124256.fb2 La maldici?n del rub? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

La maldici?n del rub? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

Proteger la propiedad

El viernes 8 de noviembre, Selby dio una vuelta por el río. Era parte de su trabajo, ocasionalmente, hacer inspecciones en los barcos del puerto, de los cargamentos de los almacenes y expedir certificados y conocimientos de embarque. Antes había sido un buen agente marítimo. Era activo y enérgico, y sabía determinar perfectamente el valor de las mercancías de todo tipo, del mismo Londres y también procedentes del extranjero. Tenía buen ojo para los barcos, y eran pocos, en aquel tiempo, los que sabían hacer negocios mejor que él.

Así que, cuando surgió la oportunidad de inspeccionar una goleta para reemplazar a la perdida Lavinia, Selby la aprovechó enseguida, con un gran sentimiento de alivio. Este era un trabajo que no comportaba ningún problema, sin asuntos turbios ni nada que ver con los negocios orientales: simplemente una inspección normal y corriente. El viernes por la tarde se dirigió hacia la estación de tren Blackwall, bien abrigado, para contrarrestar el frío, y con una petaca de coñac en un bolsillo interior, para poder valorar mejor la embarcación.

Le acompañó Berry. El anterior guardaespaldas había tenido problemas por un desafortunado asunto con un policía, un pub y un reloj robado; y como no había nadie mejor, la señora Holland había enviado a Berry a Cheapside.

– ¿Dónde vamos, señor Selby? -preguntó mientras bajaban del tren.

– Al río -dijo Selby, con absoluta brevedad.

– Ah.

Caminaron hasta el embarcadero de Brunswick, donde debía esperarlos una barca de remos para llevarlos a los astilleros, en la desembocadura de Bow Creek. La goleta estaba amarrada allí. El embarcadero estaba desierto; sólo había un esquife que se balanceaba al pie de las escaleras, con alguien que cogía los remos, con un abrigo verde en mal estado y un gran gorro.

Cuando llegaron, el barquero salió del esquife y ayudó a bajar a Selby. Entonces se volvió hacia Berry.

– Lo siento, señor, el barco sólo tiene capacidad para dos.

– Pero se supone que debo ir con él -dijo Berry-. Me lo han dicho. Son órdenes.

– Lo siento, señor. No hay espacio.

– Pero ¿qué haces ahí parado? -gritó Selby-. Muévete, venga. Soy un hombre ocupado.

– Dice que sólo hay sitio para dos, señor Selby -dijo Jonathan Berry.

– Bueno, sube a la barca y rema tú mismo -dijo Selby-. Pero llévame allí sin perder el tiempo.

– Lo siento mucho, señor -dijo el barquero-. Es política de la empresa no alquilar barcas sin un empleado a bordo. Lo siento, señor.

Selby gruñó con impaciencia.

– De acuerdo. ¡Tú, como sea que te llames, quédate aquí! No te alejes del embarcadero.

– Muy bien, señor Selby -dijo el guardaespaldas.

Se sentó en un noray, encendió una pipa corta y miró plácidamente cómo Selby se alejaba sobre la barca, deslizándose lentamente hacia las aguas turbias del río.

Y a la seis en punto, cuando ya iban a cerrar el embarcadero y lo encontraron aún sentado allí, esperando, por fin Berry se dio cuenta de que algo andaba mal.

– ¡Maldito pedazo de merluzo! -gritó la señora Holland, y entonces empezó a insultarle, llevó a cabo un largo y completo análisis de su carácter, recordó a sus antepasados y le pronosticó el futuro.

– ¡Pero me dijo que le aguardara allí! -protestó Berry.

– No te das cuenta de lo que pasa, ¿verdad? No te das cuenta de lo que has hecho, ¿verdad? ¡Pedazo de zoquete!

– Sólo porque usted no me había dicho nada -murmuró el gigante, pero no se atrevió a decirlo en alto.

La obsesión de la señora Holland por el rubí era tan grande que parecía que para ella no existiera nada más en el mundo. Su interés por Selby sólo había sido pasajero, prometedor por unos momentos, pero nada que ver con la increíble fascinación que sentía por el rubí. Expulsó a los pocos inquilinos que tenía en la pensión para vaciar la casa, y colgó un cartel que decía: «COMPLETO» en la puerta principal; envió espías por todos los rincones de Londres para buscar a Sally y Adelaide y, por si acaso, también al fotógrafo rubio.

Ponía a Berry en un estado de agudo nerviosismo: el mínimo gesto de la mujer lo enfurecía; con sólo una palabra lo asustaba, y su repentina aparición en una habitación lo hacia saltar como un niño que se siente culpable.

La señora Holland andaba por la casa murmurando y maldiciendo; merodeaba por los límites de su territorio, desde la Escalera Vieja de Wapping hasta la Cuenca de Shadwell; desde el Muelle del Ahorcado hasta la estación de Blackwell, fijando sus brillantes y atentos ojos en cada una de las chicas que veía pasar. No dormía mucho; se sentaba en la cocina a tomar té hasta que se adormecía un rato. Berry andaba de puntillas y le hablaba con mucha educación.

En cuanto a Sally, se sentía perdida.

Se había comprado un arma, pero no sabía quién era su enemigo. Y se había enterado de cómo había muerto su padre, pero no podía entender el porqué.

Y los días pasaban… Era consciente que esa primera visita a Cheapside había puesto en movimiento algo que ahora estaba fuera de control. Las cosas giraban a su alrededor de una forma confusa, como si estuviera andando a ciegas entre grandes y peligrosas máquinas, en una fábrica a obscuras… Sabía que la única forma de averiguar más cosas era arriesgarse a entrar en la Pesadilla de nuevo. Y no podía hacerlo; aún no.

La situación era de lo más irónica, porque eso le sucedía justamente cuando por primera vez tenía amigos, una casa llena de gente y un objetivo claro en la vida. Cada día que pasaba llevaba los negocios con mayor seguridad y se le ocurrían mil ideas distintas para prosperar. Desgraciadamente, la mayoría de ellas costaban dinero y no había capital disponible para ponerlas en práctica. Sally no podía utilizar el que le había dejado su padre, porque lo tenía que pedir a través del señor Temple; además, acudir a él podría significar perder la libertad inmediatamente.

Era más fácil pensar en Frederick. ¡Ese chico era una mezcla de frivolidad por pereza e ira apasionada, de despreocupación bohemia y perfeccionismo profesional! Frederick era un caso que podría fascinar a cualquier psicólogo. Sally pensó: «Debo pedirle que me enseñe fotografía. Pero aún no; primero debo resolver el misterio».

Le costó concentrarse de nuevo. Volvió a pensar en la obscuridad de la Pesadilla, en la señora Holland. Tanto la vieja como Sally pensaban constantemente la una en la otra; y cuando eso sucede, tarde o temprano, la gente acaba por encontrarse.

El sábado por la mañana temprano, un hombre y un chico, que estaban en una barca cargada de estiércol, divisaron un cuerpo en el agua, en el tramo del río conocido como Erith Reach. Con la ayuda de un gancho lo subieron a la barca y lo colocaron con cuidado encima de su estiércol flotante. Era el primer cadáver que veía el chico y estaba muy contento. Hubiese querido quedárselo durante un buen rato, para exhibirlo mientras navegaban y causar la admiración del resto de las embarcaciones que pasaran por su lado. Pero su padre atracó el bote en Purfleet y entregó el cuerpo a las autoridades. La barca con los excrementos de caballo continuó su camino hacia las granjas de Essex.

Los fines de semana, Jim pasaba mucho tiempo en Burton Street. Se había enamorado de Rosa, que enseguida le había ofrecido unos cuantos papeles en las historias de la Compañía Estereográfica. Jim representaba el papel de Oliver Twist; el de un chico en la cubierta de un barco en llamas; el de Puck; el de un príncipe en la torre, al lado de Frederick, que, de forma poco convincente, hacía el papel del tío malvado. Pero la verdad es que no importaba demasiado cómo estaba caracterizado Jim o si hacía un papel de bueno o de malo, porque sus rasgos eran tan pronunciados y definidos que la única expresión que la cámara podía captar era la del típico pillo con un rostro malicioso pero simpático.

Lo probaron una vez con la obra ¿Cuándo viste por última vez a tu padre?, y Frederick, mirando la escena a través del objetivo, dijo:

– Parece como si estuviera a punto de convencer a los parlamentarios de que compren género robado.

Aquel sábado, Jim había exclamado al entrar en la tienda:

– ¡Eeehhh! ¡Escuchadme todos! ¡Selby ha desaparecido! Esta mañana no ha venido al trabajo. Me apuesto lo que sea a que se lo han cargado. Me apuesto a que ese tipo del Hotel Warwick le ha cortado el pescuezo.

– No te muevas -dijo Rosa, con la boca llena de agujas.

El estudio se había convertido en Palestina, mediante unas cortinas negras decoradas.

Rosa estaba intentando vestir a Jim para que se pareciera al rey David, para unas series sobre la Biblia que Trembler estaba convencido de que se venderían muy bien a las misiones.

– ¿Cuándo fue la última vez que te lavaste las rodillas, Jim? -le preguntó Rosa.

– Apuesto a que el rey David tampoco se lavaba nunca sus malditas rodillas. Además, ¿quién va a mirar esa fotografía, de todas formas?

– Los caníbales -contestó Sally.

– Bueno, la roña ya me saltará cuando esté en la olla, ¿no? No parece que te importe mucho Selby. ¡Qué te apuestas a que está muerto!

– Es posible -dijo Rosa-. ¿Podrías parar de moverte un rato, por favor? Tenemos mucho trabajo…

Un cliente entró en la tienda y Sally salió a atenderle; cuando volvió, sonreía de oreja a oreja.

– ¡Escuchad! -dijo ella-. ¡Escuchad, es maravilloso! Ese hombre venía de parte de Chainey, los impresores. Quieren imprimir muchas de nuestras fotografías para ponerlas a la venta por todo Londres. ¡Esto funciona! ¿No os parece magnífico?

– ¡Excelente! -dijo Frederick-. ¿Y cuáles quieren?

– ¿Cuánto nos van a pagar? -preguntó Rosa.

– Le dije que volviera el lunes, porque hoy estábamos demasiado ocupados para hablarlo ahora, y que teníamos que valorar unas cuantas ofertas de otras empresas. Cuando vuelvan…

– ¡No me lo puedo creer! -exclamó Rosa-. ¡Pero no es verdad que hayamos recibido otras ofertas!

– Bueno, a lo mejor aún no. Pero muy pronto será así. Sólo me estoy anticipando un poco para poder subir el precio. Cuando vuelvan deberás ser tú, Frederick, el que negocie con ellos. No te preocupes, te explicaré lo que debes decirles.

– Espero que lo hagas, porque no tengo ni la más mínima idea de que lo que debería decirles… ¡Por cierto! Casi me olvidaba… ¿Has visto esto? Quería enseñártelo antes.

Y cogió un ejemplar de The Times.

– ¡Por el amor de Dios! -dijo Rosa, enfadada-. ¿Pero vamos a hacer algunas fotografías hoy o no?

– Pues claro que sí -dijo él-, pero esto podría ser importante. Escuchad: «Srta. Sally Lockhart. Si la señorita Sally Lockhart, hija del difunto Matthew Lockhart, señor de Londres y Singapur, pregunta por el señor Reynolds en el Hotel Warwick, en Cavendish Place, se enterará de algo que le puede interesar». ¿Qué os parece?

Jim silbó.

– Es él -dijo Jim-. Ése es el tipo que mató a Selby.

– Es una trampa -dijo Sally-. No iré.

– ¿Y si voy yo y finjo ser tú? -se ofreció Rosa.

– No vayas -dijo Jim-. Te cortará el cuello, como hizo con Selby.

– ¿Qué sabes de Selby? -preguntó Frederick-. Estás obsesionado, pequeño monstruo.

– Me apuesto lo que quieras -dijo Jim enseguida-, me apuesto media corona a que está muerto.

– Trato hecho. Escucha Sally, vendré contigo si quieres. El hombre no podrá hacer nada si yo también estoy.

– ¿Y si es una trampa del señor Temple? -preguntó Sally-. Parece que olvides que se supone que estoy escondida. Él es legalmente mi tutor, así que seguro que está poniendo en práctica todo tipo de estratagemas para encontrarme otra vez.

– Pero podría ser algo que tiene que ver con tu padre… -dijo Rosa-. Ten en cuenta que, para empezar, te ha llamado Sally, y no Verónica.

– Es verdad. ¿Y ahora qué hago? Es que no sé, no sé… Y además tenemos mucho trabajo. Venga, sigamos con esta fotografía…

El domingo por la tarde, Adelaide y Trembler fueron a dar un paseo. Pasaron por delante del Museo Británico, después por Charing Cross Road y contemplaron al almirante Nelson en su pedestal; luego pasearon por el centro comercial. Más tarde, intentaron visitar a Su Majestad la Reina, pero desgraciadamente no estaba en casa aquel día. Lo supieron simplemente observando si estaba izada la bandera situada en la parte más alta de Buckingham Palace; y no era el caso.

– Debe de estar en Windsor -dijo Trembler-. Es normal. Bueno. Vamos a comprar unas castañas calentitas.

Se compraron un cucurucho de castañas, pasearon por el parque y desmenuzaron unas cuantas para dárselas a los patos, que se deslizaban hacia los trocitos, peleándose, como si fueran pequeños buques de guerra. Adelaide nunca hubiese soñado una tarde como ésa. Reía y bromeaba como si se hubiera olvidado de todas sus desgracias. También Trembler estaba contento. Le enseñó a lanzar piedras de forma que rebotaran sobre la superficie del agua, hasta que un guarda del parque les llamó la atención y les informó de que eso estaba prohibido. Justo cuando el guarda volvió la espalda, Trembler le sacó la lengua y los dos se echaron a reír de nuevo.

Fue entonces cuando los vieron. Un joven trabajador de un aserradero, situado detrás de Wapping High Street, estaba paseando con su chica, una camarera de Fulham. En una ocasión el chico había entrado en contacto con uno de los inquilinos de la señora Holland, con motivo de un cargamento de tabaco robado de un almacén. Recordó que la mujer ofrecía una recompensa por saber algo del paradero de Adelaide. El joven tenía vista de lince y reconoció a la chiquilla al instante. Arrastró a su novia fuera del camino, decidido a seguir a Adelaide y a Trembler.

– ¡Eh! ¿Dónde me llevas? -le preguntó la camarera.

– Actúa con naturalidad -respondió el joven-. Tengo mis razones.

– Ya conozco «tus razones» -dijo la chica-. No voy a ir contigo detrás de los matorrales. ¡Para ya! ¡Volvamos atrás!

– Pues adiós -dijo él, dejándola sorprendida a pocos metros del camino.

Los siguió fuera del parque, mientras caminaban hacia Trafalgar Square. Luego los perdió de vista al final de St. Martin's Lane y entonces casi se los encontró de cara en Cecil Court, donde se pararon a mirar el escaparate de una tienda de juguetes. Volvió a seguirlos a una cierta distancia, hasta que llegaron al Museo Británico, y estuvo a punto de perderlos de nuevo en Coptic Street; no podía acercarse más a ellos para no ser descubierto, porque había mucha menos gente en la calle. Al final tuvo que arriesgarse porque estaba obscureciendo, y consiguió ver que doblaban la esquina de Burton Street. Cuando llegó a esa calle, habían desaparecido… pero la puerta de una tienda de fotografía se estaba cerrando.

«Bueno, mejor eso que nada», pensó; y regresó rápidamente a Wapping.