124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 13

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La astronave desaparecida hacía ochenta años había sido hallada en el sistema de aquel sol negro, desconocido hasta entonces, que se había tomado durante mucho tiempo por una simple nube opaca.

El reconocimiento de los locales no reveló las huellas de la tripulación. Los depósitos de oxígeno no estaban agotados, las reservas de agua y de comida habrían bastado para subsistir varios años más, pero en ninguna parte había vestigios ni restos de los tripulantes del Argos.

En algunos sitios — en los pasillos, el puesto central y la biblioteca —, se veían unas chorreaduras extrañas, oscuras. En el suelo de la biblioteca también había una mancha grande — una sinuosa capa de varios estratos — como la huella de un líquido vertido y evaporado luego. En la popa, en la sala de máquinas, unos cables arrancados pendían ante la abierta puerta del fondo, y los soportes masivos, de bronce fosfórico, de los refrigeradores estaban muy retorcidos. Como en todo lo restante la nave se encontraba intacta, aquellas averías, que para producirse requerían un golpe muy potente, eran inexplicables. Los exploradores buscaron en vano, hasta quedar rendidos, las causas de la desaparición y muerte cierta de los tripulantes.

Sin embargo, se hizo un descubrimiento de extraordinaria importancia: las reservas de anamesón y de cargas iónicas planetarias que se conservaban a bordo aseguraban el despegue de la Tantra del pesado planeta y el regreso a la Tierra.

La noticia, transmitida inmediatamente a la Tantra, disipó la desesperanza que se había apoderado de la tripulación desde que la aeronave quedara cautiva de la estrella de hierro. Ya no había necesidad de largos trabajos para enviar un mensaje a la Tierra. Pero, en cambio, habrían de hacer enormes esfuerzos para transbordar los depósitos de anamesón. La tarea, ardua de por sí, se convertía en aquel planeta, de una pesantez casi tres veces superior a la de la Tierra, en una empresa que requería gran inventiva y capacidad ingenieril. Pero la gente de la Era del Gran Circuito, lejos de temer a los problemas difíciles, sentía un gran placer en resolverlos.

El biólogo sacó del magnetófono, en el puesto central, la bobina inacabada del diario de a bordo. Erg Noor y la geólogo abrieron la caja de caudales principal, herméticamente cerrada, donde se guardaban los resultados de la expedición del Argos. Era un pesado fardo que contenía multitud de filmes fotono-magnéticos, de diarios, observaciones y cálculos astronómicos. Mas los tripulantes de la Tantra, que eran ellos mismos investigadores, no podían demorar ni por un instante el examen de aquel precioso hallazgo.

Muertos de cansancio, se reunieron en la biblioteca de la Tantra con sus compañeros, que ardían de impaciencia. Allí, en el ambiente habitual, sentados a la cómoda mesa, bajo una clara luz, la macabra oscuridad que los rodeaba y la astronave abandonada, sin vida, parecían una espantosa visión de pesadilla. A todos oprimía, sin cesar ni un instante, la pesantez del pavoroso planeta, y al hacer cada movimiento, los astronautas contraían de dolor el rostro. Sin una gran práctica, era muy difícil adaptar el propio cuerpo a los movimientos del « esqueleto » de acero, accionado por palancas. Ello hacía que el andar fuera acompañado de tirones y violentas sacudidas. Y aunque la marcha no fuese larga, la gente volvía rendida. La geólogo Bina Led debía de haber sufrido una leve conmoción cerebral; mas, a pesar de ello, apoyóse pesadamente sobre la mesa y, frotándose las sienes, se negó a marcharse sin oír la última bobina del diario de a bordo. Por aquellas grabaciones, conservadas ochenta años en la nave muerta sobre el terrible planeta, Niza esperaba conocer algo inaudito, sorprendente. Se imaginaba los roncos gritos pidiendo auxilio, los gemidos de dolor, las trágicas palabras de despedida. Cuando del aparato salió una voz sonora y fría, la muchacha se estremeció. Ni siquiera Erg Noor, gran especialista en todo lo referente a los vuelos intersiderales, conocía a ningún tripulante del Argos. Llevando a bordo solamente jóvenes, la astronave había emprendido su audacísimo raid a Vega sin entregar al Consejo de Aeronáutica la acostumbrada película de los integrantes de la tripulación.

La voz desconocida relataba los acontecimientos ocurridos siete meses después del último mensaje enviado a la Tierra. Un cuarto de siglo antes, al cruzar un cinturón de hielo cósmico en el límite del sistema de Vega, el Argos había sufrido una avería. Taponada la brecha abierta en la popa, la astronave continuó su viaje, pero el accidente había alterado el supersensible reglaje del campo de protección de los motores. Tras una lucha de veinte años, hubo que detenerlos. El Argos siguió volando por inercia, durante cinco años más, hasta que la inexactitud natural del curso la desvió. Entonces fue lanzado el primer mensaje. Se disponían a mandar el segundo cuando la nave cayó en el radio de acción del sistema de la estrella de hierro. Luego le ocurrió lo que a la Tantra, con la sola diferencia de que el Argos, privado de sus motores de marcha, no pudo reemprender el vuelo. Tampoco podía convertirse en satélite artificial del planeta, pues los motores planetarios de aceleración, situados en la parte de popa, estaban tan inservibles como los de anamesón. El Argos tomó tierra felizmente en la baja meseta costera. La tripulación acometió las tres tareas más apremiantes: reparar los motores — si era posible —, enviar un llamamiento a la Tierra, pidiendo socorro, y estudiar el planeta desconocido. Antes de que hubieran terminado el montaje de la torreta de lanzamiento del cohete, los exploradores empezaron a desaparecer misteriosamente. Los enviados para buscarlos no regresaron tampoco. Entonces cesó la exploración del planeta; únicamente salían del Argos todos juntos, para ir a construir la torreta, y permanecían largo rato metidos en la hermética astronave durante los descansos de aquel trabajo, terriblemente agotador a causa de la fuerza de gravedad. En su afán de lanzar el cohete cuanto antes, ni siquiera empezaron a examinar otra astronave, cercana a la suya, que debía de encontrarse allí desde hacía mucho tiempo.

« ¡El disco! », pasó fugaz por la mente de Niza. Sus ojos se encontraron con los del jefe, que, comprendiendo su pensamiento, asintió con la cabeza. De los catorce tripulantes del Argos, sólo ocho habían quedado con vida. Más adelante, en el diario hablado había una interrupción de tres días; después de ésta, lo reanudó una voz aguda de mujer joven:

« Hoy, día doce del séptimo mes del año trescientos veintitrés del Circuito, nosotros, los supervivientes, hemos terminado los preparativos para el lanzamiento del cohete-emisor.

Mañana, a esta misma hora… » Key Ber, instintivamente, miró a la graduación horaria al borde de la cinta, que iba devanándose: las cinco de la mañana, hora del Argos, pero ¿a qué hora de aquel planeta correspondería?…

« Enviaremos, siguiendo una trayectoria bien calculada… — la voz se cortó; luego, surgió de nuevo, más apagada y débil, como si la mujer se hubiera alejado del receptor —.

¡Conecto! ¡Otra vez!.. » El aparato calló, pero la cinta continuó devanándose. Los oyentes intercambiaron una mirada de ansiedad.

— ¡Algo ha ocurrido!.. — exclamó Ingrid Ditra.

Unas palabras presurosas, entrecortadas, salieron del magnetófono: « Se han salvado dos… Ella, Laik, no ha saltado lo bastante… el ascensor… ¡No han podido cerrar más que la segunda puerta! El mecánico Saj Kton se arrastra hacia los motores… utilizaremos los planetarios… Ellos, aparte de la furia y el espanto, no son nada. ¡Sí, nada!.. » Durante algún tiempo, la bobina de la cinta siguió girando silenciosa; luego, la misma voz volvió a hablar:

« Parece que Kton no ha podido llegar. Estoy sola, pero sé lo que hay que hacer. Antes de empezar — la voz se hizo más firme, adquiriendo gran fuerza de convicción —:

Hermanos, oíd mi advertencia: si encontráis al Argos, no abandonéis nunca la nave. » La desconocida dio un suspiro y dijo en voz queda, como para sí misma:

« Hay que averiguar qué ha sido de Kton. Cuando vuelva, explicaré con más detalle… » Oyóse un chasquido seco, y la cinta continuó devanándose unos veinte minutos más, hasta el final de la bobina. Pero los aguzados oídos esperaron en vano: la mujer no explicó nada más, porque seguramente tampoco había vuelto más.

Erg Noor desconectó el aparato y, dirigiéndose a sus compañeros, dijo:

— ¡Nuestras hermanas y nuestros hermanos muertos nos salvan la vida! ¿No percibís, acaso, la mano del fuerte hombre de la Tierra? Resulta que en la astronave hay anamesón. Y, por añadidura, hemos recibido la advertencia del peligro mortal que aquí nos acecha. Ignoro cuál será, pero debe de ser esta vida extraña. Si se tratase de fuerzas y elementos del Cosmos, éstos no sólo habrían matado a los tripulantes, sino averiado la nave. Después de recibir una ayuda semejante, sería una vergüenza que no salváramos la Tantra y no llevásemos a la Tierra los descubrimientos hechos por el Argos y por nosotros. ¡Que el grandioso trabajo de los muertos y su lucha de medio siglo contra el Cosmos no sean vanos!

— ¿Y cómo piensa usted tomar el combustible sin salir de la nave? — preguntó Key Ber.

— ¿Por qué sin salir? Usted sabe que eso no es posible y que tendremos que salir y trabajar a la intemperie. Pero ya estamos prevenidos y tomaremos precauciones…

— Me lo imagino — le interrumpió el biólogo Eon Tal —. Una barrera de protección en torno al lugar de los trabajos.

— ¡No sólo allí, sino en todo el trayecto entre las dos naves! — agregó Pur Hiss.

— ¡Desde luego! Como no sabemos lo que nos acecha, haremos una barrera doble:

radiactiva y eléctrica. Tenderemos unos cables a lo largo de todo el camino y formaremos un pasillo de luz. Detrás del Argos está el cohete abandonado, cuya energía será suficiente para el tiempo que duren los trabajos.

La cabeza de Bina Led chocó contra la mesa. La médica y el segundo astrónomo, venciendo la fuerza de gravedad, se acercaron a la compañera desvanecida.

— ¡No tiene importancia! — dictaminó Luma Lasvi —. Una ligera conmoción e hipertensión. Ayúdenme a llevarla al lecho.

Y si al mecánico Taron no se le hubiera ocurrido emplear una carretilla automática, aquel simple traslado habría requerido mucho tiempo. En ella, los ocho exploradores fueron llevados a sus respectivos lechos, pues ya era hora de descansar; de lo contrario, la hipertensión de sus organismos, no adaptados a las nuevas condiciones, se convertiría en enfermedad. Y en aquellos momentos críticos, cada miembro de la expedición era insustituible.

Pronto, dos carretillas automáticas, de las que se utilizaban para toda clase de transportes y construcción de carreteras, empezaron a allanar, enganchadas, el camino entre ambas astronaves. Unos potentes cables estaban tendidos a ambos lados del trazado. Junto a las dos astronaves, habían sido instaladas unas torretas de observación rematadas por gruesas campanas transparentes de silicoboro. En su interior se encontraban los observadores, que lanzaban periódicamente, a lo largo del camino, los rígidos y mortíferos rayos de las cámaras pulsatorias. Durante los trabajos, la intensa luz de los proyectores no se apagaba ni un instante. En la quilla del Argos fue abierta la gran escotilla, desmontáronse unos mamparos, y los hombres se dispusieron a hacer descender sobre las carretillas cuatro depósitos de anamesón y treinta cilindros de cargas iónicas. Su paso a bordo de la Tantra era empresa bastante más ardua.

Esta astronave no era posible abrirla como el inanimado Argos, pues al hacerlo, se daría entrada a todos los gérmenes de la vida extraña, mortales sin duda. Por ello, se limitaron a preparar la escotilla y, después de apartar los mamparos interiores, transportaron a la Tantra los balones de aire líquido del Argos. Según el plan trazado, desde el momento en que se abriera la escotilla hasta que terminase la carga de los depósitos, se debía ventilar constantemente la galería receptora con un gran chorro, a fuerte presión, de aire comprimido. Además, la astronave estaría protegida por una emanación radiactiva en cascada.

Poco a poco, los hombres se iban acostumbrando a trabajar embutidos en sus « esqueletos » de acero y a la fuerza de la gravedad, superior en casi tres veces a la de la Tierra. Los insoportables dolores que les atenazaban al principio los huesos, se habían atenuado.

Pasaron varios días terrestres. Aquel « nada » misterioso seguía sin aparecer. La temperatura del aire circundante empezó a descender bruscamente. Desencadenóse un huracán que fue arreciando de hora en hora. Era que el sol negro se ponía: la rotación del planeta llevaba al continente en que se encontraban las astronaves hacia el lado « nocturno ». Las corrientes convectivas, la emisión calorífica del océano y el abrigo de la espesa atmósfera amortiguaban el descenso de la temperatura; sin embargo, mediada la « noche » planetaria, sobrevino una intensa helada. Se conectaron los calentadores de las escafandras, y los trabajos continuaron. Se logró descender del Argos el primer depósito, que fue llevado a la Tantra cuando se desencadenaba un nuevo huracán, el de la « salida del sol », más fuerte que el de la « puesta ». La temperatura ascendía por encima de cero, ráfagas de aire compacto traían enormes masas acuosas, unos relámpagos rasgaban de continuo el cielo. El huracán había adquirido tal fuerza, que la astronave empezó a vacilar a los embates del terrible viento. Los hombres concentraron todos sus esfuerzos en afianzar el depósito bajo la quilla de la Tantra. El pavoroso bramido del huracán iba en aumento, en la meseta se alzaban peligrosos torbellinos, muy parecidos a los tornados del golfo de Guinea. En la franja de luz había surgido una gigantesca tromba de nieve y polvo que hincaba el embudo de su cima en la baja bóveda celeste, sombría, salpicada de lunares. A su empuje, las líneas de corriente de alta tensión se habían roto, y los chispazos azulencos de los cortacircuitos fulguraban entre los enrollados cables. La luz amarillenta del proyector del Argos se apagó, como una vela al soplo del viento.

Erg Noor ordenó que suspendiesen el trabajo y se refugiaran en la Tantra.

— ¡Pero allí queda un observador! — exclamó la geólogo Bina Led, señalando a la lucecilla, apenas perceptible, de la torreta de silicoboro.

— Lo sé, allí está Niza, yo voy ahora — repuso el jefe de la expedición.

— No hay corriente, y ese « nada » ha empezado a hacer de las suyas — objetó Bina, seriamente.

— Si el huracán actúa sobre nosotros, también actuará sin duda sobre ese « nada ».

Estoy seguro de que hasta que no amaine la tempestad no habrá ningún peligro. En cuanto a mí, soy aquí tan pesado, que no me llevará el viento si voy a rastras, bien pegado al terreno. ¡Hace tiempo que quería sorprender a ese « nada » desde la torreta!

— ¿Me permite que vaya con usted? — dijo el biólogo, acercándose de un salto al jefe.

— Vamos, pero sólo usted y nadie más.

Los dos hombres avanzaron a rastras largo rato, aferrándose a las asperezas y las hendiduras de las rocas, procurando no caer en el radio de los torbellinos. El huracán se esforzaba tenaz en arrancarlos del terreno, darles la vuelta y arrastrarlos. Una vez lo consiguió, pero Erg Noor agarró a Eon, que rodaba ya, echóse de bruces sobre él y se asió con sus guantes ganchudos al borde de una peña.

Niza abrió el portillo de su torreta, y los dos hombres penetraron con dificultad, el uno tras el otro. Aquello estaba templado y en calma, la torreta se mantenía en pie firmemente, bien apuntalada en previsión de tempestades.

A la muchacha astronauta, de hermosos cabellos rojizos y ondulados, le produjo inquietud y alegría la llegada de sus compañeros. Reconoció honradamente que la perspectiva de pasar la jornada a solas con la borrasca en un planeta extraño no le era muy agradable.

Erg Noor comunicó a la Tantra que habían llegado felizmente, y el proyector de la astronave se apagó. En aquellas primitivas tinieblas brillaba solamente la débil lucecilla del interior de la torreta. Retemblaba el terreno de los embates de la tempestad, de los rayos y truenos, de las terribles trombas que se alzaban una tras otra. Niza, sentada en un sillón giratorio, apoyaba la espalda contra un reóstato. El jefe de la expedición y el biólogo se habían instalado a sus pies en el saliente anular de la base de la torreta.

Voluminosos, debido a sus escafandras, ocupaban casi todo el sitio.

— Propongo que echemos un sueño — oyóse queda, en los radioteléfonos, la voz de Erg Noor —. Hasta el alba negra, quedan aún sus buenas doce horas; únicamente entonces amainará el huracán y empezará el suave calor.

Sus compañeros aceptaron de buena gana. Agobiados por la triple pesantez, encogidos en las rígidas armaduras que les oprimían y encerrados en la angosta torreta, sacudida por la tempestad, los tres se durmieron: ¡tan grandes son las facultades de adaptación del organismo humano y las fuerzas de resistencia que guarda!

De vez en cuando, Niza se despertaba para comunicar al tripulante de guardia en la Tantra noticias tranquilizadoras, y se quedaba de nuevo adormecida. El huracán había disminuido sensiblemente, el terreno no retemblaba ya. Ahora podía aparecer el « nada », mejor dicho, el « algo » aquel. Los observadores de la torreta tomaron unas PA — píldoras para la atención —, a fin de confortar su deprimido sistema nervioso.

— La astronave extraña es mi obsesión continua — confesó Niza —. Ardo en deseos de saber quiénes son ellos, de dónde vienen, cómo han llegado aquí…