124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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Con aparente descuido, Liao Lan daba vuelta a las manijas y oprimía los botones del cuadro de comando. La gran pantalla se esclarecía cada vez más, y en sus profundidades iban pasando lentas unas siluetas confusas, diseminadas por el campo visual. Cesó el movimiento, y los borrosos contornos de una gran mancha ocuparon casi toda la pantalla, precisándose.

Unas cuantas manipulaciones más en el cuadro de comando, y ante los espectadores apareció el esqueleto de un ser desconocido, rodeado de una tenue aureola. Las anchas garras ganchudas estaban recogidas bajo el cuerpo, la larga cola se enrollaba en anillo.

Saltaba a la vista el extraordinario grosor y tamaño de los huesos, de dilatados extremos retorcidos y apófisis para la inserción de los poderosos músculos. El cráneo, con las mandíbulas apretadas, dejaba al descubierto los enormes dientes delanteros. Visto desde arriba, el monstruo tenía el aspecto de una mole ósea de superficie desigual, llena de hoyos. Liao Lan cambió la distancia focal y amplió la imagen: toda la pantalla fue ocupada por la cabeza de un reptil antediluviano que había vivido, hacía doscientos millones de años, en las orillas del río que existía allí entonces.

Las paredes de la bóveda craneana tenían como mínimo veinte centímetros de espesor. Sobre las órbitas, las cavidades temporales y las protuberancias de los parietales se destacaban unas excrecencias óseas. En el occipucio se alzaba un gran cono con la enorme cuenca de la mollera. Liao Lan dio un fuerte suspiro de admiración.

Dar Veter miraba con fijeza la desgarbada osamenta del antiquísimo animal. El acrecentamiento de la fuerza muscular originaba el engrosamiento de los huesos, sometidos a una pesada carga, mientras que el aumento de peso del esqueleto requería un nuevo reforzamiento de los músculos. Aquella dependencia directa, propia de los organismos primitivos, llevaba el desarrollo de multitud de animales a un callejón sin salida, hasta que algún perfeccionamiento fisiológico importante les permitía suprimir las viejas contradicciones y elevarse a un grado superior de evolución. Parecía increíble que tales seres pudieran encontrarse entre los ascendientes del hombre, cuyo cuerpo magnífico era de una movilidad y una destreza extraordinarias.

Dar Veter observaba los abultados arcos superciliares, reveladores de la obtusa ferocidad del reptil permiano, y comparaba aquello con la grácil Veda, de ojos claros que brillaban en un rostro vivaracho e inteligente… ¡Qué inmensa diferencia en la organización de la materia viva! Sin querer, miró de reojo tratando de distinguir bajo el casco las facciones de Veda, y cuando se volvió de nuevo hacia la pantalla, ya había en ella otra imagen. Era el cráneo, ancho, parabólico y liso como un plato, de un anfibio, de una antigua salamandra condenada a yacer en el agua turbia y cálida de un tremedal permiano en espera de que algo comestible se acercase a conveniente distancia.

Entonces, con rápida arrancada, atrapaba la presa, chascaba la bocaza al cerrarse… y de nuevo, la inmovilidad paciente, infinita, absurda. Dar Veter sentía una irritación imprecisa; aquellas pruebas de la interminable y cruel evolución de la vida le abatían. Enderezóse, y Liao Lan, al advertir su estado de ánimo, les propuso que volviesen a la casa, a descansar un rato. Veda, cuya curiosidad era insaciable, apartó con esfuerzo sus ojos de la pantalla cuando vio que los científicos se apresuraban a conectar las máquinas para el fotografiado electrónico y la grabación sonora, simultáneos, a fin de economizar la potente energía.

Poco después, Veda se echaba en un ancho diván de la sala de la casita destinada a las mujeres. Dar Veter, antes de acostarse, paseó un rato por la llana plazoleta, frente a la casa, evocando las impresiones de la jornada.

La mañana norteña había lavado con su rocío la polvorienta hierba. El impasible Liao Lan, al volver de su trabajo nocturno, invitó a los huéspedes a ir al aeródromo cercano en un « elf », pequeño automóvil de acumuladores. La base de aviones saltadores de retropropulsión se encontraba sólo a cien kilómetros al Sudeste, en el delta del Trom Yugán. Veda pidió que la pusieran en comunicación con su grupo expedicionario, pero resultó que en las excavaciones no había una emisora lo bastante potente. Desde que nuestros antepasados comprendieron el daño de las emanaciones radiactivas y establecieron un régimen estricto, las emisiones dirigidas requerían aparatos mucho más complicados, especialmente para las conversaciones a larga distancia. Además, el número de estaciones se había reducido de modo considerable. Liao Lan decidió enlazar con la torre-observatorio de ganaderos más próxima. Estas torres comunicaban entre sí por medio de emisiones dirigidas y podían transmitir cualquier mensaje a la estación central de su región. La joven practicante que conducía el « elf » y debía regresar con él al campo de los paleontólogos aconsejó a los viajeros que pasasen por la torre, y así podrían hablar ellos mismos por el televisófono (TVF). Dar Veter y Veda aceptaron de muy buena gana. El fuerte viento levantaba a un lado nubéculas de polvo y azotaba los cortos y espesos cabellos de la joven chófer. Apenas cabían en el asiento, de tres plazas, pues el gran cuerpo del ex director de las estaciones exteriores dejaba a sus compañeras menos espacio. La fina silueta de la torre de observación se columbraba imprecisa en el despejado cielo azul. Pronto, el « elf » se detuvo a la entrada de la torre, cuyas patas metálicas, muy abiertas, sostenían una marquesina de plástico, bajo la que estaba parado otro coche igual. La caja del ascensor atravesaba la marquesina por su centro. La diminuta cabina los subió por turno, pasando por el piso dedicado a vivienda, hasta la cima, donde fueron recibidos por un joven tostado por el sol y casi desnudo. La súbita turbación de la resuelta muchacha chófer indicó a Veda que la sagaz propuesta de aquella paleontólogo de cortos cabellos tenía raíces más profundas… La redonda pieza, de paredes de cristal, oscilaba sensiblemente, mientras la ligera torre vibraba, con monótono sonido, como una cuerda tensa. El techo y el suelo estaban pintados de color oscuro. A lo largo de las ventanas, había unos estrechos tableros con prismáticos, máquinas calculadoras y cuadernos de apuntes. Desde aquella altura de noventa metros se divisaba un enorme sector de la estepa, hasta los límites de visibilidad de las torres vecinas. Desde allí se observaban de continuo los ganados y se hacía el cómputo de las reservas de forraje. Formando círculos concéntricos verdes, resaltaba en la estepa el laberinto de las empalizadas bordeando las sendas por las que, dos veces al día, era conducido el ganado lechero. La leche, que no se agriaba nunca como la de las gacelas africanas, era recogida y congelada allí mismo, en unos frigoríficos subterráneos donde podía conservarse largo tiempo. La conducción del ganado se efectuaba con ayuda de unos « elfes » adjuntos a cada torre. Los observadores podían estudiar durante las guardias; por ello, en su mayoría, eran aún alumnos. El joven ligero de ropa llevó a Veda y a Dar Veter, por una escalera de caracol, al piso destinado a vivienda que, sujeto por unas vigas cruzadas, pendía unos metros más abajo. Aquel local estaba dotado de paredes aislantes, impenetrables al sonido, y los viajeros se encontraron en completo silencio. Tan sólo el constante balanceo les recordaba que la estancia se hallaba a una altura peligrosa a la menor imprudencia.

Otro muchacho estaba trabajando precisamente en el puesto de radio. El complicado peinado y el policromo vestido de su interlocutora, reflejada en la pantalla, revelaban que estaba comunicando con la estación central, pues los trabajadores de la estepa llevaban ligeros monos cortos. La muchacha de la pantalla enlazó con la red de circunvalación, y poco después, en el TVF de la torre, apareció la cara triste y la figura menudita de Miiko Eygoro, la primera ayudante de Veda Kong. Sus ojos, oscuros y oblicuos como los de Liao Lan, reflejaron gozoso asombro, mientras su pequeña boca se entreabría de la sorpresa. Un segundo más tarde, su rostro se tornaba de nuevo impasible y sólo denotaba sostenida atención. Cuando Dar Veter volvió a la cima de la torre, sorprendió a la muchacha paleontólogo en animada charla con el primer joven, y salió al balcón circular que rodeaba la estancia de cristal. El húmedo frescor de la mañana había sido sustituido hacía tiempo por el bochorno del mediodía que quitaba brillantez a los colores y allanaba los pequeños accidentes del terreno. La estepa se extendía ancha y libre bajo un cielo cálido y límpido. A Dar Veter le acometió otra vez la confusa nostalgia del Norte, de las tierras húmedas de sus antepasados. Acodado en la barandilla del movedizo balcón, el ex director de las estaciones exteriores percibía, con más fuerza que nunca, la realización de los sueños de los antiguos. Los rigores de la naturaleza habían sido rechazados hacia el Norte, muy lejos, por la mano del hombre, y el calor vivificante del Sur expandíase por aquellas llanuras ateridas en un tiempo bajo las frías nubes.

Veda Kong entró en la habitación de cristal y anunció que el operador de la radio se encargaría de llevarlos a su destino. La muchacha de los cabellos cortos dirigió a la historiadora una larga mirada de agradecimiento. A través de la transparente pared, se veía la ancha espalda de Dar Veter, abismado en la contemplación.

— ¿Piensa usted — oyó tras él — tal vez en mí?

— No, Veda. Estaba pensando en un postulado de la antigua filosofía hindú, que dice:

El mundo no ha sido creado para el hombre, y éste sólo se hace grande cuando comprende todo el valor y la belleza de otra vida, de la vida de la naturaleza…

— No le entiendo, eso es incompleto.

— ¿Incompleto? Quizá. Yo añadiría que sólo al hombre le ha sido dada la facultad de comprender no sólo la belleza de la vida, sino sus lados duros, sombríos. ¡Y únicamente él es capaz de soñar y crear una vida mejor!

— Ahora sí le he entendido — dijo Veda en voz baja. Y luego de una larga pausa, agregó —: Ha cambiado usted, Veter.

— Claro que he cambiado. Han sido cuatro meses removiendo con una simple pala las pesadas piedras y los troncos medio podridos de sus túmulos. Y sin querer, empieza uno a mirar a la vida más simplemente y a apreciar sus sencillas alegrías…

— No bromee, Veter — repuso Veda, con ceño —. Le estoy hablando en serio. Cuando yo le conocí gobernando toda la fuerza de la Tierra, hablando con mundos lejanos… Allí, en sus observatorios, parecía usted un ser sobrenatural de la antigüedad, ¡un dios! como decían nuestros antepasados. Pero aquí, en nuestro modesto trabajo, igualado a otros muchos, usted… — Veda no terminó la frase.

— Yo ¿qué? — inquirió con curiosidad —. ¿He perdido mi grandeza? Entonces, ¿qué habría dicho si me hubiera visto antes de mi traslado al Instituto de Astrofísica, cuando era maquinista de la Vía Espiral? ¿En esa profesión hay también menos grandeza? ¿O al verme de mecánico de cosechadoras de frutos en los trópicos?

Veda dio suelta a una sonora risa.

— Voy a descubrirle un secreto de mi adolescencia. Cuando yo estaba en la escuela del tercer ciclo, mi ideal era el maquinista de la Vía Espiral. No me imaginaba a nadie más poderoso que él —… Mire, ahí viene el operador de la radio. ¡En marcha, Veter!

Antes de tomar a bordo a Veda y Dar Veter, el aviador preguntó una vez más si su estado de salud les permitiría soportar la brusca aceleración del aparato saltador. Siempre cumplía estrictamente estas instrucciones. Cuando hubo recibido por segunda vez afirmativa respuesta, instaló a ambos en los profundos sillones, situados en la transparente proa del avión, parecido a una gigantesca gota de agua. Veda se sentía muy incómoda, pues los asientos estaban muy echados hacia atrás en la alzada carlinga.

Resonó vibrante el gong, anunciando la partida. Un poderoso resorte lanzó el aparato poniéndolo en posición casi vertical, y el cuerpo de Veda se hundió lentamente en el sillón como en un líquido elástico. Dar Veter volvió con esfuerzo la cabeza para dirigir a su compañera una animadora sonrisa. El piloto puso en marcha el motor. Oyóse un prolongado rugido, una gran pesantez se expandió por todo el cuerpo, y el aparato gotiforme salió disparado, trazando en el aire un arco a veintitrés mil metros de altura.

Parecían haber transcurrido solamente unos minutos, cuando los viajeros, débiles las piernas, descendían ya del avión frente a sus casitas de la estepa cercana al Altai, mientras el aviador agitaba la mano indicándoles que se alejasen más. Dar Veter dedujo que allí, a diferencia de en la base, a falta de catapulta, habría que despegar directamente de la tierra. Tomando a Veda de la mano, corrió hacia Miiko Eygoro, que salió presurosa a su encuentro. Las dos mujeres se abrazaron, como después de una larga separación.

Capítulo V. UN CABALLO EN EL FONDO DEL MAR

El mar estaba tibio, cristalino, apenas ondulado por las olas, de un color glauco, de espléndido fulgor. Dar Veter se adentró en él y, con el agua al cuello, abrió los brazos para mantenerse en pie sobre el fondo en declive. Al mirar a la refulgente lejanía, por encima del lomo de las suaves olas, le pareció de nuevo que se diluía en el agua convirtiéndose en parte integrante del inmenso líquido elemento. Traía al mar una pena escondida en el alma desde hacía tiempo: el dolor de la separación del Cosmos, con su apasionante grandeza y su océano de conocimientos e ideas, el pesar de la falta de aquella dedicación austera de cada día de la vida. Su existencia transcurría de un modo muy distinto. El amor creciente a Veda embellecía las jornadas de trabajo inhabitual, atenuando las nostalgias de un cerebro acostumbrado al libre pensamiento y excelentemente entrenado en la labor. Con entusiasmo de colegial, se abismaba en las investigaciones históricas. El río del tiempo, reflejado en su mente, le ayudaba a sobrellevar el cambio de vida. Agradecía a Veda que, con un tacto digno de ella, hubiera organizado aquellos viajes en giróptero por un país transformado por el trabajo del hombre. Y cuanto había perdido se tornaba pequeño en la magnitud de las labores terrenales, como en la inmensidad del mar. Dar Veter se resignaba a lo irreparable, que suele ser lo más difícil de aceptar…

Una voz dulce, casi infantil, le llamó. Dar Veter reconoció a Miiko y, echando atrás los brazos, tendióse boca arriba sobre la superficie, en espera de la pequeña muchacha. Ella, de un rápido salto, se tiró al mar. De sus cabellos, negros como la endrina, caían gruesas gotas, mientras su cuerpo tomaba bajo la translúcida capa de agua un matiz verdoso.

Luego, los dos juntos nadaron al encuentro del sol, hacia un islote, solitario y desierto, que se alzaba como un peñasco negro a un kilómetro de la orilla. En la Era del Gran Circuito, todos los niños, criados junto al mar, se hacían excelentes nadadores. Dar Veter poseía además, en este aspecto, aptitudes innatas. Al principio, nadó despacio, temeroso de que Miiko se cansase; pero la muchacha se deslizaba a su lado con facilidad y despreocupación. Algo intrigado por la destreza de la joven, Dar Veter fue aumentando el ritmo. Mas incluso cuando nadaba ya con todas sus fuerzas, Miiko no se quedó atrás, y su encantadora carita inmóvil continuaba serena. Empezó a oírse el sordo chapoteo de las olas en las rocas de la isla. Dar Veter hizo la plancha, y la muchacha, tomando impulso, describió un círculo y volvió hacia él.

— Miiko, ¡nada usted maravillosamente! — exclamó admirado y, luego de aspirar aire a pleno pulmón, contuvo la respiración.

— Nado peor que buceo — confesó la muchacha, y Dar Veter quedó sorprendido de nuevo.

— Mis antepasados eran japoneses — siguió diciendo Miiko —. Hubo en tiempos una tribu en la que todas las mujeres eran pescadoras de perlas y algas alimenticias. Aquel oficio fue transmitiéndose de generación en generación, hasta convertirse, durante un milenio, en un consumado arte. En mí se ha manifestado ahora de un modo casual.

— Nunca hubiera supuesto…

— ¿Que una descendiente lejana de pescadoras de perlas y algas llegase a ser historiadora? En nuestra familia existía una leyenda. Hace más de mil años, hubo un pintor japonés que se llamaba Yanaguihara Eygoro.

— ¡Eygoro! Entonces, su nombre…

— Es un caso raro en nuestros días, cuando se da a los niños cualquier nombre cuyo sonido sea grato. Por cierto que todos procuran elegir sonidos o palabras de las lenguas que hablaban los pueblos de que descienden. Su nombre, si no me equivoco, es de raíces rusas. ¿Verdad?

— ¡Exactamente! Y no sólo de raíces, sino de palabras enteras. La primera, Dar, significa don, presente y la segunda, Veter quiere decir viento…

— Yo desconozco el sentido del mío. Pero desde luego el pintor existió. Mi bisabuelo encontró uno de sus cuadros en un museo. Es un lienzo grande, puede usted verlo en mi casa. Para un historiador, ofrece interés. En él están representadas con nitidez la vida dura y viril, la pobreza y sencillez del pueblo… ¿Qué, seguimos nadando hacia adelante?

— ¡Espere un momento, Miiko! ¿Dice usted que hubo mujeres buceadoras?

— Sí. Y el pintor se enamoró de una de ellas y quedóse a vivir para siempre en la tribu.

Sus hijas se dedicaron también, toda su vida, a la pesca de perlas y algas. Mire ¡qué isla tan extraña! Parece un depósito circular o una torreta baja para la producción de azúcar.

— ¿De azúcar? — repitió Dar Veter, conteniendo la carcajada —. Cuando yo era pequeño, estas islas desiertas me fascinaban. Se alzan solitarias en medio del mar.

Encierran secretos en sus oscuros o inextricables bosques. En ellas puede hallarse todo lo imaginable, cuanto se ansia en los sueños.

La argentina risa de Miiko fue la recompensa a sus palabras. La muchacha, silenciosa, un poco triste de ordinario, estaba desconocida. Avanzando con audacia y alegría hacia las chapoteantes olas, continuaba siendo un enigma para Veter, hermética, distinta por completo a la diáfana Veda, cuyo arrojo era más bien expresión de una espléndida confianza que de una tenacidad auténtica.

Entre los grandes bloques de piedra, junto a la misma orilla, había unas galerías submarinas, soleadas y profundas. Recubiertas de oscuras esponjas, tapizadas con el terciopelo verde de las algas, conducían a la parte oriental del islote, donde se abría una oscura y enigmática sima. Dar Veter lamentó no haber pedido a Veda un mapa detallado del litoral. Las balsas de la expedición marítima brillaban al sol, junto al promontorio del Oeste, a unos kilómetros de ellos. Más cerca, se divisaba una playa de arena en suave pendiente, donde descansaban todos los miembros del grupo expedicionario. Aquel día se cambiaban los acumuladores de las máquinas. Y Veter se había entregado al infantil placer de explorar islas desiertas.

Un gran acantilado de andesita se cernía amenazador sobre los nadadores. Las roturas de las rocas eran recientes, pues un temblor de tierra había derrumbado hacía poco el sector quebrantado del litoral. La marejada era fuerte. Miiko y Dar Veter estuvieron nadando largo rato en las sombrías aguas de la costa oriental, hasta que encontraron un liso saliente de piedra al que trepó la muchacha con ayuda de su compañero.

Las gaviotas, alarmadas, volaron raudas en varias direcciones. El batir de las olas hacía retemblar las moles de andesita. No había el menor rastro de la presencia del hombre, ni huellas de animales; tan sólo desnudas rocas y espinosos arbustos.

Los nadadores subieron a la cima del islote para contemplar el furor de las olas que rompían abajo; luego descendieron de allí. Un olor acre emanaba de los arbustos emergentes de las quebradas. Tendido sobre la cálida piedra, Dar Veter miraba perezoso el agua que se extendía al Sur del saliente.

Agachada, al borde mismo de la roca, Miiko escudriñaba la hondura. No había allí bajíos ni amontonamientos de piedras desprendidas. El abrupto acantilado se alzaba sobre el agua oscura, aceitosa. El sol arrancaba de sus aristas cegadores destellos. Y donde la luz, cortada por la roca, penetraba vertical en el agua cristalina, apenas se columbraba el oscilante fondo llano, de clara arena.

— ¿Qué está usted viendo, Miiko?

La muchacha, absorta en sus pensamientos, no se volvió al pronto.