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Y los terrícolas oyeron maravillados la voz de la astronave que se aproximaba.
La Tantra era contraria al envío de una expedición siguiendo los principios de Heb Ur.
Las estrellas azules emitían en efecto una cantidad de energía, por unidad de superficie de sus planetas, suficiente para la vida de compuestos pesados. Pero cualquier organismo vivo era un filtro y una presa de energía que contrarrestaba la segunda ley de la termodinámica o entropía, creando estructuras, propiciando una gran complicación de las moléculas minerales y gaseosas simples. Esa complicación sólo podía surgir en un proceso de desarrollo histórico de enorme duración y, por consiguiente, a base de condiciones físicas muy constantes. Y precisamente esas condiciones faltaban en los planetas de las estrellas de elevadas temperaturas, donde las ráfagas y torbellinos de potentísimas radiaciones destruían rápidamente los compuestos complejos. Allí no había nada largamente duradero, ni podía haberlo, pese a que los minerales adquirían la estructura cristalina más estable en la red atómica cúbica.
En opinión de la Tantra, Heb Ur repetía el razonamiento unilateral de los antiguos astrónomos, que no comprendían la dinámica del desarrollo de los planetas. Cada planeta perdía sus elementos ligeros, los cuales lanzábanse al espacio para dispersarse en él.
Dicho fenómeno se producía especialmente bajo el tremendo calor de los soles azules y la presión de sus irradiaciones.
La Tantra citaba ejemplos y terminaba afirmando que el proceso de aumento de pesantez de los planetas de las estrellas azules impedía que surgiesen en ellos formas de vida.
El satélite artificial 57 transmitió directamente las objeciones de los científicos de la astronave al observatorio del Consejo.
Al fin llegó el instante que con tanta impaciencia esperaban Ingrid Ditra y Key Ber, como, por cierto, todos los miembros de la expedición. La Tantra empezó a aminorar la velocidad sublumínica de su vuelo y, dejando atrás el cinturón gélido del sistema solar, se aproximó a la estación para astronaves situada en Tritón. Aquella velocidad no era ya precisa, pues desde allí, desde el satélite de Neptuno, la Tantra, volando solamente a novecientos millones de kilómetros por hora, podría llegar a la Tierra en menos de cinco horas. Sin embargo, la aceleración de la arrancada se prolongaba tanto tiempo que, durante él, la nave que emprendiese el vuelo desde Tritón sobrepasaría el Sol y se alejaría a enorme distancia de éste.
A fin de economizar el precioso anamesón y de liberar a los navíos cósmicos de pesados equipos, dentro del sistema se volaba en planetonaves iónicas. Su velocidad no excedía de ochocientos mil kilómetros por hora para los planetas interiores y de dos millones y medio para los exteriores. Un viaje ordinario de Neptuno a la Tierra duraba de setenta y cinco a noventa días.
Tritón, casi tan voluminoso como los gigantescos satélites tercero y cuarto de Júpiter — Ganímedes y Calixto — y el planeta Mercurio, poseía por ello una fina capa atmosférica, compuesta especialmente de ázoe y ácido carbónico.
Erg Noor aterrizó en un polo de Tritón, en el sitio señalado, a cierta distancia del edificio — de anchas cúpulas — de la estación. Los cristales del sanatorio-lazareto refulgían sobre una planicie, al borde de un barranco horadado por las dependencias subterráneas. Allí, en pleno aislamiento de la gente, los viajeros debían guardar cuarentena. Durante la misma, expertos médicos examinaban atentamente sus cuerpos, en los que podía haber anidado alguna nueva infección. El peligro era demasiado grande para menospreciarlo.
Por ello, cuantos habían aterrizado en otros planetas, incluso deshabitados, eran sometidos ineludiblemente a dicha observación, por mucho tiempo que hubieran permanecido en la astronave. El interior de ésta también era inspeccionado por los científicos del sanatorio, antes de que la estación autorizase el regreso a la Tierra. En cuanto a los planetas explorados por la humanidad desde hacía tiempo, como Venus, Marte y algunos asteroides, la cuarentena se guardaba en sus respectivas estaciones, antes de emprender dicho vuelo.
De todos modos, la estancia en el sanatorio era mucho más soportable que en la astronave. Laboratorios de estudios, salas de conciertos, baños combinados de electricidad, música, agua y oscilaciones ondulares, paseos cotidianos, con escafandras ligeras, por las montañas y alrededores del lazareto… Y, por último, se disfrutaba de la comunicación con el planeta natal, no siempre regular, cierto, ¡pero los mensajes sólo tardaban cinco horas en llegar a la Tierra!
El sarcófago de silicol en que yacía Niza lo trasladaron al sanatorio con toda clase de precauciones. Erg Noor y el biólogo Eon Tal fueron los últimos en abandonar la Tantra.
Caminaban con facilidad, a pesar del lastre con que se habían cargado para no dar súbitos saltos a causa de la débil fuerza de gravedad de aquel planeta.
Se apagaron los proyectores que rodeaban el campo de aterrizaje. Tritón pasaba frente a la parte de Neptuno iluminada por el Sol. Y por débil que fuera la luz grisácea reflejada por Neptuno, el gigantesco espejo de este inmenso planeta, que se encontraba solamente a trescientos cincuenta mil kilómetros de Tritón, disipaba las tinieblas creando en su satélite una clara penumbra semejante al crepúsculo primaveral de las altas latitudes de la Tierra. Tritón daba una vuelta en torno a Neptuno — en sentido inverso a la rotación de éste, es decir, de Oriente a Occidente — en casi seis días terrestres, y sus períodos « diurnos » duraban cerca de setenta horas. Entre tanto, Neptuno tenía tiempo de dar cuatro vueltas alrededor de su eje; también la sombra del satélite se deslizaba rauda, perceptiblemente, por el borroso disco.
Casi a la vez, el jefe y el geólogo vieron una pequeña nave posada en la planicie, lejos del borde del barranco. No era un navío cósmico con su mitad posterior abultada y grandes crestas de equilibrio. A juzgar por su muy afilada proa y su estrecho casco, debía ser una planetonave, pero se diferenciaba de los conocidos contornos porque tenía un grueso anillo en la popa y una alta superestructura en forma de huso.
— ¿Hay aquí otra nave en cuarentena? — inquirió Eon en tono casi afirmativo —.
¿Habrá cambiado el Consejo su costumbre?…
— ¿De no enviar nuevas expediciones astrales antes del regreso de las anteriores? — añadió Erg Noor —. En realidad, hemos cumplido los plazos fijados, pero el mensaje que debíamos enviar desde Zirda se ha retrasado dos años.
— Tal vez se trate de una expedición a Neptuno… — conjeturó el biólogo.
Recorrieron los dos kilómetros de camino hasta el sanatorio y subieron a la amplia terraza, revestida de basalto rojo. En el cielo brillaba el diminuto disco del Sol, más refulgente que todas las estrellas. Se le veía bien desde allí, desde el polo del satélite sin movimiento de rotación. Un frío terrible, de ciento setenta grados bajo cero, se sentía a través de la caldeadora escafandra como los habituales rigores de un invierno polar de la Tierra. Grandes copas de amoniaco o de ácido carbónico congelados caían lentamente en la atmósfera inmóvil, dando a los alrededores la serena calma de un nevado paisaje terrestre.
Erg Noor y Eon Tal, como hipnotizados, seguían con la mirada la caída de los copos, igual que hicieran en remotos tiempos sus antepasados, habitantes de las latitudes templadas, para quienes las primeras nieves significaban el fin de las labores agrícolas.
También aquella nieve extraordinaria anunciaba a los dos astronautas la terminación de sus trabajos y de su viaje.
El biólogo, obedeciendo a un sentimiento subconsciente, tendió la mano al jefe.
— Han terminado nuestras peripecias, ¡y estamos sanos y salvos gracias a usted!
Erg Noor denegó con brusco ademán.
— ¿Acaso estamos todos sanos y salvos? ¿Y gracias a quién estoy yo vivo?
Eon Tal no se turbó.
— ¡Estoy convencido de que Niza se salvará! Los médicos de aquí quieren empezar inmediatamente el tratamiento. Han recibido instrucciones del propio Grim Shar, el director del laboratorio de parálisis generales…
— ¿Se sabe ya qué tiene ella?
— Todavía no. Pero está claro que Niza ha sido lesionada por una corriente de un género que altera el quimismo de los ganglios nerviosos de los sistemas autónomos. Si se encuentra el medio de neutralizar su efecto, extraordinariamente prolongado, la muchacha será curada. Pues nosotros hemos descubierto ya el mecanismo de las parálisis psíquicas persistentes, que durante tantos siglos se consideraron incurables. Éste es algún mal análogo, pero causado por un agente externo. Cuando se hagan experimentos con mis cautivos, estén vivos o muertos, ¿recobraré el movimiento de mi brazo?
La vergüenza contrajo el rostro del jefe de la expedición. En su dolor, se había olvidado de lo mucho que el biólogo hiciera por él. ¡Aquello era impropio de un hombre cabal!
Tomó la diestra de Eon Tal, y los dos científicos se expresaron su mutua simpatía con un fuerte apretón de manos, siguiendo la antigua costumbre varonil.
— ¿Cree usted que los órganos mortíferos de los acalefos negros y de esa asquerosidad cruciforme son del mismo género? — preguntó Erg Noor.
— No lo dudo. La prueba la tengo en mi brazo y en la mano — repuso el biólogo, sin advertir el retruécano —. En la acumulación y la modificación de la energía eléctrica se expresa la adaptación vital de esos seres negros, moradores de un planeta rico en electricidad. Son auténticos carniceros; en cuanto a sus víctimas, no las conocemos por ahora.
— Sin embargo, recuerde usted lo que nos ocurrió a todos, cuando Niza…
— Eso es otra cosa. He meditado mucho sobre el particular. Al aparecer la terrible cruz, se expandió un infrasonido potentísimo, emanante de ella, que anuló nuestra voluntad. En ese mundo de las tinieblas hasta los sonidos son también negros, inaudibles. Luego de subyugar la conciencia con el infrasonido, ese ser actúa con un poder hipnótico más fuerte que el de nuestras grandes serpientes, hoy desaparecidas, como la anaconda. Ahí tiene lo que estuvo a punto de costamos la vida, de no haber sido por Niza…
El jefe de la expedición miró al lejano Sol, que también iluminaba en aquellos instantes la Tierra. El Sol, eterna esperanza del hombre, desde los tiempos prehistóricos de su existencia en medio de una naturaleza implacable. El Sol, símbolo de la fuerza luminosa de la razón, que disipa las tinieblas y ahuyenta los monstruos de la noche. Y un jubiloso rayo de esperanza alumbró su alma hasta el fin del viaje…
El director de la estación de Tritón fue al sanatorio en busca de Erg Noor. La Tierra llamaba al jefe de la expedición, y la llegada del director al prohibido recinto del lazareto significaba que el aislamiento había terminado y que la Tantra podía coronar su vuelo de trece años. El jefe regresó en seguida, más concentrado que de ordinario.
— Hoy mismo emprendemos el vuelo. Me han pedido que tome seis hombres de la planetonave Amat, que se queda aquí para explorar unos nuevos yacimientos en Plutón.
Nosotros nos llevamos esa expedición y los materiales que ha recogido en dicho planeta.
— Esos seis hombres — continuó — reequiparon una planetonave corriente y han realizado con ella una hazaña sin par. Descendieron al fondo de un verdadero infierno, soportando la densa atmósfera neono-metánica en Plutón. Volaban entre tempestades de nieve amoniacal, con riesgo de estrellarse a cada instante, en la oscuridad, contra las gigantescas agujas de hielo de agua, firme como el acero. Y lograron hallar un lugar en que asomaban unas montañas. El enigma de Plutón ha sido al fin resuelto: ese planeta no pertenece a nuestro sistema solar. Fue capturado por él al paso del Sol a través de la Galaxia. Ésa es la causa de que su densidad sea bastante mayor que la de todos los demás planetas lejanos. Los exploradores han descubierto minerales raros, de un mundo completamente ajeno. Pero más importante aún es que, sobre una cordillera, se han hallado vestigios de unas edificaciones, casi completamente destruidas, que testimonian la existencia de una civilización antiquísima. Los datos recogidos por los exploradores deben ser comprobados, claro está. Todavía hay que demostrar que esos materiales de construcción son obra de seres pensantes… Pero la asombrosa hazaña es indudable. Me siento orgulloso de que nuestra astronave lleve a esos héroes a la Tierra y ardo en deseos de oír sus relatos. Su cuarentena terminó hace tres días… — Erg Noor calló, fatigado de la larga narración.
— ¡Pero ahí hay una grave contradicción! — exclamó Pur Hiss.
— ¡La contradicción es la madre de la verdad! — repuso tranquilamente Erg Noor al astrónomo, repitiendo el viejo aforismo —. Bueno, ¡ya es hora de preparar la Tantra!
La avezada astronave despegó de Tritón con facilidad y partió rauda, siguiendo una gigantesca curva perpendicular al plano de la eclíptica. El camino recto hacia la Tierra era impracticable: cualquier nave habría perecido en la vasta zona de meteoritos y asteroides, fragmentos del planeta Faetón, que existiera en tiempos entre Marte y Júpiter y al que la fuerza de atracción de este coloso del sistema solar había hecho pedazos.
Erg Noor aceleraba. Aprovechando la enorme fuerza de la astronave y con el gasto mínimo de anamesón, había decidido llevar los héroes a la Tierra en cincuenta horas, en vez de en los setenta y dos días señalados habitualmente para ese viaje.
La emisión radiofónica de la Tierra llegaba a la astronave a través del espacio; el planeta aclamaba la victoria sobre las tinieblas de la estrella de hierro y sobre la noche del Plutón glacial. Los compositores ejecutaban sus romanzas y sinfonías en honor de la Tantra y de la Amat.
Triunfales melodías resonaban en el Cosmos. Las estaciones de Marte, de Venus y de los asteroides llamaban a la nave, sumando sus acordes al coro general de gloria a los héroes.