124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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El biólogo salió de la torreta, acercóse, tocó la tapa, levemente, y una tremenda sacudida estremeció sus nervios con tal fuerza, que le hizo prorrumpir en alaridos de dolor. Su brazo izquierdo cayó para quedar colgante, paralizado.

El mecánico Taron se puso una escafandra ultrarrefractaria. Sólo entonces se pudo insuflar en el depósito ázoe terrestre puro y soldar la tapa. Los grifos también fueron soldados; luego, recubrieron el depósito de tela aislante y lo metieron en la cámara de colecciones. La victoria había costado cara: el biólogo no recobraba el movimiento del brazo, pese a todos los esfuerzos del médico. Eon Tal sufría mucho, pero no quería renunciar a la visita a la espironave. Erg Noor, rindiendo tributo a su insaciable afán de investigaciones, no pudo dejarle en la Tantra.

Resultó que el espirodisco — huésped llegado de remotos mundos — se encontraba más lejos del Argos de lo que pareciera a los exploradores al principio. La luz de los proyectores, difusa en la lejanía, había falseado las dimensiones de la nave. Era un ingenio verdaderamente colosal, de no menos de cuatrocientos cincuenta metros de diámetro. Y hubo que retirar cables del Argos para prolongar hasta él el sistema defensivo. La enigmática astronave se alzaba sobre la gente como un muro vertical que se perdía allá en la altura del tenebroso cielo tachonado de lunares. Unos nubarrones, negros como el carbón, se arremolinaban ocultando un tercio de la parte superior del descomunal disco. La capa verde, como de malaquita, que lo recubría, estaba muy cuarteada y tenía cerca de un metro de espesor. Bajo las grietas se columbraba un metal de vivo color celeste que se traslucía, azulado, en los lugares en que la malaquita estaba desconchada. La cara del disco vuelta hacia el Argos presentaba una prominencia cilíndrica en espiral, de unos veinte metros de ancho y cerca de diez de alto. La otra cara, hundida en las tinieblas, parecía más abombada y formaba un casquete esférico, adosado al disco, de treinta metros de espesor. De esta cara también sobresalía un alto cilindro en espiral, semejante a un tubo de rosca incrustado en el casco de la nave.

El canto del enorme disco estaba profundamente hundido en la tierra. Al pie de aquel vertical muro metálico vieron una piedra fundida que se había esparcido por el suelo como espeso alquitrán.

Muchas horas perdieron los exploradores buscando inútilmente alguna entrada o escotilla. Pero ésta debía de estar tapada por la capa de malaquita o una costra de óxido, o tan hábilmente cerrada, que no se percibía la menor juntura en la superficie de la nave.

Tampoco encontraron los orificios para los instrumentos ópticos ni las toberas del sistema de ventilación.

La roca metálica parecía ser impenetrable. Previendo aquello, Erg Noor decidió hender el casco de la nave con ayuda de la cortadora electrohidráulica, capaz de hender los más duros y viscosos revestimientos de las astronaves terrestres. Después de un breve cambio de impresiones, todos acordaron hacer un corte en la cima del cilindro espiral.

Precisamente allí debía de haber algún vacío, un tubo o un pasadizo circular por el que se podría llegar a los compartimientos interiores de la astronave sin riesgo de tropezar con una serie de mamparos.

Un estudio profundo del espirodisco sólo podría hacerlo una expedición especial. Y para su envío al peligroso planeta había que demostrar, previamente, que en el interior de aquel huésped, llegado de mundos remotos, se conservaban intactos los aparatos y documentos, todos los enseres de quienes habían cruzado insondables espacios, en comparación con los cuales los vuelos de las astronaves terrestres no eran más que primeras, tímidas excursiones al Cosmos.

El cilindro espiral de la otra cara del disco llegaba hasta la misma tierra. Llevaron allí el proyector y los cables de alta tensión. La luz azulenca, reflejada por el disco, se difundía en tenue bruma por la llanura y se remontaba a unas formaciones altas y oscuras, de vagos contornos, seguramente rocas, cortadas por una garganta de impenetrables sombras. Ni el pálido reflejo de las diminutas estrellas ni los rayos de luz del proyector daban la impresión de que hubiera materia sólida en aquel portón de las tinieblas. Allí debía empezar la vertiente hacia la baja planicie observada al aterrizar.

Con sordo ronquido, llegó la carretilla automática y descargó el único robot universal de que disponía la Tantra. Insensible a la triple pesantez, el robot se acercó rápidamente al disco y se paró ante él, como un hombre grueso, de piernas cortas, cuerpo largo y enorme cabeza inclinada amenazadora hacia adelante.

Obedeciendo al mando de Erg Noor, alzó con sus cuatro extremidades superiores la pesada máquina cortadora y quedó plantado, abiertas las piernas, dispuesto a realizar la peligrosa empresa.

— El robot será dirigido solamente por Key Ber y por mí, que llevamos escafandras de ultraprotección — ordenó por el radioteléfono el jefe de la expedición —. Los otros, los de escafandras biológicas, que se aparten lo más posible…

El jefe no terminó la frase. Algo avasallador irrumpió en su conciencia y le oprimió el corazón con tremenda angustia, obligándole a doblar las piernas. Su orgullosa voluntad humana se había convertido en ciega sumisión. Bañado en pegajoso sudor, echó a andar como hipnotizado hacia el portón de las tinieblas. El grito de Niza, que resonó vibrante en su radioteléfono, le hizo recobrar el conocimiento. Se detuvo, pero la tenebrosa fuerza que había penetrado en su psiquis le empujó de nuevo hacia adelante.

Key Ber y Eon Tal, que se encontraban junto al borde del círculo luminoso, avanzaron también en unión del jefe, con igual lentitud, deteniéndose de vez en cuando, como si lucharan consigo mismos. Allí delante, en el umbral de las negras sombras, entre los remolinos de niebla, removiéndose, surgió un cuerpo fantástico, incomprensible para la mente humana, y por ello, más espantoso. Aquello no era el ser de forma de acalefo, conocido ya; de la penumbra gris venía hacia los exploradores una cruz negra de anchos brazos y con una protuberancia elipsoidal en medio. En sus extremos brillaban unas lentes convexas, fulgurantes a la luz del proyector, que rasgaba con esfuerzo el velo de las acuosas emanaciones. El pie de la cruz se hundía en la depresión no iluminada del terreno.

Erg Noor, acelerando su andar, se adelantó a los otros y, al llegar a unos cien pasos de aquel incomprensible objeto, cayó a tierra. Antes de que los atónitos compañeros pudieran darse cuenta de que su jefe corría peligro de muerte, la cruz negra se alzó a mayor altura que el círculo de cables tendidos e inclinóse, como el tallo gigantesco de una planta, con el evidente propósito de alcanzar a Erg Noor por encima del campo de protección.

Con una furia que le daba fuerzas de atleta, Niza se acercó de un salto al robot y empezó a dar vueltas a las manijas de dirección, situadas en la nuca del autómata.

Despacio, como vacilando, el robot empezó a elevar la cortadora. Entonces la muchacha, perdidas las esperanzas de poder dirigir la complicada máquina, se abalanzó hacia adelante para cubrir con su cuerpo el del jefe. Los tres extremos de la cruz lanzaron unos chorros luminosos, zigzagueantes, parecidos a rayos. La joven cayó sobre Erg Noor, con los brazos muy abiertos. Mas, por fortuna, el robot ya había vuelto la cortadora, cuya boca, con una afilada cuchilla en su interior, apuntaba al centro de la cruz negra. El monstruo se encogió convulso, como cayendo hacia atrás, y desapareció en las impenetrables sombras, al pie de las rocas. Erg Noor y sus dos camaradas volvieron en sí al punto y, tomando en brazos a la muchacha, retrocedieron para guarecerse tras el espirodisco. Los compañeros, recobra dos de su estupor, traían ya presurosos un motor planetario convertido en improvisado cañón. Con una cruel rabia que no había experimentado hasta entonces, Erg Noor lanzó las destructoras radiaciones contra la garganta de las rocas, barriendo toda la planicie inferior con singular cuidado, para no dejar fuera de su acción ni un metro cuadrado de terreno. Eon Tal, de rodillas ante la inmóvil muchacha, le hacía quedas preguntas por el radioteléfono, esforzándose en divisar sus facciones a través del casco de silicol. La joven astronauta yacía inmóvil, con los ojos cerrados. El auricular no transmitía respiración alguna.

— ¡El monstruo ha matado a Niza! — gritó consternado al ver venir a Erg Noor.

La estrecha hendidura visual del casco de ultraprotección no permitía distinguir los ojos del jefe.

— Llévela inmediatamente a la Tantra y que la asista Luma — la voz de Erg Noor tenía un timbre más metálico que nunca —. Ayude usted a la médica a determinar la naturaleza de las lesiones… Nosotros seis nos quedaremos para terminar la exploración. Que el geólogo vaya con usted y recoja por el camino, desde el disco hasta la Tantra, trozos de rocas de todas clases. No podemos permanecer más tiempo en este planeta. Aquí hay que realizar las búsquedas en tanques de ultraprotección. Y como no los tenemos, no haríamos más que condenar a toda la expedición a una muerte cierta. Tome una tercera carretilla automática, ¡y dese prisa!

Erg Noor se volvió y, sin mirar atrás, dirigiose hacia la astronave-disco. El « cañón » se emplazó en vanguardia. El ingeniero-mecánico, en pie tras él, oprimía el botón cada diez minutos y soltaba un torrente de fuego, conduciéndolo todo él en arco hasta el mismo borde del disco. El robot aplicó la cortadora al vértice de la segunda espira exterior del cilindro, que allí, junto al borde hundido en tierra, se encontraba al nivel del pecho del autómata.

El estruendo llegó incluso a través de las gruesas escafandras de ultraprotección. Por la parte elegida de la capa de malaquita, empezaron a aparecer, sinuosas, unas pequeñas grietas. Trozos de aquella sólida costra saltaron golpeando sonoros el cuerpo metálico del robot. Las incisiones laterales de la cortadora separaron una gran placa, poniendo al descubierto una superficie granulosa de vivo color celeste, agradable incluso a la luz del proyector. Luego de señalar un cuadrado lo suficientemente grande para el paso de un hombre con escafandra, Key Ber obligó al robot a hacer una profunda incisión en el metal azul, que no llegó a atravesarlo. El robot trazó una nueva línea que formaba ángulo con la primera, e imprimió a la cuchilla de la cortadora un movimiento de vaivén, aumentando así la presión. El corte en el metal se profundizó más de un metro. Cuando el auxiliar mecánico hubo trazado el tercer lado del cuadrado, los rebordes de las incisiones empezaron a volverse hacia afuera.

— ¡Cuidado! ¡Atrás todos! ¡Cuerpo a tierra! — gritó en el micrófono Erg Noor al tiempo que paraba el robot y retrocedía.

El grueso trozo de metal se retorció de pronto, como la escindida hojalata de un bote de conservas. Una gran llama irisada, de un fulgor inimaginable, brotó impetuosa de la abertura siguiendo la tangente al abultamiento de la espira. Aquella desviación y la circunstancia de que el metal azul se fundiese al momento, tapando de nuevo el boquete, salvaron a los desdichados exploradores. Del potente robot no quedó más que un informe amasijo de metal fundido, del que salían, lastimosas, unas piernas cortas. Erg Noor y Key Ber escaparon con vida gracias a las escafandras que se habían puesto previamente. La explosión lanzó a los dos hombres lejos de la extraña astronave, dispersó a los demás, volcó el « cañón » y rompió los cables de alta tensión.

Recobrados de la conmoción, los astronautas comprendieron que habían quedado indefensos. Afortunadamente, yacían protegidos por la luz del intacto proyector. Aunque nadie había sufrido daño, Erg Noor decidió que bastaba con aquello. Abandonando los instrumentos innecesarios, los cables y el proyector, los exploradores montaron en la carretilla que no había tenido avería alguna y se retiraron presurosos a su astronave.

Aquella feliz coincidencia de circunstancias, al abrir imprudentemente la nave ajena, se había producido de un modo fortuito, no dependiente de la previsión del jefe. Un segundo intento habría tenido consecuencias mucho más lamentables… ¿Y Niza, la querida astronauta, qué sería de ella?… Erg Noor confiaba en que la escafandra hubiese debilitado la fuerza mortífera de la cruz negra. Pues el contacto del acalefo negro no había matado al biólogo… Pero allí, lejos de los grandes institutos de medicina terrestres, ¿podrían ellos hacer frente a los efectos de aquella arma desconocida?…

En la cámara de transición, Key Ber se acercó al jefe y le señaló la parte posterior de la hombrera izquierda. Erg Noor volvióse hacia los espejos, que siempre se encontraban en todas las cámaras de transición, a fin de que los tripulantes se observasen obligatoriamente en ellos al volver de explorar un planeta extraño. La hombrera, formada por una fina tira de aleación de circonio y titanio, se había desgarrado. Por el roto asomaba un trozo de metal azul celeste que se había incrustado en el doblez aislante sin perforar la capa interior de la escafandra. Con gran esfuerzo se consiguió extraer el trozo de metal. A costa de un gran peligro y por azar, en definitiva, se había conseguido una muestra del enigmático metal de la astronave espirodiscoidal. El preciado hallazgo sería llevado a la Tierra.

Al fin, liberado de la escafandra, podía Erg Noor entrar — mejor dicho, penetrar a duras penas bajo la agobiadora pesantez del terrible planeta — en el interior de su astronave.

Todos los miembros de la expedición le aguardaban con enorme impaciencia. Habían observado la catástrofe en los estereovisófonos, y no necesitaban preguntar nada sobre los resultados del intento.

Capítulo IV. EL RÍO DEL TIEMPO

Veda Kong y Dar Veter estaban en la pequeña plataforma circular de un giróptero que se deslizaba lento por el aire, sobre las infinitas estepas. Un suave vientecillo ondulaba la hierba espesa, esmaltada de flores, como un mar de amplias olas. Lejos, a la izquierda, se divisaba un rebaño de ganado blanquinegro, obtenido por el cruzamiento de yacs, vacas y búfalos.

Los pequeños oteros, los apacibles ríos, los anchos valles, todo respiraba calma y libertad en aquel llano y estable sector de la corteza terrestre que antiguamente llevaba el nombre de depresión de Siberia Occidental.

Dar Veter contemplaba soñador aquella tierra que en un tiempo estuviera cubierta de interminables, tediosos pantanos y de los bosques, de febles espaciados árboles, del Norte siberiano. Veía mentalmente el cuadro de un viejo pintor, que le había dejado, desde la infancia, una impresión imborrable.

Sobre un alto promontorio ceñido por el brazo de un gran río, se alzaba, solitaria y gris de los años, una iglesia de madera que parecía contemplar desvalida la inmensidad de los campos y los prados. La fina cruz de su cúpula negreaba bajo las franjas de unos pesados nubarrones que se abatían sobre la tierra. Tras la iglesia, en un pequeño cementerio, unos cuantos abedules y sauces inclinaban sus alborotadas copas al embate del viento. Sus combadas ramas casi tocaban las cruces semiderruidas, derribadas por el tiempo y las tempestades sobre la hierba mojada y lozana. Al otro lado del río se amontonaban, como ingentes bloques de piedra, unas compactas nubes de un color gris liliáceo. Las anchurosas aguas brillaban con fríos fulgores de hierro. Aquellos mismos fulgores se expandían por doquier. Lejanías y cercanías estaban mojadas por las tenaces lluvias otoñales de las inmensas llanuras del Norte, gélidas e inhóspitas. Y todas las tonalidades del cuadro, azuladas, grises, verdes, evocaban las enormes extensiones de tierra yerma donde el hombre llevaba una vida dura, pasando hambre y frío, y sentía con singular rigor la soledad característica de los lejanos tiempos de la sinrazón humana.

Y a Dar Veter le parecía que el cuadro aquel — expuesto en el museo, en la profundidad de la transparente cabina protectora, renovado y esclarecido por invisibles rayos de luz — era como una ventana abierta a un pasado muy remoto.

En silencio, miró a Veda. La joven mujer, posada una mano en la barandilla de la plataforma, gacha la cabeza, observaba pensativa los altos tallos de hierba, que el viento inclinaba. Brillaban argentadas las estipas plumosas, con anchos y lentos reflejos cambiantes, mientras la plataforma circular del giróptero volaba despacio sobre la estepa.

Pequeños remolinos cálidos envolvían inesperadamente a los viajeros, agitando los cabellos y el vestido de Veda y echando traviesos su ardiente aliento a los ojos de Veter.

Pero el nivelador automático funcionaba más rápido que el pensamiento humano, y la plataforma volante tan sólo se estremecía u oscilaba un poco.

Dar Veter se inclinó sobre el marco del cursógrafo. La cinta del mapa se deslizaba rauda, reflejando el avance de los viajeros: tal vez hubieran ido demasiado lejos hacia el Norte. Habían cruzado hacía tiempo el paralelo sesenta y pasado la confluencia del Irtish y el Obi, y se aproximaban a unas elevaciones del terreno denominadas Altozanos de Siberia.

El inmenso paisaje estepario era familiar a los dos viajeros, que habían trabajado cuatro meses en las excavaciones de unos antiguos túmulos en las tórridas estepas de las estribaciones del Altai. Los investigadores del pasado parecían haberse sumido en los inmemoriales tiempos en que sólo cruzaban raramente aquellos parajes algunos destacamentos de jinetes armados.

Veda se volvió y señaló en silencio hacia adelante. Allí, entre las corrientes de aire recalentado, flotaba un oscuro islote, como arrancado del terreno. Al cabo de unos minutos, el giróptero se acercaba ya a una pequeña colina que debía de ser la escombrera de una antigua mina abandonada. No quedaba ni rastro de las construcciones mineras, tan sólo aquel montículo cubierto de cerezos silvestres.

De pronto, la circular plataforma volante se inclinó bruscamente.

Dar Veter, maquinalmente, asió de la cintura a Veda y se abalanzó al borde alzado de la plataforma. El giróptero se puso horizontal, una fracción de segundo, para caer pesadamente al pie de la colina. Los amortiguadores actuaron, y el contragolpe lanzó a Veda y Dar Veter a la ladera, en medio de la espesura de los punzantes arbustos. Tras de unos instantes de silencio, por la estepa, muda, expandióse, profunda y melodiosa, la risa de Veda. Dar Veter, imaginándose su propia cara, llena de arañazos y de asombro, se apresuró a asegurar a Veda, con desbordante alegría, que estaba sana y salva y que la cosa había terminado felizmente.

— No en vano se prohibe volar en los girópteros a más de ocho metros de altura — dijo Veda con voz entrecortada por leve jadeo —. Ahora lo comprendo…

— Estas máquinas, en cuanto se estropean, se derrumban, y ya no queda más esperanza que los amortiguadores. ¡Qué se le va a hacer! Es el merecido pago a cambio de su ligereza y reducidas dimensiones. Aunque tal vez tengamos que pagar algo más por todos los felices vuelos realizados… — añadió Dar Veter con una indiferencia un poco fingida.

— ¿Qué, concretamente? — inquirió Veda, poniéndose seria.

— El impecable funcionamiento de los aparatos de estabilidad implica una gran complejidad de los mecanismos. Temo que, para desenvolverme en ellos, necesite mucho tiempo. Habrá que salir de apuros con los medios de nuestros más pobres antepasados…

Con un pícaro fulgor en los ojos, Veda tendió la mano, y Dar Veter levantó fácilmente a la joven mujer. Descendieron hasta el giróptero caído, curáronse los arañazos con un líquido cicatrizante y pegaron sus desgarradas vestiduras. Dar Veter acostó a Veda a la sombra de un arbusto y se puso a buscar las causas de la avería. Como se figuraba, algo había ocurrido al nivelador automático, cuyo dispositivo de bloqueo había desconectado el motor. Apenas abrió el cárter, vio con claridad que no se podría hacer la reparación, pues ello requería abismarse largo tiempo en el estudio de una electrónica extremadamente complicada. Dando un suspiro de contrariedad, enderezó la cansada espalda y miró de reojo hacia el arbusto a cuyo pie, hecha un ovillo, dormitaba confiada Veda Kong. La cálida estepa, en toda la extensión que la vista abarcaba, estaba desierta. Dos grandes aves de rapiña planeaban lentas sobre la neblina ondulante y azul…

La dócil máquina se había convertido en un inerte disco que yacía impotente sobre la tierra seca. Y una extraña sensación de soledad, de aislamiento del mundo, se apoderó de Dar Veter.

Mas, al propio tiempo, no tenía miedo de nada. Que llegase la noche; entonces la visibilidad sería mayor; verían sin duda alguna luz y se dirigirían hacia ella. Ambos habían emprendido el vuelo sin equipaje, sin llevar radioteléfono, lámparas ni comida…