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El representante de Impresiones Chainey se presentó el lunes, tal como Sally lo había acordado. Frederick, en un discurso bien ensayado, insistió en obtener unos derechos de autor del veinte por ciento, que se incrementarían hasta el veinticinco por ciento después de la venta de diez mil fotografías. El impresor se quedó sorprendido, ya que había ido a la tienda con la intención de realizar un pago único para comprar las fotografías en ese mismo momento, pero Sally, que ya lo había pensado, le dijo a Frederick que no cediera. El impresor aceptó y les encargó las series de sucesos históricos, de crímenes famosos y escenas de Shakespeare. También aceptó que Garland apareciera como el autor de las fotografías, y no Chainey; y el fotógrafo les indicó el precio fijo de venta al público por cada serie. Además, el impresor debía hacerse cargo de los gastos publicitarios.
El impresor se marchó, un poco perplejo, pero el contrato ya se había firmado. Frederick se frotó los ojos, incrédulo, incapaz de asimilar lo que acababa de hacer.
– ¡Lo has hecho muy bien! -le felicitó Sally-. Lo estaba escuchando todo. Te has mostrado firme en todo momento y sabías justo lo que tenías que decir. ¡Y esto sólo es el principio! ¡Estamos en el buen camino!
– Estoy hecho un manojo de nervios -dijo Frederick-. Realmente los negocios no son lo mío. ¿Por qué no te encargas tú, Sally?
– Lo haré, cuando tenga la edad suficiente para que me tomen en serio.
– Yo te tomo en serio. Ella le miró. Estaban solos en la tienda; los demás habían salido.
Él estaba sentado encima del mostrador; ella estaba a menos de un metro, con las manos apoyadas en el soporte de madera, construido por Tembler, destinado a exponer las estereografías.
En ese instante Sally se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Y bajó la mirada al suelo.
– ¿Como una verdadera mujer de negocios? -dijo la chica, intentando mantener clara la voz.
– Te tomo en serio en todo. Sally, yo… Justo en ese momento se abrió la puerta y entró un cliente. Frederick bajó de un salto del mostrador y fue a atenderlo, mientras Sally se dirigió hacia la cocina, con el corazón palpitando aceleradamente. Lo que sentía por Frederick era tan confuso y arrebatador que no podía ser expresado en palabras; no se atrevía ni a pensar en lo que él había estado a punto de decirle… Un minuto más y lo hubiera descubierto.
La puerta de la cocina se abrió de golpe, Sally se volvió y allí estaba Jim.
– ¡Jim! -dijo ella-. ¿Qué haces aquí? ¿No tendrías que estar en el trabajo?
– He venido a recoger mis ganancias -dijo él-. ¿Recuerdas que hice una apuesta con el jefe? Bueno, pues tenía razón. ¡El viejo Selby está muerto!
– ¿Qué?
Frederick entró y se paró en seco.
– ¿Qué haces aquí, granujilla?
– He venido para darte la noticia. Para empezar, me debes media corona. El viejo Selby ha estirado la pata. Lo pescaron en el río el sábado. Ha venido un policía esta mañana… y la empresa está cerrada. Están investigando. Así que… más vale que me des mi dinero.
– ¿Qué sabe la policía? -preguntó Frederick.
– Se fue el viernes para inspeccionar una goleta, en alguna parte de los alrededores de Bow Creek. Subió a un esquife en el embarcadero Brunswick y nunca regresó. Y tampoco el barquero. Ese matón de la señora Holland le acompañó hasta el embarcadero, pero él no llegó a subir al esquife. Hay un testigo que dice que le vio esperándole allí todo el rato. ¿Qué os parece, eh?
– ¡Caray! -exclamó Frederick-. ¿Y crees que fue el hombre del Hotel Warwick?
– Pues claro que fue él. Es lógico.
– ¿Y se lo has contado a la policía?
– ¿Para qué? -dijo Jim con desdén-. ¡Que se espabilen ellos solitos!
– Pero Jim, es un asesinato…
– Selby era un sinvergüenza -dijo Jim-. Envió al padre de Sally a la muerte, ¿recuerdas? Se lo merecía. Esto no es un asesinato, es cuestión de ley natural.
Los dos miraron a Sally. Y la chica sabía que si decía: «Sí, vamos a la policía», los otros dos accederían. Pero algo en su interior le repetía insistentemente que, si lo hacían, nunca sabría toda la verdad.
– No -dijo ella-. Aún no.
– Es peligroso -añadió Frederick.
– Para mí -puntualizó la chica-, no para ti.
– Lo sé. Por eso me preocupo -replicó él, un poco molesto.
– No lo entiendes… y no te lo puedo explicar. Por favor, Frederick, deja que encuentre yo misma la solución a todo esto.
Él se encogió de hombros.
– ¿Qué piensas tú, Jim? -le preguntó el fotógrafo.
– Está loca, pero será mejor que haga lo que quiera…, tal vez tenga razón.
– De acuerdo… ¡Pero Sally, me tienes que prometer que siempre me dirás lo que vas a hacer o dónde estás! Si estás decidida a ponerte en peligro, me gustaría saberlo.
– De acuerdo. Lo prometo.
– Bueno, algo es algo. Jim, ¿qué vas a hacer hoy?
– No sé. Estar por ahí y molestar a la gente, supongo.
– ¿Quieres ver cómo se prepara una cámara fotográfica y se hace una fotografía?
– Sí, ¡vale!
– Pues ahí vamos…
Los dos se dirigieron al estudio y Sally se quedó sola. La chica cogió el periódico para echar una ojeada a las noticias financieras, aunque le llamó la atención un titular; leyó el artículo rápidamente y luego se levantó; estaba pálida y temblaba.
MISTERIOSO ATAQUE A UN CLÉRIGO
DOS HERMANOS DE OXFORD
IMPLICADOS EN UN MISTERIO DE ASESINATO
Una serie extraordinaria de sucesos, que culminaron con el asesinato del hermano de un clérigo de la parroquia local, tuvieron lugar en Oxford el pasado sábado.
El asesinado, Matthew Bedwell, vivía con su hermano gemelo, el reverendo Nicholas Bedwell, sacerdote de St. John, en Summertown.
Todo empezó con una cruel e injustificada agresión al reverendo Bedwell mientras iba a visitar a un anciano feligrés. Justo en el camino que llevaba a su casa, el sacerdote fue atacado con un puñal por un hombre de constitución fuerte.
A pesar de las heridas en los brazos y la cara, el reverendo Bedwell consiguió deshacerse del agresor, que pronto desapareció.
El sacerdote acudió al médico, pero, mientras tanto, alguien había enviado un mensaje a la Parroquia dirigido a su hermano, en el que supuestamente el reverendo le pedía que se encontrasen cerca de Port Meadow, junto al río.
Matthew Bedwell cayó en la trampa y salió de casa a las tres en punto. Nunca volvió a ser visto con vida. Poco después de las siete de la tarde, un barquero encontró su cuerpo en el río. Lo habían degollado.
La víctima de este atroz asesinato era un marinero que había regresado hacía poco de un viaje por las Indias Orientales. Los dos hermanos eran gemelos, totalmente idénticos. Se cree que este hecho podría explicar la agresión al reverendo Bedwell, aunque las circunstancias del crimen aún no han sido aclaradas.
Sally dejó el periódico sobre la mesa y salió corriendo para contárselo a Frederick.
Al cabo de un rato escribieron una carta al reverendo Bedwell y pasaron el resto del día trabajando en silencio. Nadie tenía mucho que decir, ni siquiera Jim tenía ganas de hablar.
Rosa se fue al teatro más pronto de lo habitual.
Jim los había ayudado tanto que lo invitaron a cenar. Antes de comer, Jim, Trembler y Adelaide fueron al Duque de Cumberland, el pub que había a la vuelta de la esquina, para comprar cervezas.
Mientras tanto Sally se puso a cocinar. Iban a comer kedgeree, una sabrosa comida hecha a base de pescado desmenuzado, huevos y arroz, que era uno de los dos únicos platos que sabía preparar.
Frederick acababa de llegar del laboratorio y Sally estaba poniendo la mesa cuando la puerta de la cocina se abrió de golpe y Jim entró corriendo.
– ¡La señora Holland! -dijo Jim gritando enloquecido, casi sin aliento-. Tiene a Adelaide… Estaba escondida detrás de la esquina…, la agarró y se metió dentro de un taxi que la esperaba… ¡No pudimos evitarlo!
– ¿Dónde está Trembler? -dijo Frederick, tirando los cuchillos y los tenedores y cogiendo su abrigo.
– Ese gigante le echó al suelo -dijo Jim-. Estaba muy obscuro… Acabábamos de salir del pub y ya estábamos doblando la esquina… Ella estaba escondida…, ¡no podíamos ver nada! De repente salió del callejón y la agarró, y Trembler dejó caer las cervezas y cogió a Adelaide del otro brazo. Pero aquel gigante le ha pegado un golpe tan fuerte que lo ha dejado tendido en el suelo… Aún debe de estar allí… Vi que la metían dentro de un taxi y salieron a toda velocidad.
– Sally, quédate aquí -dijo Frederick-. No salgas para nada, no contestes si llaman a la puerta, no dejes entrar a nadie.
– Pero…
Era demasiado tarde. El fotógrafo ya se había ido, y Jim, detrás de él.
– ¿Y qué pasa con Trembler? -dijo a la cocina vacía.
Miró el kedgeree, que ya casi estaba a punto, y sintió cómo le caían lágrimas de impotencia. «¿Por qué debería quedarme? -pensó enfadada-. Al fin y al cabo es asunto mío.»
Se dejó caer en el sillón, mordiéndose los labios. No sabía qué hacer, y entonces oyó un ruido en la puerta y vio que la manilla giraba. Se armó de valor y alzó la vista, y se quedó sorprendida al ver a Trembler temblando, con la cara blanca y sangrando por una de sus mejillas. Se levantó de un saltó y le llevó hasta la butaca.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó la chica-. Jim vino corriendo y dijo que la señora Holland había…
– La han cogido, los muy bastardos -explicó Trembler. Ahora su nombre tenía mucho sentido: estaba temblando más que ella en sus peores momentos-. La cogieron, pobrecilla, y la metieron dentro de ese maldito taxi. No pude detenerlos. Aquel gigante me atizó y me tumbó… Lo intenté, se lo juro señorita, lo intenté… Pero aquel tipo era demasiado grande para mí…
– Fred y Jim han ido a buscarla -dijo ella, retorciendo un trapo y aplicándolo sobre la herida que Trembler tenía en la cara-. La salvarán, no te preocupes. Fred no dejará que le pase nada malo. En menos de una hora la traerán aquí, sana y salva…
– Espero que tenga razón, señorita. Fue culpa mía. No hubiese tenido que dejarla venir. Es una chiquilla tan encantadora…
– No digas eso, hombre. No te eches la culpa. No la tiene nadie. Mira…, la cena está preparada y será mejor que comamos algo. ¿Qué me dices?
– No sé si podré. Se me ha quitado el apetito.
Sally tampoco tenía hambre, pero obligó a Trembler a comer algo y también ella hizo un esfuerzo. No hablaron mientras comían.
Entonces Trembler apartó el plato y dijo:
– Estaba muy sabroso. Realmente bueno.
En sólo cinco minutos ya habían comido.
– ¿Te duele mucho la mejilla? -le preguntó ella.
El ojo se le estaba hinchando.
– No sirvo para nada, para nada… -murmuró, mientras Sally le limpiaba la mejilla cuidadosamente, con un trozo de paño húmedo-. ¿Es que no puedo hacer nada bien?
– No seas tonto -dijo ella-. Este sitio se iría al traste sin ti, y tú lo sabes. Deja de compadecerte de ti mismo.
Ella dejó el paño y de repente se le ocurrió una idea. Tuvo que sentarse para no caerse, porque estaba temblando.
– ¿Qué sucede? -preguntó Trembler.
– Trembler, ¿me harás un favor?
– ¿Qué?
– Yo… -No sabía cómo decírselo-. Trembler, ¿sabes lo que pasó cuando fui al fumadero de opio con Fred?
– Sí. Nos lo contaste. ¿Por qué? ¿No estará pensando en ir otra vez allí!
– No, no hace falta. Tengo un poco de opio aquí… Cuando el señor Bedwell me pidió que comprara, yo…, bueno, me guardé un poco para mí. Sabía que tenía que volver a hacerlo. Ahora me siento más fuerte. No sabré lo que pretende la señora Holland hasta que yo lo descubra. Debo volver a mi Pesadilla, Trembler. Estaba dejando pasar el tiempo, esperando a que la señora Holland desapareciese, pero no lo ha hecho. Y me viene todo a la cabeza y… lo quiero hacer ahora. ¿Te quedarás conmigo?
– ¿Qué? ¿Que quiere fumar opio aquí?
– Es la única forma que tengo de descubrir la verdad. Por favor, te lo ruego Trembler. ¿Te quedarás a mi lado?
Él tragó saliva con dificultad.
– Por supuesto que lo haré, señorita. Pero supongamos que algo va mal… ¿Qué debo hacer?
– No lo sé. Yo confío en ti, Trembler. Sólo… coge mi mano, tal vez.
– De acuerdo, señorita. Lo haré.
Sally se levantó instantáneamente y le estampó un beso en la mejilla. Entonces se dirigió rápidamente al armario del rincón. El opio estaba envuelto en un trozo de papel detrás de una jarra. Había guardado un trozo del tamaño de la punta de su dedo meñique y no tenía ni idea de si era demasiado o insuficiente, ni tampoco de cómo debía fumarlo, ya que no tenía pipa…
Se sentó a la mesa y apartó los platos. Trembler cogió una silla, se sentó justo delante de ella y dirigió la lámpara hacia la mesa, de manera que iluminara perfectamente el mantel rojo. La estufa estaba encendida y hacía calor en la cocina, pero para sentirse más segura cerró la puerta con llave. Entonces desenvolvió el opio.
– La última vez -dijo ella- lo aspiré por casualidad del humo que salía de la pipa de alguien. A lo mejor no hace falta ni que lo fume directamente… Si sólo lo enciendo y aspiro el humo, como hice la otra vez… O quizá debería asegurarme. No tengo más… ¿Tú qué piensas?
– No lo sé, señorita -contestó él-. Mi madre solía darme láudano, de pequeño, cuando me dolían los dientes. No sé nada sobre el opio. Creo que la gente lo fuma como si fuera tabaco, ¿verdad?
– No lo creo. La gente que vi en el fumadero de Madame Chang estaba tendida en camas mientras un sirviente les sostenía la pipa y les prendía el opio. Quizá no podían aguantarla ellos mismos. Si lo pongo en un plato…
Se levantó, llevó un plato esmaltado a la mesa y luego cogió una caja de cerillas del estante que había encima de la estufa.
– Sólo tengo que sostener la cerilla encendida por debajo -dijo ella-. Entonces, si me quedo dormida o algo así, la cerilla caerá en el plato y no pasará nada.
Sally cogió un tenedor limpio, lo hincó en la bolita de resina pegajosa y la sostuvo por encima del plato.
– Ya empieza -dijo ella.
Encendió una cerilla y la mantuvo cerca del opio. Se dio cuenta de que no le temblaban las manos. La llama se retorcía alrededor de la droga, ennegreciendo su superficie; y entonces empezaron a brotar el humo y las burbujas. Sally se echó hacia delante, inhaló profundamente y al instante se sintió intensamente mareada.
Abrió y cerró los ojos, movió la cabeza de un lado a otro y se sintió cada vez peor, y en ese momento la cerilla se apagó.
La dejó caer en el plato y cogió otra.
– ¿Está bien, señorita? -preguntó Trembler.
– ¿Podrías encender la cerilla y mantenerla debajo del opio?
– De acuerdo. ¿Está segura de que quiere continuar?
– Sí. Debo hacerlo. Sólo tienes que ir encendiendo las cerillas y hacer que salga humo.
Trembler encendió una cerilla y la puso debajo de la droga. Sally se inclinó hacia delante, apoyando los brazos sobre la mesa y con el cabello echado atrás para que no cayera encima de la llama. Aspiró profundamente. El humo tenía un regusto dulce y amargo al mismo tiempo, pensó; y entonces empezó la Pesadilla.
Wapping en esa época era como una isla. En un lado se encontraba el río y, en el otro estaban el muelle y sus entradas. Para acceder a Wapping, por tanto, se tenía que atravesar uno de los puentes, cuyas estructuras no eran sólidas y espectaculares, de piedra y ladrillo como la del Puente de Londres, sino mucho más ligeras e inestables, de hierro y madera. Al cruzar se movía todo. Eran puentes giratorios o hidráulicos, y de vez en cuando se apartaban a un lado o se elevaban para dejar pasar a los barcos que entraban y salían del muelle. Había siete puentes de este tipo: siete entradas y siete salidas. Era fácil tener a un hombre vigilando en cada uno de ellos. Había mucha gente que le debía favores a la señora Holland y aún mucha más que la temía.
El taxi que llevaba a Frederick, con Jim agarrado a uno de los lados del carruaje por el entusiasmo, traqueteaba a través del puente giratorio llamado Entrada de Wapping, el camino que conducía al mayor de los dos muelles de Londres. Ni Frederick ni Jim repararon en los dos hombres que se escondían detrás de un torno, a su derecha.
– ¿Hacia dónde vamos, caballero? -gritó el conductor.
– Párese aquí -dijo Frederick-. Continuaremos a pie.
Pagaron al conductor, el taxi dio media vuelta y se alejó por donde habían venido. Frederick hubiera preferido que el taxi los esperara, pero no llevaba suficiente dinero.
– ¿Qué vamos a hacer? -dijo Jim-. Sé dónde vive. La he estado espiando.
– No estoy seguro -dijo Frederick-. Vayamos hacia allí y ya veremos lo que sucede…
Recorrieron rápidamente Wapping High Street, entre los altos y obscuros almacenes y las grúas y poleas que colgaban sobre sus cabezas, como si estuviera todo preparado para una ejecución múltiple. Al cabo de uno o dos minutos llegaron a la esquina del Muelle del Ahorcado y entonces Frederick alargó la mano, haciendo una señal a Jim para que se detuviera.
– Espera.
Miró detrás de la esquina y tiró con fuerza del brazo de Jim.
– ¡Mira! -susurró-. Justo a tiempo… Acaban de llegar…, están saliendo del taxi, y también está Adelaide…
– ¿Qué vamos a hacer? -susurró Jim.
– ¡Venga! ¡La agarramos y nos vamos corriendo!
Frederick empezó a correr y Jim le siguió. Estaban a tan sólo unos veinte metros de la entrada de la Pensión Holland, y Frederick era muy veloz. Se abalanzaron sobre la señora Holland cuando aún estaba buscando las llaves.
– ¡Adelaide! -gritó él, y la señora Holland se volvió-. ¡Corre! ¡Ve con Jim!
Jim se precipitó hacia Adelaide y la agarró de la mano. Intentó arrastrarla, pero la niña se echó hacia atrás, sin saber qué hacer.
– ¡Venga! -le gritó. Tiró de ella con más fuerza y finalmente Adelaide reaccionó. Corrieron hasta la esquina de la calle y desaparecieron. Fue entonces cuando Frederick se dio cuenta de por qué la señora Holland no se había ni movido y estaba sonriendo. Justo detrás del muchacho estaba Jonathan Berry, el gigante, blandiendo un bastón. Frederick miró a su alrededor… pero estaba atrapado. No podía escapar.
La esquina por la que Jim había doblado no era la que Adelaide hubiera escogido: era un callejón sin salida. Pero la niña estaba tan aturdida por el pánico que lo siguió sin más cuando el chico la agarró de la mano y tiró de ella. Se encontraban en Church Court. La calle describía una curva y Jim no podía ver ese final sin salida aunque, de todas formas, hubiera sido casi imposible verlo en la obscuridad. Llegaron al final de la calle, el chico tropezó con un montón de basuras, tanteó con sus manos el muro obscuro y empezó a maldecir, desesperado.
– ¿Dónde estamos? -dijo Jim-. ¿Qué hay al otro lado de este muro?
– Una iglesia -susurró la niña-. ¿La ves venir? ¿La ves venir?
– Frederick la entretendrá. Ahora vamos a saltar este maldito muro…
Examinó el muro a tientas, en la penumbra. No era muy alto -un metro y medio-, pero en la parte de arriba estaba lleno de pinchos de hierro; podía verlos por la débil luz de las ventanas de la iglesia, ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la obscuridad. Oyó un coro cantando y se preguntó si la iglesia sería un buen lugar para esconderse.
Pero antes tendrían que saltar ese muro. Había un barril a un lado, en la esquina; Jim lo acercó al muro, haciéndolo rodar, y logró ponerlo derecho. Cogió a Adelaide, que estaba agachada junto al muro temblando de miedo, y la sacudió para que reaccionara.
– Venga, no seas tonta -dijo él-. Levántate ahora mismo. ¡Tenemos que escalar el muro!
– No puedo -dijo ella.
– Levántate de una vez, ¡puñeta! ¡Levántate!
La puso de pie de un tirón y la obligó a subirse al barril. Estaba temblando como un conejo asustado. Jim pensó que sería mejor decírselo con más suavidad:
– Si conseguimos pasar al otro lado, podremos regresar a Burton Street, con Trembler. Pero tienes que intentarlo, ¿de acuerdo?
Jim se agarró a la parte superior del muro y subió. El muro era grueso, por lo que había mucho sitio para ponerse de pie una vez arriba, sin tocar los pinchos de hierro; entonces se volvió y se inclinó hacia delante para ayudar a Adelaide.
– Remángate la falda para que no se enganche -dijo.
La niña obedeció, sin que pudiera parar de temblar ni un instante. Jim le tendió la mano y tiró de ella: era más ligera que una pluma.
Un segundo después se encontraban en el cementerio de la iglesia: las obscuras lápidas inclinadas, aquel césped repugnante, las verjas retorcidas que las rodeaban y ese enorme edificio, el de la iglesia, que se alzaba ante ellos. Dentro tocaban el órgano; parecía que hubiera un ambiente cálido y acogedor allí dentro y Jim tuvo la tentación de entrar. Prosiguieron su camino a través de las tumbas; rodearon la iglesia hasta que llegaron a la puerta principal, donde había una lámpara de gas sobre un soporte, que iluminaba débilmente ese espacio. Jim se dio cuenta de que estaban muy sucios.
– Será mejor que te bajes la falda -dijo el chico-. Estás ridícula.
Lo hizo. El chico miró a derecha e izquierda; la calle estaba vacía.
– Creo que será mejor que no volvamos por la misma calle por donde hemos venido -prosiguió-. El puente está demasiado cerca de su casa. ¿Sabes si se puede cruzar este maldito muelle por otro camino?
– Por la Dársena del Tabaco hay un puente -susurró la niña-. Subiendo por Old Gravel Lane.
– Vamos, entonces. Muéstrame el camino. Pero acuérdate: mantente en la obscuridad.
Adelaide le llevó hasta la fachada de la iglesia. Doblaron a la derecha y pasaron por delante de un asilo de pobres abandonado. Esas calles eran más estrechas que High Street, y lo que había a ambos lados parecían más casas adosadas que muelles y almacenes. Había poca gente por la calle; también pasaron de largo un pub que parecía tranquilo y del cual salía una luz difusa al exterior.
Mientras continuaban andando apresuradamente, Jim volvió a tener esperanzas de que conseguirían salir de allí. Aún les quedaba un largo camino por recorrer, a pie, hasta Burton Street, pero eso no importaba; una hora y media más no les iba a hacer daño. Al fin y al cabo, no les había ido tan mal.
Al llegar a la esquina de Old Gravel Lane, se pararon. Era una calle más ancha y mejor iluminada que la callejuela de la que salían. Empezaba a llover; Jim intentó divisar la salida, poniendo una mano sobre su frente, encima de sus ojos, y consiguió ver la sombra de dos o tres almacenes muy altos y, al fondo de la calle, un puente.
– ¿Es ése? -preguntó.
– Sí -dijo la niña-. Es el puente de la Dársena del Tabaco.
Con extrema cautela, doblaron la esquina y se dirigieron hacia el puente. Un carro pasó por delante de ellos, con una lona impermeable por encima del cargamento, pero ya había desaparecido antes de que Jim pudiera llamar al conductor y suplicarle que los llevaran. Uno o dos transeúntes los miraron con curiosidad -la niña asustada con una capa demasiado grande acompañada de un chico sin abrigo ni sombrero en esa noche lluviosa- pero la mayoría seguían su camino, con las cabezas gachas por la lluvia.
Casi ya habían conseguido llegar al puente cuando los descubrieron.
Había una caseta de vigilancia nocturna a la derecha. En la entrada, un fuego ardía en un brasero, silbando y chisporroteando por las dispersas gotas de lluvia que caían sobre él y que lograban eludir el toldo de lona, colgado de forma tosca, que lo cobijaba.
Dos hombres estaban sentados en la caseta y, de reojo, Jim vio que se levantaban cuando Adelaide y él se acercaron; y sólo pudo pensar: «¿Por qué se levantan?» cuando escuchó que uno de ellos decía:
– Venga, ¡es ella! ¡Es ella! ¡Es la niña que buscamos!
Sintió que Adelaide retrocedía y que luego se quedaba paralizada otra vez. Le agarró la mano mientras los hombres salían de la caseta, daban media vuelta y salían disparados por donde habían venido. No se podía girar por ningún lugar: los muros de los almacenes se alzaban diáfanos y obscuros a ambos lados.
– ¡Corre, por favor! ¡Corre, Adelaide! -gritó Jim.
Vio una abertura a su izquierda y se metió en ella sin pensarlo dos veces, arrastrando a la niña; doblaron la esquina a la izquierda y luego a la derecha hasta que perdieron de vista a aquellos hombres.
– Y ahora, ¿hacia dónde vamos? -dijo Jim jadeando-. Venga, rápido…, los puedo oír.
– Hacia Shadwell -respondió casi sin aliento-. Oh, aquellos hombres me quieren matar… ¡Voy a morir, Jim…!
– Cállate y no seas estúpida. No te van a matar. Nadie te va a matar. Sólo te lo dijo para asustarte, esa vieja bruja. Quiere a Sally, no a ti. Venga, ¿cómo podemos llegar hasta Shadwell?
Se encontraban en un pequeño lugar llamado Pearl Street, que era tan estrecho como un callejón. La niña miró a izquierda y derecha, indecisa.
– ¡Allí están! -Se oyeron unos gritos detrás de ellos y fuertes pasos resonaron en las paredes.
Una vez más escaparon. Pero Adelaide estaba agotada y Jim se estaba quedando sin resuello; otra esquina, y otra, y otra y aún se oían esos horribles pasos persiguiéndoles.
Desesperado, Jim se metió precipitadamente en un pasaje tan estrecho que casi no podía pasar por él, empujando a Adelaide para que no se detuviera. La niña tropezó. El chico se cayó encima de ella e intentaron recuperar el aliento en silencio.
Algo se movió en el callejón, un sonido fugaz, como si se deslizara una rata. Adelaide cerró los ojos y se aferró a Jim.
– Hola amigo -oyeron que decía una voz en la obscuridad.
Jim alzó la vista. Se encendió una cerilla y entonces Jim observó la cara sonriente de aquel tipo.
– ¡Gracias, Dios mío! -exclamó Jim-. Adelaide, ¡No pasa nada! ¡Es mi amigo Paddy!
Adelaide no podía ni hablar y estaba tan muerta de miedo que casi no podía ni moverse. Abrió los ojos y vio el rostro sucio y despierto de un chico que debía de tener la misma edad que Jim, vestido con algo que parecía un saco. No dijo nada y apoyó la cabeza en la pared mojada.
– ¿Ésta es la niña que busca la señora Holland? -preguntó Paddy.
– Te has enterado, ¿verdad? -dijo Jim-. Tenemos que sacarla de Wapping. Pero esa malvada bruja ha bloqueado todos los puentes con sus hombres.
– Tienes suerte, amigo. Has encontrado a la persona que necesitas -dijo el chico-. Conozco perfectamente ésta zona. Todo lo que se puede conocer, lo conozco.
Paddy era el cabecilla de la banda de los mudlarks. Había conocido a Jim un día en que él y sus amigos le habían estado insultando y bombardeando con piedras. Pero Jim tenía buenas intenciones, mejores que las de ellos, y su vocabulario era mucho más rico que cualquiera de esos niños, por lo que al instante se ganó su respeto.
– Pero ¿qué haces en esta zona? -susurró Jim-. ¡Creía que aún estabas en las orillas del río!
– Negocios, amigo. Eché el ojo a un barco carbonero en la Cuenca Vieja. Has tenido suerte, ¿eh? ¿Sabes nadar?
– No. ¿Y tú, Adelaide?
Ella negó con la cabeza. Todavía tenía la cara pegada al muro.
El callejón estaba cubierto y los protegía de la lluvia, que en esos momentos estaba cayendo con fuerza, pero un riachuelo helado bajaba por el callejón, procedente de un canalón, y estaba dejando el vestido de Adelaide empapado. Paddy, que iba descalzo, ni se dio cuenta.
– La marea está bajando -dijo él-. Tenemos que marcharnos.
– Venga -dijo Jim tirando de Adelaide. Siguieron a Paddy más allá del callejón, en la más absoluta obscuridad.
– ¿Dónde estamos? -susurró Jim.
– Debajo del matadero -les respondió, sin que le pudieran ver-. Hay una puerta justo aquí arriba.
Paddy se paró. Jim oyó que giraba una llave en la cerradura y entonces una puerta se abrió chirriando.
Entraron en una habitación profunda como una caverna, iluminada por la luz tenue de la llama de una vela en un rincón. Una docena de niños, vestidos con harapos, estaban durmiendo sobre montones de sacos, mientras que una chica de mirada salvaje, un poco mayor que Paddy, sostenía la vela.
Un olor espeso, a suciedad, flotaba en el aire.
– Hola, Alice -dijo Paddy-. Tenemos dos visitantes.
La chica se los quedó mirando fijamente, en silencio. Adelaide se agarró a Jim, que la calmó con la mirada, sin amedrentarse.
– Tenemos que sacarlos de Wapping -dijo Paddy-. ¿Está Dermot en la barcaza?
Alice dijo que no con la cabeza.
– Envía a Charlie para decírselo. Ya sabes a qué me refiero.
Ella le hizo un gesto a un chiquillo, que se fue corriendo al instante.
– ¿Vivís aquí? -preguntó Jim.
– Sí, pagamos el alquiler cazando ratas, que luego vendemos.
Jim miró a su alrededor y vio un montón de huesos de animales en un rincón, con algo que se removía entre ellos. Esa «cosa» saltó de repente hacia un lado, sobre algo, y se convirtió en un chico de cinco o seis años, casi desnudo, que se tambaleaba hacia Alice con una rata que se retorcía en sus manos. Ella la cogió sin decir palabra y la metió en una jaula.
– Podéis quedaros aquí si queréis -dijo Paddy-. Es un buen sitio.
– No, debemos marcharnos. Vamos, Adelaide.
Jim la agarró de la mano. Estaba preocupado: era tan pasiva, tan quieta… Le hubiese gustado ver que tenía más ganas de luchar por su vida.
– Entonces, por aquí -dijo Paddy y los llevó a una sala aún más grande y maloliente.
– Tenemos que ir con cuidado. Se supone que no podemos entrar, aquí. Las calderas están encendidas durante toda la noche, así que debe de haber algún vigilante rondando.
Atravesaron una infinidad de habitaciones y pasadizos; parando de vez en cuando para controlar si se oían pasos. No se oía nada. Finalmente llegaron a un sótano; en un rincón se encontraba el final de una rampa que se utilizaba para los desechos, por donde se echaban huesos, cuernos y pezuñas; estaba resbaladizo, sucio y grasiento, y echaba una peste nauseabunda.
– ¿Cómo lograremos subir? -preguntó Jim.
– ¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema? -dijo Paddy-, ¡Qué sabroso!, ¿eh? No tendrás manías, ¿verdad?
Le dio la vela a Adelaide y les mostró cómo subir la rampa cogiéndose por los lados. Jim cogió la vela y empujó a Adelaide hacia arriba, sin hacer caso de sus protestas. Un minuto después los tres estaban al aire libre y bajo la lluvia. Era en un patio adoquinado, rodeado por una verja y que daba a un callejón, en la parte trasera de un pub. Paddy se puso de puntillas para ver si había alguien en el callejón.
– Adelante -dijo él.
Parecía que no existiera ningún obstáculo para Paddy. La verja parecía robusta y perfectamente fijada, pero el chico sabía el lugar exacto donde encontrar un barrote suelto. Lo levantó y lo aguantó para que los otros dos pasaran rápidamente por debajo.
– El patio del Fox & Goose -dijo Paddy-. Las ratas que capturamos se las traemos al propietario. Ahora podemos pasar al otro lado de Wapping Wall y entonces ya habremos llegado al río. Ya queda poco.
Wapping Wall era una calle, no un muro, y se cruzaba en un momento; y prácticamente al otro lado estaba la entrada a la Escalera del Rey Jaime.
Jim pudo entrever una maraña de mástiles y aparejos, y el brillo del agua.
– Podemos coger un bote allí abajo -dijo Paddy-. Y después, es fácil: remas hasta llegar a casa. Bajad, yo me quedaré aquí arriba vigilando.
Jim y Adelaide bajaron por el callejón obscuro, entre los edificios, y se encontraron en un estrecho y pequeño muelle. Delante de ellos, las barcas estaban inclinadas encima del barro; las cuerdas que las amarraban llegaban hasta los norays del muelle, y la escalera de piedra llevaba justo hasta el borde del agua.
– ¿Dónde vamos, Paddy? -preguntó Jim volviéndose, y entonces se paró.
La señora Holland estaba allí arriba, junto a Paddy.
Jim cogió a Adelaide y la rodeó con sus brazos. Su mente iba a cien por hora. Sólo se le ocurrieron dos palabras y se las dijo a Paddy.
– ¿Por qué?
– Por dinero, colega -fue la respuesta-. Lo necesito para sobrevivir.
– Buen chico -dijo la señora Holland.
– Volveré -dijo Jim-. Volveré y te buscaré hasta encontrarte.
– Pues aquí te espero -contestó Paddy, metiéndose la moneda que la señora Holland le había dado. Y se esfumó.
– Bien, bien -dijo la señora Holland-. Parece que por fin te he encontrado, pequeña zorra. Ahora ya no puedes escapar. Berry está abajo, al pie de la escalera, y te retorcerá el pescuezo si lo intentas… Lo hace con los pollos, para distraerse. Una vez les ha arrancado la cabeza, corretean por ahí batiendo las alas aún durante unos cinco minutos más. He hecho una apuesta con él para ver cuánto tiempo durarías tú correteando sin cabeza, y te prometo que Berry tiene muchas ganas de ganar la apuesta. Yo que tú no intentaría huir. Estás atrapada, Adelaide. ¡Por fin te tengo!
Jim podía sentir cómo la niña temblaba como una hoja.
– ¿Para qué la quiere? -le preguntó, y sintió que se le helaba la sangre, porque por primera vez la señora Holland le miraba directamente a los ojos y sabía que esa mujer era realmente capaz de mandar que le arrancaran la cabeza a la niña para comprobar si seguía correteando sin ella. Era capaz de cualquier cosa.
– Quiero castigarla por haberse escapado. Quiero que sufra muchísimo, esa mocosa. Venga Berry, cógela.
Jim se volvió y vio a Berry que se acercaba subiendo las escaleras. La débil luz que había no le iluminaba aún la cara, así que parecía que no tuviera rostro, como si fuera una masa informe de maldad.
Adelaide agarró con más fuerza que nunca a Jim, que miraba a su alrededor desesperadamente para encontrar una salida. Pero no había ninguna.
– A quien quiere es a la señorita Lockhart, no a Adelaide -dijo él-. Quiere el rubí, ¿no es verdad? Adelaide no tiene ni la más remota idea de dónde está. Deje que se marche.
La única luz del húmedo muelle era el resplandor tenue de una lejana ventana; pero por un segundo, otra luz parecía resplandecer en los ojos de la señora Holland, que pasaron de Jim a Berry. El chico se volvió y vio al gigante levantando un bastón mientras se dirigía hacia ellos. Empujó a Adelaide detrás de él para protegerla.
– Inténtalo, amigo -dijo él, mirando fijamente a Berry con todo su atrevimiento. Jim tenía el bastón sobre su cabeza y opuso el brazo para protegerse, y toda la fuerza del bastón cayó sobre su codo. Casi se desmayó. Adelaide gritó, y vio cómo el gigante volvía a alzar el bastón; entonces Jim escondió la cabeza y el hombre le golpeó de nuevo violentamente. Berry lo apartó a un lado como si fuera una mosca y le propinó otro golpe con el terrible bastón, esta vez en el hombro. Jim, completamente aturdido por el dolor, casi no se daba ni cuenta de que se había caído al suelo.
Probó el sabor de la sangre y oyó gritar a la niña. Sabía que tenía que ayudarla; por esa razón había venido. Intentó mover la cabeza pero no pudo levantarse; sus brazos no le obedecían. Intentó vencer el dolor, pero se puso a llorar de impotencia. Adelaide le cogió, de la chaqueta, de la mano, del pelo; le cogía con fuerza y él no podía ni levantar los brazos para ayudarla… Berry la cogió del cuello con una mano y, con la otra, la separó de Jim. Adelaide boqueaba, intentando respirar; tenía los ojos fuera de las órbitas. El gigante gruñía como un oso, sus labios se abrían para mostrar unos enormes dientes rotos, sus ojos rojos brillaban y se le acercaban más, cada vez más. La tenía bien cogida y la levantó por encima de su cabeza.
– Déjala en el suelo -gritó Frederick Garland-. Déjala en el suelo ahora mismo, o te mato.
Berry se quedó parado. Jim volvió la cabeza de golpe. Frederick estaba allí de verdad, al lado del muro. Tenía la cara terriblemente masacrada, un ojo cerrado y la boca hinchada, una mejilla amoratada y ensangrentada y todo su cuerpo temblaba. La señora Holland seguía contemplando la escena sin moverse, tranquilamente
– ¿Cómo? -dijo Berry.
– Déjala en el suelo, o verás lo que es bueno -dijo Frederick.
– Creía que ya te había eliminado -dijo Berry.
– Estás perdiendo facultades, Berry -dijo la señora Holland-. Ve con cuidado, es un gallo de pelea, este tipo. Ya van cuatro veces que se cruza en mi camino. Lo quiero ver muerto, Berry. Tráeme a la niña.
Adelaide parecía un muñeco. Berry la dejó caer y la señora Holland la agarró al instante.
– Te matará, Fred -dijo Jim, agonizando.
– No podrá -dijo Frederick desafiante.
Entonces Berry corrió hacia el fotógrafo, y Frederick le esquivó. Jim estaba totalmente convencido de que Fred no podría salvarse, pero también sabía que era muy valiente.
Luego Frederick recibió un golpe en la cabeza y cayó al suelo, pero rodó hacia un lado y logró huir de las botas de Berry. «No tiene el bastón -pensó Jim-, debe de haberlo tirado al suelo al coger a Adelaide.» Mientras tanto Frederick consiguió apoyarse en el muro y barrer con las piernas a Berry.
El matón se desplomó como un árbol y Frederick, al instante, se lanzó sobre él, aporreándole, golpeándole, dándole patadas, intentando arrancarle los ojos y retorcerle los brazos, pero el fotógrafo estaba tan cansado y débil que su golpes eran como los de un niño. Berry levantó un brazo como si éste fuera una viga de roble y se quitó de encima a Frederick, tirándole hacia un lado. Jim reunió las últimas fuerzas que le quedaban y apoyó todo su peso sobre el brazo roto durante un instante, y se dio cuenta de que se había equivocado: sintió un dolor insoportable, inimaginable, y se desplomó. Se dio con la cabeza contra algo; era el bastón, pensó, y se desmayó.
Un momento después, Jim se despertó y vio que Frederick estaba de rodillas a sólo un metro, protegiéndose de una descarga de golpes que caían como rayos sobre sus hombros y cabeza. Fred también le golpeaba, pero fallaba tres golpes de cada uno que lograba dar. Estaba ya tan débil ahora, que sus puñetazos no hubiesen podido hacer daño ni a Adelaide. Jim se retorció e intentó alcanzar el bastón con el brazo bueno. «Voy a morir de dolor -pensó-, no puedo soportarlo… Pero mira a Fred… No parará, nada le puede parar… Es como yo, él es… es un buen tipo…»
– Fred, ¡cógelo! -gritó Jim, empujando el bastón lo suficiente para ponerlo a su alcance. Frederick lo sintió entre sus manos antes de que Berry viera lo que estaba sucediendo y el hecho de sentirlo parecía que le hubiese dado nuevas fuerzas. Lo cogió fuertemente, con las dos manos, y lo hincó en el estómago del gigante. Berry jadeó y Frederick le volvió a golpear, y se puso de pie, tambaleándose.
Estaba a casi un metro del borde del muelle. Frederick sabía que era su última oportunidad. Logró recuperar de su memoria lo que aún quedaba de sus clases de esgrima, se sostuvo en equilibrio y le atacó. Casi no podía ver; tenía los dos ojos inundados de sangre, pero sentía el bastón en las manos y oyó los gritos de Jim.
– ¡Así! ¡Así, Fred!
Golpeó a Berry otra vez y se limpió los ojos. Jim se lanzó a las rodillas del matón y se enredó en ellas, haciéndole caer, justo al borde del muelle. Frederick atacó de nuevo; Berry se levantó de rodillas y dirigió su puño hacia Jim, y le dio en la oreja. Jim se cayó, pero el gigante perdió el equilibrio. Frederick vio que había llegado su oportunidad y, con las últimas fuerzas que le quedaban, golpeó a Berry con el bastón.
Berry desapareció.
Jim aún estaba en el suelo, inmóvil. Frederick se dejó caer de rodillas y se sintió mareado, con náuseas. Luego, Jim se arrastró hasta el borde del muelle y miró hacia abajo. No se oía nada.
– ¿Dónde está Berry? -preguntó Frederick, con los labios hinchados y algunos dientes rotos.
– Allí abajo -dijo Jim.
Frederick se arrimó gateando hasta el borde. Había una plataforma de piedra, de un metro más o menos de ancho, al pie del embarcadero; Berry estaba tendido entre la plataforma y el barro. Tenía el cuello roto.
– Lo has conseguido -dijo Jim-. Lo hemos conseguido, le hemos matado.
– ¿Dónde está Adelaide?
Miraron a su alrededor. El muelle estaba vacío. Había parado de llover y los charcos brillaban por la luz tenue. Allí abajo, en el barro, las barcas más pequeñas empezaban a balancearse y luego, lentamente, se enderezaban definitivamente, como si se estuvieran levantando de sus tumbas; pero sólo era la marea, que estaba subiendo. Jim y Frederick estaban solos. Adelaide ya no estaba.