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Reparó en una franja de sombra del cerezo silvestre, cerca de Veda; tendióse tranquilamente sobre la tierra y percibió en su cuerpo la picazón de las secas hierbas que atravesaban su ligero traje de verano. El suave susurro del viento y el bochorno le sumieron en un dulce sopor. Sus pensamientos fluían lentamente y en su memoria se iban sucediendo, también despacio, cuadros de tiempos muy remotos; en interminable caravana, desfilaban pueblos antiguos, tribus, hombres… Era como si de allá, del pasado, viniese un gran río de hechos, personas y vestimentas que fueran cambiando a cada instante.
— ¡Veter! — oyó en su modorra la llamada de la voz querida, y al momento se despertó e incorporóse.
El sol, como una bola roja, tocaba ya la ensombrecida línea del horizonte y no se percibía ni el más leve soplo de viento.
— Veter, dueño mío — bromeaba Veda, inclinándose ante él al modo de las antiguas mujeres de Asia —. ¿No me haréis la merced de despertaros y de acordaros de mí?
Mediante unos ejercicios gimnásticos, Dar Veter acabó de ahuyentar el sueño. Veda estuvo de acuerdo con sus planes de esperar hasta la noche. La oscuridad los sorprendió discutiendo animadamente su trabajo anterior. De pronto, Dar Veter observó que Veda se estremecía. Las manos de ella estaban heladas, y él comprendió que el ligero vestido no la protegía en absoluto del frescor de la noche en aquellos nórdicos lugares.
Como la noche estival del paralelo sesenta era clara, ambos pudieron recoger unas brazadas de ramiza, con las que hicieron un gran montón.
Chasqueó sonora una descarga eléctrica, arrancada por Dar Veter del potente acumulador del giróptero, y poco después, la luminosa llama de la hoguera hacía más densas las sombras que les circundaban y prodigaba a los dos su vivificante calor.
Veda, encogida hacía un instante, se dilató de nuevo como una flor al sol, y ambos se abandonaron a un ensueño casi hipnótico. En algún lugar recóndito del alma quedaba inextinguible, a través de cientos de milenios en que el fuego había sido el principal amparo y salvación del hombre, una sensación de bienestar y sosiego que renacía ante la hoguera cada vez que el frío y las tinieblas rodeaban al ser humano…
— ¿Qué la deprime, Veda? — preguntó Dar Veter, rompiendo el silencio.
— Estaba recordando a aquélla, a la del pañuelo… — repuso ella quedo, sin apartar los ojos de las brasas.
Él comprendió al punto. La víspera de su vuelo habían terminado, en las estepas de la región del Altai, la excavación de un gran túmulo escítico. En el interior de un sarcófago, se encontraba el esqueleto de un viejo jefe, rodeado de huesos de caballos y de esclavos, recubiertos de tierra del túmulo. El viejo jefe yacía con su espada, su escudo y su coraza; a sus pies, había otro esqueleto, todo contraído, de una mujer muy joven. Un pañuelo de seda, que en un tiempo ciñera estrechamente la cara y el cuello, estaba adherido al cráneo. A pesar de todos los artificios empleados, no se había podido conservar el pañuelo; pero en los minutos transcurridos antes de que se deshiciera en polvillo, se había logrado reproducir con exactitud las facciones del bello rostro, impresas en la seda miles de años antes. El pañuelo había transmitido además un detalle espantoso: las huellas de los desorbitados ojos de la mujer, estrangulada sin duda con aquel mismo pañuelo y arrojada al sepulcro del marido para que le acompañase en los ignotos caminos de ultratumba. Ella tenía entonces no más de diecinueve años; él, no menos de setenta, edad avanzada para aquellos tiempos.
Dar Veter recordó la viva discusión que se entabló acerca del hallazgo entre los jóvenes miembros del grupo arqueológico de Veda. ¿La mujer había seguido al esposo de grado o por fuerza? ¿Y para qué? ¿En nombre de qué? Si había sido a impulsos de un gran y fiel amor, ¿qué falta hacía inmolarlo, en vez de guardarlo como el mejor recuerdo del difunto en el mundo de los vivos?
Entonces, había tomado la palabra Veda Kong. Fijos en el túmulo los ojos, ardientes, se esforzaba en penetrar con su inteligente mirada en las profundidades de los tiempos pasados.
Tratad de comprender a aquellas gentes. La extensión de las antiguas estepas era en verdad infinita para los únicos medios de locomoción existentes en la época: caballos, camellos, bueyes. Y aquella inmensidad la poblaban únicamente nómadas, criadores de ganado, los cuales no sólo no tenían nexo alguno entre sí, sino que vivían en perpetua hostilidad. Multitud de agravios y rencores se iban acumulando de generación en generación; todo forastero era un enemigo; toda tribu, un futuro botín de ganado y esclavos, es decir, de hombres que trabajaban a la fuerza, como las bestias bajo el látigo… Aquel régimen social engendraba, por una parte, una gran libertad, completamente desconocida entre nosotros, para el individuo en cuanto a sus mezquinas pasiones y deseos, y, por otra parte, una restricción extrema en las relaciones humanas y una increíble estrechez de pensamientos. Cuando el pueblo o la tribu estaban constituidos por un pequeño número de personas capaces de alimentarse de la caza y la recolección de frutos, aquellos nómadas libres vivían en continuo temor de ser atacados y reducidos a la esclavitud o exterminados por sus belicosos vecinos. Pero si el país se encontraba aislado de los demás y contaba con una población numerosa, capaz de crear una gran fuerza militar, las gentes pagaban también con su libertad las garantías contra las incursiones armadas, pues en tales Estados poderosos se desarrollaban siempre el despotismo y la tiranía. Así ocurrió en el antiguo Egipto, en Asiría y Babilonia.
Las mujeres, en particular las guapas, eran en la antigüedad presa y juguete de los fuertes. No podían subsistir sin un dueño y defensor.
Sus propios anhelos y voluntades significaban tan poco, tan terriblemente poco, que ¡quién sabe!.. Tal vez la muerte pareciera el menos penoso de los destinos…
Respondiendo a sus pensamientos, Veda se acercó más y empezó a remover lentamente las encendidas ramas, siguiendo con la mirada el correr de las azulencas lengüecillas de fuego. — ¡Cuánta valentía y paciencia había que tener en aquellos tiempos para conservar la propia dignidad, para elevarse en la vida, en lugar de descender!.. — exclamó Veda Kong en quedo susurro.
— Yo creo — objetó Dar Veter — que nosotros exageramos un poco los rigores de la vida antigua. Pues a más de ser habitual para todos, su misma desorganización daba lugar a contingencias diversas. La voluntad y la fuerza del hombre arrancaban de aquella vida chispas de románticos gozos, como el eslabón del pedernal.
— Tampoco concibo — dijo Veda — cómo nuestros antepasados tardaron tanto en comprender la sencilla ley de que el destino de la sociedad depende solamente de nosotros mismos y que el carácter de ésta lo determina el grado de evolución moral e ideológica de sus miembros, dependiente de la economía.
— …Y que la forma consumada de organización científica de la sociedad no es una simple acumulación cuantitativa de las fuerzas productivas, sino un grado cualitativo.
Aunque todo eso es tan sencillo… — añadió Dar Veter —. Y además, la comprensión de la interdependencia dialéctica, de que las nuevas relaciones sociales son tan imposibles sin hombres nuevos como los hombres nuevos sin una economía nueva. Entonces, esa comprensión condujo a que la tarea principal de la sociedad fuese la educación, el desarrollo físico y espiritual del ser humano. ¿Cuándo aconteció eso en definitiva?
— En la Era del Mundo Desunido, a fines del Siglo del Desgajamiento, poco después de la Segunda Gran Revolución. — ¡Fue una suerte que no ocurriese más tarde! Pues la destructiva técnica de la guerra…
Dar Veter calló y volvió la cabeza hacia el oscuro calvero que se extendía a la izquierda, entre la hoguera y la ladera de la colina. Unas recias pisadas y un fuerte resollar entrecortado, que se oían muy cerca, obligaron a los dos viajeros a levantarse de un salto.
Un torazo negro surgió ante la hoguera. El resplandor de las llamas encendió, con reflejos sangrantes, sus ojos, desorbitados de furia. Dando bufidos y escarbando con las pezuñas la tierra seca, el monstruoso animal se disponía a embestir. A la pálida luz, el toro parecía enorme; su cabeza, gacha, se asemejaba a un bloque de granito y su abultado lomo, de músculos salientes, se alzaba como una montaña. Ni Veda ni Dar Veter se habían visto nunca frente a la fuerza mortífera y ciega de una bestia cuyo cerebro obtuso estaba cerrado a los imperativos de la razón.
Veda, apretadas las manos contra el pecho, permanecía en pie, inmóvil, como hipnotizada por aquella aparición surgida súbitamente de las sombras. Dar Veter, obedeciendo a un poderoso instinto, se plantó ante el toro, protegiendo con su cuerpo el de la mujer, como hicieran miríadas de veces sus antepasados. Pero las manos del hombre de la nueva era estaban desarmadas.
— Veda, salte a la derecha… — y apenas hubo pronunciado estas palabras, el animal arremetió contra ellos.
Los cuerpos bien entrenados de los dos viajeros podían competir en rapidez con la agilidad primitiva del toro. La mole pasó de largo, y penetró en la espesura de los arbustos, haciendo crujir las ramas, mientras Veda y Dar Veter retrocedían a unos pasos del giróptero. A alguna distancia de la hoguera, la noche no era tan oscura, y el vestido de Veda se divisaba sin duda desde lejos. El toro salió impetuoso de los arbustos. Dar Veter alzó a su compañera con destreza, y ella, de un salto, se encontró en la plataforma del giróptero. Mientras el animal se volvía torpemente, excavando la tierra con sus pezuñas, ya estaba Dar Veter sobre la máquina voladora, al lado de Veda. Ambos cambiaron una fugaz mirada, y él no leyó en los ojos de ella más que una sincera admiración. El cárter del motor estaba abierto desde la tarde, cuando Dar Veter intentaba desentrañar los secretos de aquel ingenioso mecanismo. Poniendo en tensión sus enormes fuerzas, arrancó de la barandilla de la plataforma un cable del campo nivelador, introdujo su extremo desnudo bajo el resorte del contacto principal del trasformador y apartó prudentemente a Veda. Entre tanto, el toro enganchó la barandilla con un cuerno y el giróptero se balanceó del tremendo tirón. Dar Veter tocó con el otro extremo del cable una fosa nasal del bruto. Fulguró un rayo amarillo, resonó un golpe sordo y el furioso animal se derrumbó pesadamente.
— ¡Lo ha matado usted! — gritó indignada Veda.
— ¡No creo, la tierra está seca! — repuso, sonriendo satisfecho, el ingenioso héroe.
Y en confirmación de sus palabras, el toro lanzó un débil mugido, levantóse y, sin volver la cabeza, escapó a un trotecillo vacilante, como avergonzado de su derrota. Los viajeros volvieron a la hoguera. Una nueva brazada de ramiza reavivó las mortecinas llamas.
— Ya no tengo frío — dijo Veda —. Subamos a la colina.
La cima del montículo ocultaba el fuego; las pálidas estrellas del verano nórdico, semejantes a diminutas bolillas, se difuminaban en el horizonte.
Al Oeste, no se veía nada; al Norte, en las laderas de unos cerros, parpadeaban unas filas de lucecillas apenas perceptibles; al Sur, también muy lejos, brillaba, como un astro luminoso, el faro de la torre de observación de unos ganaderos.
— Mala suerte; habrá que caminar toda la noche… — rezongó Dar Veter.
— No, no, ¡mire allí! — dijo Veda señalando hacia Oriente, donde habían surgido de pronto cuatro luces dispuestas en cuadrado. Se encontraban a unos kilómetros, pocos.
Una vez tomada la dirección, orientándose por las estrellas, descendieron a la hoguera.
Veda Kong se detuvo ante las mortecinas ascuas, como si quisiera grabar algo en su memoria.
— Adiós, hogar nuestro… — dijo soñadora —. Seguramente los nómadas tenían siempre viviendas parecidas, inestables, efímeras. Yo también he sido hoy una mujer de aquella época.
Volvióse hacia Dar Veter y, confiada, le puso la mano en el cuello.
— ¡He sentido tan intensamente la necesidad de defensa!.. No tenía miedo, ¡no! Era una especie de fascinante sumisión a la fuerza del destino…
Alzó los brazos y, entrelazadas las manos en la nuca, estiróse elástica ante el fuego.
Un instante después, sus ojos, velados por las lágrimas, recobraban su pícaro fulgor.
— Bueno, condúzcame, ¡héroe mío! — bromeó, y su voz grave tenía un tono impreciso, enigmático y tierno.
La noche clara, saturada de los aromas de las hierbas, cobraba vida con el susurro de las bestezuelas al deslizarse y los gritos de las aves nocturnas. Veda y Dar Veter caminaban con cuidado, temerosos de caer en alguna madriguera invisible o de hundirse en una quebrada de la tierra seca. Los penachos de las estipas plumosas cosquilleaban en los tobillos. Dar Veter escudriñaba atento en las sombras cada vez que los negros cúmulos de los arbustos emergían en la estepa.
Veda rió bajito.
— Quizá hubiera sido conveniente traerse el acumulador y el cable…
— Es usted frívola, Veda — replicó bonachón Dar Veter —. ¡Más frívola de lo que yo creía!
La joven mujer se puso seria de pronto.
— He sentido su protección de un modo demasiado intenso…