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A la mañana siguiente, Sally salió a dar un paseo y reflexionar sobre lo que Matthew Bedwell le había contado. El ambiente era frío y húmedo, y la neblina parecía que amortiguara el ruido del tráfico. Lentamente, la chica se iba acercando al Museo Británico.
Así que… su padre había sido asesinado…
Lo había sospechado desde el principio, por supuesto, y la historia de Bedwell no hacía más que confirmar lo que siempre había temido.
Aunque sabía sin lugar a dudas lo que significaba la frase «Las Siete Bendiciones», ese nuevo elemento comportaba una mayor dificultad para desentrañar el misterio. ¿Qué relación tenía esa sociedad con una compañía naviera? ¿Y qué secreto de gran valor se escondía detrás de la muerte de todos esos hombres? Higgs lo sabía, seguro, pero ¿y Selby? ¿Y quién era ese hombre desconocido, el del Hotel Warwick, que había asustado tanto a Selby con su carta?
Y luego el mensaje de su padre, antes de morir: «Ten la pistola a punto». Prepárate; eso es lo que significaba.
Lo había estado haciendo hasta entonces, y lo seguiría haciendo, pero el mensaje no iba más allá de esa advertencia. Sally deseaba que Bedwell pudiera recordar todo lo que Lockhart le había dicho; cualquier pista, por insignificante que pareciese, era mejor que nada. Bedwell estaba al cuidado de su hermano y eso le daba esperanzas de que podría recuperarse y, quizá, recordar algo. Lo deseaba con toda su alma.
Llegó al Museo Británico y subió, absorta en sus pensamientos, un tramo de las escaleras. Las palomas picoteaban bajo las columnas; tres chicas un poco más jóvenes que ella, acompañadas por la institutriz, subían las escaleras armando alboroto. Sally, perturbada por escenas de muertes repentinas y armas, se sentía muy lejos de la tranquilidad, la calma de ese lugar tan civilizado.
Decidió volver a Burton Street. Le iba a pedir algo a Trembler.
Le encontró en la tienda, poniendo en orden los marcos de fotografías que tenía en el escaparate. La muchacha oyó la risa de Rosa, que provenía de la cocina, y Tembler le dijo que el reverendo Nicholas había llegado.
– Sabía que le había visto antes -dijo él-. Hace dos o tres años, en el gimnasio Sleeper, justo cuando cambiaron las reglas del boxeo y se empezaba a pelear con guantes, por las nuevas normas del marqués de Queensberry, ¿sabe? Fue un combate con Bonny Jack Foggon, que era uno de los mejores a puño desnudo. Duró quince asaltos, él con los guantes puestos y Foggon sin ellos… y ganó Bedwell, aunque quedó muy magullado.
– ¿El otro peleaba sin guantes?
– Sí, por eso perdió. Los guantes protegen las manos y también la cara del contrincante, y después de quince asaltos, Bedwell pegaba mucho más duro que Foggon, aunque es cierto que Bonny Jack siempre había tenido buenos puños. Recuerdo que le dio un puñetazo que lo dejó tieso, un magnífico derechazo, y así terminó el combate. Fue el triunfo de las nuevas reglas del boxeo. El señor Bedwell aún no era reverendo, claro. ¿Quería alguna cosa, señorita?
– Pues sí… Trembler, ¿sabes dónde puedo conseguir un arma? ¿Una pistola?
El hombre miró hacia un lado echando un resoplido por debajo del bigote, un gesto que solía hacer cuando estaba sorprendido.
– Depende del tipo de arma que desee -contestó-. Supongo que se refiere a una de las baratas.
– Sí. Me quedan pocas libras. Y, claro, yo no puedo ir a una armería… probablemente no querrían vendérmela. ¿Me podrías comprar una?
– Supongo que sabe cómo se utiliza una pistola.
– Sí. Tenía una, pero me la robaron. Ya te lo conté.
– Es verdad. Bueno, veremos lo que puedo hacer.
– Si prefieres no hacerlo, puedo pedírselo a Frederick. Pero pensé que quizá conocerías a alguien…
– ¿A alguien metido en asuntos ilegales?
Ella asintió.
– Bueno, puede ser. Ya veremos.
Se abrió la puerta y Adelaide entró con nuevas estereografías, acabados de imprimir. La expresión de Trembler cambió y dibujó una sonrisa de oreja a oreja, mostrando todos sus dientes bajo el bigote.
– Aquí está mi encantadora muchachita -dijo con satisfacción-. ¿Dónde estabas?
– Con el señor Garland -respondió la niña que, al ver a Sally, añadió-: Buenos días, señorita.
Sally sonrió y fue a saludar a los demás.
El miércoles por la tarde, dos días después de que el desconocido hubiera desembarcado, la señora Holland recibió la visita de Selby.
Era una visita inesperada; la mujer no sabía cómo comportarse con una víctima del chantaje, así que lo hizo lo mejor que supo.
– Entre, señor Selby -dijo sonriendo, con su tez amarillenta y brillante-. ¿Desea tomar un té?
– Muy amable -murmuró el caballero-. Gracias.
Durante algunos minutos intercambiaron cumplidos, hasta que la señora Holland perdió la paciencia.
– Bien, vayamos al grano -dijo ella-. ¡Adelante! Veo que se muere de ganas de contarme algo, e intuyo que son buenas noticias.
– Es una mujer inteligente, señora Holland. Le tengo una gran admiración, aunque haga poco tiempo que nos conocemos. Usted sabe algo sobre mí, no lo negaré…
– No puede negarlo -dijo la señora Holland.
– No lo haría si pudiera. El hecho es que usted debe saber que hay peces más gordos que yo. Usted tiene en su poder sólo el extremo de algo. ¿Qué le parecería tener todo lo demás?
– ¿Yo? -preguntó mostrando una falsa sorpresa-. Yo no soy la parte implicada, señor Selby. Sólo soy la intermediaria. Deberé hacer la propuesta a mi interlocutor.
– Bien, de acuerdo -dijo Selby, con impaciencia-, deberá consultárselo a ese caballero, si usted insiste. Aunque no entiendo por qué no le deja de lado y se ocupa usted directamente del asunto… pero es su decisión.
– Exacto -dijo la mujer-. Bueno, ¿me lo va a contar todo?
– No todo a la vez, por supuesto que no. ¿Por quién me ha tomado? También yo debo tomar mis precauciones.
– ¿Qué desea entonces?
– Protección. Y el setenta y cinco por ciento.
– La protección se la garantizo; el setenta y cinco por ciento, ni hablar. El cuarenta, sí.
– Venga, afloje. ¿Cuarenta? Al menos el sesenta…
Acordaron que cada uno se llevaría el cincuenta por ciento, ya que así los dos sabían que aceptarían el trato. Y entonces Selby empezó a hablar. Su discurso duró un buen rato y al terminar la señora Holland se quedó en silencio, ensimismada, mirando fijamente la parrilla vacía que había en la chimenea.
– ¿Y bien? -le preguntó él.
– Oh, señor Selby. Usted está solo. Me parece que está atrapado en algo más grande de lo que esperaba.
– No, no… -replicó de forma poco convincente-. Simplemente estoy un poco cansado de cómo van las cosas ahora. El mercado no es lo que era.
– Y usted quiere escapar mientras aún pueda, ¿verdad?
– No, no… Sólo pensé, y también que podría ser ventajoso para usted, que podríamos unir nuestras fuerzas. Sería como si nos asociáramos.
La mujer se golpeó la dentadura con la cucharilla del té.
– Le diré algo. Si usted me hace un favor, yo aceptaré su propuesta.
– ¿Qué quiere que haga?
– Su socio, Lockhart, tenía una hija. Ahora debe de tener unos… unos dieciséis o diecisiete años.
– ¿Qué es lo que sabe de Lockhart? Me parece que usted sabe demasiado sobre algunos malditos asuntos.
Ella se levantó.
– Entonces, adiós -dijo ella-. Le enviaré la factura de mi interlocutor por la mañana.
– ¡No, no! -dijo rápidamente-. Le pido disculpas. No quería ofenderla. Lo siento, señora Holland.
Selby estaba sudando, lo que llamó la atención de la mujer, ya que aquel día hacía frío. Fingiendo que se calmaba, la señora Holland se sentó de nuevo.
– Bien, teniendo en cuenta que se trata de usted -ella prosiguió- no me importa decirle que yo y los Lockhart, padre e hija, somos viejos amigos. Conozco a esa chica desde hace años, aunque es cierto que últimamente hemos perdido el contacto. Entérese de dónde vive ahora y haré lo posible para que usted no salga perdiendo.
– Pero ¿cómo voy a descubrirlo?
– Ése es su problema, y es mi precio. Eso y el cincuenta por ciento.
El frunció el ceño, gruñó, retorció los guantes y golpeó el sombrero; pero estaba atrapado. Entonces se le ocurrió otra cosa.
– Veamos -dijo él-. Me parece a mí que le he contado muchas cosas. Eso es evidente. Creo que ahora le toca a usted aclararme algunos aspectos. Dígame, por ejemplo, quién es ese caballero para el que trabaja… ¿Y dónde ha conseguido enterarse de todo eso, en primer lugar?
La señora dobló el labio superior emitiendo un silbido de serpiente. Selby se echó atrás y entonces se dio cuenta de que la mujer estaba sonriendo.
– Demasiado tarde para preguntar eso -dijo ella-. Ya hemos cerrado el trato y eso no entraba en las condiciones.
El hombre no pudo hacer otra cosa que suspirar profundamente. Había sido un ingenuo y había caído en la trampa. Selby se levantó, consciente de su error, y se marchó, mientras la señora Holland sonreía ampliamente como si fuera un cocodrilo feliz de ver a un niño caer al agua.
Y diez minutos después, Berry le dijo:
– ¿Quién era el caballero que acaba de irse, señora Holland?
– ¿Por qué? -dijo ella-. ¿Le conoces?
– No, señora. Sólo que alguien le observaba. Un tipo de constitución fuerte, rubio, estaba esperándole cerca del cementerio municipal. Cuando el caballero salió, apuntó algo en una libretita y le siguió a distancia.
Los ojos reumáticos de la señora Holland se abrieron y luego sus párpados se cerraron.
– ¿Sabes, Berry? -dijo ella-. Nos hemos metido en un juego apasionante. No me lo perdería por nada del mundo.
Trembler no tardó mucho en conseguir un arma para Sally. Al día siguiente, mientras Adelaide estaba ayudando a Rosa a coser unas prendas, le hizo señas a Sally para que se acercara y puso un paquete envuelto en papel marrón encima del mostrador.
– Me ha costado cuatro libras -dijo él-. Y también tiene la pólvora y las balas redondas.
– ¿Pólvora y balas redondas? -dijo Sally, consternada-. Esperaba algo más moderno.
Le dio el dinero a Trembler y abrió el paquete. La pistola no medía más de quince centímetros, y tenía un cañón corto y rechoncho y un percutor grande y curvado. La empuñadura era de roble y se ajustaba a su mano perfectamente; parecía estar bastante bien equilibrada y la marca del fabricante, Stocker de Yeovil, ya la conocía. Debajo del cañón estaba impresa la licencia gubernamental, tal como debía ser. Sin embargo, la parte superior del cañón, en la zona del pistón, donde la cápsula de percusión explotaba, estaba muy desgastada por el uso.
Un paquete de pólvora, una bolsita de pequeñas balas de plomo y una caja de cápsulas de percusión completaban el arsenal.
– ¿Todo correcto? -dijo Trembler-. Las armas me ponen nervioso.
– Gracias, Trembler -contestó ella-. Tendré que probarla unas cuantas veces, pero eso es mejor que nada.
Hizo retroceder el percutor, para probar la fuerza que tenía el muelle, y miró dentro del estrecho tubo metálico por donde se desplazaba la llamarada del pistón que hacía explosionar la pólvora. Le hacía falta una buena limpieza. Debía de hacer tiempo que no se usaba; el cañón, pensó, era realmente muy frágil.
– Ya ha usado una pistola antes, ¿verdad? -dijo él-. Voy a limpiar el estudio; hoy tenemos sesión fotográfica.
El estudio era una habitación con cortinas de terciopelo, delante de las cuales los clientes tenían que adoptar posturas ciertamente incómodas en una butaca de crin, o bien posar cogidos de la mano junto a una aspidistra. Esa mañana tenía que venir una chica que deseaba una fotografía para enviársela a su prometido, un joven que trabajaba en el comercio de madera en el Báltico y regresaba a casa sólo dos veces al año. Rosa se había enterado de esto y de mucho más. Se pasaba largas horas hablando con la gente hasta que conseguía la información que deseaba.
La cliente llegó (acompañada de su madre) a las once. Sally las acompañó hasta el estudio, donde Frederick estaba preparando la gran cámara con la que hacía las fotografías, y aprovechó para pedirle prestado un poco de aceite; luego se fue a la cocina para engrasar el arma. Adelaide fue a la tienda para ayudar a Trembler y la dejó sola, pero Sally ni se dio cuenta. El olor del aceite, el tacto del metal, la sensación de eliminar poco a poco todo lo que obstruía los mecanismos de la pistola, para conseguir que volviera a funcionar correctamente, le producía un sentimiento interior de calma, de felicidad sosegada. Cuando finalmente la pistola ya estuvo a punto, la dejó encima de la mesa y se limpió las manos.
Ahora tendría que probarla. Inspiró profundamente y soltó el aire despacio. Estaba preocupada por el estado del cañón, demasiado desgastado. El mecanismo estaba en perfectas condiciones; el gatillo se movía sin dificultad; el percutor se soltaba y bajaba con una gran precisión hasta el punto justo; nada estaba doblado, ni torcido, ni tampoco roto. Pero si el cañón no podía contener la fuerza de la explosión, se arriesgaba a perder la mano derecha.
Echó un poco de pólvora, negra y arenosa, en el cañón y la apretó hacia el fondo con firmeza. Luego arrancó un pequeño trozo de tela azul del dobladillo del vestido que Rosa había estado cosiendo y envolvió una de las balas de plomo para asegurarse que estuviera perfectamente ajustada. La bala se mezcló en el cañón con la pólvora y después introdujo en él un pedacito más de tela para rellenarlo. Lo prensó todo hacia dentro con fuerza y cogió una cápsula de percusión de la caja: un pequeño cilindro de cobre con un extremo cerrado, relleno de un poco de fulminante, una combinación química que explotaba cuando era golpeada por el percutor. Tiró del percutor hacia atrás hasta que hizo die dos veces, colocó la cápsula encima del pistón y, con mucho cuidado, sostuvo el percutor mientras, con suavidad, apretaba el gatillo. Eso provocó que el percutor bajara, aunque se quedó a medio camino, justo en la posición de bloqueo.
Trembler y Adelaide estaban en la tienda; Frederick, en el estudio; Rosa se había marchado al teatro; no había nadie que, observándola, pudiese distraerla. Salió al patio. Había un cobertizo de madera. La puerta estaba desconchada y le podía servir de blanco.
Después de comprobar que no había nada en el cobertizo, excepto algunas macetas rotas y sacos vacíos, contó diez pasos desde la caseta y se volvió.
En el patio hacía frío, y Sally no llevaba suficiente ropa de abrigo; su mente era incapaz de librarse de imágenes de un brazo destrozado, de sangre saliendo a borbotones por heridas abiertas y huesos astillados; pero la mano que levantó para apuntar la pistola se mantuvo absolutamente firme. Estaba satisfecha.
Llevó hacia atrás el percutor con un die de más para desbloquearlo y apuntó al centro de la puerta.
Entonces apretó el gatillo.
El arma saltó en su mano, pero la chica ya lo tenía previsto y calculado. El gran bang y el olor de la pólvora eran diferentes de las detonaciones y los olores a los que estaba acostumbrada, aunque tenían algo de parecido, lo suficiente para provocar una agradable sensación placentera. En ese mismo instante se dio cuenta de que el cañón había resistido y que aún tenía el brazo y la mano en su sitio, y que el patio estaba tal como lo había encontrado antes del disparo.
Con la puerta del cobertizo incluida.
No veía ningún agujero de bala en ninguna parte. Desconcertada, examinó la pistola, pero estaba vacía. ¿Se había olvidado de poner la bala dentro? No, se acordaba del trocito de ropa del vestido azul. ¿Entonces que había pasado? ¿Dónde había ido a parar la bala? La puerta era lo suficientemente grande, eso estaba claro. De hecho, a esa distancia incluso hubiese podido darle a una tarjeta de visita.
Entonces vio el agujero. Estaba a medio metro de la puerta, hacia la izquierda, y a unos pocos centímetros del suelo; Sally había estado apuntando más o menos a la altura de sus ojos y se alegró de que su padre no hubiera visto ese disparo. Quizá el retroceso de la pistola fue lo que hizo que fallara. Sally rechazó esa idea de inmediato. Había disparado cientos de veces; sabía cómo disparar una pistola.
Llegó a la conclusión de que debía de ser la misma pistola. Un cañón ancho y corto, que no tenía nada que ver con un rifle, no era precisamente lo mejor para conseguir una gran precisión en el disparo. Suspiró. Al menos ahora tenía algo que hacía mucho ruido y olía a pólvora, y le podría servir para asustar a cualquiera que la quisiera atacar; pero, eso sí, sólo tendría una oportunidad…
La puerta de la cocina se abrió y Frederick salió corriendo.
– ¡Pero qué diablos…! -gritó.
– No pasa nada -dijo ella-. No se ha roto nada. ¿Habéis oído el ruido desde dentro?
– Pues claro que lo hemos oído. Mi querida cliente saltó de la silla y un poco más y no sale en la fotografía. ¿Qué estás haciendo?
– Estaba probando una pistola. Lo siento.
– ¿En pleno Londres? Eres una inconsciente, Lockhart. No sé cómo reaccionará la señora Holland, pero ¡por Dios que me habéis dejado aterrorizado!, como decía el duque de Wellington cuando se dirigía a sus soldados -dijo él en un tono más suave-. ¿Estás bien?
Frederick se acercó y le puso la mano sobre el hombro. Sally estaba temblando; tenía mucho frío. Se sentía mal y estaba enfadada consigo misma.
– Mírate -dijo él-. Estás temblando como una hoja. ¿Cómo puedes apuntar bien si estás tiritando de esa manera? Ven dentro para entrar un poco en calor.
– No tiemblo nunca cuando disparo -murmuró Sally, con un hilo de voz; y se dejó llevar adentro como si estuviera enferma. «¿Cómo puede ser tan estúpido? ¿Cómo puede estar tan ciego? -pensó ella, a la vez que se preguntaba-: Y yo ¿cómo puedo ser tan débil?»
No dijo nada, y se sentó a limpiar la pistola.