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En cambio, las jubilosas llamas del sol azul recalentaban tanto el planeta, que todo él exhalaba el abrasador aliento de los más cálidos desiertos de la Tierra. El vapor de agua ascendía en cantidad ínfima a las capas superiores de la envoltura aérea, y las inmensas llanuras tan sólo eran sombreadas por los remolinos de las corrientes térmicas que agitaban sin cesar la atmósfera. El planeta, como los restantes, giraba con rapidez. La refrigeración nocturna había convertido las rocas en un océano de arena, cuyos inmensos manchones — anaranjados, violeta, verdes, azulados o de cegadora blancura — extendíanse por doquier y parecían de lejos mares o imaginaria maleza. Las desmoronadas cordilleras, más altas que las de Marte, pero tan muertas como ellas, estaban revestidas de una brillante corteza negra o de color castaño. El sol azul, con sus potentes radiaciones ultravioleta, destruía los minerales y volatilizaba los elementos ligeros.
Diríase que las refulgentes arenas de las planicies lanzaban llamas. Erg Noor recordó que, en la antigüedad, cuando los hombres de ciencia no constituían la mayoría, sino solamente un grupo insignificante de la población terrestre, los escritores y los artistas soñaban a menudo con las gentes de otros planetas, adaptadas a la vida en temperaturas elevadas. Aquello era hermoso y poético, aumentaba la fe en el poderío del ser humano.
Los habitantes de los planetas de los soles azules, caldeados por su ígneo aliento, ¡recibían a sus hermanos de la Tierra!.. Gran impresión había producido a muchos, entre ellos a Erg Noor, un cuadro que se conservaba en el museo de un centro oriental de la zona Sur, destinada a las viviendas. Veíase en el lienzo una planicie de arena escarlata con brumas en el horizonte, un cielo gris en llamas y, bajo él, unas figuras humanas, sin rostro, metidas en escafandras refractarias que proyectaban unas sombras azul-negras, de contornos extraordinariamente acusados. Estaban paradas en poses muy dinámicas, rebosantes de sorpresa, ante la esquina de una gran construcción metálica, calentada casi al rojo vivo. Al lado, había una mujer desnuda de esparcidos cabellos bermejos. Su clara piel relucía con fulgores aún más intensos que los de la arena: las sombras lila y grosella destacaban cada línea de su figura que se alzaba como una bandera de victoria de la vida sobre las fuerzas del Cosmos.
Audaz era el sueño, pero completamente irreal, pues estaba en contradicción con todas las leyes del desarrollo biológico, conocidas ahora, en la época del Circuito, con mucha más profundidad que en los tiempos en que fue pintado el cuadro.
Erg Noor se estremeció cuando la superficie del planeta, reflejada en la pantalla, vino rauda a su encuentro. El desconocido piloto del Argos se disponía a descender. Muy cerca, se deslizaban conos de arena, negras rocas, yacimientos de unos refulgentes cristales verdes. La astronave giraba en espiral, regularmente, alrededor del planeta, de un polo al otro. No había ningún rastro de agua ni de vida vegetal; si al menos lo hubiera, por primitiva que ésta fuese. ¡Otra vez « al menos »!..
Y surgió la nostálgica tristeza de la soledad, de la nave perdida en las lejanías muertas, bajo el poder de la estrella de las llamas azules… Erg Noor sentía como suya la esperanza de los que habían hecho el filme observando el planeta en busca, al menos, de una vida pasada. Todo el que había aterrizado en planetas muertos, desérticos, sin agua ni atmósfera, conocía bien aquellas afanosas búsquedas de presuntas ruinas, vestigios de ciudades y construcciones en los contornos casuales de quebradas y rocas sueltas, inertes, o en los despeñaderos de montañas donde jamás existiera vida alguna.
Pasaba rápida por la pantalla la tierra del lejano mundo, calcinada, sin un solo lugar umbrío, arrasada por furiosos torbellinos. Y Erg Noor, consciente del fracaso de los remotos sueños, se esforzaba en comprender cómo había podido surgir aquel falso concepto acerca de los calcinados mundos de la estrella azul.
— Nuestros hermanos terrenos quedarán decepcionados — dijo en voz baja el biólogo, que se había aproximado al jefe — cuando sepan la verdad. Millones de personas de la Tierra han contemplado a Vega en el transcurso de muchos milenios. En las noches estivales del Norte, todos los jóvenes enamorados y soñadores tendían la mirada hacia el cielo. En verano, Vega, esplendorosa y azul, brilla casi en el cénit, ¿cómo no deleitarse en su contemplación? Hace miles de años, la gente sabía ya bastante acerca de las estrellas. Mas, por una extraña orientación de sus pensamientos, no sospechaba que casi todas las estrellas de rotación lenta y campo magnético potente tenían planetas, del mismo modo que casi todos los planetas tienen satélites. Los hombres desconocían esta ley, pero soñaban con sus hermanos de otros mundos y, ante todo, con los de Vega, el sol azul. Yo recuerdo unos bellos versos, traducidos de una lengua antigua, consagrados a los semidioses de la estrella azul.
— Yo sueño con Vega desde aquel mensaje del Argos — dijo el jefe, volviéndose hacia Eon Tal —. Y ahora está claro que la milenaria atracción subyugante de los maravillosos y lejanos mundos cegaba a multitud de hombres sabios y prudentes y a mí mismo.
— ¿Cómo descifra usted ahora el mensaje del Argos?
— Simplemente así: « Los cuatro planetas de Vega carecen por completo de vida. No hay nada más hermoso que nuestra Tierra. ¡Qué dicha será volver a ella! » — ¡Tiene usted razón! — exclamó el biólogo —. ¿Por qué no se le habrá ocurrido a nadie antes?
— Puede que se le haya ocurrido a alguien, pero no a nosotros, los astronautas, y quizá, tampoco al Consejo. Sin embargo, eso nos hace honor, ¡pues es el sueño audaz, y no la decepción escéptica, lo que triunfa en la vida!
El vuelo circundante del planeta había terminado en la pantalla. A continuación, vinieron las informaciones grabadas por la estación automática enviada para analizar las condiciones en la superficie del mismo. Luego, se oyó una fortísima explosión: era que habían lanzado una bomba geológica. Hasta la astronave llegó una gigantesca nube de partículas minerales. Aullaron las bombas al recoger el polvo en los filtros de los canales aspiradores laterales. Varias muestras de polvillo mineral, procedente de las arenas y montañas del planeta calcinado, llenaron las probetas de silicol; el aire de las capas superiores de la atmósfera fue encerrado en balones de cuarzo.
Después, el Argos emprendió el viaje de regreso, que debería durar treinta años y que el destino le impidió terminar. Y ahora era su camarada terrestre quien habría de llevar a las gentes todo lo que habían conseguido, con tanto esfuerzo, paciencia y arrojo, los audaces exploradores muertos…
La continuación de las informaciones grabadas — seis bobinas de observaciones — debían ser estudiadas por los astrónomos de la Tierra, y lo más esencial sería transmitido por el Gran Circuito.
Nadie quiso ver los filmes referentes a la suerte ulterior del Argos: su lucha encarnizada contra la avería y la estrella T y el último carrete sonoro, especialmente trágico, pues las propias emociones eran todavía demasiado recientes. Decidieron aplazar la proyección para el día en que todos los tripulantes estuvieran despiertos. Sobrecargados de impresiones, los astronautas de guardia se fueron a descansar un poco, dejando al jefe en el puesto central de comando.
Erg Noor ya no pensaba en el frustrado sueño. Trataba de valorar aquellas amargas migajas de saber conseguidas para la humanidad a costa de tanto esfuerzo y tan grandes sacrificios de dos expediciones: la del Argos y la suya. ¿O serían amargas solamente ¡a, consecuencia de la tremenda desilusión?
Por vez primera, Erg Noor veía a su magnífico planeta natal como un inagotable tesoro de espíritus humanos cultivados, afanosos de saber, libres de los pesares y peligros de la naturaleza o de la sociedad primitiva. Los padecimientos, las búsquedas, los fracasos, los errores y las decepciones subsistían aún en la época del Circuito, pero habían sido trasladados a un plano superior de creaciones en las ciencias, el arte y la construcción…
Sólo merced a los conocimientos y al trabajo creador, la Tierra se había liberado de los horrores del hambre, la superpoblación, las enfermedades infecciosas y los animales dañinos. Habíase salvado del agotamiento de los combustibles, de la falta de elementos químicos útiles, de la muerte prematura y de la debilidad física de las gentes. Y aquellas migajas de saber que llevaba la Tantra eran también una aportación al poderoso alud del pensamiento que daba, cada decenio, un nuevo paso adelante en la organización de la sociedad y en el conocimiento de la naturaleza.
Erg Noor abrió la caja de caudales donde se guardaba el diario de navegación de la Tantra y sacó el cofrecillo que contenía el metal de la astronave discoidea. El pesado trozo, de un claro color azul celeste, descansaba compacto en la palma de la mano. Erg Noor sabía que ni en el planeta natal ni en sus vecinos del sistema solar y estrellas próximas semejante metal no existía. Y aquello era una información más, quizá la de mayor importancia, fuera de la noticia del perecimiento de Zirda, que llevaban a la Tierra y al Circuito…
La estrella de hierro estaba muy próxima a la Tierra y, después de la experiencia del Argos y de la Tantra, la visita del planeta negro por una expedición preparada al efecto no sería ya tan peligrosa, por muchos que fuesen los acalefos y cruces negras existentes en aquella noche eterna. Habían abierto la astronave discoidal desacertadamente. Si hubieran tenido tiempo para pensar bien la empresa, habrían comprendido sobre el terreno que el enorme tubo en espiral era una parte del sistema de propulsión.
De nuevo, surgían en la memoria del jefe de la expedición los acontecimientos del último y nefasto día: Niza, tendida sobre él — que yacía indefenso cerca del monstruo — para protegerle como un escudo. Bien breve había sido el florecer de aquel amor joven que aunaba en sí la abnegada fidelidad de las mujeres antiguas de la Tierra y el arrojo inteligente y sin reservas de la época contemporánea…
Pur Hiss apareció silencioso tras el jefe para relevarle de la guardia. Erg Noor pasó a la biblioteca-laboratorio, pero en vez de seguir por el pasillo del compartimiento central que conducía a los dormitorios, abrió la pesada puerta del camarote-enfermería.
Una luz difusa, igual a la del día terrestre, brillaba centelleante en los armarios de silicol, llenos de frascos e instrumentos, en el metal de la instalación de Rayos X y de los aparatos de circulación sanguínea y de respiración artificiales. El jefe de la expedición apartó los cortinones, que llegaban hasta el techo, y se adentró en la penumbra. Una débil claridad, de luna, tomaba tonos cálidos en el cristal rosáceo de silicol. Dos estimulantes tiratrónicos, enchufados para el caso de un colapso súbito, mantenían, con un chasquido apenas perceptible, el latir del corazón de la muchacha paralizada. Dentro del fanal, a la luz rosáceo-argentada, la inmóvil Niza aparecía sumida en plácido sueño. Muchas generaciones de antepasados, que llevaron una vida sana, holgada y limpia, habían ido cincelando, con suma perfección de orfebres, las líneas flexibles y vigorosas del cuerpo de la mujer, la más bella obra de la pujante vida terrestre. Desde tiempos remotos, las gentes sabían que les había cabido en suerte un planeta extraordinariamente rico en agua. El agua estimulaba la exuberancia de la vida vegetal, y ésta creaba enormes reservas de oxígeno libre. Entonces, empezó a fluir, como un torrente impetuoso, la vida animal, que durante cientos de millones de años fue perfeccionándose gradualmente, hasta que apareció el ser pensante: el hombre. La enorme experiencia histórica del desarrollo de la vida en los sistemas planetarios de innumerables mundos, vino a demostrar que cuanto más penoso y largo era el ciego camino evolutivo de la selección, más bellas resultaban las formas de los seres superiores, pensantes, y con mayor sutileza se perfilaba la conveniencia de su adaptación a las condiciones circundantes y a las exigencias de la vida, armonía en que reside precisamente la belleza.
Todo lo existente se mueve y evoluciona en espiral. Erg Noor se imaginaba, como si la estuviera viendo, esa grandiosa espiral de general ascenso, aplicada a la vida y a la sociedad humana. Y por primera vez comprendió, con sorprendente claridad, que cuanto más difíciles son las condiciones de vida y funcionamiento de los organismos, como máquinas biológicas, tanto más penoso es el camino de desarrollo de la sociedad, más se aprieta la espiral del ascenso y más se juntan sus espiras. Por consiguiente, cuanto más lento y homogéneo es el proceso, más se parecen unas a otras las formas que surgen.
El no tenía razón al correr en pos de los maravillosos planetas de los soles azules. ¡Mal había enseñado a Niza! El vuelo a los nuevos mundos no debía perseguir el fin de buscar y descubrir unos planetas deshabitados cualesquiera, que se habían formado por sí mismos, de un modo casual; lo importante era que la humanidad avanzase paso a paso, con sensatez, por toda la rama de la Galaxia en una marcha triunfal del saber y la belleza de la vida… de una belleza como la de Niza…
Abrumado por una súbita pena, se arrodilló ante el sarcófago de silicol en que yacía Niza. La respiración de la muchacha era imperceptible, las pestañas proyectaban unas sombras lilas bajo los ojos, muy cerrados, y los labios, un poco entreabiertos, mostraban el brillante blancor de los dientes. En el hombro izquierdo, junto al codo y en el comienzo del cuello, se divisaban unas pálidas manchas azuladas: huellas de la nociva corriente.
— ¿Ves, recuerdas algo a través de tu sueño? — preguntaba acongojado, en un acceso de dolor, sintiendo que su voluntad se tornaba blanda como la cera, en tanto se le hacía un nudo en la garganta, que le impedía respirar.
Erg Noor, apretándose las entrelazadas manos con tal fuerza, que los dedos se amorataban, intentaba transmitir a Niza sus pensamientos, su ardiente llamada a la vida y a la dicha. Pero la muchacha de los cabellos rojizos y ondulados continuaba inmóvil, como una estatua de mármol rosado que reprodujera con toda perfección el modelo vivo.
La médica Luma Lasvi entró sin hacer ruido en la enfermería y presintió la presencia de alguien. Al apartar con cuidado los cortinones, vio al jefe de rodillas, inmóvil, como un monumento a los millones de hombres que hubieron de llorar a sus amadas. No era la primera vez que le encontraba allí, y una profunda compasión agitó su alma. Erg Noor se levantó sombrío. Luma se acercó presurosa a él y le dijo en emocionado susurro:
— Tengo que hablar con usted.
Erg Noor asintió con la cabeza y, entornando los ojos, pasó a la sala anterior de la enfermería. Sin aceptar la silla que la médica le ofrecía, siguió en pie, apoyada la espalda contra el soporte de un emisor de radiaciones en forma de cúpula.
Luma Lasvi, que era de pequeña estatura, enderezó el cuerpo afanosa de parecer más alta y grave en la conversación que se avecinaba. La mirada del jefe cortó sus preparativos.
— Usted sabe — empezó a decir la médica, vacilante — que la neurología moderna ha profundizado en el proceso de surgimiento de las emociones en el consciente y el subconsciente de la psiquis. El subconsciente cede a la acción que los remedios inhibitivos ejercen a través de las antiguas regiones del cerebro encargadas de la regulación química del organismo, incluido el sistema nervioso y, parcialmente, la actividad nerviosa superior.
Erg Noor arqueó las cejas. Y Luma Lasvi se dio cuenta de que su preámbulo era demasiado largo y detallado.
— Quería decir que la medicina tiene posibilidades de acción sobre los centros cerebrales que rigen las emociones fuertes. Yo podría…
El fulgor de los ojos de Erg Noor y su fugaz sonrisa denotaban que había comprendido.
— ¿Usted quiere ejercer influencia sobre mi amor, liberándome así de mis padecimientos? — inquirió rápido.
La médica asintió con la cabeza.
Erg Noor le tendió la mano, agradecido, y denegó:
— Yo no renuncio a la riqueza de mis sentimientos por mucho que me hagan sufrir. Los padecimientos, cuando no son superiores a las propias fuerzas, llevan a la comprensión, y ésta, al amor. Tal es el ciclo… Gracias, Luma, es usted muy buena, ¡pero no hace falta ese remedio!
E impetuoso como siempre, salió de la estancia.
Con la premura de los casos de avería, los ingenieros y los mecánicos electrónicos reinstalaron en el puesto central y en la biblioteca, igual que trece años antes, las pantallas de TVF para transmisiones terrestres. La astronave había entrado en la zona donde se podían captar las radioondas de la red universal de la Tierra, difundidas por la atmósfera.
Las voces, los sonidos, las formas, los colores del planeta natal y querido reanimaban a los viajeros, aguijoneando su impaciencia, y la duración del vuelo cósmico se hacía cada vez más insoportable.
La astronave llamaba al satélite artificial 57 por la onda habitual de los largos espacios intersiderales y esperaba, de hora en hora, la respuesta de aquella potente estación entre la Tierra y el Cosmos.
Por fin, la llamada de la astronave llegó a la Tierra.
Toda la tripulación permanecía en vela junto a los receptores de radio. ¡Era el retorno a la vida después de trece años terrestres, o nueve dependientes, sin comunicación con el planeta en que nacieran! La gente escuchaba con insaciable avidez las informaciones terrestres. Por la red universal se discutían las nuevas e importantes cuestiones que, como de costumbre, planteaba todo el que quería.
Una propuesta, captada casualmente, del agrólogo Heb Ur había suscitado una discusión de seis semanas y los cálculos más complejos.
« Propuesta de Heb Ur. ¡Examínenla! » — resonaba la voz de la Tierra —. « Todos los que hayan meditado sobre el particular y trabajado en este aspecto, cuantos tengan ideas coincidentes o hayan llegado a conclusiones opuestas, ¡que digan su opinión! » La fórmula acostumbrada de las amplias discusiones públicas llenaba de júbilo a los viajeros. Heb Ur había propuesto al Consejo de Astronáutica un estudio sistemático de los planetas accesibles de las estrellas azules y verdes. A su parecer, aquellos eran mundos singulares, con radiaciones de gran potencia capaces de estimular químicamente los compuestos minerales, inertes en las condiciones terrestres, a la lucha contra la entropía, es decir, a la vida. Ciertas formas especiales de vida de minerales más pesados que los gases se tornarían activas bajo los efectos de las elevadas temperaturas e intensas radiaciones de las estrellas de las clases espectrales superiores. Heb Ur consideraba natural el fracaso de la expedición a Sirio, que no descubrió allí rastro alguno de vida, porque esta estrella de rápida rotación era doble y carecía de un campo magnético potente. Nadie discutía con Heb Ur respecto a que las estrellas dobles no podían ser generadoras de sistemas planetarios del Cosmos, pero la esencia de la propuesta suscitó una viva oposición por parte de los tripulantes de la Tantra.