124256.fb2 La maldici?n del rub? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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La red

Pasaron algunos días. Se inició una investigación, en la que Sally fue interrogada. La señora Rees había concertado una visita con su gran amiga, la señorita Tullett, justamente esa misma mañana, y pensó que ese inconveniente en sus planes era de lo más fastidioso, sobre todo porque era su última oportunidad de colocar a la muchacha. Sally respondió a las preguntas del juez con absoluta sinceridad: había estado hablando con el señor Higgs sobre su padre, explicó, cuando de repente murió. Nadie la presionó excesivamente. Estaba aprendiendo que, si fingía fragilidad y se mostraba asustada, enjugándose de vez en cuando los ojos con un pañuelo de encaje, podía evitar que le hicieran cualquier pregunta que la obligara a revelar cierta información. Detestaba tener que actuar de ese modo, pero no tenía otras armas, aparte de su pistola. Aunque ésta no tenía ninguna utilidad ante un enemigo desconocido.

En todo caso, nadie pareció sorprenderse por la muerte del señor Higgs. Se dictaminó que la defunción se había producido por causas naturales; las pruebas médicas habían confirmado la debilidad del corazón de aquel hombre y el caso se resolvió en menos de media hora. Sally volvió a Islington; todo volvió a la normalidad.

Pero algo sí había cambiado. Sin saberlo, Sally había sacudido el extremo de una red, y la araña que había en el centro se había despertado. Ahora, ajena a esa realidad, mientras estaba sentada en el incómodo salón de la señorita Tullett y escuchaba a la señora Rees hablando de sus defectos como si se tratara de un gato, tuvieron lugar tres hechos, cada uno de los cuales iba a sacudir la red un poco más y a dirigir los ojos fríos de la araña hacia Londres y hacia Sally.

En primer lugar, un caballero en una fría casa leía un periódico.

En segundo lugar, una anciana… -¿cómo debemos llamarla? Hasta que la conozcamos lo mejor será que le concedamos el beneficio de la duda y que la llamemos una dama anciana, invitó a tomar el té a un abogado.

En tercer lugar, un marinero desembarcó en circunstancias desafortunadas en el Muelle de las Indias Orientales y buscó una pensión.

El caballero en cuestión (sus sirvientes, en la época en que tenía una plantilla completa de empleados, le llamaban Comandante) vivía cerca de la costa, en una casa con vistas a una triste extensión de tierra que se inundaba cuando subía la marea y que parecía un pantano cuando bajaba; un paisaje siempre desolador. En la casa sólo se podía encontrar lo necesario para satisfacer las necesidades básicas, ya que la fortuna del Comandante había sufrido una importante merma y estaba ahora a punto de extinguirse.

Esa tarde, el Comandante se sentó frente a la ventana que daba a la bahía, en el gélido salón. La habitación miraba hacia el norte y se divisaba desde ella aquel monótono paisaje acuífero; aunque era una estancia gris y fría, algo le llevaba siempre a esa parte de la casa, para observar las olas y los barcos que pasaban a lo lejos. Pero en ese instante no estaba mirando el mar; leía un periódico que le había prestado el único sirviente que quedaba, una cocinera y ama de llaves tan afectada por la bebida y la mala reputación que sin duda nadie más se atrevería a darle empleo.

Pasó las páginas lánguidamente, encarando el papel hacia la tenue luz del día que aún entraba en la casa, con la intención de no encender las luces hasta el último momento para ahorrar gastos. Sus ojos recorrían las columnas de letras sin muestras de interés ni ilusión, hasta que le llamó la atención una historia, situada en una página interior, que le hizo incorporarse súbitamente.

El párrafo que más despertó su interés decía:

El único testigo de este triste suceso fue la señorita Verónica Lockhart, hija del difunto señor Matthew Lockhart, que había sido uno de los socios de la empresa. La propia muerte del señor Lockhart, en el naufragio de la goleta Lavinia, fue ampliamente descrita en estas páginas el pasado mes de agosto.

Lo leyó dos veces y se frotó los ojos. Entonces se levantó y empezó a escribir una carta.

Más allá de la Torre de Londres, entre el Muelle de Santa Catalina y la Nueva Cuenca de Shadwell, se extiende la zona conocida como Wapping: un barrio de muelles y almacenes; de edificios que se desmoronan y callejones infestados de ratas; de calles estrechas con construcciones inacabadas, donde las únicas puertas que existen llegan solamente a un primer piso, coronado éste por feas vigas salientes, cuerdas y poleas. Los muros de ladrillos construidos sobre las aceras quitan visibilidad a todos lados, y la brutal aparatosidad de todo lo que hay por encima causa la sensación de estar en una horrible mazmorra, propia de una pesadilla, mientras que la tenue luz que se filtra a través de la suciedad del aire, parece provenir de algún lugar muy lejano, como si atravesara una elevada ventana enrejada.

De todos los lúgubres rincones de Wapping, ninguno lo era tanto como el Muelle del Ahorcado. Hacía tiempo que ya no se utilizaba como muelle, pero aún conservaba el nombre. Ahora era una especie de laberinto atestado de casas y tiendas, cuyas trastiendas y habitaciones posteriores iban a parar directamente al río. Había un suministrador de material para barcos, una casa de empeños, una pastelería, un pub llamado El Marqués de Granby y una pensión. Pensión, en el East End, es una palabra que abarca una multitud de horrores. En el peor de los casos significa una habitación insoportablemente húmeda, con pestilencias venenosas, y una especie de catre de tijera situado justo en medio. Sus clientes habituales son los borrachos o los pobres que pueden permitirse el lujo de pagar un penique por el privilegio de desplomarse sobre ese catre y evitar así tener que dormir tirados en el suelo.

En el mejor de los casos, significa un lugar decente, limpio, donde cambian las sábanas cuando se acuerdan.

Entre un tipo de pensión y otro se encuentra la Pensión Holland. Allí, una cama compartida para pasar la noche puede costar tres peniques; si la cama es para una sola persona, cuatro peniques; una habitación individual, seis peniques, y el desayuno, un penique. Es imposible estar solo en la Pensión Holland. Cuando las pulgas no se dignan comerte vivo, los chinches te acogen con los brazos abiertos.

A esa casa llegó el señor Jeremiah Blyth, un fornido y misterioso abogado de Hoxton. El último negocio con el propietario de la pensión se había gestionado fuera de allí y ésa era la primera vez que visitaba el Muelle del Ahorcado.

Llamó a la puerta y le abrió una niña, cuyos ojos, obscuros y enormes, destacaban entre sus otras facciones. La niña sólo entreabrió la puerta y dijo en voz baja:

– ¿Sí, señor?

– Soy el señor Jeremiah Blyth -dijo el visitante-. La señora Holland me está esperando.

La chiquilla abrió la puerta lo justo para dejarle entrar y luego pareció desaparecer en la penumbra del vestíbulo.

El señor Blyth entró y tamborileó sobre su sombrero de copa, observó detenidamente un grabado polvoriento de la Muerte de Nelson e intentó no adivinar el origen de las manchas del techo.

En esos momentos apareció arrastrando los pies, precedida de un olor a col hervida y a gato viejo, la propietaria de la casa. Era una señora mayor de mejillas hundidas, labios fruncidos y ojos brillantes. Alargó una mano, que más parecía una garra, a su visitante y se puso a hablar, pero debía de hablar en turco porque no logró entender ni una sola palabra de lo que decía.

– Disculpe, señora, no he acabado de entender lo que… La señora murmuró algo y le indicó el camino hacia un diminuto salón, donde el olor a gato viejo se hacía más intenso y alcanzaba límites insospechados. Después de cerrar la puerta, abrió una cajita que estaba sobre la repisa de la chimenea y sacó de ella una dentadura postiza; enseguida se la ajustó a presión en su arrugada boca y cerró los labios. La dentadura era demasiado grande para su boca y tenía un aspecto absolutamente espantoso.

– Así está mejor -dijo-. Siempre me olvido la dentadura dentro. Era de mi pobre y querido marido, sí, lo era. Marfil auténtico. Fabricado para él en Oriente ya hace veinticinco años. ¡Fíjese qué maravilla!

Le mostró los mismos colmillos marrones y encías grises que enseñan los animales cuando gruñen. El señor Blyth dio un paso hacia atrás. -Y cuando murió, pobrecito -prosiguió la mujer-, iban a enterrar la dentadura con él, porque murió de repente, ¿sabe? Fue el cólera. Se fue en tan sólo una semana, mi pobre patito. Pero se la saqué de la boca de un golpe justo antes de que cerraran la tapa del ataúd. Porque pensé que se podía utilizar durante muchos más años.

El señor Blyth tragó saliva.

– Siéntese allí -dijo-. Como si estuviera en su casa. ¡Adelaide!

La niña apareció. No debía de tener más de nueve años, pensó el señor Blyth, y por lo tanto, según la ley, debería estar en el colegio, ya que el nuevo sistema educativo, que había entrado en vigor hacía sólo dos años, obligaba a que los menores de trece años fueran escolarizados. Sin embargo, la conciencia del señor Blyth era tan fantasmagórica como aquella niña, demasiado insustancial para empezar a preguntar, y olvidó cualquier posible reprensión al respecto. Así pues, tanto su conciencia como la niña permanecieron en silencio mientras la señora Holland le daba instrucciones para servir el té; y luego ambas desaparecieron de nuevo.

Al volver con su visitante, la señora Holland se inclinó hacia delante, le dio un golpecito en la pierna y dijo:

– ¿Y bien? Ha hecho los deberes, ¿verdad? No sea reservado, señor Blyth. Abra su maleta y haga a esta vieja partícipe del secreto.

– Claro, claro -dijo el abogado-. Aunque estrictamente hablando no existe ningún secreto como tal, ya que nuestro acuerdo se efectuará en términos perfectamente legales…

La voz del señor Blyth acostumbraba disminuir de intensidad gradualmente en vez de pararse al final del discurso que emitía; parecía sugerir que estaba abierto a cualquier propuesta alternativa que pudiera surgir en último momento. La señora Holland asentía enérgicamente.

– De acuerdo -dijo la mujer-. Todo en orden y legal. Nada de juego sucio. Justo lo que quería. Adelante pues, señor Blyth.

El señor Blyth abrió su maletín de piel y sacó algunos documentos.

– El miércoles pasado fui a Swaleness -dijo- y cerré el trato con ese caballero según las condiciones de las que ya hablamos en nuestra última reunión…

Hizo una leve pausa para dejar que Adelaide entrara en la habitación con la bandeja del té. La puso sobre la mesita, cubierta de polvo, hizo una reverencia a la señora Holland y se fue sin decir palabra. Mientras la señora Holland servía el té, el señor Blyth reanudó la conversación:

– Las… condiciones… para estar seguros. El objeto en cuestión debe depositarse en el banco de los señores Hammond y Whitgrove, en Winchester Street…

– ¿El objeto en cuestión? No sea reservado, señor Blyth. Hable sin tapujos.

Se sentía extremadamente molesto por tener que mencionar algo claramente. Bajó el tono de voz, inclinó su cuerpo hacia delante y miró a su alrededor antes de empezar a hablar. -El… rubí será depositado en el Banco Hammond & Whitgrove para que permanezca allí hasta la muerte del caballero; después, según las condiciones de su testamento, debidamente firmado como testigo por mí mismo y… por una tal señora Thorpe…

– ¿Quién es esa señora? ¿Una vecina?

– Una sirvienta, señora. En quien no se puede confiar del todo… La bebida…, ya se sabe; pero su firma es por supuesto válida. ¡Ejem! El rubí permanecerá, como le he dicho, en Hammond & Whitgrove, hasta la muerte del caballero; después de lo cual será de su propiedad…

– Y esto es legal, ¿verdad?

– Totalmente, señora Holland…

– ¿Sin pequeños y desagradables contratiempos? ¿No habrá sorpresas de última hora?

– Nada de eso, señora. Aquí tengo una copia del documento, firmado por el mismo caballero. Prevé, como puede observar, cualquier eventualidad…

La mujer le arrebató el papel de las manos y lo examinó con impaciencia.

– Me parece correcto -dijo la señora Holland-. Muy bien, señor Blyth. Soy una mujer justa. Ha hecho un buen trabajo y le pagaré sus honorarios. La dolorosa, por favor.

– ¿La dolorosa? Ah, sí…, por su puesto. Mi contable está preparando la cuenta en este momento, señora Holland. Me ocuparé de que sea debidamente enviada…

Se quedó aún unos quince minutos más antes de irse. Después de que Adelaide le mostrara el camino de salida, silenciosa como una sombra, la señora Holland se sentó por unos instantes en el salón, leyendo una vez más el documento que el abogado le había traído. Entonces guardó los dientes postizos, no sin antes limpiarlos en la tetera, se puso la capa y se marchó con la intención de ver el edificio del Banco Hammond & Whitgrove, en Winchester Street.

El tercero de nuestros nuevos amigos se llamaba Matthew Bedwell. Había sido el segundo de a bordo de un carguero en el Extremo Oriente, pero de eso ya hacía un año o más. En ese momento no tenía ni trabajo ni dinero.

Vagaba por el laberinto de obscuras calles detrás del Muelle de las indias Occidentales, con un petate colgado de un hombro y una delgada chaqueta bien ceñida para protegerse del frío, aunque de hecho estaba helado y no tenía ánimos suficientes para buscar algo más cálido que ponerse.

Tenía un trozo de papel en el bolsillo con una dirección escrita. De vez en cuando, lo sacaba para verificar el nombre de la calle donde estaba, antes de volver a guardarlo en el bolsillo y avanzar un poco más. Cualquiera que lo viera podría pensar que estaba borracho; pero no olía a alcohol, hablaba correctamente y sus movimientos no eran torpes. Una mirada más compasiva llegaría a la conclusión de que estaba enfermo o herido, y eso ya se acercaría más a la verdad. Pero si alguien hubiese podido leer sus pensamientos y hubiese sentido el caos que reinaba en ese obscuro lugar, habría pensado que era extraordinario que pudiera seguir adelante. Tenía dos ideas fijas en su mente: una de ellas era la que lo había traído a Londres después de recorrer más de 20.000 Km., y la otra, en conflicto con la anterior, la que lo había atormentado durante todo el camino. Por tanto, la segunda idea logró vencer a la primera.

Bedwell estaba atravesando un callejón en Limehouse, un lugar adoquinado y estrecho, con las paredes de ladrillos ennegrecidas por el hollín y agrietadas por la humedad, cuando vio una puerta abierta y a un hombre mayor que estaba en cuclillas, inmóvil, sobre un escalón. El viejo era chino. Estaba mirando a Bedwell, y cuando el marinero pasó por delante de él, volvió la cabeza ligeramente y dijo:

– ¿Quieres fumar?

Bedwell sintió que cada célula de su cuerpo tiraba de él hacia esa puerta. Se tambaleó y cerró los ojos; y entonces dijo:

– No, no quiero.

– Es opio de primera -dijo el chino.

– No, no -repitió Bedwell, y se obligó a seguir caminando para salir del callejón. Consultó de nuevo el trozo de papel; y otra vez avanzó no más de cien metros antes de volver a hacerlo. Lentamente pero con seguridad consiguió orientarse y encontrar el camino hacia el oeste, a través de Limehouse y Shadwell, hasta llegar a Wapping, Volvió a mirar el papelito e hizo una pausa. Estaba anocheciendo y se sentía bastante cansado. Cerca de allí había un pub, anunciado por un cartel de color amarillo estridente, que era lo único que alegraba la acera gris y que lo atrajo como una luz a una polilla.

Pagó por un vaso de ginebra y se la bebió a sorbos como si fuera una medicina, desagradable pero necesaria. No, decidió que esa noche no debía llegar más lejos.

– Estoy buscando una pensión -le dijo a la camarera-. ¿Crees que puedo encontrar una por aquí cerca?

– Dos puertas más abajo -respondió la camarera-. La pensión de la señora Holland. Pero…

– Da igual -dijo Bedwell-. Holland. Señora Holland. Me acordaré.

Se echó el petate al hombro otra vez.

– ¿Te encuentras bien, cariño? -dijo la camarera-. No parece que estés muy fino. Venga, hombre, tómate otra copa.

Bedwell movió la cabeza negativamente, como un autómata, y se fue.

Adelaide le abrió la puerta y le condujo en silencio a una habitación en la parte trasera de la casa, que daba al río. Las paredes estaban saturadas de humedad; la cama, sucia, pero él no se dio cuenta de nada. Adelaide le dio un trozo de vela y lo dejó solo; y tan pronto como la puerta se cerró, se puso de rodillas y abrió su petate muy bruscamente. Al cabo de un minuto más o menos, sus manos temblorosas se movieron con afán; luego se tendió en la cama, respiró profundamente y sintió que todo desaparecía y se empapaba de olvido. Al cabo de muy poco rato ya había caído en un profundo sueño. Nada le podría despertar durante al menos veinticuatro horas. Estaba a salvo.

Pero casi se había rendido en Limehouse; el viejo chino, el humo…, el fumadero de opio, claro. Y Bedwell era esclavo de esa potente droga.

Él durmió, y algo de gran importancia para Sally durmió con él.