124259.fb2 La Maquina De Matar - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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PREVISTOS 50 MUERTOS

Catorce muertos de los cincuenta “previstos”,

un éxito más de la operación “Steel Pike 7”.

(Titular de la prensa diaria.)

– Enhorabuena, almirante Badel -sonrió el general Klump, estrechando firmemente la mano del jefe de las maniobras.

– Gracias, mi general -aceptó, emocionado, el almirante.

– Todos los objetivos cubiertos en un tiempo menor que el previsto y todos los servicios funcionando en perfectas condiciones. Realmente, nada mejor podía pedirse.

– Efectivamente, mi general -asintió Badel, henchido de satisfacción. En realidad, aquel éxito había sido obra totalmente suya. El Alto Estado Mayor le había confiado toda la responsabilidad de la operación y, durante los siete días de maniobras, había vivido pendiente de que todo estuviera a punto y de que no hubiera ni un segundo de retraso sobre los tiempos previstos y sobre los objetivos que tenían que ser alcanzados. Hoy, las metas alcanzadas y la operación convertida en un alarde de fuerza y precisión para el ejército más poderoso de la Tierra, Badel estaba seguro de que la trascendencia de aquel éxito le reportaría algo más práctico que la simple felicitación del general jefe del Alto Estado Mayor. Sólo tenía que esperar.

Volvió lentamente a su oficina provisional en el crucero insignia, gozando por primera vez de la brisa marina que en los días anteriores le había resultado tan insoportable como una atmósfera saturada de gases fétidos. Abrió todos los ojos de buey del camarote lleno de mesas cubiertas de planos y números, mapas a alta escala y modelos minúsculos de las unidades que intervinieron en las maniobras. Sus ojos tropezaron insensiblemente con la lista de las bajas sufridas: un papel con catorce nombres sujeto por un pisapapeles -una vieja espoleta de mortero- y sonrió de nuevo, satisfecho. Realmente, había sido una suerte, casi un milagro podría decirse, si el almirante Badel creyera en los milagros. Porque la operación era peligrosa, muy peligrosa. Y el fuego real, aunque sirve para entrenar bien a los muchachos, ofrece esos inconvenientes siempre fastidiosos. Recordó que, cuando recibió las instrucciones del Alto Estado Mayor y se le dijo que los muertos previstos eran cincuenta, había sonreído pensando que las altas jerarquías militares se habían quedado cortas en su previsión. Ahora, con esa victoria, las cosas volvían a su cauce y Badel estaba seguro de su próximo ascenso.

Pulsó el timbre que había sobre su mesa y, un segundo después, unos golpes suaves en la puerta le hicieron levantar la cabeza.

– Pase…

El ayudante se cuadró en el umbral. El almirante Badel le tendió la hoja de bajas.

– ¿Han dado el aviso oficial a las familias?

– Todavía no, señor. Esperábamos su visto bueno.

– Está bien. Cúrselo usted mismo.

– ¿Nada más, señor?

– Nada más, gracias…

Se quedó solo de nuevo y se acercó a la gran mesa central, en la que aún estaban colocadas las unidades en el lugar que ocuparon al final de la operación. Sí, había sido algo muy semejante a un milagro. Sólo catorce muertos. Treinta y seis hombres se habían librado de la muerte, tal vez sin saberlo. No, tal vez, no: ¡seguro que ignoraban que habían estado condenados!… ¿Pero cómo?…

***

El cabo Ross tenía que obedecer. Había estado obedeciendo durante diez años y sabía que no hacía falta pensar; gracias a eso había obtenido los galones. Por eso, cuando el teniente le indicó el camino a seguir con sus cinco hombres, Ross no dudó ni un segundo, a pesar de que había visto un instante antes cómo las granadas batían el sector por donde ahora tendrían que pasar. Sabía que todo estaba previsto y que, cuando ellos llegasen, el fuego cesaría, o se desplazaría, o cambiarían el fuego real por proyectiles de fogueo. Cualquier cosa.

El objetivo era rodear la colina, atravesar el barranco y reunirse con el resto de la unidad al otro lado, en la pista provisional de aterrizaje. La suya, le dijo el teniente, era una misión de limpieza: terminar con el supuesto enemigo que en ese sector se hubiera librado del bombardeo. Ross se sintió henchido de satisfacción porque, en su larga carrera militar, nunca se le había encomendado una parte tan responsable. Ahora podría demostrar lo que era. Llamó a sus hombres, los colocó en fila y colgó de su hombro derecho el ligero subfusil.

– ¡Andando!…

– Mi cabo… -se oyó una voz al final de la fila.

Ross miró con ojos torvos al que le había llamado. Era Goy, el estudiante. Ross le tenía una rabia especial, aunque nunca supo definirse a sí mismo las razones que le impulsaban a llamarle cerdo, o intelectual, o chismoso, según la ocasión.

– ¿Qué te pica?

– ¿Ha visto usted cómo zumban por ese lado?

– ¿Qué quiere decir eso, insubordinación?

– No, mi cabo, yo…

– Cierra el pico. ¡Hala, en marcha!

El muchacho que había junto a Goy estaba pálido y se persignó antes de ponerse en marcha. Era un campesino del interior y se llamaba Trepp. Gulian, el último de la fila, se rió de él.

– ¡Pronto te encomiendas a los santos, Trepp!…

– No te encomiendes y verás…

– ¡Silencio! -ordenó el cabo Ross.

La escuadra caminó un trecho por el sendero sin que nada más que el roce de las pesadas botas contra el suelo de tierra rompiera el silencio. Aunque hablar de silencio era en esos instantes una pura entelequia. Los estallidos de las granadas sonaban cada vez más cerca. Ross llegó a pensar, por un instante, que el teniente les había dado la orden de marcha con un poco de anticipación. Dentro de cinco minutos, a mucho tardar, estarían en el lado batido de la colina y, para entonces…

Alrededor de ellos, el paisaje comenzó a hacerse extraño. El bombardeo había arrancado árboles de cuajo y había removido la tierra y esparcido las plantas silvestres. Un olor acre a atmósfera saturada de dinamita comenzó a envolverles.

Y, cada vez más cercanas, las explosiones.

Gulian tocó levemente en el hombro a Goy, el estudiante.

– ¿Te has dado cuenta, tú?…

– ¿De qué?

– No sé… Será mi oído, pero me parece como si los pepinazos se oyeran a través de un cristal…

Goy atendió un instante.

– Sí, parece… Raro, ¿no?…

– ¡Silencio! -se oyó de nuevo la voz de Ross. Los dos hombres se miraron y encogieron los hombros en silencio.

Y, de pronto, fue el desastre.

Una granada de gran calibre se oyó silbar sobre sus cabezas y el horrendo estallido se produjo casi entre las mismas filas. Por un instante, el polvo y el fuego y los cascotes cegó a los hombres. Ross, como por instinto, se echó a tierra de bruces. Apenas comenzó a disiparse el humo, levantó la cabeza y miró. Había cinco cuerpos echados en tierra. Pensó por un instante: “Están todos muertos. Me he salvado de chiripa”. Pero, al incorporarse, se dio cuenta de que también los cinco hombres comenzaban a ponerse de pie.

– ¡Vaya, menos mal!… ¿Algún herido?

Los hombres se miraron unos a otros. No, no había ningún herido. Trepp se persignó de nuevo.

– Milagro, seguro…

Pero no pudo seguir. Un nuevo proyectil se acercaba silbando. Ross se echó a tierra, gritando:

– ¡Al suelo!… ¡Buscar refugio!…

Entonces comenzó el infierno. Durante diez minutos, el terreno que habían estado pisando fue machacado, sin que un solo centímetro cuadrado pareciera librarse de la metralla. Ross, metido en un agujero causado por alguna bomba caída anteriormente, trató de comunicar por radioteléfono con la unidad. Pero el teléfono no funcionó. “Bien, pensó, se acabó mi carrera militar”, y trató de recordar, por si las moscas, alguna de las oraciones que le había enseñado su madre en la infancia. Pero fue imposible.

Trepp apretó convulsamente el rosario que siempre llevaba metido en el bolsillo y sollozaba. A pocos pasos, casi totalmente cubierto de tierra, con las manos cubriendo el casco, estaba Daniev, casi un chiquillo, agitando con su temblequera la tierra que le había caído encima. No lograba ver más allá, porque el polvo lo cubría todo.

“¡Maldito sea Trepp!”, susurró Gulian para sus adentros, acurrucado bajo el tronco arrancado de un árbol. “Seguro que se salva con sus rezos, y nosotros a pudrir tierra. De esta no salgo”…

Su bota tropezó con algo blando, se volvió y vio junto a él a Flesher. Pálido, con los ojos fuertemente cerrados, seguramente estaba ya muerto.

“Como yo, dentro de un rato. Como todos. No vamos a salir ni uno vivo. Bueno, tal vez Trepp, que tiene influencia en el cielo.”

Goy, el estudiante, entretuvo sus últimos minutos en analizar aquella extraña sensación de estar rodeado por una bovedilla de cristal transparente. Los estallidos sonaban cercanos, casi sobre su cabeza, pero llegaban a sus oídos con el ligero tamiz de un muro invisible. “Debe ser la muerte, debo estar herido, tan grave que ya no siento nada.” Un obús estalló a medio metro de él y le cegó. Abrió la boca cuanto pudo, para evitar, al menos, que le saltaran los tímpanos.

Luego, con la misma violencia de muerte que había surgido, el bombardeo cesó. Ross se dio cuenta de ello al volver lentamente el silencio y disiparse el humo. Las explosiones se alejaban y, poco a poco, como fantasmas, seis hombres surgieron de entre la nube de polvo acre que les rodeaba. Daniev había vomitado su propia muerte y Gulian se palpaba todo el cuerpo, buscándose la herida mortal. Trepp temblaba de pies a cabeza y Goy miraba en torno suyo, sintiendo que aquella extraña sensación de estar bajo una bóveda desaparecía lentamente. Flesher, de rodillas, lloraba como un chiquillo. Ross le dio una patada:

– ¡Arriba, imbécil!… Vamos, a formar, seguimos camino…

Los seis hombres echaron a andar. Ross volvió a sumirse en sus pensamiento a la cabeza de la columna de resucitados. Sí, ahora era un héroe. Había resistido con sus hombres un bombardeo espantoso y no habían echado a correr. Los jefes se darían cuenta de su espíritu. Dentro de unos días le esperaban los nuevos galones.

***

– Cota 32, cota 32, cota 32, y a la cota 32 se llega por este caminillo de mierda que hace que las narices se llenen de polvo. ¿Quién me metería a mí a decir que sabía manejar una motocicleta? Podría haberme quedado en servicios auxiliares, o en cualquier otra cosa y ahora estaría tranquilamente pegando tiros o en el fondo de una lancha de desembarco o cualquier otro sitio, y no subido en este chisme y dedicado a ir de la Ceca a la Meca llevando papelitos que no lee nadie. ¡Enlace! Y pensar que me sonó a bonito, cuando me lo dijeron… Un casco, unas gafas polarizadas, una guerrera de cuero y un saco para la correspodencia… ¡Bueno, la verdad es que no puedo quejarme!… Unas maniobras duran dos días, o tres. ¡O una semana!… Pero el resto del tiempo, uno tiene su motocicleta y puede ir por ahí, o dedicarse a limpiarla y así librarse de cualquier otro servicio. Pero estos días… Por cierto, ¿cuándo me licencian?… A ver, me incorporé en febrero, estamos a julio, ¡calor!, suda uno debajo de esta chaqueta de cuero. Si estuviéramos en el frente de verdad, me la podría quitar, porque allí todo marcha manga por hombro y cada uno hace de su capa un sayo. Pero ahora… Julio, sí, cuatro meses, hasta dieciocho, van… Si el coronel se llega a dar cuenta de lo que tardo en echar una resta, me manda a la escuela como primera providencia y luego, ¡a saber!… Catorce, eso es, catorce meses más y… ¡hala, a casita! Buena falta está haciendo que se acabe todo esto. Padre no puede llevar él solo el taller y Bet es demasiado pequeña para echarle una mano… Y el caso es que yo debería haberlo alegado, cuando me hicieron aquellas preguntas. Sólo que entonces yo estaba demasiado harto de casa para… ¿Qué ruido es ese? ¡Tendría gracia que hubiera algún movimiento de tropas por este sector! Bien, si lo hay, apretaré el acelerador, y a ver qué capitán es capaz de detenerme. ¡Un momento, que soy el enlace y tengo que!… No, no es gente, debe de ser un coche, un jeep o algo… Si es eso, tendré que apartarme yo, aunque con estos taludes vamos a tener que hacer maniobra; un poco difícil lo veo… ¡Jo!… Vaya ruido para ser un jeep! A la vuelta de la esquina lo ve… ¡Dios!… ¡Un carro! ¡Un carro de combate y a ciegas y sin poderle decir que se pare ni poderme volver yo para alejarme!…

¡Ay, madre, papá, que me pilla, que no puedo subir la cuesta, que me resbalo y no voy a!… Soy enlace, y tendría que terminar el servicio… ¡Catorce meses!… Me aplasta, me aplasta, me aplasta, ¡Dios!…

No…

No puede ser…

Ha pasado por ¡encima! de mí sin rozarme… Tendría que haberme dejado hecho un sello de correos. ¡No!… He vomitado de miedo, la moto está destrozada… No puede ser. Ha aplastado la moto y luego se ha elevado sobre el suelo el espacio suficiente para no hacerme una papilla… No hay duda, las huellas se elevan por el aire, justo encima de mi cuerpo y… Seguro. Seguro que madre estaba rezando por mí…

***

Desde arriba, parece siempre que haya paz en la tierra. Desde arriba, las nubéculas de las explosiones son como flores en el paisaje árido y las balas trazadoras son puntos luminosos de unos fuegos de artificio inofensivos. Las lanchas de desembarco parecen yates de recreo y los cruceros, barquitas de pescadores puestas al pairo. El motor del helicóptero y sus aspas cortando el viento ahogaban cualquier otro ruido, el de las explosiones allá abajo y el de los supersónicos por encima de las cabezas. Por eso, cuando uno se acostumbra al ruido del motor, ese mismo ruido le parece silencio y ese silencio ruidoso apaga los demás ruidos, hasta hacer creer que uno flota en una nube.

Hacía un instante que se habían elevado en un simulacro de recogida de heridos en el frente de combate. El “herido” charlaba ahora con el radiotelegrafista y el “muerto” se había quedado dormido, después de una jornada incesante de ataques y sudor. El camillero había venido a sentarse junto al piloto y, juntos, miraban el apacible paisaje que se extendía quinientos metros por debajo de ellos.

– Se acabó por hoy, supongo…

El piloto miró al cielo:

– Vete a saber… Por de pronto, una ducha y que se chinchen los de tierra.

– Yo lo que tengo es sed… ¿Tú no, Tob?… -se volvió hacia el radio.

– Estoy más seco que un desierto de arena en agosto.

El “muerto” se levantó un poco y miró a través de los vendajes ficticios que le ocultaban casi todo el rostro.

– ¿Tenéis bar en los L. S. D.?

– El más surtido de toda la flota. Pero no sirven a los muertos. Está prohibido.

– ¿Pues qué hacéis con ellos?

– Los tiramos al agua.

– Menos mal. Yo soy muerto simbólico.

– Te echaremos simbólicamente, no te preocupes…

– ¡Callad! -gritó, de pronto, el piloto.

Todos se volvieron a mirarle. El piloto escuchaba atentamente el zumbido del motor, como si algo le hubiera alarmado.

– ¿Algo que no va bien?

– No sé… ¡Callad!

– Tú, no asustes, Bud… Ahora que íbamos a bañarnos…

Pero la broma del radio no tuvo efecto. Los demás seguían ansiosos, a quinientos metros sobre la tierra, los mínimos movimientos de un piloto alarmado. Por fin le vieron bufar.

– ¡Estos trastos!… Se descacharran en dos años.

– ¿Pero qué le pasa?

– No lo sé. Le falla algo…

El “muerto” se levantó de un salto de su camilla.

– Mi teniente, si quiere, yo salgo a ver qué pasa.

Pero nadie rió la broma. El “herido” y el camillero miraban la altura de vértigo a sus pies. De pronto, el zumbido del motor se convirtió en una tos convulsa y sobrevino el silencio. Los ojos de todos se volvieron a las aspas, que se habían detenido.

iAfuera!… -gritó el piloto, levantándose de su asiento y ajustándose el paracaídas. Pero, súbitamente, al volverse, se dio cuenta de que sólo la tripula ción poseía paracaídas. El “muerto” y el “herido” les miraban aterrados, como viendo ya la muerte ante sus ojos. Ese segundo de vacilación hizo sentir al piloto algo extrañísimo: el helicóptero no caía, ¡y tenía que estar cayendo! Seguía su rumbo como si el motor funcionase, aunque las aspas que le mantenían en el aire permanecieran inmóviles.

– ¡Un momento! ¿Qué es esto?

No habían perdido altura y el helicóptero se dirigía, solemne y silencioso, hacia el buque L. S. D. que tenía que albergarle.

Salieron a cubierta las unidades contra incendio y los equipos de camilleros, pero no hicieron falta ni unas ni otros. De un modo que nadie -y mucho menos el mismo piloto- logró explicar, el aparato voló quince kilómetros con los motores parados y sin perder un centímetro de altura.

Se encontraron luego cinco hombres en el bar del buque y brindaron por el feliz término de su aventura.

El “muerto” estaba pálido y nadie habría podido decir si esa palidez estaba causada por la presión de las vendas que tuvo que soportar o por el miedo que pasó en los quince kilómetros de vuelo hasta que el helicóptero aterrizó en la cubierta del barco.

– ¿Cómo lo consiguió usted, mi teniente?…

El piloto se encogió de hombros, miró al radio y se dio cuenta de que podía contar con él como cómplice.

– Bueno… Es cuestión de práctica…

***

Sonó la corneta, llamando a los hombres al rancho. Los hombres se distribuyeron en grupos de siete. Cada uno recibió su ración de pan y de vino del país, un plato frío y un postre. Cada grupo de siete recibió una lata de carne.

Siete hombres se sentaron tranquilamente debajo de unos olivos, dispuestos a consumir la comida. Estaban silenciosos, cansados del duro bregar desde la madrugada. Estaban cansados de tres días de dormir sobre colchonetas neumáticas con escapes que les obligaban a hincharlas dos o tres veces a lo largo de la noche. Tenían una hora de descanso. Luego seguiría la operación.

Lejos se escuchaban los estampidos de los cañones. Algunas unidades seguían el gran espectáculo de las maniobras.

Las manos endurecidas y sucias empuñaban las cucharas o los cuchillos. Las bocas se movían a buen ritmo y los siete hombres, perfectamente desconocidos unos para otros diez minutos antes, seguían siéndolo, quizá más, ahora. La lata de carne de siete raciones descansaba en medio del grupo y los ojos de cada uno, casi por orden riguroso y en espacios de tiempo medidos, se fijaban en el próximo objetivo.

El primero en terminar se levantó de la piedra donde había estado sentado. Las miradas de todos se fijaron en él por un instante.

– Bueno, si queréis yo mismo… ¿eh?…

Y acercó la mano al lugar donde debería haber estado la lata que un segundo antes todos habían visto… Pero la lata había desaparecido.

– ¿Quién ha sido? -dijo el hambriento, mirando a todos con mirada de lobo.

No había sido nadie y cualquiera lo habría podido demostrar, porque cualquiera tendría que haberse puesto en pie para alcanzar la lata y todos habían permanecido sentados.

Simplemente, una lata de carne de siete raciones había desaparecido.

***

El sargento Carlyn había nacido para hombre de mar, aunque las circunstancias le habían limitado a pertenecer a la Infantería de Marina. Pero, cuando se encontraba de pie en la popa de un lanchón de desembarco se sentía, por lo menos, tan lobo marino como el legendario capitán Kidd. Presumía de conocer los vientos, pero tenía en cambio la imaginación opturada para los puntos cardinales. Consecuencia: que jamás acertaba cuando a un soplo de aire lo llamaba alisio o monzón. Claro que esto no le impedía gritar mentalmente: ¡ al abordaje! cada vez que el lanchón tocaba tierra con los bajos y se abrían las compuertas para vomitar hombres armados sobre las playas.

Ahora, arrostrando las olas y el mar que él llamaba encrespado, a veinticinco kilómetros del barco más próximo, el sargento Carlyn era nuevamente el comandante del buque, nombre que él daba al lanchón siempre que lo mandaba. Nueve hombres cansados se habían tumbado en el fondo y se dejaban balancear por las olas, contentos de tener siquiera media hora de descanso antes de comenzar de nuevo. Sobre sus cabezas cruzaban rápidos los cazas reactores y, dominando de vez en vez el rumor del mar, se escuchaban lejanos estampidos de los cañones antiaéreos, detrás de las colinas que había junto a la playa.

La guerra. La guerra y el mar. La felicidad absoluta para el sargento Carlyn, aunque el mar fuera sólo un golfo tranquilo y la guerra tan de mentirijillas como aquella.

– Sargento -llamó soñoliento uno de los hombres. Y Carlyn deseó, al menos, ser llamado general. ¡Si era él el comandante de aquella fuerza! Incluso se sintió paternal.

– ¿Qué hay, muchacho?

– Esto, que hace agua…

Carlyn miró el fondo del lanchón. Había una capa de agua de algunos centímetros. Fue como un descubrimiento. Los demás hombres se dieron entonces cuenta de que, efectivamente, se estaban mojando, aunque el calor sólo había hecho, hasta entonces, que sintieran agradable el frescorcillo del agua empapándoles las espaldas.

El sargento descendió de su puesto de mando e inspeccionó el piso de la nave. El agua, antes de que descubriera el agujero, le cubría casi las botas.

– ¿ Dónde hay bombas de achique? -preguntó uno de los hombres.

– ¿Bombas? Aquí no hay de eso… ¡Con los cascos!

Los nueve hombres, sin encomendarse al sargento, se quitaron los cascos de combate y comenzaron a tirar el agua por la borda. Sólo que entraba mucha más de la que podían achicar. Antes de cinco minutos, el lanchón corría serio peligro de zozobra. Carlyn miró en torno suyo. Los barcos más próximos se encontraban a más de veinte kilómetros todavía. Con la esperanza de contribuir en algo a aquello, se quitó la guerrera y trató de taponar con ella el agujero que -¿cómo podría haberse producido?- se abría en el fondo del lanchón.

«No llegaremos, no llegaremos… Y esta gente no podrá nadar hasta ninguno de los barcos. Se ahogarán»…

Ni él mismo se planteaba la terrible realidad de que tampoco él, el lobo marino, era capaz de nadar cuatro brazadas sin sentirse rendido. Pero, de pronto, se dio cuenta. No, no era solamente la vida de los muchachos, ¡era la suya propia! La distancia que tendría que vencer a nado se le apareció súbitamente como espantosa, insalvable, como un agujero hondo de miles de metros de profundidad, un abismo en el que estaba a punto de caer.

Con el agua cubriéndole las rodillas, se detuvo un segundo en el trabajo de achique. Aquello era tan inútil como echar en una trilladora el trigo grano a grano, espiga a espiga. No, no llegarían.

Los motores se detuvieron, anegados por el agua. Carlyn sintió que la sangre comenzaba a bandonar su corazón a chorros, dejándolo seco. La garganta estaba seca. Y sus piernas hundidas en el agua hasta… ¡hasta los muslos!

– ¡Sal… Sálvese quien pueda!… -gritó. Y se subió como un poseso a la borda, dispuesto a lanzarse al agua… a lo que fuera, a morir más rápidamente, a tragar agua para aquella garganta reseca.

El pánico cundió. Tres hombres lograron lanzarse al aguia antes de que el sargento se decidiera. Trataban de vencer a las olas con unas brazadas torponas que sólo servían para hacerles tragar más agua de la que su estómago podía soportar. No habían logrado apartarse más de una decena de metros del lanchen a la deriva, medio hundido, cuando se oyó la voz:

– ¡Eh, un momento!… Que se va el agua. ¡Volved!…

El sargento Carlyn, que todavía no se había decidido a saltar, encomendándose a los dioses del mar cuyos nombres nunca recordaba, se volvió. Y lo que pudieron ver sus ojos lo desmintió su inteligencia embotada por el pánico. El mismo agujero que había estado dejando entrar el agua la sorbía ahora con un torbellino, vaciando el lanchón más rápidamente de lo que lo había llenado, como el agua tragada por el desagüe.

– ¡No!… ¡No es posible!…

Y, sin embargo, lo era. Tan posible como aquella dulce realidad del motor del lanchón que volvió a ponerse en marcha cuando dejó de anegarlo el agua. Tan verdad como aquella visión antinatural del agua vista a través del espantoso agujero, como si súbitamente un grueso cristal invisible lo hubiera taponado por arte de magia.

Carlyn lo pensó luego, con su habitual lentitud de pensamiento. Sí, debía de ser eso, magia. La magia de los dioses del mar a los que se habían encomendado. Indudablemente, Carlyn era considerado por ellos como digno de los mismos milagros que ayudaban a los lobos de mar. Así lo explicó a sus muchachos, cuando todos estuvieron de nuevo sobre el lanchón y, naturalmente, nunca vio las sonrisas que se lanzaban unos a otros a través de sus rostros pálidos de miedo. Nunca lo vio porque había vuelto a tomar su puesto de comandante del buque y estaba demasiado alto para fijarse en minucias.

***

– ¡Las coordenadas!… ¡¡Las coordenadas!!… -gritó fuera de sí el capitán Hals a los artilleros de la batería-. ¡Ni un impacto en el objetivo! ¿ Pero es que no saben ustedes calcular, cuando se les da las coordenadas de un objetivo?… ¡A ver, los artilleros jefes de cada pieza!… ¡Aquí!

Cinco hombres llegaron corriendo en la incierta luz de la tarde y se cuadraron en fila ante el capitán.

– ¡Sus cálculos!… ¡Rápido!… Les di órdenes concretas de batir la cota 13-A-5. ¡La 13-A-5, me entienden!… Y todos los impactos están situados tres kilómetros a la derecha… ¡Vamos, los cálculos!…

Los cinco artilleros tendieron al capitán las tablillas de cálculo. El capitán Hals las observó una por una, tratando de encontrar inmediatamente el error que hacía que las cinco piezas de la batería se desviasen tres kilómetros a la derecha del objetivo. Pero los cálculos parecían ser totalmente correctos. El capitán tardó un instante en darse cuenta de que allí no había error alguno. Les devolvió las tablillas de cálculo a los artilleros y quedó pensativo.

– Bien… No parece que haya error y, sin embargo… -Meditó la orden tres segundos exactamente-. ¡Coloquen una carga de proyectiles trazadores!

Los artilleros corrieron a sus puestos. Dos minutos después, los cinco se cuadraban en la distancia, indicando que las órdenes habían sido cumplidas.

– ¡Fuego!… -ordenó el capitán.

Los cinco cañones de la batería rugieron y las balas trazadoras señalaron con su surco la trayectoria, en línea recta hacia la cota 13-A-5… para desviarse en ángulo recto, contra toda lógica, cien metros antes de caer sobre el objetivo. Las explosiones se registraron, como las veces anteriores, tres kilómetros a la derecha de la cota.

El capitán Hals se rascó la cabeza. No, no cabía pensar. Las cosas eran así y no cabía discusión. Pero eso le removía los intestinos. Gritó:

– ¡Calculen un objetivo tres kilómetros a la izquierda de la cota!…

Tres minutos más y los artilleros habían emplazado las bocas de los cañones.

– ¡Fuego!…

Las balas trazadoras marcaron su surco en el cielo entre estampidos de la batería. Y, justo como había ocurrido anteriormente, cien metros antes de llegar al objetivo, se desviaron limpiamente en ángulo recto… para caer seis kilómetros a la derecha, es decir, como antes, tres kilómetros a la derecha de la cota 13-A5.

La cota 13-A-5 se llamaba normalmente la colina del Águila. Y al abrigo de unos matorrales se encontraban gozando del frescor de la tarde los tres muchachos de Servicios Auxiliares y su jeep. Stele, el más joven de los tres, se desperezó y bostezó ruidosamente:

– ¿Qué, nos vamos? El teniente debe de estar esperándonos desde hace una hora…

– Espera un poco, hombre -musitó entre sueños Pigger.

– Tú, que a lo mejor se da cuenta y nos la cargamos…

– Bueno, anda, vamonos…

Despacio, como si las piernas les pesasen una tonelada, los tres hombres subieron al jeep. Pigger lo puso en marcha, chascando la lengua reseca.

– En cuanto me licencien, me dedico a no tocar un automóvil en lo que me queda de vida… ¡Jurado!

El jeep se alejó colina abajo.

Tres minutos después, la batería alcanzó por fin el objetivo señalado por el mando. La cota 13-A-5 quedó convertida en una criba.

***

Sobre el mar, los cazas reactores se deslizaban a quince mil metros de altura y a dos veces la velocidad del sonido. El MA-67 volaba en línea recta de este a oeste. El sonido quedaba atrás y el piloto contemplaba el cielo del atardecer sobre su cabeza. Era un poeta. Se llamaba Praxer.

De pronto distinguió algo con una claridad que a él mismo le sorprendió. Dos o trescientos metros sobre el avión se deslizaba silenciosamente un platillo volante. Nunca lo había visto y jamás nadie le había hecho creer en platillos. Pero ahora no cabía duda. ¡Era un platillo, un platillo de verdad!… La N. A. S. A. le premiaría si lograba…

– ¡Wad!… ¡¡Wa!!

– Dime…

– La máquina… ¿Has traído la máquina fotográfica?

– ¿A dónde?… ¡Tú estás loco!… ¿A unas maniobras una máquina fotográfica?

– ¡Mira!…

El radio miró hacia lo alto, hacia donde señalaba Praxer. Los dos se extasiaron en la contemplación del platillo durante dos segundos y tres décimas.

A la cuarta décima de segundo sobrevino el choque. Se estrellaron en pleno vuelo contra un bombardero tipo WTX-34 con doce hombres a bordo, que volaba sobre las mismas coordenadas en dirección oeste a este.

Catorce hombres perdieron la vida, instantáneamente. Los dos monstruos del aire, convertidos en un amasijo informe de chatarra, se precipitaron ardiendo contra el suelo.

Y no hubo cuatro víctimas más porque, cien metros antes de alcanzar el suelo, una violenta corriente de aire desvió los restos carbonizados a cinco kilómetros del puesto de mando desde el que el propio almirante Badel dirigía las operaciones con sus tres ayudantes de campo.

***

Se abrió la esclusa de la nave estelar y apareció en el umbral la silueta verdosa e iridiscente del contramaestre Prtt. El contramaestre agitó los pedúnculos en señal de respeto.

– Misión cumplida, profesor Trrf.

El profesor Trrf se incorporó de su yintsa y contrajo satisfecho los bulbos olfatorios.

– ¿Hubo dificultades, contramaestre?

El contramaestre hizo un ademán, asintiendo con sus antenas retráctiles. Se deslizó silenciosamente hacia el profesor y se dejó caer sobre la sulwimak que había frente a la escotilla.

– Bastantes… Hubo que recurrir a la ionización y a toda la energía antigravitatoria disponible… Pero lo más difícil fue localizar la lata de alimentos podrida. ¡Ni siquiera la visión esplónica de Wllt consiguió atravesar el metal oxidado!

Guardó silencio y la iridiscencia le disminuyó con la relajación. El profesor dio una vuelta en torno a él, respetuoso con su cansancio. El mismo le libró de los pesados xutros antes de decirle:

– Bien, Prrt… Ha hecho casi un buen trabajo…

El contramaestre bajó sorprendido sus anillos.

– ¿Casi, profesor?

– Casi, amigo… No le dije nada, porque no podía decírselo. Pero su misión era doble… Salvar a esos pobres terrestres era sólo una parte. La otra era eliminar a los que estuvieron a punto de llevarles a la muerte… ¡Y esos seres siguen vivos!…

El profesor meditó un momento y se le hincharon las agallas mientras aspiraba ávidamente el fresco metano de la atmósfera de la nave.

– ¡En fin!-… Habrá que esperar a otra ocasión…

Tres cuadrantes después, a velocidad superlumínica, la nave espacial abandonaba la atmósfera del Planeta Guerrero y se perdía en el hiperespacio. Los únicos hombres que lograron distinguirla estaban convertidos en haces de carbón retorcido y ya se había pasado aviso a sus familiares de la heroica muerte que sufrieron. ¡Muertos en acto de servicio por la Paz de la Tierra!…