124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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— ¡Hay que mandar inmediatamente al Instituto del Cielo Austral la parte del mnemograma con la carta estelar representada en el techo! — dijo dirigiéndose al joven ayudante de Dar Veter.

Éste miró a Yuni Ant con asombro, como si acabara de despertarse de un sueño extraordinario.

El grave hombre de ciencia ocultó una sonrisa: ¿acaso la visión aquella no había sido en verdad un bello sueño acerca de un mundo maravilloso, enviado a través del espacio hacía tres siglos? Un sueño que verían, con toda nitidez, miles de millones de personas en la Tierra y en las estaciones de la Luna, de Marte y de Venus.

— Tenía usted razón, Mven Mas — manifestó Dar Veter sonriendo —, al decir antes de la emisión que hoy ocurriría algo extraordinario. Por vez primera, en los cuatrocientos años que el Gran Circuito existe para nosotros, de las profundidades del Universo ha surgido un planeta poblado de seres que son hermanos nuestros no sólo de mente, sino de cuerpo. ¡El descubrimiento me llena de gozo! ¡Bien comienza su labor! Los antiguos habrían visto en ello un buen presagio y nuestros psicólogos dirían que se ha producido una coincidencia de circunstancias que ha propiciado la confianza y el entusiasmo con respecto a la labor futura…

Dar Veter cayó en la cuenta de que la reacción nerviosa experimentada le había vuelto locuaz. Y como en la Era del Gran Circuito la locuacidad se consideraba uno de los más vergonzosos defectos del hombre, el director de las estaciones exteriores calló sin terminar la frase.

— Sí, sí… — repuso distraído Mven Mas.

Y Yuni Ant, que había advertido cierta indiferencia en el tono de su voz y languidez en sus ademanes, prestó atención. Veda Kong tocó con un dedo la mano de Dar Veter y le señaló al africano con la cabeza.

« ¿No será demasiado impresionable para esto? », pensó por un instante Dar Veter, y miró con fijeza a su sucesor.

Pero Mven Mas, que había presentido las ocultas dudas de sus compañeros, irguió el cuerpo y volvió a ser el hombre de antes, atento, buen conocedor de su profesión. La escalera rodante los llevaba ya arriba, hacia los amplios ventanales y el cielo tachonado de estrellas que, de nuevo, estaba tan lejos como estuviera en los treinta milenios de existencia del hombre, mejor dicho, de su especie denominada Homo sapiens.

Mven Mas y Dar Veter debían quedarse en el observatorio.

Veda Kong le dijo en un susurro al director saliente que nunca olvidaría la noche aquella.

— ¡Yo misma me he sentido tan insignificante! — exclamó con una sonrisa que contradecía sus tristes palabras.

Dar Veter comprendió lo que ella tenía presente, y negó con la cabeza.

— Estoy seguro de que si la mujer roja la hubiese visto a usted, Veda, se habría sentido orgullosa de su hermana. Desde luego, ¡nuestra Tierra no tiene que envidiar a su mundo!

— concluyó, radiante de amor el rostro.

— Bueno, eso, querido amigo, es porque usted me mira con buenos ojos — replicó Veda sonriente —. ¡Pregúntele a Mven Mas!.. — y, bromeando, se tapó los ojos con la mano y desapareció tras una curva del muro.

Cuando Mven Mas quedó al fin solo, despuntaba ya el alba. Una luz grisácea se derramaba en el aire fresco y sereno, mientras el mar y el cielo adquirían igual transparencia de cristal: argentada en las aguas, rosácea en el firmamento.

Mven Mas permaneció largo rato en la terraza del observatorio, contemplando los contornos de los edificios, apenas conocidos.

A alguna distancia, sobre una meseta de poca altura, se alzaba un gigantesco arco de aluminio, cruzado por nueve filas de barras paralelas de igual metal; los espacios entre ellas estaban cubiertos con vidrios de materias plásticas de un color crema opalino y blanco argentado. Aquello era el edificio del Consejo de Astronáutica. Ante él se elevaba un monumento a los primeros hombres que habían penetrado en los espacios del Cosmos. Entre nubes y remolinos erguíase el vertical escarpe de una montaña coronada por una astronave de tipo antiguo: un cohete pisciforme, cuya aguda proa estaba enfilada hacia unas alturas inaccesibles aún. Una cadena de hombres — pilotos de naves-cohetes, físicos, astrónomos, biólogos, audaces autores de novelas fantásticas — ascendían en espiral a costa de sobrehumanos esfuerzos, apoyándose unos en otros… La aurora teñía ya de rojo el casco de la vieja astronave y los leves contornos calados de los edificios, y Mven Mas continuaba aún midiendo a grandes pasos la terraza del observatorio. Nunca había experimentado una emoción tan intensa. Educado con arreglo a las normas generales de la Era del Gran Circuito, habíase templado físicamente merced a un severo entrenamiento y realizado con éxito los trabajos de Hércules. Así se llamaban, en recuerdo de los bellos mitos de la antigua Hélade, las difíciles tareas que habían de cumplir todos los jóvenes al terminar los estudios escolares. Si las cumplían, se los consideraba dignos de ingresar en un centro superior de enseñanza.

Mven Mas había dotado de agua una mina del Tíbet occidental, repoblado un bosque de araucarias en la meseta de Nahebt, en América del Sur, y exterminado unos tiburones que habían reaparecido junto a las costas de Australia: la forja que le diera la propia vida y sus relevantes dotes le habían permitido soportar largos años de intenso estudio y prepararse para trabajos duros, de responsabilidad. Aquel día, en la primera hora de su nueva labor, el encuentro con un mundo afín a la Tierra había hecho surgir en su alma algo nuevo. Mven Mas advertía con inquietud que en su interior se abría un abismo a cuyo borde venía caminando toda su vida sin sospechar que existiera. ¡Con qué ansia infinita deseaba volver a ver la estrella Épsilon del Tucán, aquel mundo que parecía haber surgido de uno de los más bellos cuentos de la humanidad terrestre! ¡Nunca podría olvidar a la muchacha de la piel roja, el llamamiento de sus brazos tendidos, sus dulces labios entreabiertos!..

Y el hecho de que la inmensa distancia, de doscientos noventa años-luz, que le separaba de aquel mundo maravilloso fuese infranqueable, inaccesible a todas las posibilidades de la técnica terrenal, lejos de disminuir su anhelo, lo hacía más ardiente.

En el alma de Mven Mas había nacido algo que vivía con vida propia y escapaba al control de su voluntad, a los mandatos de la serena razón. El africano aún no había amado nunca; abismado en sus estudios, había vivido casi como un ermitaño sin experimentar nada semejante a la extraña desazón y el singular gozo que le causara la visión de aquel día, a través de los inmensos campos del espacio y del tiempo.

Capítulo III . PRISIONEROS DE LAS TINIEBLAS

En las columnas anaranjadas de los indicadores del anamesón las gruesas agujas negras marcaban « cero ». El curso de la astronave continuaba invariable hacia la estrella de hierro, pues la velocidad era todavía grande y el navío cósmico proseguía su marcha incesante en dirección a aquel siniestro cuerpo celeste, invisible al ojo humano.

Erg Noor, con ayuda del astronauta, temblando de la tensión y de la debilidad, se sentó ante la máquina calculadora. Los motores planetarios, desconectados por el piloto-robot, se habían callado.

— Ingrid, ¿qué es una estrella de hierro? — preguntó en voz baja Key Ber, que permanecía inmóvil y en pie, a la espalda de la astrónomo.

— Una estrella invisible de la clase espectral T, apagada, pero que no se ha enfriado aún por completo o no ha empezado a caldearse de nuevo. Emite ondas largas de la parte calorífica del espectro; su luz infrarroja, negra para nosotros, sólo es visible a través del inversor electrónico. Una lechuza, que ve los rayos térmicos infrarrojos, podría percibirla.

— ¿Y por qué se la llama estrella de hierro?

— Porque en su espectro y composición hay una gran cantidad de ese metal. Por ello, cuando la estrella es grande, su masa y su campo gravitatorio son enormes. Me temo que ésta sea precisamente una de ellas…

— ¿Qué ocurrirá ahora?

— No lo sé. Ya ves que no tenemos combustible. Y sin embargo, continuamos volando derechos hacia la estrella. Hay que reducir la velocidad de la Tantra hasta una milésima de la unidad absoluta para poder desviar la nave lo suficiente. Si tampoco alcanza el combustible planetario, seguiremos aproximándonos gradualmente a la estrella, hasta caer… — Ingrid movió nerviosa la cabeza, con brusca sacudida, y Ber acarició cariñoso su brazo desnudo, trémulo.

El jefe de la expedición pasó al cuadro de comando y se abismó en la observación de los aparatos. Todos guardaban silencio, sin atreverse a respirar siquiera; también callaba Niza Krit, que acababa de despertarse y había comprendido instintivamente la gravedad de la situación. El combustible podía bastar tan sólo para aminorar la marcha de la nave, pero a ésta, al perder velocidad, le seria cada vez más difícil liberarse sin motores de la tenaz atracción de la estrella de hierro. Si la Tantra no se hubiera acercado tanto y Lin hubiese caído a tiempo en la cuenta… Mas ¿qué consuelo podían dar ya aquellos vanos razonamientos?

Al cabo de unas tres horas, Erg Noor se decidió al fin. La Tantra trepidó estremecida por el potente golpeteo de los motores iónicos a chorro. Pasaron una hora, dos, tres, cuatro… La marcha de la nave disminuía de continuo. El jefe hizo un movimiento imperceptible. Toda la tripulación sintió una terrible angustia. El espantoso astro castaño desapareció de la pantalla delantera para surgir de nuevo en otra. Las cadenas invisibles de la atracción continuaban tendiéndose hacia la nave y repercutiendo en los aparatos.

Erg Noor tiró bruscamente de las palancas. Los motores se detuvieron.

— ¡Nos hemos liberado! — exclamó Peí Lin, con un suspiro de alivio.

El jefe volvió con lentitud los ojos hacia él:

— ¡No! Sólo nos queda la última reserva de combustible para la revolución orbital y la toma de tierra.

— Entonces, ¿qué hacemos?

— ¡Esperar! He desviado un poco la astronave, pero pasamos demasiado cerca. Tiene lugar una lucha entre la atracción de la estrella y la disminución de la velocidad de la Tantra. Ahora vuela como un lunnik. Si consigue alejarse, marcharemos hacia el Sol.

Claro que el viaje se alargará mucho. Dentro de unos treinta años, podremos mandar la señal de socorro, y ocho años más tarde vendrá la ayuda…

— ¡Treinta y ocho años! — susurró Ber al oído de Ingrid, con voz apenas perceptible.

Ella le dio un fuerte tirón de la manga y le volvió la espalda.

Erg Noor reclinó la espalda en el sillón y dejó caer las manos sobre las rodillas. La gente callaba, los aparatos cantaban su tenue cancioncilla. Otra melodía, discorde, y por ello cargada de amenazas, mezclábase con los sones de los instrumentos de navegación.

La llamada casi audible de la estrella de hierro y la fuerza real de su masa negra perseguían tenaces al navío cósmico, impotente ya.

A Niza Krit le ardían las mejillas, su corazón palpitaba acelerado. Aquella pasiva espera era insoportable para la muchacha.

…Las horas trascurrían lentamente. A medida que iban despertándose, los miembros de la expedición entraban uno tras otro en el puesto central de comando. Y el número de gente silenciosa fue aumentando hasta que se congregaron allí las catorce personas de la tripulación.

El frenado de la nave era inferior a la velocidad necesaria para vencer la fuerza de atracción. El navío cósmico no podía escapar de la estrella de hierro. La gente, olvidada del sueño y la comida, no abandonaba el puesto de comando. Continuó allí muchas horas angustiosas, mientras el curso se curvaba más y más. Cuando la astronave hubo entrado rauda en la elipse de la órbita fatal, todos vieron con claridad cuál sería la suerte de la Tantra.

Un alarido inesperado los estremeció. El astrónomo Pur Hiss se había levantado de un salto y agitaba las manos furioso. Su rostro, demudado, no parecía de un hombre de la Era del Gran Circuito. El miedo, la compasión hacia sí mismo y el ansia de venganza habían borrado los rasgos del intelectual, del científico.

— ¡Él, él tiene la culpa! — vociferaba señalando a Peí Lin —. ¡Ese alcornoque, ese imbécil, cabeza de chorlito!.. — y el astrónomo quedó cortado, ahogándose de coraje, mientras trataba de recordar los insultos, caídos en desuso hacía tiempo, de sus remotos antepasados.

Niza, que estaba a su lado, se apartó de él con repugnancia. Erg Noor se puso en pie.

— Las censuras a un compañero no servirán para sacarnos del trance. Han pasado ya los tiempos en que las faltas podían ser intencionadas. Y en este caso — Noor dio vuelta con descuido a la manija de la máquina calculadora —, como ven ustedes, las probabilidades de error son de un treinta por ciento. Si agregamos a eso la inevitable depresión propia del final de la guardia y la conmoción producida por el balanceo de la astronave, no dudo que usted, Pur Hiss, habría cometido la misma falta.