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— En tal caso, deben de quedarles cargas planetarias iónicas. No han podido gastarlas por completo. Ya ven que la astronave se encuentra en posición normal; ello demuestra que han aterrizado con los motores planetarios. Tomaremos combustible iónico y emprenderemos de nuevo el vuelo. Luego, una vez en la posición orbital, llamaremos a la Tierra y esperaremos su socorro. Si nos acompaña la suerte, no tendremos que aguardar más que ocho años. Y si conseguimos anamesón, habremos vencido.
— Quizá su combustible planetario no sea de cargas iónicas, sino fotónicas… — advirtió, dudoso, uno de los ingenieros.
— Entonces, podremos utilizarlo en los motores principales, si permutamos los platillos reflectores de los motores auxiliares.
— Por lo que veo, tiene usted previsto todo — hubo de reconocer el ingeniero.
— Quedará el riesgo del aterrizaje y la estancia en ese inhóspito planeta — rezongó Pur Hiss —. ¡Da espanto hasta pensar en ese mundo tenebroso!
— Quedará el riesgo, desde luego, pero éste existe ya en nuestra situación actual y no creo que lo agravemos. En cuanto al planeta en el que va a tomar tierra nuestra astronave, no es tan malo como parece. ¡Lo que hace falta es que la nave se salve!
Erg Noor miró a la esfera del nivelador de velocidad y acercóse rápidamente al cuadro de comando. El jefe de la expedición permaneció en pie unos instantes ante las palancas, escalas y clavijas. Los dedos de sus grandes manos se movían como los de un músico que arrancase acordes de su instrumento; tenía la espalda levemente encorvada e impasible el rostro.
Niza Krit se acercó a él, le tomó con audacia la mano derecha y la puso sobre su tersa mejilla, ardiente de emoción. Erg Noor inclinó agradecido la cabeza y, luego de acariciar los espléndidos cabellos de la muchacha, se irguió.
— Vamos a las capas inferiores de la atmósfera, ¡a aterrizar! — dijo en voz alta, conectando la sirena para dar la señal.
El bramido se expandió por toda la nave, y los tripulantes corrieron presurosos a sus puestos para incrustarse en los asientos hidráulicos flotantes.
Erg Noor se hundió en el blando abrazo del sillón de aterrizaje que había surgido, por un escotillón, ante el cuadro de comando. Empezaron a resonar tenantes los motores planetarios, y la astronave se precipitó aulladora hacia las rocas y los océanos del desconocido planeta.
Los detectores y los reflectores infrarrojos exploraban las tinieblas allí abajo; unas luces rojas brillaban en el altímetro junto a la cifra dada: 15.000 metros. No era de esperar la existencia de montañas de más de diez kilómetros de altura en aquel planeta, donde las aguas y el calor del sol negro ejercían sobre el terreno su acción niveladora como en la Tierra.
Desde la primera evolución, se advirtieron en la mayor parte del planeta, en vez de montañas, solamente insignificantes elevaciones un poco más altas que las de Marte. Por lo visto, la orogénesis había cesado casi por completo o se había interrumpido.
Erg Noor desplazó en dos mil metros el limitador de altura del vuelo y encendió los potentes proyectores. Un inmenso océano, verdadero mar de espanto, se extendía bajo la astronave. Sus olas, de un color negro intenso, se elevaban para hundirse al punto en las profundidades ignotas.
El biólogo, enjugándose la frente, sudorosa del esfuerzo, procuraba captar el reflejo luminoso de las olas con un aparato supersensible que determinaba el albedo — poder reflector de una superficie esclarecida — a fin de determinar la salinidad o la mineralización de aquel mar tenebroso.
A la negrura brillante de las aguas, sucedió otra negrura mate: empezaba la tierra firme. Los rayos cruzados de los proyectores abrían entre los muros de las tinieblas un estrecho sendero en el que surgían súbitamente diversos colores: tan pronto los manchones amarillentos de los arenales como la superficie verde grisácea de las ondulaciones rocosas.
La Tantra, guiada por una mano experta, volaba rauda sobre el continente…
Por fin, Erg Noor encontró la misma llanura. Era demasiado baja para poder ser calificada de meseta. Pero se veía a las claras que no podrían alcanzarla las posibles mareas y tempestades del mar oscuro, pues se alzaba, sobre unas depresiones del terreno, a una altura de unos cien metros.
El detector delantero de la izquierda dio una pitada. La Tantra enfiló sus proyectores en la dirección indicada. Se distinguía con nitidez la astronave aquella. Era de primera clase.
Su proa, recubierta de cristalino iridio anisótropo, refulgía a la luz de los proyectores como si fuera nueva. No había en sus cercanías construcciones provisionales ni luces. Sombría e inerte, la astronave no daba señal alguna de haber advertido la proximidad de su hermana. Los rayos de los proyectores se deslizaron más lejos y brillaron intensos al reflejarse, como en un espejo azul, en un enorme disco con resaltos en espiral. El disco estaba inclinado de canto y parcialmente hundido en la tierra negra. Por un instante, los observadores creyeron ver que, tras él, asomaban unas rocas y, más allá, la oscuridad se hacía más densa. Aquello debía de ser un precipicio o un pronunciado tajo que se perdía en la profunda depresión del terreno…
Un ensordecedor bramido de la Tantra hizo vibrar todo su casco. Erg Noor quería aterrizar lo más cerca posible de la astronave descubierta y advertía a la gente que pudiera encontrarse allá abajo, en la zona peligrosa: a un millar de metros a la redonda del lugar del aterrizaje. El estruendo de los motores planetarios fue tan grande, que se oyó incluso en el interior de la nave; en las pantallas apareció una nube de partículas incandescentes, elevadas del terreno. El suelo empezó a alzarse bruscamente y a inclinarse hacia atrás. Sin ruido ni oscilación alguna, las charnelas hidráulicas volvieron los asientos de los sillones hasta ponerlos perpendiculares a sus paredes, en posición vertical ahora.
Unos enormes soportes articulados saltaron del fondo del casco y, luego de dilatarse, fueron los primeros en recibir el contacto de la tierra extraña. Una sacudida, un choque, otra sacudida, y la Tantra cabeceó para quedar inmóvil al mismo tiempo que se paraban por completo los motores. Erg Noor alzó la mano hacia el cuadro de comando, que se encontraba sobre su cabeza, y dio vuelta a la manija de recogida de los soportes.
Lentamente, con breves sacudidas, la astronave empezó a posarse de proa hasta tomar su anterior posición horizontal. El aterrizaje había terminado. Como siempre, había producido tan gran conmoción en los tripulantes, que éstos tuvieron que permanecer algún tiempo reclinados en sus sillones antes de recobrarse de ella.
Un terrible peso oprimía a todos. Como después de una grave enfermedad, apenas podían incorporarse. Sin embargo, el infatigable biólogo ya había tomado una muestra de aire.
— Es respirable — anunció —. ¡Voy a examinarlo al microscopio!
— No vale la pena — le repuso Erg, abriendo la envoltura del sillón de aterrizaje —. Sin escafandras no se puede abandonar la nave, pues tal vez haya aquí esporas y virus muy peligrosos.
Junto a la salida, en la cámara de esclusas, había preparadas de antemano escafandras biológicas y las llamadas « armaduras saltadoras », de acero, revestidas de cuero y dotadas de un motor eléctrico, así como de muelles y amortiguadores, que se ponían sobre las escafandras para poder desplazarse cuando la fuerza de la gravedad era demasiado grande.
Todos, después de seis años de vagabundeo por los espacios intersiderales, ardían en deseos de sentir la tierra bajo sus plantas, aunque fuera extraña. Key Ber, Pur Hiss, Ingrid, la médico Luma y dos mecánicos-ingenieros debían quedarse a bordo, de guardia junto a la radio, los proyectores y los aparatos.
Niza estaba parada a un lado, con el casco en las manos.
— ¿Por qué vacila usted, Niza? — le preguntó el jefe, en tanto comprobaba la pequeña estación de radio que llevaba en lo alto del casco —. ¡Vamos hacia la astronave!
— Yo… — la muchacha se cortó —. A mí me parece que está muerta, que yace ahí desde hace mucho tiempo. Otra catástrofe, una víctima más del implacable Cosmos. Ya sé que eso es inevitable, pero siempre da pena… Sobre todo, después de lo de Zirda y de lo del Algrab…
— Puede que esa muerte nos dé la vida — replicó Pur Hiss, volviendo el catalejo panorámico de foco corto hacia la otra nave, que continuaba sumida en la oscuridad.
Ocho viajeros pasaron con esfuerzo a la cámara de transición y se detuvieron, esperando.
— ¡Inyecten aire! — ordenó Erg Noor a los que quedaban en la Tantra, separados ya de sus compañeros por un muro impenetrable.
Cuando la presión en el interior de la cámara fue de diez atmósferas, los cabestrantes hidráulicos tiraron de la soldada puerta y la arrancaron de cuajo. La presión del aire lanzó fuera de la cámara a la gente, sin dejar penetrar el menor elemento nocivo del mundo extraño en aquel trocito de la Tierra. La puerta se volvió a cerrar con ímpetu y estruendo.
Un proyector trazó un camino luminoso por el que los exploradores echaron a andar, arrastrando con dificultad sus piernas de muelles y sus pesados cuerpos. Al final del luminoso camino, se alzaba la enorme nave hallada. Aquellos mil quinientos metros les parecieron terriblemente largos, debido a su impaciencia y al duro traqueteo de los torpes saltos sobre un terreno escabroso, lleno de pequeñas piedras y muy recalentado por el negro sol.
A través de la densa atmósfera, saturada de humedad, brillaban débilmente las estrellas, semejantes a blancos lunares desvaídos. En vez del radiante esplendor del Cosmos, el cielo de aquel planeta sólo mostraba los tenues trazos de las constelaciones.
Y aquellos farolillos rojos, de mortecina luz, no podían disipar las tinieblas de la superficie del planeta.
En la profunda oscuridad circundante, la quieta astronave se destacaba con singular relieve. La gruesa capa de borazón y circonio que recubría su casco, estaba desgastada en algunas partes. Seguramente, la astronave había viajado mucho por el Cosmos.
Eon Tal lanzó una exclamación que resonó en todos los radioteléfonos. Señalaba con la mano a una puerta abierta, como una boca negra, y un pequeño ascensor, bajado. En la tierra, junto al ascensor y bajo la nave, crecía algo: unas plantas sin duda. Sus gruesos tallos se elevaban casi a un metro de altura y estaban rematados por unas copas negras de hojas o flores — no se sabía con certeza —, de forma parabólica y bordes dentados, como piñones de una máquina. Aquel negro engranaje inmóvil tenía un aspecto siniestro.
El mudo boquete de la puerta impresionaba aún más. Las plantas intactas y aquella puerta abierta indicaban que los seres humanos no pasaban por allí desde hacía tiempo ni protegían ya su islote terrestre de las asechanzas de aquel mundo extraño.
Erg Noor, Eon y Niza entraron en el ascensor. El jefe movió la palanca de la puesta en marcha. El mecanismo funcionó obediente, con un leve chirrido, y llevó rápido a los tres exploradores a la cámara de paso, que estaba abierta de par en par. Después, subieron también los demás. Erg Noor transmitió a la Tantra la orden de apagar el proyector. Al instante, el pequeño grupo se perdió en el abismo de las tinieblas. El mundo del sol de hierro abatíase sobre ellos, envolvente, como si quisiera tragarse aquel minúsculo foco de vida terrestre incrustado en la superficie del enorme planeta oscuro.
Encendiéronse las lámparas giratorias en lo alto de los cascos. La puerta de la cámara de paso, que conducía al interior de la nave, estaba cerrada, pero no con llave, y cedió fácilmente. Los exploradores entraron en el pasillo central. Se orientaban sin dificultad en los oscuros pasadizos, pues la estructura de la astronave no se diferenciaba apenas de la de la Tantra.
— Esta nave fue construida hace unas decenas de años — dijo Erg Noor, acercándose a Niza.
La muchacha volvió la cabeza. A través del silicol del casco, el rostro en penumbra del jefe parecía enigmático.
— Me ha venido una idea absurda — siguió diciendo Erg Noor —. ¿Y si resulta que es…?
— ¡El Argos! — gritó Niza, olvidándose del micrófono, y vio que todos se volvían hacia ella.
El grupo de exploradores penetró en la biblioteca-laboratorio, estancia principal de la nave, y luego, en el puesto central de comando, situado más cerca de la proa. Embutido en su armadura — esqueleto, con torpes pasos, tambaleándose y chocando contra las paredes —, el jefe llegó al cuadro de distribución de electricidad. Los aparatos estaban conectados, pero no había corriente. En la oscuridad sólo brillaban los indicadores y signos fosforescentes. Erg Noor encontró el conector de averías, y al instante, entre el asombro general, se encendió una luz mortecina que a todos pareció deslumbradora.
Debió de surgir también junto al ascensor, porque en los radioteléfonos de los cascos se oyó la voz de Pur Hiss que preguntaba sobre los resultados del reconocimiento. Le contestó la geólogo Bina. El jefe se detuvo pasmado en el umbral del puesto central de comando. Niza, siguiendo su mirada, vio arriba, entre las pantallas delanteras, una inscripción doble — en lengua terrestre y en el código del Gran Circuito —: Argos. Más abajo, se alineaban los signos galácticos de la Tierra y las coordenadas del sistema solar.