124256.fb2
Sally se despertó mucho más tarde. Las agujas del reloj de la cocina señalaban la medianoche y el fuego se había ido consumiendo. Trembler estaba dormido en la butaca. Todo seguía igual, excepto ella; había cambiado y, con ella, también el mundo entero había cambiado. Casi no podía creer lo que había descubierto… Eso lo explicaba todo.
Trembler se despertó, sobresaltado.
– ¡Dios mío, señorita! ¿Qué hora es?
– Medianoche.
– Ah… ¡Oh no! ¡Me he quedado dormido!
Ella asintió.
– No pasa nada.
– ¿Está bien, señorita? Lo siento muchísimo…
– No, no, tranquilo, estoy bien.
– Parece completamente conmocionada, como si hubiera visto un fantasma… Le prepararé un té. ¡Y pensar que le prometí que me quedaría despierto…! ¡Soy un patán, un estúpido!
Sally no le escuchaba. Trembler se levantó y le tocó el hombro.
– ¿Señorita?
– Tengo que encontrar el rubí. Tengo que encontrarlo.
Se levantó y se dirigió a la ventana; miró afuera distraída, golpeando suavemente el cristal con los dedos. Trembler se alejó, alarmado, mordiéndose el bigote. Entonces habló de nuevo.
– Señorita, espere a que el señor Frederick regrese…
Se oyó que alguien llamaba a la puerta. Trembler se levantó rápidamente para ir abrir y, un momento después, Rosa entraba en la cocina, muerta de frío, empapada y muy enfadada.
– ¿Por qué diantres teníais la puerta cerrada con llave? ¡Buf! ¡Qué noche! Y la casa medio vacía y ¡éramos unos cuantos!… Sally, ¿qué pasa? ¿Qué es esto? ¿Qué es este olor?
Arrugó la nariz, aún mojada, se secó la cara mientras miraba a su alrededor y vio las cenizas y las cerillas sobre la mesa.
– ¿Qué es esto? ¿No será opio?
Trembler volvió antes de que Sally pudiera hablar.
– Ha sido culpa mía, señorita Rosa -dijo rápidamente-. Yo permití que lo hiciera.
– ¿Y qué te ha pasado a ti? -Dejó caer su capa al suelo y se apresuró a mirar el ojo y la mejilla amoratados.
– ¿Pero qué diablos ha pasado? ¿Dónde está Fred?
– Adelaide no está -dijo Trembler-. La señora Holland vino con un tipo gigantesco y se la ha llevado. El señor Fred y ese chico, Jim, fueron a buscarla.
– ¿Cuándo?
– Hace horas.
– ¡Oh, Dios mío!… Sally, ¿por qué el opio?
– Tenía que hacerlo. Ahora debo encontrar el rubí, porque lo sé todo sobre esa piedra preciosa. Oh, Rosa, yo…
Su voz tembló, abrazó a Rosa y se puso a llorar. Rosa también la abrazó y, con suavidad, hizo que se sentara.
– ¿Qué pasa, cariño? ¿Qué te preocupa?
Le acarició la cara con las manos, frías y húmedas. Sally movió la cabeza y se incorporó, secándose las lágrimas con la mano.
– Tengo que encontrar ese rubí como sea. Es la única forma de solucionar el problema. Tengo que solucionarlo…
– Espera aquí -dijo Rosa.
Subió las escaleras corriendo y volvió en menos de un minuto. Dejó caer algo encima de la mesa, algo pesado, envuelto en un pañuelo; algo que brillaba en los pliegues de lino.
– No me lo puedo creer -dijo Trembler.
Sally la miró completamente sorprendida.
– Fue Jim -explicó Rosa-. Él, ya sabes esas historias que siempre lee, creo que piensa como un novelista sensacional. Lo resolvió hace algún tiempo. Estaba en un pub, en Swaleness, parece… No puedo recordar los detalles, pero te lo ocultó porque pensó que tenía un maleficio y no quería que te causara ningún daño. ¿Sabes lo que piensa de ti, Sally? Te adora. Lo trajo el otro día y me lo dio porque pensó que yo sabría qué hacer con él. Me contó toda la historia justo antes de que me fuera al teatro…, por eso no tuve tiempo de explicártelo antes. Es a Jim a quien tienes que estarle agradecida. De todas formas…, aquí está.
Sally alargó la mano y abrió el pañuelo. En el centro de aquella blancura arrugada se encontraba una cúpula de sangre, una piedra del tamaño de la articulación superior de un dedo pulgar, que contenía todas las tonalidades de rojo que podían existir en el mundo. Parecía que atraía la luz de la lámpara, que la aumentaba y la cambiaba, que la expulsaba luego como si fuese una especie de calor visible; y dentro escondía el reluciente e indescriptible paisaje hipnótico de cavernas, barrancos, abismos, que tanto había fascinado al comandante Marchbanks. Sally sintió que su cabeza flotaba y que se le cerraban los ojos. Entonces envolvió con su mano la piedra. Era dura, pequeña, fría. Se levantó.
– Trembler -dijo Sally-, coge un taxi ahora mismo y ve al Muelle del Ahorcado. Dile a la señora Holland que tengo el rubí y que me encontraré con ella en el Puente de Londres, dentro de una hora. Eso es todo.
– Pero…
– Te daré el dinero. Hazlo, Trembler. Tú… te quedaste dormido durante la Pesadilla; te lo ruego, hazme este favor.
Sally se horrorizó cuando acabó de decirlo. Odiaba haberle hecho recordar su error. Trembler inclinó la cabeza y se puso el abrigo.
Rosa se levantó de un salto.
– Sally… ¡No lo hagas! ¡No debes! ¿Qué pretendes hacer?
– Ahora no te lo puedo explicar, Rosa. Pero pronto lo haré. Pronto entenderás por qué tengo que verla.
– Pero…
– Por favor, Rosa, confía en mí. Esto es muy importante, lo único importante, no puedes entenderlo… Yo no lo podía entender tampoco antes…
Sally señaló las cenizas de opio y se estremeció.
– Al menos déjame venir contigo -dijo Rosa-. No puedes ir sola. Cuéntamelo por el camino.
– No. Quiero verla a solas. Trembler, tampoco tú puedes venir. Dile solamente que acuda a la cita.
Trembler alzó la vista con sentimiento de culpabilidad, asintió y se marchó.
Rosa siguió:
– Te dejaré sola en el puente, pero iré hasta allí contigo. Creo que estás loca, Sally.
– No lo sabes… -empezó a decir Sally, y negó con la cabeza-. De acuerdo. Gracias. Pero prométeme que me dejarás sola cuando tenga que hablar con ella. Me tienes que prometer que no vas a interponerte, pase lo que pase.
Rosa asintió.
– Muy bien -dijo ella-. Me muero de hambre. Me comeré un bocadillo por el camino.
Rosa cortó una rebanada de pan y la untó generosamente con mantequilla y mermelada.
– Ya estoy preparada para cualquier cosa. Y también completamente empapada. Estás loca, loca de remate. Eres una lunática. Venga, tenemos un largo camino andando.
Sally oyó los relojes de la ciudad cuando daban la media: la una y media. Caminaba lentamente haciendo eses, sin hacer caso de los pocos peatones que había por la calle ni de los taxis que, con menos frecuencia, pasaban de vez en cuando.
Un policía la paró en una ocasión y le preguntó si se encontraba bien, evidentemente pensando que era otra de las pobres desgraciadas que creían que el río iba a ser la solución a todas sus penas; pero ella sonrió, le tranquilizó y el policía siguió su camino.
Pasó un cuarto de hora. Un taxi llegó a la parada donde éstos se cogían, al principio del puente, el que daba al norte, pero nadie bajó. El conductor se echó el abrigo por encima de los hombros y echó una cabezada, esperando a que llegara algún pasajero.
El río seguía su curso por debajo de ella. La muchacha se fijó en la marea, que subía, haciendo que los barcos también se elevaran, atados a los dos lados de las orillas, con sus luces de situación brillando. Unos instantes después escuchó el motor de una lancha de vapor de la policía, desplazándose río abajo desde del puente de Southwark. Sally observó cómo se acercaba y desaparecía por debajo de sus pies, y entonces se dirigió al otro lado del puente para ver cómo volvía a aparecer y seguía su trayectoria hacia abajo, lentamente, pasando por delante de la sombra obscura de la Torre de Londres y virando, al final, hacia la derecha. Se preguntó si la abarrotada orilla que tenía a su izquierda era Wapping, y si era así, cuál de esos negros muelles escondía la Pensión Holland.
El tiempo transcurrió; empezaba a hacer más frío. Los relojes dieron la hora otra vez.
Y entonces una figura apareció bajo la lámpara de gas, en el extremo norte del puente, una figura rechoncha y regordeta, vestida de negro.
Sally se enderezó y empezó un bostezo que se quedó a medio camino. Estaba de pie justo en medio del puente, para poder ser bien vista y, tras un momento de duda, la figura se dirigió hacia ella. Era la señora Holland. Sally la podía ver claramente. Incluso a esa distancia, los ojos de la vieja parecía que brillaran. Se iba acercando cruzando tramos de sombra y luz mientras avanzaba, cojeando un poco, respirando con dificultad, con una mano en la cintura, decidida, sin parar en ningún momento.
Avanzó hacia Sally y se quedó a tan sólo tres metros. El sombrero ladeado que llevaba la anciana ensombrecía la parte superior de su cara, dejando sólo al descubierto la barbilla y la boca. Movía la boca sin parar como si estuviera masticando algo pequeño y resistente. Pero aun así sus ojos seguían resplandeciendo en la obscuridad.
– ¿Y bien, cariño? -dijo la vieja, por fin.
– Usted mató a mi padre.
Los labios de la señora Holland se abrieron un poco, dejando ver su gran dentadura. Una lengua como de cuero, puntiaguda, se arrastró sobre todos esos dientes y se la recolocó.
– Bueno, bueno -dijo ella-. No puedes hacer tales acusaciones, señorita.
– Lo sé todo. Sé que el comandante Marchbanks… que el comandante Marchbanks era mi padre. Lo era, ¿verdad?
La señora Holland no respondió.
– Y me vendió, ¿verdad? Me vendió al capitán Lockhart, el hombre que creía… el hombre que creía que era mi padre. Me vendió a cambio del rubí.
La señora Holland permanecía inmóvil y en silencio.
– Porque el Maharajá regaló el rubí a mi… al capitán Lockhart como pago por protegerle durante el Motín. Es cierto, ¿verdad?
La vieja mujer asintió lentamente.
– Por eso los rebeldes creían que el Maharajá estaba ayudando a los británicos. Y mi p… y el capitán Lockhart dejó al comandante Marchbanks vigilando al Maharajá en… en algún lugar obscuro…
– En los sótanos de la Residencia Oficial del Representante del Gobierno Inglés en las Colonias -dijo la señora Holland-. Con algunas mujeres y niños.
– Y el comandante Marchbanks había estado fumando opio, y tuvo miedo, y huyó, y mataron al Maharajá y cuando volvió con mi… con el capitán Lockhart… se pelearon. El comandante Marchbanks le reclamó el rubí. Tenía deudas y no las podía pagar…
– El opio. ¡Qué pena! Fue el opio lo que le mató.
– ¡Usted le mató!
– Bueno, bueno. Quiero que me des el rubí, niña. Por eso he venido. Tengo derecho a recuperarlo.
– Se lo puede quedar… cuando me haya contado el resto de la historia. La verdad.
– ¿Y cómo sé que lo tienes?
Como respuesta, Sally sacó el pañuelo del bolso y lo puso sobre el parapeto, bajo la luz de gas. Luego desenvolvió el rubí para que quedara, rojo sobre blanco, justo en el centro del amplio borde de piedra del puente. La señora Holland dio involuntariamente un paso hacia delante.
– Un paso más y lo echo al río -dijo Sally-. Quiero la verdad. Ahora sé lo suficiente para poder juzgar si me está mintiendo. Quiero saber toda la verdad.
La señora Holland se puso frente a ella de nuevo.
– De acuerdo -dijo ella-. Tienes razón. Volvieron y encontraron al Maharajá muerto y Lockhart tiró al suelo a Marchbanks de un puñetazo por ser un cobarde. Entonces oyó a un niño que lloraba. Eras tú. La esposa de Marchbanks había muerto, una pobre mujer enfermiza. Lockhart dijo: «¿Esta pobre niña va a crecer con un cobarde como padre? ¿Un cobarde y un fumador de opio? Coge el rubí -dijo él-. Cógelo y desaparece, pero dame a la niña…».
La señora Holland dejó de hablar. Sally oyó los pesados pasos del policía que volvía.
Ninguna de las dos se movió; el rubí estaba en el parapeto, a plena vista. El policía se detuvo.
– ¿Todo va bien, señoras?
– Sí, gracias -dijo Sally.
– Una mala noche para estar fuera de casa. Podría ser que lloviera más, y no me extrañaría demasiado.
– A mí tampoco me sorprendería -dijo la señora Holland.
– Yo en su lugar me iría a casa. No me quedaría aquí fuera si no tuviera la obligación. Bueno, sigo con la ronda.
Se tocó el casco y siguió su camino.
– Continúe -dijo Sally.
– Así que Marchbanks cogió a la niña, que eras tú, de la cuna y se la dio a Lockhart. El opio y las deudas se arremolinaban en su cabeza. Y se embolsó el rubí y… eso es todo.
– No, no es todo. ¿Qué dijo la esposa de Lockhart?
– ¿Esposa? Él nunca tuvo esposa. Estaba soltero.
Así, la madre de Sally desapareció del mapa de repente. Borrada de un solo golpe; y era el peor golpe de todos, darse cuenta de que esa maravillosa mujer nunca había existido. Sally dijo con voz temblorosa:
– Pero tengo una cicatriz en el brazo. Una bala…
– No fue una bala: fue un cuchillo. El mismo cuchillo que mató al Maharajá, que su alma se pudra. Te iban a matar, sólo que los interrumpieron.
Sally se sintió débil.
– Venga, siga -dijo ella-. ¿Y usted? ¿Cómo entra usted en la historia? No olvide que sé una parte de la historia y, si no me dice la verdad…
Sally tironeó ligeramente la punta de su pañuelo. Era mentira: no tenía ni idea de cómo la señora Holland estaba implicada en la historia, pero observando el sobresalto de la vieja mujer cuando vio que acercaba la mano al rubí, Sally supo que conseguiría saber la verdad.
– A través de mi marido -dijo con voz ronca-. Horatio. Era soldado del Regimiento y se enteró de algo.
– ¿Cómo? -preguntó Sally, y empujó la piedra más hacia el borde del parapeto.
– Estaba allí abajo -dijo la señora Holland rápidamente, retorciéndose las manos con ansiedad-. Lo vio y se enteró de todo. Y después volvió a casa…
– Lo chantajeaba. Al comandante Marchbanks, mi verdadero padre. Le robó todo, ¿verdad?
– Él estaba avergonzado. Avergonzado, con una profunda amargura en su interior. Y no quería que nadie se enterara de lo que había hecho. ¡Vender a su propia hija por una joya! Algo espantoso.
– ¿Por qué odiaba a mi… al capitán Lockhart? ¿Qué es lo que le había hecho? ¿Por qué me quiere matar a mí?
La señora Holland apartó de golpe los ojos del rubí. ;
– Rebajó a mi Horatio a soldado raso -dijo ella-. Era sargento. Yo estaba orgullosa de eso. Convertirse en soldado raso de nuevo… fue una crueldad.
Su voz vibraba con un tono que mostraba injusticia.
– ¿Y por qué dice que el rubí es suyo? Si el Maharajá se lo dio al capitán Lockhart y él se lo dio al comandante Marchbanks, ¿qué derecho tiene usted sobre el rubí?
– El rubí me pertenece con más derecho que a todos vosotros. Me lo había prometido él mismo veinte años antes, el muy bastardo mentiroso. Me lo prometió.
– ¿Quién? ¿Mi padre?
– No… ¡el Maharajá!
– ¿Qué? ¿Por qué? ¿Para qué?
– Se había enamorado de mí.
Sally se echó a reír. La idea era absurda; la vieja mujer se lo estaba inventando todo. Pero la señora Holland agitó el puño con furia y dijo como silbando:
– ¡Es verdad! Y Dios sabe que he hecho un trato contigo, señorita: la verdad a cambio del rubí, y ésta es la pura verdad ante Dios. Ahora me ves vieja y fea, pero veinte años antes del Motín, antes de casarme, era la chica más hermosa de todo el norte de la India. La bella Molly Edwards, me solían llamar. Mi padre era herrero de la compañía en Agrapur, un humilde trabajador civil, pero todos le venían a presentar sus respetos, los oficiales, y me echaban miraditas, y no sólo los oficiales lo hacían. El mismo Maharajá se enamoró de mí, maldito sea. ¿Sabes lo que quería?… Estaba completamente enamorado de mí, y yo le decía que no sacudiendo la cabeza, una cabeza llena de rizos negros… Tú piensas que eres guapa; pero comparada con lo hermosa que yo era antes, sólo eres una triste sombra de lo que fui. Tú no eres nada de nada. Nunca podrías compararte conmigo. Bueno, el Maharajá me prometió el rubí, así que cedí a sus deseos. Y a cambio, después él se rió y me echó de palacio; y nunca volví a ver el rubí hasta aquella noche en los sótanos de la Residencia…
– ¡Entonces fue usted quien lo vio todo! ¡Y no su marido!
– ¿Y qué más da ahora? Sí, lo vi todo. Más que eso: dejé entrar a los hombres que le mataron. Y entonces me reí yo, mientras él moría…
Sonrió mientras recordaba esa escena. Sally no podía ver nada de la belleza que esa mujer aseguraba haber tenido. No había quedado absolutamente nada…, nada más que crueldad y vejez. Y a pesar de todo Sally la creyó, y sintió pena…, hasta que recordó al comandante Marchbanks y su extraña y tímida amabilidad el día que se conocieron, la forma en que la había mirado… Era su hija… No, no sintió pena.
Sally cogió el rubí.
– ¿Es toda la verdad?
– Todo lo que importa. Dámelo…, es mío. Mío antes que tuyo, antes que de tu padre, antes de que fuera de Lockhart. Fui comprada por esa piedra, como tú. Las dos, compradas por un rubí… Ahora dámelo.
– Yo no lo quiero -dijo Sally-. Sólo nos ha traído muerte y desgracias. Mi padre quería que yo lo tuviera y no usted, pero yo no lo quiero. Se lo doy. Y si lo quiere -la chica alzó el brazo-, vaya a buscarlo.
Y lo lanzó por encima del parapeto. La señora Holland se quedó petrificada como una estatua.
Las dos oyeron el débil sonido, allá abajo, de la piedra chocando contra el agua; y entonces la señora Holland se volvió como loca.
Primero rió y sacudió la cabeza como una niña pequeña mientras se acariciaba el pelo con satisfacción, como si en lugar de un sombrero roñoso y viejo tuviera una cabellera preciosa de rizos brillantes y obscuros. Entonces dijo:
– Mi belleza. Mi bonita Molly. Tendrás un rubí por tus bellos brazos, por tus ojos azules, por tus rojos labios…
Entonces la dentadura postiza se le cayó. La vieja no se dio cuenta, pero sus palabras ahora eran incomprensibles. Y el sombrero se le ladeó, tapándole la mitad de la cara. Apartó a Sally de un golpe y, como pudo, se subió al parapeto. Se tambaleó por unos instantes. Sally, horrorizada, tendió la mano, pero sólo agarró el aire mientras la mujer se precipitaba al vacío.
Cayó sin gritar. Sally se tapó los oídos con las manos; pero más que oír el impacto, lo sintió en su interior.
La señora Holland estaba muerta.
Sally cayó de rodillas y empezó a llorar.
En el extremo norte del puente, el conductor de un taxi dio un golpecito al caballo con el látigo, sacudió las riendas y el vehículo empezó a moverse.
Se acercó a paso tranquilo a lo largo de la calzada y se paró al lado de Sally. Aún estaba llorando; levantó la mirada, pero sus ojos estaban cegados por la neblina de sus lágrimas. El rostro del conductor estaba escondido; el pasajero, si es que había alguno, no se veía.
Se abrió la puerta. Una mano se apoyó en el tirador, una gran mano morena con pelos rubios en el dorso y en los nudillos. Una voz que nunca antes había oído le dijo:
– Por favor entre en el carruaje, señorita Lockhart. Tenemos que hablar.
Se levantó, muda, pero aún con algunos sollozos, que le salían de forma automática: se había quedado absolutamente estupefacta.
– ¿Quién es usted? -logró preguntar la chica.
– Tengo muchos nombres. Hace poco visité Oxford bajo el nombre de Eliot. El otro día tuve una cita con el señor Selby, y el nombre que utilicé fue Todd. En Oriente a veces me conocen como Ah Ling; pero mi verdadero nombre es Hendrik van Eeden. Entre en el taxi, señorita Lockhart.
No tenía otra opción y la chica obedeció. Él cerró la puerta y el taxi se puso en marcha.