124256.fb2 La maldici?n del rub? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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La Cabeza de Turco

La señora Holland, para cumplir su parte del trato con Selby, encargó a uno de sus hombres que lo protegiera. Era un chico que se pasaba todo el rato sentado en la oficina limpiándose las uñas, silbando de una forma horrible, acompañando a Selby a todas partes, registrando a todo el mundo que se le acercaba por si llevaba encima armas escondidas.

Jim estaba más que entretenido, y se las ingenió para que el guardaespaldas le registrara cada vez que entraba en su despacho; y lo hacía tantas veces como podía, hasta que Selby perdió la paciencia y le ordenó que no volviera más por allí.

Pero atormentar a Selby no era la única preocupación de Jim. Últimamente había pasado bastante tiempo en Wapping. Había conocido a un guarda de noche en el embarcadero del Muelle de Aberdeen, que le proporcionaba información sobre la señora Holland a cambio de ejemplares atrasados de Relatos policíacos para chicos británicos. Esa información no es que fuera precisamente muy interesante, pero era mejor que nada. Y, lo mismo sucedía con lo que le explicaban los mudlarks, niños y niñas que sobrevivían recogiendo trozos de carbón y algunos trastos del barro, durante la marea baja. Éstos a veces también echaban una ojeada a las barcas sin vigilancia, pero pocas veces se atrevían a alejarse demasiado de la orilla. Sabían perfectamente quién era la señora Holland y seguían de cerca todos sus movimientos con mucha atención. Por ejemplo, al día siguiente de que Sally probara su nueva arma, le contaron a Jim que la señora Holland y Berry habían salido por la mañana, hacia el oeste, con ropa de abrigo, y que aún no habían vuelto.

El origen de esta curiosa expedición se encontraba en los trozos de papel que la señora Holland había recibido, después de haber pasado por las manos de Ernie Blackett. Al principio ella había pensado que Sally se había inventado el mensaje a propósito para despistarla, pero cuanto más releía aquellas palabras, más parecía que tenían algún sentido. ¿Pero cómo diablos podía descubrirlo?

Finalmente, perdió la paciencia.

– Venga, Berry -dijo ella-. Nos vamos a Swaleness.

– ¿Para qué, señora?

– Una fortuna.

– ¿Dónde?

– ¡Maldita sea, ojalá lo supiera!

– Y entonces ¿por qué vamos?

– ¿Sabes qué, Jonathan Berry? -dijo gritando con todas sus fuerzas-. ¡Eres un estúpido! Henry Hopkins era un engreído y no se podía confiar en él, pero no era estúpido. No puedo soportar a los estúpidos.

– Lo siento, señora -balbució Berry, avergonzado, sin ni siquiera saber por qué razón.

La señora Holland tenía planeado visitar Foreland House e interrogar a aquella borracha del ama de llaves, si aún estaba allí, con la esperanza de que supiera algo. Pero después de recorrer un camino lleno de barro, soportando terribles ráfagas de viento gélido, encontraron la casa vacía y cerrada con llave. La señora Holland empezó a despotricar con fluidez durante unos diez minutos sin repetirse ni una sola vez. Después ya no habló más, malhumorada como estaba, durante casi todo el camino de vuelta hacia la ciudad. Aunque a medio camino, se paró de repente.

– Espera, espera -dijo ella-. ¿Cómo se llama ese pub que está al lado del puerto?

– ¿Un pub, señora? No recuerdo haber visto ninguno -contestó Berry educadamente.

– No, claro, no podrías, supongo, una bazofia como tú con ese cerebro de mosquito… Creo que se llama La Cabeza de Turco… Y si fuera así…

Fue la primera vez en todo el día que abrió la boca sin proferir ningún insulto, y Berry se sintió mucho más animado. Entonces la mujer examinó atentamente el papelito que llevaba encima.

– Vámonos -dijo ella-. ¿Sabes una cosa, Berry? Creo que ya lo tengo.

Metió el papel en el bolso y empezó a caminar muy deprisa. Berry fue detrás de ella como un perrito.

– Si te digo que te bebas una jarra de cerveza, tú te callas y te la bebes -dijo mucho más tarde-. No te tengo aquí como representante de una maldita reunión de una sociedad antialcohólica tomando un refresco, un hombre tan corpulento y fuerte como tú… ¿Que por qué? ¿No te das cuenta de que si no bebes cerveza, atraerás las miradas de todos los parroquianos? Haz lo que te digo.

Estaban fuera del local. Ya había obscurecido; la señora Holland había querido esperar hasta el anochecer. Habían pasado el resto de la tarde paseando por el puerto, donde los barcos de pesca iban subiendo lentamente con la marea, que iba inundando la cala. Berry había observado, perplejo, cómo la señora Holland hablaba con un viejo pescador tras otro…, haciendo preguntas sin sentido sobre las luces y las mareas y cosas semejantes. Esa señora era un prodigio de la naturaleza, sin lugar a dudas.

De todas formas, no iba a beber cerveza por nada del mundo.

– Tengo mis principios -dijo con terquedad-. Renuncié al alcohol, y eso es algo que me hace sentir orgulloso de mí mismo. No beberé cerveza.

La señora Holland le recordó, mediante un lenguaje rico y variado, que era un ladrón, un matón y un asesino, y que lo que ella sabía le podía llevar a la horca en tan sólo un mes. Pero Berry no cedía y al final la mujer tuvo que rendirse.

– De acuerdo -dijo, rabiosa-, tómate una limonada, entonces, y espero que esa cosa que tú llamas «tu conciencia» esté satisfecha. Entra y no digas ni mu.

Con la satisfacción y la tranquilidad de haber obrado correctamente, Berry la siguió al interior de La Cabeza de Turco.

– Un trago de ginebra para mí, cariño -pidió con voz meliflua al propietario-, y un vaso de limonada para mi hijo, que tiene el estómago un poco delicado.

El propietario les trajo las bebidas y, mientras Berry sorbía su limonada, la señora Holland entabló conversación con ese hombre.

Está magníficamente situado aquí, encarado al mar. Es un pub antiguo, ¿verdad? Con un viejo sótano, sin duda alguna.

Sí, ella había visto la pequeña ventana al lado de la escalera al entrar, al nivel del suelo, y se había apostado con su hijo que incluso desde allí abajo se podía ver el mar. ¿Tenía razón? ¿Sólo cuando la marea estaba alta? Fíjate, ¡qué cosas! ¡Qué pena que ahora esté obscuro, porque, si no, se lo podría demostrar a mi hijo! ¿Un vaso para el propietario? Venga; era una noche fría. Sí, qué pena que fuera de noche ahora y se tuvieran que ir dentro de un rato. A ella le gustaría ganar la apuesta. ¿Podría? ¿Cómo es eso? Había una boya en medio de la cala -se podía ver cuando había marea alta- y también había luces, allí, ¿en la boya? ¡Allí, Alfred! (le indicó a Berry, que estaba sentado, atontado). ¿Te convence o no?

Tras recibir una patada, Berry asintió con firmeza y, furtivamente, se frotó el tobillo.

– Sí, madre -dijo él.

Después de intercambiar un gran guiño con la señora Holland, el propietario los dejó pasar detrás de la barra y les indicó el camino.

– Bajad las escaleras -dijo él-. Echad un vistazo por la ventana y lo veréis.

La puerta del sótano estaba en un pequeño pasillo, en la parte trasera del establecimiento. La escalera estaba a obscuras y no se veían los peldaños. La señora Holland encendió una cerilla y miró a su alrededor.

– Cierra la puerta -le susurró a Berry.

El hombre obedeció, pero mientras lo hacía estuvo a punto de caerse encima de ella.

– ¡Cuidado! -exclamó ella. Sopló la cerilla y se quedaron en la escalera, a obscuras.

– ¿Qué estamos buscando? -musitó él.

– «Un lugar en la obscuridad» -susurró ella-. Eso es este sótano. «Bajo una cuerda anudada», eso es La Cabeza de Turco.

– ¿Qué?

– Una cabeza de turco es un tipo de nudo. ¿No sabías eso? No, claro que no. «Tres luces rojas»… Hay una boya allí fuera en la cala que destella tres veces. «Cuando la luna se refleja en el agua», cuando la marea está alta. ¿Ves? Todo encaja. Ahora todo lo que tenemos que hacer es buscar una luz…

– ¿Es esa de allí, señora Holland?

Berry señalaba un pequeño recuadro vagamente iluminado en la obscuridad.

– ¿Dónde? -dijo ella-. No veo nada. Quítate de en medio.

El hombre subió un peldaño para dejar sitio a la señora Holland, que se esforzó en mirar por la pequeña ventana.

– ¡Eso es! -exclamó ella-. ¡Eso es! Ahora, rápido: «Tres luces rojas brillan claramente en un punto»…

Dio media vuelta. Por un fenómeno extraño, uno de los cristales de la ventanita hacía de lente, enfocando los destellos del exterior en un mismo punto sobre la pared de piedra. Se dio cuenta que en ese punto la piedra cedía, así que puso sus ansiosas garras en la argamasa blanda.

Sacó la piedra. Era del tamaño de un ladrillo; se la dio a Berry e introdujo la mano en el agujero.

– Hay una caja -dijo ella, con voz temblorosa-. Enciende una cerilla, rápido. ¡Rápido!

Berry dejó la piedra en el suelo e hizo lo que le mandó, y vio que sacaba una cajita con incrustaciones de latón del agujero de la pared.

– ¡Agárrala fuerte, condenada! -se dijo, insultándose a sí misma.

Buscó la tapa a tientas, intentó abrirla, forzar el cierre. Y justo en ese momento se apagó la cerilla.

– Enciende otra -susurró la mujer con un gruñido-. El maldito propietario puede bajar en cualquier momento…

La luz brilló otra vez entre los dedos del hombre y le acercó la llama. La señora Holland intentó, violentamente, romper el cierre. Finalmente logró abrirla.

La caja estaba vacía.

– ¡Ha desaparecido!

Su voz era tranquila y sorprendida a la vez.

– ¿Desaparecido, señora Holland?

– El rubí, cabeza de chorlito. Estaba aquí, en esta caja, y alguien se lo ha llevado.

Con amargura metió la caja otra vez dentro del agujero, después de comprobar que no había nada más allí, y encajó la piedra en su sitio, justo cuando la puerta se abrió y la luz de una vela apareció en la escalera.

– ¿Todo bien? -se oyó la voz del propietario.

– Sí, gracias, cariño. He visto la luz, y también mi hijo. ¿Verdad, Alfred?

– Sí, madre. La he visto perfectamente.

– Se lo agradecemos mucho -dijo la señora Holland mientras salían del sótano-. ¿Sabe si ha bajado alguien aquí últimamente?

– No desde que el comandante Marchbanks bajó hace uno o dos meses. Estaba mirando los cimientos de los Tudor -dijo-. Un buen tipo. Murió la semana pasada.

– ¡Lo que son las cosas! -exclamó ella-. Y después de él, ¿nadie más ha estado aquí, entonces?

– Puede ser que mi hija haya dejado entrar a alguien, pero no lo sé, no está aquí ahora. ¿Por qué lo dice?

– No, por nada -dijo la señora Holland-. Es un lugar muy pintoresco, eso es todo.

– ¿Eso es todo? -dijo él-. Muy bien, entonces.

La señora Holland debía darse por satisfecha. Pero le comentó a Berry, mientras esperaban el tren:

– Sólo hay una persona que sabía dónde estaba el rubí: la chica. Hopkins está muerto y Ernie Blackett no cuenta… Es la chica. La encontraré, Berry. La encontraré y la destriparé, te juro que lo haré. Se me ha acabado la paciencia…