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— ¿Piensa usted empezar el reconocimiento de la astronave discoidal? — inquirió el biólogo.
— ¡Desde luego! ¡Sería imperdonable en un científico desaprovechar una ocasión semejante! Las astronaves discoidales no se conocen en las regiones habitadas que confinan con la nuestra. Esta, procedente sin duda de muy lejos, ha debido de vagar por la Galaxia durante milenios, después de la muerte de sus tripulantes o de haber sufrido una avería irreparable. Puede que los datos que recojamos en ella aclaren muchos de los mensajes transmitidos por el Gran Circuito… Su forma es rara, de espiral discoidea, y los resaltos de su superficie son muy pronunciados. En cuanto terminemos el transbordo del Argos, nos ocuparemos de esa curiosidad; por ahora, no podemos prescindir de un solo hombre.
— Sin embargo, nosotros hemos reconocido el Argos en unas horas…
— Yo he examinado ya el disco con el estereotelescopio. Está herméticamente cerrado, no se ve ninguna abertura. Penetrar en cualquier navío cósmico, bien protegido contra fuerzas mucho más potentes que todos los elementos de la naturaleza terrestre, es empresa muy difícil. Prueben a introducirse en la Tantra cuando esté cerrada, a través de su coraza metálica, de estructura cristalina modificada, o a través de su cubierta de borazón… Eso es tarea más ardua que asaltar una fortaleza. Y la cosa se complica aún más cuando se trata de una astronave extraña, cuyos principios de construcción se desconocen. Pero intentaremos desentrañar el enigma.
— ¿Y cuándo examinaremos lo hallado en el Argos? — preguntó Niza —. Allí debe de haber interesantísimas observaciones sobre los mundos maravillosos de que se hablaba en el mensaje.
El radioteléfono transmitió la risa bonachona del jefe: — A mí, que sueño desde niño con Vega, la impaciencia me consume más que a nadie. Pero ya tendremos tiempo para ello en el viaje de vuelta a la Tierra. Ante todo, hay que escapar de las tinieblas, de este infierno, como se decía en la antigüedad. Los exploradores del Argos no habían tomado tierra anteriormente; de lo contrario, habríamos encontrado en sus almacenes de colecciones multitud de objetos procedentes de otros planetas. Recuerden que, después de un minucioso reconocimiento, sólo hemos hallado filmes, mediciones y grabaciones, muestras de aire y balones de polvo explosivo…
Erg Noor calló y prestó atención. Ni siquiera los sensibles micrófonos captaban ya ruido de viento: la tempestad se había calmado. Fuera, a través de la tierra, percibíase un susurro crujiente que repercutía en las paredes de la torreta.
El jefe movió la mano, y Niza, comprendiendo el ademán, apagó la luz. En la torreta, calentada por las emanaciones infrarrojas, la oscuridad parecía densa como un líquido negruzco; diríase que estaban en el fondo de un océano. A través de la recia y transparente campana de silicoboro, los astronautas vieron con nitidez unas lucecillas centelleantes, de color castaño. Las lucecillas se encendían formando por un segundo pequeñas estrellas de rayos grana o verde oscuro que se apagaban para volver a. lucir.
Las estrellitas aquellas se alineaban en cadenillas que se enrollaban en anillos o en ochos y se deslizaban silenciosas por la superficie de la campana, tersa y dura como el diamante. Los exploradores sintieron en los ojos unas punzadas extrañas y un agudo dolor momentáneo a lo largo de los grandes nervios del cuerpo, como si los cortos rayos de las estrellitas castañas se clavasen en ellos igual que agujas.
— Niza — dijo Erg Noor en un susurro —, ponga el regulador al máximo de incandescencia y dé toda la luz de golpe.
La torreta se llenó de azulada y clara luz terrestre. Los tres, deslumbrados por ella, no veían nada o casi nada. Sin embargo, Niza y Eon habían advertido — aunque tal vez aquello fuera una figuración suya — que, por el lado derecho de la torreta, las sombras, en lugar de retirarse de pronto, se quedaban allí un instante, formando como un dilatado cuerpo oscuro con numerosos tentáculos. Aquel « algo » recogió en un segundo sus tentáculos y retrocedió veloz, con el muro de las sombras, rechazado por la luz. Erg Noor no había visto nada, pero no tenía fundamentos para no confiar en la rápida reacción de sus jóvenes compañeros.
— ¿No serán espectros? — conjeturó Niza —. ¿Fantasmagóricas condensaciones de las sombras en torno a cargas de alguna energía como la de nuestros rayos globulares, por ejemplo, en vez de formas de vida? Puesto que aquí todo es negro, los rayos deben de ser también negros.
— Su suposición es poética — replicó Erg Noor —, pero tiene pocos visos de realidad.
En primer término, es evidente que ese « algo » nos ha atacado, ansioso de nuestra carne viviente. Él o sus congéneres han sido los que han exterminado a la tripulación del Argos.
Si él es organizado y estable, si puede desplazarse en la dirección necesaria y acumular y emanar energía, no cabe duda de que no se trata de ningún fantasma aéreo. Eso es una creación de la materia viva, ¡e intenta devorarnos! El biólogo se adhirió a las deducciones del jefe: — A mí me parece que aquí, en el planeta de las tinieblas, la oscuridad existe sólo para nosotros, pues nuestros ojos no son sensibles a los rayos infrarrojos de la parte calorífica del espectro; otros rayos, los amarillos y los azules, deben actuar intensamente sobre ese ser. Su reacción es tan instantánea, que nuestros desaparecidos compañeros del Argos no podían advertir nada al iluminar el sitio de la agresión… Cuando se dieron cuenta ya era tarde, y, agonizantes, tampoco pudieron contar nada…
— Ahora repetiremos la experiencia, por muy desagradable que sea la aproximación de ése.
Niza apagó la luz, y de nuevo los tres observadores quedaron sumidos en la profunda oscuridad, esperando la aparición de aquel ser del mundo de las tinieblas.
— ¿De qué estará armado? ¿Por qué su acercamiento se percibe a través de la campana y de la escafandra? — se preguntó el biólogo en voz alta —. ¿Tendrá una forma especial de energía?
— Las formas de energía son muy pocas, y ésta es, sin duda, electromagnética. Pero sus modificaciones son, indiscutiblemente, múltiples y muy diversas. Ese ser posee alguna arma que actúa sobre nuestro sistema nervioso. ¡Y no es difícil imaginarse lo que significará el contacto de uno de esos tentáculos con un cuerpo indefenso!
Erg Noor se encogió y Niza Krit sintió un escalofrío interno al ver las cadenitas de lucecillas castañas que se aproximaban rápidamente, por tres lados.
— ¡Ese ser no está solo! — exclamó en voz baja Eon —. Tal vez no convenga dejarles que rocen la campana.
— Tiene usted razón. Pongámonos de espaldas a la luz y miremos cada uno a su respectivo lado. ¡Niza, encienda!
Esta vez, cada uno de los exploradores tuvo tiempo de observar particularidades sueltas con las que, sumadas, se pudo formar una idea general de aquellos seres. Se asemejaban a gigantescos acalefos que flotaban, a poca altura del terreno, moviendo sus espesos flecos colgantes. Algunos tentáculos, demasiado cortos en relación con las dimensiones de los monstruos, medían apenas un metro. De cada uno de los ángulos de sus cuerpos romboidales partían dos sinuosos tentáculos, bastante más largos. En el arranque de éstos, el biólogo observó unas enormes ampollas fosforescentes, levemente iluminadas por dentro, que parecían esparcir por los tentáculos grandes chispas en forma de estrellas.
— Observadores, ¿por qué encienden y apagan la luz? — resonó de pronto, dentro de los cascos, la clara voz de Ingrid —. ¿Necesitan ayuda? La tempestad ha terminado; nosotros vamos a empezar a trabajar. Ahora salimos para allá.
— ¡De ninguna manera! — ordenó severo el jefe —. Hay un gran peligro. ¡Llame a todos!
Erg Noor les habló de los terribles acalefos. Luego de cambiar impresiones, los exploradores decidieron sacar y transportar en una carretilla parte de uno de los motores planetarios. Unos chorros de fuego, de trescientos metros de longitud, corrieron por la pedregosa llanura, barriendo todo a su paso. No había transcurrido media hora, cuando los hombres tendían, ya reparados, los cables rotos. La defensa había sido restablecida.
Estaba claro que el anamesón debía ser cargado antes de que llegase la noche planetaria. A costa de sobrehumanos esfuerzos, se logró hacerlo, y la gente, extenuada, después de cerrar herméticamente las escotillas, desapareció tras la indestructible coraza de la astronave, escuchando tranquilamente las trepidaciones. Los micrófonos traían de fuera el estruendoso bramido del huracán, y ello hacía que aquel pequeño mundo, profusamente iluminado y al abrigo de las fuerzas tenebrosas, pareciera aún más confortable.
Ingrid y Luma habían desplegado la pantalla estereoscópica. La elección del filme había sido acertada. Las aguas azules del Océano Indico chapoteaban a los pies de los espectadores, sentados en la biblioteca. Celebrábanse los Juegos de Poseidón, competición mundial de toda clase de deportes náuticos. En la Era del Gran Circuito, todas las gentes eran tan amigas del mar como los pueblos de los países costeros de antaño. Saltos, natación, zambullidas con planchas a motor y balsas de vela. Millares de cuerpos jóvenes, bronceados por el sol, sonoras canciones, alegres risas y las marchas triunfales a la llegada a la meta…
Niza se inclinó hacia el biólogo, que, a su lado, permanecía absorto en sus pensamientos, perdida el alma en la infinita lejanía del dulce planeta natal, con su naturaleza sometida.
— Eon, ¿ha participado usted alguna vez en tales competiciones?
El biólogo fijó en ella su mirada perpleja.
— ¿Qué? ¿En tales? No, nunca. Estaba pensativo y no la comprendí al pronto.
— ¿Acaso no pensaba usted en eso? — preguntó la muchacha señalando a la pantalla —. ¿Verdad que la percepción de la belleza de nuestro mundo es extraordinariamente deliciosa, después de las tinieblas, las tempestades y los negros acalefos eléctricos?
— Sí, desde luego. Y ello hace aumentar el deseo de atrapar a un acalefo de ésos.
Precisamente me estaba rompiendo la cabeza para encontrar el modo de conseguirlo.
Niza se apartó del biólogo, que reía satisfecho, y al volverse, encontró la sonrisa de Erg Noor.
— ¿Usted también estaba meditando en cómo capturar ese horror negro? — inquirió burlona.
— No, pensaba en la exploración de la astronave discoidal.
El pícaro fulgor de sus ojos casi irritó a la muchacha.
— ¡Ahora comprendo por qué los hombres de la antigüedad se dedicaban a la guerra!
Yo creía que eso no era más que pura fanfarronería de vuestro sexo fuerte… como se le consideraba en la sociedad mal organizada.
— No tiene usted completa razón, aunque comprenda en parte nuestra antigua psicología. Pero yo, cuanto más hermoso y adorable es mi planeta, más deseos siento de servirle. De plantar jardines, extraer metales, producir energía, obtener alimentos, crear música, de manera que, cuando yo desaparezca, quede un trocito real de lo hecho por mis manos y mi cerebro. Yo conozco solamente el Cosmos, el arte de la astronáutica, y con ello puedo servir a mi querida humanidad. Pero el objetivo no es el vuelo mismo, sino la adquisición de nuevos conocimientos, el descubrimiento de nuevos mundos, de los cuales haremos algún día planetas tan hermosos como nuestra Tierra. ¿Y usted, Niza, a qué sirve? ¿Por qué le atrae también, tan fuertemente, el misterio de la astronave discoidal? ¿Sólo por curiosidad?…
Con impetuoso movimiento, la muchacha venció el peso de sus cansados brazos y tendió las manos hacia el jefe. Éste las tomó entre las suyas, grandes, y las acarició dulcemente. A Niza se le arreboló el rostro, su rendido cuerpo se llenó de nuevo vigor. Y como el día aquel, momentos antes del peligroso aterrizaje, apretó su mejilla contra la mano de Erg Noor, perdonando al propio tiempo al biólogo su aparente traición a la Tierra.
Para demostrar definitivamente su acuerdo con ambos, Niza les comunicó una idea que se le acababa de ocurrir: aplicar a un depósito de agua una tapa de cierre automático y meter en él, como cebo, uno o dos vasos con sangre fresca. Mas, para ello, no se recurriría a las reservas de sangre conservada del botiquín de a bordo; cada uno de los astronautas daría voluntariamente la cantidad necesaria. Si aquel « ser negro » penetraba en el depósito y la tapa se cerraba de golpe, se insuflaría, con un balón preparado al efecto, un gas terrestre inerte y se soldaría bien el borde de la tapa.
Eon quedó admirado de la inventiva de la « chicuela pelirroja ».
Erg Noor, por su parte, se puso a regular un robot antropomorfo y preparó una potente cortadora electrohidráulica, con cuya ayuda pensaba penetrar en la astronave discoidal de la lejana estrella.
En la oscuridad, habitual ya, las tempestades habían cesado; al frío intenso había sucedido un leve calor. El « día », de doscientas diez y seis horas, había comenzado.
Quedaba trabajo para cuatro días terrestres: el embarque de las cargas iónicas, de algunas otras reservas y valiosos instrumentos. Además, Erg Noor consideraba necesario tomar algunos efectos personales de la tripulación perecida, para llevarlos a la Tierra, después de una desinfección cuidadosa, y entregarlos como recuerdo a los familiares de los muertos. Como en la Era del Gran Circuito la gente no acostumbraba a llevar consigo mucho equipaje, el transporte de aquellos objetos a la Tantra no ofrecía dificultad.
Al quinto día, desconectaron la corriente, y el biólogo, en unión de dos voluntarios — Ingrid y Key Ber —, se encerró en la torreta de observación próxima al Argos. Los seres negros se presentaron casi inmediatamente. El biólogo, que había adaptado en la debida posición una pantalla infrarroja, podía observar a los mortíferos acalefos. De pronto, uno de ellos se acercó al depósito-trampa, y, luego de recoger sus tentáculos y contraerse en una bola, empezó a deslizarse en su interior. Inopinadamente, otro rombo negro apareció junto a la boca abierta del depósito. El primer monstruo dilató sus tentáculos, y las chispas de forma de estrella surgieron con inusitada rapidez, uniéndose en franjas de titilante luz grana que, en la pantalla de rayos invisibles, refulgieron como relámpagos verdes. El primer llegado se apartó un poco, y entonces el segundo se contrajo al instante, haciéndose un ovillo, y se dejó caer al fondo del depósito. El biólogo tendió la mano hacia el botón, pero Key Ber le detuvo. El primer acalefo se apelotonó también y siguió a su compañero. Dentro del depósito, se encontraban ya dos terribles acalefos. Sólo quedaba asombrarse de lo mucho que podían reducir su volumen aparente. El botón fue oprimido, la tapa se cerró bruscamente, y al momento, cinco o seis monstruos negros se pegaron por todas partes al enorme depósito revestido de circonio. El biólogo dio la luz y comunicó a los de la Tantra que conectasen el sistema de protección. Los fantasmas negros se esfumaron al instante, como de costumbre, pero esta vez dos quedaban cautivos bajo la hermética tapa del depósito.