124256.fb2
Extraños sucesos en el Muelle de las Indias Orientales
MISTERIOSO TAXI VACIO
UN DISPARO EN LA NOCHE
Un inexplicable y misterioso suceso tuvo lugar cerca del Muelle de las Indias Orientales durante la madrugada del pasado martes.
El agente de policía Jonás Torrance, un experto agente de reputación intachable, estaba haciendo la ronda en el área del muelle cuando, aproximadamente a las dos y veinte, oyó un disparo.
Se apresuró a hacer un registro de la zona y en cinco minutos encontró un taxi, al parecer abandonado, en East India Dock Wall Road. No había ningún rastro del caballo o del conductor, pero cuando el agente miró dentro del vehículo, encontró indicios de una violenta pelea.
El suelo y el asiento estaban inundados de sangre. El agente Torrance estimó que la cantidad de sangre encontrada equivalía a un litro y medio o más.
En un examen más minucioso del taxi se encontró un cuchillo, como los que usan los marineros, bajo uno de los asientos. La hoja estaba afiladísima, pero no tenía rastros de sangre.
El agente fue en busca de refuerzos y se realizó una búsqueda en las calles adyacentes, pero no se pudo descubrir nada más. En estos momentos el caso sigue siendo un misterio.
– Intentamos decírselo -dijo Sally-. ¿Verdad, Rosa?
– Se lo dijimos hasta cuatro veces y él no nos escuchaba. ¡Ni una palabra entraba en su mollera! Al final nos ordenó que nos fuéramos y dijo que le estábamos estorbando, que no le dejábamos hacer su trabajo.
– Se negó a creerlo.
– Es un «experto agente de reputación intachable» -dijo Frederick-. Al menos es lo que dice en el periódico. Creo que tenía todo el derecho del mundo de echaros de allí, no sé de qué os quejáis. ¿Verdad, Bedwell?
Estaban sentados alrededor de la mesa, en Burton Street. Habían pasado tres días; el reverendo Bedwell había venido de Oxford para saber qué había pasado y había aceptado quedarse a cenar con ellos. Rosa también estaba allí, porque la obra de teatro en la que actuaba se había cancelado: el productor había perdido la paciencia antes de recuperar la inversión inicial y entonces la chica se había quedado sin trabajo. Sally sabía que los ingresos que tenían en Burton Street se resentirían por ello, pero no dijo nada.
El reverendo Bedwell primero pensó antes de responder a la pregunta de Frederick:
– Me parece que hiciste bien en ir directamente a la policía -dijo él-. Era lo que debías hacer, sin lugar a dudas. Y se lo intentasteis decir… ¿cuántas…? ¿Cuatro veces?
Rosa asintió:
– Pensó que estábamos locas y que le hacíamos perder el tiempo.
– Entonces creo que hicisteis lo que debíais, y su respuesta nos demuestra que la justicia está ciega. El desenlace es justo; le disparaste en defensa propia, al final y al cabo, y es un derecho que todos tenemos. ¿Y no hay rastro del hombre?
– Nada -respondió Frederick-. Quizá haya encontrado el camino hacia el barco, o esté muerto, o rumbo a Oriente en este momento.
Bedwell asintió.
– Bien, señorita Lockhart, creo que ha hecho todo lo que tenía que hacer y que debería tener la conciencia tranquila.
Frederick dijo en voz baja:
– ¿Y la mía? Intenté matar a ese rufián de la señora Holland. De hecho, le dije que lo haría. ¿Eso es asesinato?
– Si la has querido matar en defensa de otra persona, tus acciones están justificadas. En cuanto a tus intenciones… eso, no puedo juzgarlo. Tendrás que vivir sabiendo que intentaste matar a un hombre. Pero yo mismo me peleé a puñetazo limpio con ese tipo y no me puedo juzgar con demasiada severidad.
La cara de Frederick estaba totalmente cubierta de moretones. Tenía la nariz rota y tres dientes menos; y le dolían tanto las manos que aún le costaba muchísimo coger cualquier cosa.
Sally, al verle así, se puso a llorar. Ahora se ponía a llorar por cualquier cosa.
– ¿Cómo se encuentra el jovenzuelo? -preguntó Bedwell.
– ¿Jim? Tiene un brazo roto, los ojos morados y una colección de moretones. Pero le tendrías que atacar con toda una caballería y un obús o dos para hacerle daño de verdad. Lo que más me preocupa es que ha perdido su trabajo.
– La empresa ha cerrado -dijo Sally-, Está en la ruina total. Hay un artículo sobre la empresa en el periódico de hoy.
– ¿Y la chiquilla?
– No se sabe nada -dijo Rosa-. Ni una palabra. Ni rastro. Hemos buscado por todas partes…, hemos ido a todos los orfanatos. Ha desaparecido.
No dijo lo que todos temían.
– Mi pobre hermano le tenía mucho cariño -dijo el clérigo-. Ella le mantenía vivo en ese horrible lugar… Bien, bien; debemos tener esperanza. Y en cuanto a usted, señorita Lockhart… bueno, ¿debería llamarla señorita Lockhart o señorita Marchbanks?
– Me he llamado Lockhart durante dieciséis años. Y cuando oigo la palabra padre, pienso en el señor Lockhart. No sé cuál es mi estado legal o lo que pueden hacer los rubíes en los tribunales… Así que soy Sally Lockhart y trabajo para un fotógrafo. Y eso es todo lo que importa ahora mismo.
Pero no. Pasó una semana y Adelaide aún no había aparecido, a pesar de las caminatas interminables de Trembler, que la buscó por todas las calles y rincones de la ciudad, preguntando por ella en colegios, asilos y fábricas. Además, Rosa no encontraba otro trabajo y, aún peor: la obra para la que había estado ensayando tampoco se representó. En ese momento no tenían más ingresos que los que procedían de las ventas de la tienda, y esa situación era casi la peor de todas; habían empezado a darse a conocer por sus imágenes estereográficas y necesitaban desesperadamente producirlas antes de que el público perdiera el interés. Pero no tenían dinero para invertir en el material necesario. Sally trató de llegar a acuerdos con un proveedor tras otro, pero ninguno de ellos les daba papel y productos químicos a crédito.
Reclamó, suplicó, explicó la situación utilizando al máximo su poder de persuasión, pero no consiguió casi nada. Una empresa les dejaba papel de revelado, pero no lo suficiente; ése fue su único logro.
En cuanto a la empresa impresora que iba a producir las estereografías, se negaron a pagar nada por adelantado y los derechos sobre las fotografías se saldarían en el futuro, según las expectativas de venta, pero no en esos momentos. En algún momento Sally tuvo que impedir que Frederick vendiera la cámara del estudio.
– Nunca vendas tus instrumentos de trabajo -le dijo-. No lo hagas por nada del mundo. ¿Cómo diablos vamos a recuperarlo? ¿Qué vamos a hacer cuando crezcamos si tenemos que invertir los primeros ingresos que consigamos en volver a comprar el equipo que nunca hubiéramos debido vender?
Frederick comprendió que tenía razón y la cámara se quedó en el estudio. De vez en cuando hacía algún retrato, pero el negocio con el que todos estaban tan ilusionados iba muriendo.
Sally sabía que tenía el dinero necesario para salvarlo todo. Pero también sabía que si intentaba utilizarlo, el señor Temple la encontraría y le pararía los pies, y lo perdería todo. Finalmente, una fría mañana de finales de noviembre, llegó una carta de Oxford.
Estimada Srta. Lockhart:
Debo pedirle que perdone mi poca memoria. Le escribo por la conmoción que me ha causado la muerte de mi pobre hermano y los trágicos sucesos que hemos sufrido todos. Sé que intenté mencionarlo el otro día que vine, pero se me olvidó, y sólo cuando llegué a Oxford me vino de nuevo a la mente.
Se acordará que su padre -es decir, el capitán Lockhart- le dio un mensaje a mi hermano para usted. El día de su muerte, mi hermano escribió algo en un trozo de papel, con la intención de enviárselo. Lo que nunca mencionó fue la parte final del mensaje, que, en su confusión, no había logrado recordar. Era muy corto, sólo estas palabras: «Dile que mire debajo del reloj».
No me dio más explicaciones, pero me aseguró que usted sabría lo que significaba el reloj. Eso era todo lo que Matthew recordó, pero insistió en que se lo escribiera y se lo contara. Ciertamente lo escribí, pero me olvidé de decírselo hasta este mismo instante en que le escribo.
Espero que tenga algún sentido para usted. Una vez más, acepte mis disculpas por no haberme acordado antes.
Reciba mis más cordiales saludos.
Sinceramente suyo,
Nicholas Bedwell
Sally sintió que su corazón latía a cien por hora. Sabía bien de qué reloj se trataba. En la casa de Norwood había, encima del establo, un reloj de torre, una enorme caja de madera tallada y pintada con un reloj que daba los cuartos y al que se le tenía que dar cuerda una vez por semana. Era absurdo tenerlo en el campo, pero a Sally le encantaba subir al pajar del establo y observar el lento movimiento de su mecanismo. Y debajo del reloj había una tabla suelta, en la pared de madera, que Sally un día había forzado; un perfecto escondite para sus secretos. «Mira debajo del reloj…» Bueno, podría ser que no tuviera ningún significado, pero no perdía nada si lo intentaba. Sin decir nada a los demás, compró un billete de tren y partió hacia Norwood.
La casa había cambiado en los cuatro meses que habían pasado desde que Sally se había ido. Habían pintado las ventanas y la puerta, y vio una nueva verja de hierro, y habían reemplazado el parterre circular de rosas, que estaba en medio del camino de entrada, por algo que parecía que iba a ser una fuente. Ya no era su casa y estaba contenta. El pasado había quedado atrás.
Los actuales propietarios eran unos señores llamados Green y su numerosa familia. El señor Green estaba en el trabajo cuando llegó Sally -en algún lugar de la ciudad-, y la señora Green, haciendo una visita a algún vecino. Pero una simpática institutriz, muy atareada, vio a Sally enseguida y no puso ninguna objeción a que echara un vistazo a los establos.
– Por supuesto que no les importaría -dijo ella-. Son muy amables… ¡Charles! ¡Estate quieto de una vez! -gritó a un chiquillo que estaba tirando el paragüero-. Por favor, pase, señorita Lockhart… Me tendrá que perdonar, pero debo… ¡Oh Charles! ¡Qué has hecho! ¿Quiere que la acompañe? No, claro, no hace falta, ya sabe dónde están.
Los establos no habían cambiado. Ese olor familiar y el sonido del reloj le produjo una intensa sensación de añoranza. Pero no había ido allí para recordar viejos tiempos. Enseguida encontró la caja en el escondite, un cofrecito de palisandro, ribeteado con latón, que había estado en el despacho de su padre durante años. Lo reconoció inmediatamente y lo cogió.
Se sentó en el suelo polvoriento y lo abrió. No tenía llave, sólo un simple cierre. La caja estaba llena de billetes.
Tardó unos instantes en darse cuenta de lo que tenía en las manos. Los tocó, asombrada. No podía ni imaginar la cantidad de dinero que había allí. Y entonces vio una carta.
22 de junio de 1872
Mi queridísima Sally:
Si estás leyendo esta carta, ha sucedido lo peor y yo estoy muerto. Mi pobre hija, tendrás que soportar mucho, pero tienes las fuerzas necesarias para superarlo todo y no rendirte nunca.
Este dinero, cariño, es para ti. Es exactamente hasta el último penique de la cantidad que invertí en Lockhart & Selby hace años, cuando Selby aún era un buen hombre. La empresa cerrará pronto. Yo mismo me aseguraré de que así sea. Pero recuperé esta cantidad, y es tuya.
No quería, ni debía, sacar más dinero. Tengo derecho a esta cantidad por ley, y puedes estar segura de que una gran parte de las actividades de la empresa han estado siempre, de forma honorable y rigurosa, fuera de toda sospecha…, pero sus negocios se mezclaron durante tanto tiempo, de forma inextricable, con la maldad, que no quiero nada más de ella.
La culpa es mía, por no haberme dado cuenta antes de la situación. Pero Selby se ocupaba de los negocios en Oriente, y yo, como un tonto, confié en él. Me corresponde a mí enmendar la situación. Afortunadamente tenemos un buen agente en Singapur. Le iré a ver y juntos arreglaremos todo el mal que se ha infiltrado en nuestra empresa.
Y ese mal, Sally, es el opio. Te parecerá extraño en alguien que hace negocios en Oriente. Todo el comercio actual de China tiene su origen en el opio. Pero yo lo detesto. Lo odio porque vi lo que pasó con George Marchbanks, que fue una vez mi mejor amigo. Y si estás leyendo ahora estas líneas, querida mía, sabrás quién era él y cuál fue el trato que hicimos.
Incluso el mismo rubí es impuro, porque la fortuna que se pagó por él procedía de los campos de amapolas de opio de Agrapur. Actualmente estos campos son más prósperos que nunca. El mal sigue aquí. En cuanto a Marchbanks, no le he visto desde entonces, pero sé que aún está vivo y sé que te dirá la verdad si te indico cómo encontrarle. Y sólo lo haré si no tengo ninguna esperanza de sobrevivir.
Coge el dinero, mi Sally, y perdóname por no habértelo dicho en persona. Perdóname también por haberme inventado a tu madre. Conocí una vez a una chica así y la quería muchísimo, pero se casó con otro; y ya hace tiempo que murió.
Te doy el dinero en metálico, porque sé que nunca lo sacarías de las manos de un abogado. Temple es un buen hombre y se encargará del resto de tu dinero fielmente; pero te considerará incapaz de hacerlo por ti misma y usará cualquier medio que le permita la ley de Inglaterra para controlarlo por ti, con la mejor intención. Pero con dinero en efectivo, tienes la libertad de usarlo como te parezca. Busca un pequeño negocio, alguno que necesite capital para crecer. Sé que escogerás bien. Yo me equivoqué al hacerlo: mis amigos, mi socio, todos me han decepcionado.
Pero una vez en mi vida escogí muy bien cuando te escogí a ti, querida mía, en lugar de una fortuna. Esa elección ha sido mi mayor orgullo y alegría. Adiós, mi Sally. Comprenderás lo que quiero decir al firmar, con mi amor más profundo,
Tu padre,
Matthew Lockhart
Dejó caer el papel e inclinó la cabeza. Todo la había conducido allí, hacia esa caja llena de dinero y la carta. Estaba llorando. La había querido muchísimo. Y lo había arreglado todo: habría un futuro y un trabajo para Jim… Podrían emplear a un detective para buscar a Adelaide. Podrían…
– Papá -susurró.
Oh, sabía que llegarían dificultades, cientos de ellas. Pero saldrían adelante. ¡Garland & Lockhart!
Se llevó la carta y el cofre y fue a coger el tren.