, y ellos se han dado cuenta; eso es todo.

– ¿Pero qué pueden estar haciendo? Frederick, ¿qué puede hacer una compañía naviera que vaya contra la ley? ¿Qué delitos pueden cometer?

– Contrabando -contestó él-. ¿Qué te parece?

– Podría ser -dijo Jim-. También puede tratarse de fraude. Hundir barcos y reclamar el seguro.

– No -se opuso Sally-. La compañía sólo tenía ese barco. No son propietarios de barcos, son agentes marítimos. Y este tipo de asuntos son muy fáciles de detectar, ¡por supuesto!

– Pasa siempre -dijo Jim.

– ¿Crees que fue hundido a propósito?

– ¡Pues claro que sí!

– ¿Para qué?

– Yo os lo diré -dijo la voz de Matthew Bedwell.

Estaba de pie en la entrada de la cocina; estaba pálido y temblaba. Adelaide se quedó boquiabierta y Frederick se levantó rápidamente para ayudarle a sentarse en la silla que había junto a la estufa.

– ¿Dónde estoy? -preguntó-. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?

– Está en Bloomsbury -contestó Frederick-. Su hermano le trajo aquí hace tres días. Somos todos amigos… Está más o menos a salvo.

Bedwell miró a Adelaide, que no dijo nada.

– Adelaide se escapó -explicó Sally-. El señor Garland nos deja quedarnos aquí porque no tenemos ningún otro sitio adonde ir. Aparte de Jim.

Los ojos del marinero pasaron de uno a otro muy lentamente.

– Estabais hablando de la goleta Lavinia -dijo él-. Es eso, ¿verdad?

– Sí -dijo Sally-. ¿Qué nos puede contar?

Dirigió su atención a la chica.

– ¿Es usted la hija del señor Lockhart?

Sally asintió.

– Me pidió… me pidió que le diera un mensaje. Me temo que él está… Me temo que ellos… Quiero decir que… él está muerto, señorita. Lo siento. Me imagino que ya lo sabía.

Ella asintió de nuevo y notó que no podía hablar.

Bedwell miró a Frederick.

– ¿Mi hermano está aquí?

– Está en Oxford. Está esperando a que se recupere. Vendrá el miércoles, pero quizá usted podrá ir allí antes.

Bedwell se inclinó hacia atrás y cerró los ojos.

– Quizá -dijo él.

– ¿Tiene hambre? -preguntó Sally-. No ha comido nada durante días.

– Si tenéis algo parecido a un traguito de coñac en la casa, os estaré eternamente agradecido. Pero de momento no podría comer. Ni un poco de tu sopa, Adelaide.

– No era mía -dijo la niña con vehemencia.

Frederick le sirvió un poco de coñac.

– A vuestra salud -dijo Bedwell, y echó un buen trago-. Sí -prosiguió-, la Lavinia… Os diré lo que sé de esa goleta.

– ¿Y el mensaje? -dijo Sally.

– Forma parte de la historia. Empezaré en Singapur, cuando su padre embarcó.

– Yo era el segundo de a bordo de la Lavinia -empezó-. No tenía un gran amarradero, ya que sólo era un carguero, pequeño y viejo… Llevaba todo tipo de mercancías entre Yokohama y Calcuta, y entre cualquier lugar que estuviera en esa misma ruta. Yo estaba pasando una mala racha entonces… y allí estaba la goleta Lavinia, que necesitaba un segundo de a bordo, y yo, un trabajo… Navegué en la goleta durante dos meses, antes de que se hundiera. En ese momento tenía bastante mala fama, la Lavinia. No tanto ella como quizá sus propietarios. Dios sabe la gran cantidad de sinvergüenzas que hay en el mar de China, desde contrabandistas a piratas, pasando por una gran variedad de asesinos, despiadados y salvajes… Pero Lockhart y Selby eran otro tipo de ladrones. Peores, tal vez.

– No se refiere a mi padre, ¿verdad? -afirmó Sally con orgullo.

– No -dijo Bedwell-. Se lo aseguro. Su padre era un buen hombre… Lo supe al cabo de dos días de subir a bordo. Eran los otros, que utilizaban su nombre y el de la compañía, los responsables de esa mala fama.

– Pero… ¿a qué se debe esa mala fama? -preguntó entonces Frederick.

Bedwell miró su vaso y Sally le sirvió más bebida.

– No sé lo que sabéis de los chinos de las Indias Orientales -dijo él-. Existen todo tipo de redes que ejercen una gran influencia y presión: política, comercial, criminal… Y también sociedades secretas. Éstas empezaron, o eso decían, como una forma de organizar la resistencia frente a la dinastía Manchú, que gobierna China. Y me atrevo a decir que algunas de ellas actúan con fines honestos, de alguna manera para protegerse a sí mismos y a sus parientes, mezclado con algo de sus rituales. Pero hay otras sociedades mucho más siniestras. Me refiero a las Tríades.

– ¡Las conozco! -exclamó Jim de pronto-. ¡ La Sociedad del Dragón Negro! ¡Y los Hermanos de la Mano Escarlata! Leí una historia sobre ellos en Relatos policíacos para chicos británicos.

– Oh, cállate, Jim -dijo Sally-. Esto va en serio. Continúe, señor Bedwell.

– No creo que tu revista sepa ni la mitad de lo que ocurre realmente, muchacho. Asesinatos, torturas… Preferiría caer en manos de la Inquisición española que cruzarme con las sociedades Tríades.

– Pero ¿eso qué tiene que ver con Lockhart y Selby? -preguntó Sally.

– Los rumores decían que existía alguna relación entre la compañía (sus agentes y sus directores) y una de esas sociedades. Bajo las órdenes de sus dirigentes.

– ¿Qué? -dijo Frederick.

– ¿Todo ellos? -dijo Sally-. ¿Incluso un hombre llamado Hendrik van Eeden? Mi padre dijo que era de fiar.

– No sé quién es, señorita Lockhart. Pero hay docenas de agentes y, además, esto sólo era un rumor. Probablemente su padre tuviera razón.

– ¿Qué pasó cuando embarcó en la goleta?

– Lo primero que sucedió es que perdimos un cargamento. El señor Lockhart subió a bordo inesperadamente. Con él viajaba un sirviente, un individuo malayo llamado Perak. Nunca se separaba de él. Teníamos previsto cargar una mercancía de ropa pero, inesperadamente, fue cancelada. Nos ordenaron que saliéramos sin cargamento, pero también estas órdenes quedaron anuladas. Finalmente nos dirigimos a otro embarcadero y cargamos el barco de manganeso. Estuvimos en el puerto durante una semana.

– ¿Quién dio esas órdenes? -preguntó Frederick-, ¿El señor Lockhart?

– No, el agente local. El señor Lockhart estaba muy enfadado y no sabría decir la cantidad de veces que fue de un lado a otro. No paraba de ir y venir, entre el puerto y la oficina. Él no tenía la culpa; y a mí no me gustaba cómo iban las cosas…, no había ni la más mínima seriedad ni profesionalidad en todo lo que se hacía. A él tampoco le gustaba nada, y creo que adivinó mis pensamientos. Fue durante esa semana cuando empezamos a hablar. Perak, el sirviente, solía tomar notas… Había sido administrativo, me contó el señor Lockhart.

»Finalmente zarpamos de Singapur el 28 de junio, con la intención de navegar hasta Shangai llevando ese cargamento de manganeso. Y ya en esa primera tarde en el mar, vimos el junco negro.

»Hoy en día hay un gran tráfico marítimo en esos mares y, por supuesto, ver un junco en esa parte del mundo es de lo más normal, pero no me gustaba su aspecto. Una embarcación de gran altura sobre el agua, con las velas y el casco obscuros, como si nos estuvieran observando. Se mantuvo a distancia durante dos días y dos noches. Hubiésemos podido adelantarla fácilmente, porque con aquel casco cogían todo el viento al virar y evidentemente no podían hacerlo como una goleta. Hubiésemos tenido que alejarnos de ella navegando velozmente hacia el noreste, pero no lo hicimos.

»El hecho es que el capitán parecía estar perdiendo el tiempo a propósito. El señor Lockhart no era marino, si no, hubiese notado enseguida que íbamos demasiado lentos… Y el capitán, un hombre llamado Cartwright, hizo cuanto pudo para alejarme de él; aunque Lockhart pasaba la mayoría del tiempo en su camarote, escribiendo.

»Fueron unos días muy extraños. Navegábamos casi a la deriva, alejándonos cada vez más de las rutas marítimas establecidas, y poco a poco, el trabajo a bordo se iba acabando… Continué al lado del capitán, pero él intentaba evitarme. Los hombres estaban tumbados a la sombra, en cubierta, y nunca nos quitábamos de encima la presencia de un horrible casco negro en el horizonte. Continuaba avanzando lentamente, deslizándose a la deriva por el agua… Estaba empezando a volverme loco.

»Sucedió durante la segunda noche.

»Estaba haciendo guardia. Era hacia la una de la madrugada; un marinero llamado Harding estaba al timón, y ese enorme junco negro seguía aún a lo lejos, sin perdernos de vista, en la obscuridad. Era lo único obscuro. No había luna, pero sí estrellas… Nunca habéis visto las estrellas, si sólo las habéis visto en Inglaterra. En los trópicos no titilan débilmente, sino que iluminan todo el cielo; y el mar… estaba vivo, con fosforescencias. Nuestra estela y el oleaje de nuestra proa atravesando el agua formaban increíbles vías en forma de remolinos, constituidas por billones de puntos de luz blanca, y todo el mar a ambos lados estaba lleno de intensos movimientos brillantes…, los peces salían a la superficie, grandes nubes relucientes y capas de colores indefinidos, pequeños bancos y remolinos de luz allá abajo, en las profundidades… Sólo una o dos veces en la vida se puede tener la suerte de ver una noche como ésa… Es una imagen que deja sin respiración. Y el junco era lo único obscuro en todo aquel resplandeciente paisaje. Sólo había un pequeño farol amarillo aflautado balanceándose en lo alto del palo mayor; todo lo demás era completamente negro, como si fuera un recorte, como una marioneta en una de esas obras de sombras chinescas que se hacen por allí.

»Y entonces Harding, el timonel, me dice:

»-Bedwell, hay un hombre entre los botes salvavidas.

»Me asomé a la barandilla, con mucho cuidado para no hacer ruido, y vi con claridad una figura bajando hacia un bote que se tambaleaba en el agua, junto al barco. Estuve a punto de llamarle, pero todo ese resplandor me permitió reconocer su cara. Era el capitán.

»Le dije a Harding que se quedara donde estaba y bajé corriendo a toda prisa por las escaleras que llevaban al camarote del señor Lockhart. Estaba cerrado con llave… No me respondió cuando llamé a la puerta, así que le di una patada y la eché abajo. Y entonces… -Bedwell interrumpió el relato y miró a Sally-. Lo siento, señorita: le habían apuñalado.

Sally sintió una ráfaga de angustia que le subía por el pecho; los ojos se le inundaron de lágrimas; veía borrosa toda la habitación. Sacudió, furiosa, la cabeza.

– Continúe, por favor -musitó ella-. No se detenga.

– El camarote estaba completamente revuelto. Todos sus papeles estaban esparcidos por el suelo, habían hecho trizas la litera, su baúl estaba boca abajo… Era un caos. Y mientras, el capitán abandonaba el barco y el junco estaba cerca… Estuve a punto de volver para despertar a la tripulación, y justo entonces oí un débil lamento que procedía de la litera.

»Estaba vivo. Casi no podía moverse, así que intenté levantarle, pero él no quiso.

»-¿Quién le ha hecho esto, señor Lockhart? -le pregunté.

»Dijo algo que no pude entender y entonces susurró dos palabras que me helaron la sangre:

»-Ah Ling -dijo-. El junco negro es su barco. El capitán…

»No podía seguir hablando por el momento. Empecé a pensar desesperadamente. Ah Ling… Si era su barco, entonces no teníamos escapatoria. Ah Ling era el peor de los asesinos, un salvaje sanguinario de los mares del sur de la China. Había oído su nombre miles de veces y siempre que se mencionaba, la gente se estremecía de miedo.

»Y entonces el señor Lockhart habló otra vez:

«-Encuentra a mi hija, Bedwell. Mi hija Sally. Explícale lo que ha pasado…

»Lo siento, señorita Lockhart; su padre dijo entonces algunas cosas más, que eran incomprensibles… o que no pude oír con claridad…, no lo sé. Pero acabó diciendo:

»-Dile que tenga la pistola a punto.

»Esto es todo lo que puedo recordar con claridad. Dijo eso y luego murió.

El rostro de Sally se humedeció por las lágrimas. Esas palabras («Ten la pistola a punto») era lo que siempre le decía su padre antes de partir de viaje; y ahora la había dejado para siempre.

– Estoy bien -dijo Sally-. Le escucho. Debe contármelo todo. No me haga caso si lloro. Continúe, por favor.

– Deduje que había dictado una carta a su sirviente. Pero no creo que haya llegado nunca, ¿verdad?

– Sí que llegó- dijo Sally-. Así empezó todo.

Bedwell se rascó una ceja. Frederick, que vio el vaso del marinero vacío y al hombre bastante agotado, le sirvió lo que quedaba del coñac.

– Gracias. ¿Dónde estaba?… Sí, bien, lo que sucedió después fue que oí un extraño ruido, un repiqueteo sobre mi cabeza, como si se tratara de grandes pero suaves gotas de lluvia cayendo sobre la cubierta. Pero no era lluvia: eran unos pies desnudos que la recorrían y, al cabo de un instante, oí un grito salvaje que procedía de Harding, que estaba al timón. Y luego otro sonido, esta vez de alguien destrozando madera…

»Subí las escaleras que daban a cubierta y permanecí escondido en la penumbra para observar lo que sucedía.

»El barco se estaba hundiendo. Seis o siete demonios chinos estaban haciendo trizas los botes salvavidas, y dos o tres de nuestros tripulantes estaban tirados en el suelo, cubiertos de su propia sangre. El barco estaba ya tan escorado que vi a uno de esos cuerpos sin vida que se empezaba a mover, como si estuviera vivo, pero que en realidad resbalaba lentamente por la cubierta hacia el agua, que poco a poco iba subiendo para engullirlo…

»Aunque viviera cien años nunca olvidaré la imagen de ese barco. Aún la llevo dentro, incluso la veo más claramente que esta habitación; sólo tengo que cerrar los ojos y aparece ante mí… El mar lleno de luz, resplandeciendo con todos los colores del arco iris, como una enorme y lenta exhibición de fuegos artificiales, y como una lluvia de brillantes rayos todo aquello que caía en el agua, y una temblorosa línea de fuego blanco rodeando los límites del barco; el perfil obscuro e inmóvil del junco un poco más allá; y por encima, las estrellas, también de todos los colores: rojas y amarillas, y azules y blancas; y los muertos ensangrentados en la cubierta, y los piratas destrozando de forma salvaje los botes y la sensación de hundimiento, de caída lenta en ese gran baño de luz…

»Soy adicto a una droga terrible, señorita Lockhart; he pasado más días y noches sumido en sueños extraños de las que yo mismo pudiera imaginar; pero nada de lo que he visto bajo sus efectos me ha parecido más raro o más terrible que esos pocos minutos que pasé en la cubierta de la goleta Lavinia cuando se estaba hundiendo.

»Y entonces noté una mano que me agarraba la manga. Volví la cabeza y allí estaba el sirviente Perak, con el dedo en los labios.

»-Venga conmigo, Bedwell -me dijo susurrando, y le seguí, indefenso como un bebé. Sólo Dios sabe cómo lo había conseguido, pero había arriado y bajado al agua el bote del capitán, que estaba allí flotando, tambaleándose en la parte de popa de la goleta. Subimos a él y remamos para alejarnos de allí, sólo una pequeña distancia. ¿Hubiese tenido que quedarme? ¿Debería haberme enfrentado a esos piratas y sus alfanjes, desarmado? No lo sé, señorita Lockhart; no lo sé…

»Entonces los piratas se fueron, subieron a su bote y se alejaron remando. La Lavinia estaba a punto de hundirse y el resto de los tripulantes -los que no habían sido asesinados en la cubierta- intentaron soltar los botes salvavidas. Gritaron, enfurecidos y aterrorizados, cuando descubrieron que los habían destrozado. Un instante después, la goleta se hundió, con una rapidez inaudita, como si una gran mano la estuviera arrastrando hacia el fondo del mar. Se produjo un gran remolino y oímos los gritos de los marineros cuando caían al mar. El bote era pequeño, cabían siete u ocho bien apretados; podíamos salvar a alguno de ellos. Di media vuelta y remé hacia donde estaban.

»Pero cuando sólo nos faltaban cincuenta metros para alcanzarlos, aparecieron los tiburones. ¡Pobres diablos! No tenían forma de huir. Eran todos unos incompetentes, unos vagos, pero no había ninguna maldad en ellos; y ya estaban condenados antes de empezar el viaje…

»Muy pronto nos encontramos solos. El mar estaba cubierto de restos del naufragio, remos astillados y palos rotos. Vagamos a la deriva en medio de todo aquello, sintiendo… nada. Sintiendo todo el cuerpo entumecido. Sabéis, creo que incluso me quedé dormido.

»No tengo ni idea de cómo pasó esa noche; ni tampoco de por qué la suerte me volvió a acompañar al día siguiente, cuando un barco de pesca malayo nos recogió. No teníamos ni comida ni agua, no hubiésemos sobrevivido más de veinticuatro horas.

Nos dejaron en tierra en su pueblo y entonces nos dirigimos a Singapur. Y allí…

Bedwell se detuvo y se frotó los ojos por el cansancio. Pero los mantuvo cerrados y dejó la mano encima de ellos. Frederick dijo lentamente:

– ¿Opio?

Bedwell asintió.

– Me dirigí a un fumadero y me abandoné al humo. Una semana, dos semanas, ¿quién sabe? Perdí también a Perak. Lo perdí todo. Luego reaccioné, y conseguí embarcarme en un barco a vapor que se dirigía a Londres, y… bien, el resto ya lo conocen.

»Ahora ya saben por qué se hundió la goleta. No fue a causa de un arrrecife o de un tifón; ni por el seguro.

»Y esto es lo que creo: se había extendido la noticia de que el señor Lockhart estaba a bordo, buscando, haciendo preguntas. Alguien dio órdenes de crear confusión con respecto al cargamento que debíamos llevar para mantener el barco durante una semana en el puerto, mientras Ah Ling y su sanguinaria tripulación se apresuraban para salir a nuestro encuentro.

»Hundieron el barco simplemente para ocultar el asesinato de su padre. Una muerte aislada hubiese parecido sospechosa, pero una entre muchas en un naufragio, especialmente si no hay nadie que pueda observar…, bueno, parece más bien obra del Señor.

»Lo que no puedo entender son los dos días de navegación hacia Singapur. Pero una de las cosas que he aprendido en Oriente es que nada se hace sin ningún motivo; algo los hizo esperar hasta la noche del treinta, a pesar de que nos hubiesen podido atacar antes, en cualquier momento… Aunque creo que en realidad estaban esperando a que nos alejáramos de las rutas marítimas.

«Alguien lo organizó todo. Alguien poderoso y sin piedad; quizá de Singapur. Intuyo que la sociedad secreta de la que os he hablado está detrás de todo esto. Aplican los peores castigos a sus enemigos y a los que los traicionan.

– Pero ¿qué esconden…?

Se hizo el silencio.

Sally se levantó, cruzó la cocina y se dirigió hacia la estufa. Echó una pala llena de carbón sobre las ascuas y las removió hasta reavivar el fuego.

– Señor Bedwell, ¿es posible…?, cuando toma opio, quiero decir, ¿es posible que recuerde cosas que haya olvidado?

– Me ha pasado muchas veces. Como si las estuviera viviendo otra vez. Pero no necesito opio para recordar esa noche en la que la goleta Lavinia se hundió… ¿Por qué lo pregunta?

– Oh…, es algo que he oído. Pero hay otra cosa: esas sociedades secretas. Tríades… Se llaman así, ¿verdad?

– Eso es.

– ¿Y ha dicho que los agentes de la compañía eran miembros de una de ellas?

– Corrían rumores.

– ¿Sabe cuál era?

– Sí. Lo recuerdo. Y fue cuando oí hablar de Ah Ling, el pirata. Se decía que era el jefe de esa misma sociedad. Se llamaba Fan Lin Society, señorita Lockhart… «Las Siete Bendiciones».