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— Yo vi los agujeros y los tapé con mi emplasto — dijo el biólogo.
Erg Noor le estrechó el brazo en silencio, agradecido.
— Sin embargo… — prosiguió Luma —, mejor sería abandonar cuanto antes el campo de gravitación acrecentada… Y al propio tiempo, lo más peligroso no es la aceleración al emprender el vuelo, sino la vuelta a la fuerza de gravedad normal.
— Comprende. Teme usted que el pulso se haga aún más lento. ¿Pues esto no es un péndulo que acelera sus oscilaciones en un campo de gravitación acrecentada?…
— En conjunto, el ritmo de los impulsos en el organismo obedece a las mismas leyes. Si los latidos del corazón disminuyen hasta uno por cada doscientos segundos, la afluencia de sangre al cerebro no será suficiente, y…
Erg Noor, abismado en sus meditaciones, se había olvidado de los que le rodeaban; al volver de su ensimismamiento, dio un hondo suspiro.
Sus colaboradores le aguardaban pacientes.
— ¿No sería una solución someter el organismo a la hipertensión en una atmósfera enriquecida de oxígeno? — preguntó el jefe, cauteloso, y las sonrisas satisfechas de Luma y Eon Tal le advirtieron ya que la idea era buena.
— Saturar de gas la sangre, bajo una mayor presión parcial, es un remedio magnífico…
Claro que tomaremos medidas contra la trombosis, y entonces, aunque sólo haya un latido cada doscientos segundos, no importará. La regularización vendrá luego…
Eon mostró, bajo el bigote negro, los fuertes dientes blancos, y su severo rostro tomó al momento una expresión juvenil, alegre y despreocupada.
— El organismo quedará inconsciente, pero vivo — aseguró Luma, más tranquilizada —.
Vamos a preparar la cámara. Quiero utilizar la gran vitrina de silicol que estaba destinada para Zirda. En ella cabe un sillón flotante, que servirá de lecho durante el despegue.
Cuando la aceleración cese, instalaremos a Niza definitivamente.
— En cuanto estén preparados, comuníquenlo al puesto de comando. No nos detendremos aquí ni un minuto más. ¡Basta de tinieblas y de pesantez en este mundo negro!..
Todos se dirigieron presurosos a distintos compartimientos, luchando cada uno como podía con la agobiadora fuerza de gravedad del planeta negro.
Y las señales de despegue resonaron como una marcha triunfal.
Nunca habían experimentado los tripulantes una sensación de alivio tan placentera como la que sintieron al hundirse en el blando abrazo de los sillones de aterrizaje. Pero alzar el vuelo, desprenderse del pesado planeta era empresa ardua y peligrosa. La aceleración necesaria para el despegue se encontraba en el límite de la resistencia humana, y el más leve error del piloto podía dar lugar al perecimiento de todos.
Entre el formidable rugido de los motores planetarios, Erg Noor condujo la astronave siguiendo la tangente al horizonte. Las palancas de los sillones hidráulicos descendían más y más bajo la creciente pesantez. Parecía que de un momento a otro iban a llegar al tope, y entonces, como bajo una prensa, la tremenda aceleración rompería los frágiles huesos humanos. Las manos del jefe, que pulsaban los botones de los aparatos, se habían vuelto terriblemente pesadas. Pero los recios dedos accionaban, y la Tantra, describiendo un suave arco gigantesco, se elevaba cada vez más en las densas tinieblas para salir a la negrura translúcida del infinito. Erg Noor no apartaba los ojos de la línea roja del nivelador horizontal, que oscilaba en equilibrio inestable, indicando que la nave se disponía a pasar del ascenso al descenso, siguiendo la trayectoria de caída. El pesado planeta no dejaba aún a la nave escapar de su cautiverio. Erg Noor decidió poner en marcha los motores de anamesón, de una potencia capaz de liberar al navío cósmico de las garras de cualquier planeta. La tintineante vibración obligó a la Tantra a estremecerse.
La línea roja se elevó en una decena de milímetros sobre cero. Un poco más, y…
Por el periscopio de observación de la parte superior del casco, el jefe de la expedición vio que la astronave se cubría de una fina capa de llamas azulencas que se deslizaban con lentitud hacia la popa. ¡La atmósfera había sido atravesada! En el inmenso vacío, siguiendo la ley de la superconductibilidad, las corrientes eléctricas residuales fluían por el mismo casco de la Tantra.
Las estrellas habían aguzado de nuevo sus puntas, y la astronave liberada volaba, alejándose cada vez más del terrible planeta. A cada segundo, disminuía la fuerza de atracción. Los cuerpos se tornaban más ligeros. El aparato de gravitación artificial empezó a entonar su cancioncilla, y su tensión terrestre ordinaria parecía extraordinariamente pequeña después de aquellos interminables días bajo la prensa del planeta tenebroso.
Los tripulantes saltaron de sus sillones. Ingrid, Luma y Eon bailaban los más difíciles pasos de una danza fantástica. Pero pronto llegó la reacción inevitable, y la mayor parte de la tripulación quedó sumida en breve sueño reparador. Solamente permanecían despiertos Erg Noor, Peí Lin, Pur Hiss y Luma Lasvi. Había que calcular la trayectoria provisional de la Tantra y describir una curva gigantesca, perpendicular al plano de rotación del sistema de la estrella T, para evitar sus cinturones glacial y meteorítico.
Después, se podría lanzar la astronave a la velocidad sublumínica normal y acometer la larga labor de fijar el verdadero curso.
La médica observaba el estado de Niza después del despegue y la vuelta a una fuerza de gravedad normal para los seres terrenos. Pronto pudo tranquilizar a todos con la noticia de que las pausas entre las pulsaciones eran de ciento diez segundos. En una atmósfera superoxigenada, aquello no constituía peligro de muerte. Luma Lasvi pensaba recurrir al tiratrón, estimulante electrónico de la actividad cardíaca, y a otros neurosecretores.
La vibración de los motores de anamesón hizo gemir durante cincuenta y cinco horas las paredes de la astronave, hasta que los contadores señalaron una velocidad de novecientos setenta millones de kilómetros por hora, próxima ya al límite de seguridad. El alejamiento de la estrella de hierro aumentaba en más de veinte mil millones de kilómetros cada día terrestre. Difícil es describir la grata sensación de alivio que experimentaban los trece viajeros después de las duras pruebas soportadas: el planeta muerto, la desaparición del Algrab y, por último, la angustia de aquel terrible sol negro. La alegría de la liberación no era, sin embargo, completa: el tripulante catorce, la joven Niza Krit, yacía inmóvil, presa de un letargo cercano a la muerte, en un aislado sector del camarote-enfermería…
Cinco mujeres de la Tantra — Ingrit, Luma, joven, segundo ingeniero electrónico, la geólogo y Yone Mar, profesora de gimnasia rítmica, que ejercía además las funciones de distribuidora de los alimentos, operadora aérea y coleccionista de los materiales científicos — se reunieron como para unas exequias antiguas. El cuerpo de Niza, liberado por completo de sus vestiduras, fue lavado con unas soluciones TM y AS; luego, lo tendieron sobre un grueso tapiz, cosido a mano, de blandas esponjas del Mediterráneo.
Pusieron el tapiz sobre un colchón neumático y lo cubrieron con una campana de silicol rosáceo. Un aparato de precisión — el termobarooxistato — podía mantener, durante años, la temperatura, la presión y el régimen de aire precisos en el interior de la gruesa campana. Unos blandos salientes de caucho mantenían a Niza en la misma posición, que Luma Lasvi pensaba cambiar una vez al mes. Lo que más había que temer eran las consecuencias de una larga y absoluta inmovilidad en el lecho. Por ello, Luma decidió someter a observación el cuerpo de Niza y renunciar a un sueño prolongado durante el año o dos que duraría el viaje. El estado cataléptico de la paciente continuaba. Lo único que había conseguido Luma Lasvi era acelerar el pulso hasta una pulsación por minuto. Y aquel éxito, por pequeño que fuera, evitaba a los pulmones una perniciosa saturación de oxígeno.
Pasaron cuatro meses. La astronave seguía su verdadera trayectoria, exactamente calculada, que contorneaba la región de los meteoritos libres. La tripulación, extenuada por las peripecias y el enorme trabajo, estaba sumida en un sueño que había de durar siete meses. Esta vez no eran tres, sino cuatro personas las que velaban: a Erg Noor y Pur Hiss, que estaban de guardia, se habían agregado Luma Lasvi y el biólogo Eon Tal.
El jefe de la expedición, que había logrado salir de la situación más difícil en que se encontrara una astronave terrestre en todos los tiempos, se sentía solo. Era la primera vez que cuatro años de viaje hasta la Tierra le parecían interminables. No trataba de forjarse ilusiones, de engañarse a sí mismo, porque sólo en nuestro planeta tenía esperanza de salvar a su Niza.
Venía demorando largamente algo que debía haber hecho al siguiente día de emprender el vuelo; la proyección de los estereofilmes electrónicos del Argos. Erg Noor quería ver y oír con Niza las primeras noticias de los espléndidos mundos, de los planetas que rodeaban a la estrella azul y de las noches estivales de la Tierra. Deseaba que Niza estuviese con él cuando se realizasen los más audaces y románticos sueños del pasado y el presente: el descubrimiento de nuevos mundos siderales, futuras islas lejanas de la humanidad…
Aquellos filmes — rodados a ocho parsecs del Sol, hacía ochenta años, y guardados en la astronave descubierta en el planeta negra de la estrella T — se conservaban en perfecto estado. Y la estereopantalla semiesférica llevó a los cuatro espectadores de la Tantra a la región donde la azul Vega brillaba alta, esplendorosa.
Con rapidez, cambiaban los breves temas: aparecía, agrandándose, el astro de deslumbrantes fulgores azules; sucedíanse cuadros instantáneos, descuidados, de la vida de la nave. El jefe de la expedición, extraordinariamente joven para el cargo — tendría a lo sumo veintiocho años —, trabajaba ante la máquina calculadora. Astronautas aún más jóvenes realizaban las observaciones. Se mostraban las obligatorias pruebas deportivas y danzas rítmicas ejecutadas diariamente por los tripulantes con precisión de acróbatas.
Una voz burlona explicaba que la campeona, durante todo el viaje a Vega, continuaba siendo la biólogo. Y en efecto, aquella muchacha de cabellos cortos, del color del lino, combaba de un modo prodigioso su espléndido cuerpo, magníficamente desarrollado, exhibiendo los más difíciles ejercicios.
Al ver aquellas imágenes, completamente reales, que conservaban la naturalidad del colorido, se olvidaba que aquellos jóvenes astronautas, tan alegres y enérgicos, habían sido devorados hacía mucho tiempo por los terribles monstruos del planeta de la estrella de hierro.
La sucinta crónica de la vida de la expedición pasó en un abrir y cerrar de ojos. Los amplificadores de luz del aparato de proyección empezaron a susurrar zumbantes: el astro violeta brillaba con una claridad tan intensa, que hasta su pálido reflejo en la pantalla obligó a los espectadores a ponerse gafas de protección. La estrella gigantesca, muy aplanada, casi tres veces mayor que el Sol por su diámetro y masa, giraba vertiginosamente a la velocidad ecuatorial de trescientos kilómetros por segundo. Aquel globo de un gas de indescriptible refulgencia, con una temperatura de once mil grados en su superficie, extendía a millones de kilómetros sus alas de arisado fuego. Parecía que los rayos de Vega, como potentes lanzas, de millones de kilómetros de longitud, volaban por el espacio atravesando y destruyendo cuanto encontraban en su camino. En lo hondo de su resplandor se ocultaba el planeta más próximo a la estrella azul. Mas ninguna nave de la Tierra o de sus vecinos del Circuito podía llegar a aquel océano de fuego. A la proyección visual siguió un informe verbal sobre las observaciones efectuadas, y en la pantalla aparecieron las líneas semiespectrales de unos planos estereométricos que indicaban la situación del primero y del segundo planeta de Vega. El Argos ni siquiera había podido aproximarse al segundo, situado a cien millones de kilómetros de la estrella.
Unas monstruosas protuberancias, emergidas de las profundidades de aquel océano de transparentes llamas violeta — la atmósfera sideral —, tendían en el espacio sus destructores brazos, abrasándolo todo. Era tan grande la energía de Vega, que emitía la luz de los quanta máxima, parte violeta e invisible del espectro. A los ojos humanos, incluso protegidos por un triple filtro, les daba una espantosa impresión de irrealidad, de la presencia de un fantasma, casi invisible, portador de un peligro mortal… Tempestades de luz se desencadenaban, superando la atracción de la estrella. Sus repercusiones lejanas sacudían y balanceaban el Argos. Los contadores de rayos cósmicos y de otras radiaciones duras dejaron de funcionar. En el interior de la nave, a pesar de su coraza, empezó a producirse una ionización peligrosa. Y allí dentro de la astronave, se podía conjeturar únicamente la furia con que se precipitaba en los abismales espacios aquel tremendo torrente de rayos y el inútil derroche de quintillones de kilovatios de aquella energía.
El jefe del Argos conducía prudentemente la astronave hacia el tercer planeta, muy voluminoso, pero revestido tan sólo de una fina capa de atmósfera transparente. Por lo visto, el ígneo aliento de la estrella azul había quitado el manto de gases ligeros, que se extendía, como una larga cola de débil brillo, tras la parte oscura del planeta. Las corrosivas emanaciones del flúor, el veneno del óxido de carbono y la densidad de los gases inertes hacían que en aquella atmósfera no pudiera subsistir, ni un segundo, nada terrestre.
De las entrañas del planeta salían agudos picos, afiladas crestas, cuarteados muros, casi verticales, de bloques rojos como heridas o negros como simas. En las planicies de luva, barridas por furiosos torbellinos, se divisaban quebradas y abismos que emanaban candente magma y parecían venas de fuego escarlata.
A gran altura, se alzaban densas nubes de ceniza, de un deslumbrante color azul celeste en la parte iluminada y negras, impenetrables, en la parte sombría. Gigantescos rayos, de miles de kilómetros de longitud, fulguraban zigzagueantes en todas direcciones, testimoniando la intensa saturación eléctrica de aquella atmósfera sin vida.
Veíase el pavoroso fantasma violeta del enorme sol, y el cielo negro, medio cubierto por un halo irisado, mientras abajo, en el planeta, se extendían unas sombras carmesíes en contraste con los caóticos amontonamientos de rocas, los llameantes surcos, sinuosidades y círculos de fuego y el continuo resplandor de unos relámpagos verdes…
Los estereotelescopios transmitían aquel cuadro y los filmes electrónicos lo recogían con una precisión imparcial ajena al ser humano.
Pero, a más de los aparatos, estaban allí los viajeros, seres vivos, sensibles, y su razón protestaba contra aquellas insensatas fuerzas de destrucción y acumulación de la materia inerte y discernía la hostilidad de aquel mundo de fuego cósmico desencadenado.
Absortos por el espectáculo, los cuatro astronautas intercambiaron unas aprobatorias miradas cuando la voz comunicó que el Argos se dirigía hacia el cuarto planeta.
Unos segundos más tarde, bajo los telescopios de la quilla del navío aparecía, agrandándose, el último planeta de Vega, de unas dimensiones semejantes a las de la Tierra. El Argos descendía casi verticalmente. Sin duda, los viajeros habían decidido explorar a toda costa el último planeta, última esperanza de descubrir un mundo que, aunque no fuera magnífico, sería al menos apto para la vida.
Erg Noor se sorprendió a sí mismo pronunciando mentalmente el concesivo modo adverbial. Seguramente, el mismo curso habían seguido los pensamientos de quienes habían gobernado el Argos y examinado con sus potentes telescopios la superficie del planeta.
« ¡Al menos! »… Aquellas tres sílabas guardaban el adiós a los sueños de ver los espléndidos mundos de Vega, de hallar planetas-perlas en el fondo del océano cósmico.
Para ello, unos habitantes de la Tierra se habían recluido voluntariamente, para cuarenta y cinco años, en la astronave, y habían abandonado, por más de sesenta años, el planeta en que nacieran.
Pero, cautivado por el espectáculo, Erg Noor no pensó en aquello al instante. La pantalla semiesférica le atraía con sus profundidades, llevándole sobre la superficie del planeta infinitamente lejano. Para gran desdicha de los exploradores — de los muertos y de los vivos —, el planeta se asemejaba a Marte, vecino más próximo de la Tierra en el sistema solar y conocido desde la infancia. La misma envoltura gaseosa, fina y transparente; el mismo cielo verde negruzco, siempre sin nubes; la misma superficie plana de continentes desiertos con cadenas de derruidas montañas. Pero en Marte las noches eran gélidas y los días se distinguían por los bruscos cambios de temperatura.