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— Veter, yo estaré con Veda — le prometió, respondiendo a los pensamientos de él —.
Volveremos juntas a nuestra zona y esperaremos allí la llegada de los astronautas.
Cuando se coloque de nuevo, comuníquemelo; para mí será siempre un placer ayudarle…
Durante largo rato, Evda acompañó con la mirada a la canoa, que se adentraba en el mar de plata…
Dar Veter ganó la segunda balsa, donde todavía trabajaban los mecánicos para terminar cuanto antes la instalación de los acumuladores. A petición de Dar Veter, encendieron tres luces verdes, en triángulo.
Al cabo de una hora y media, el primer espiróptero que pasaba se detuvo sobre la balsa y soltó su ascensor. Dar Veter montó en él. Durante un segundo, al ascensor se le vio brillar bajo el iluminado fondo del espiróptero y, al instante, desapareció por la escotilla. Al amanecer, Dar entraba ya en su domicilio fijo, situado no lejos del observatorio del Consejo; aún no había tenido tiempo de cambiar de vivienda. Abrió los grifos de insuflación de aire en sus dos habitaciones. Unos minutos más tarde no quedaba ni mota del polvo acumulado. Luego, sacó de la pared el lecho, hizo girar la vivienda hacia la parte de donde venía el olor y el chapoteo del mar, a los que estaba acostumbrado en los últimos tiempos, y se durmió profundamente.
Despertó con la sensación de que el mundo entero había perdido sus encantos. Veda estaba lejos, y seguiría estándolo, mientras… ¡Pero él tenía el deber de ayudarla, de no complicar la situación!
Un gran chorro giratorio de agua fresca, electrizada, se abatió sobre él en el baño. Dar Veter estuvo bajo aquella ducha tanto rato, que llegó a sentir frío. Refrescado, acercóse al aparato de TVF, abrió sus espejeantes portezuelas y llamó a la estación más próxima de distribución de trabajo. En la pantalla apareció un rostro joven. El muchacho reconoció a Dar Veter y le saludó con un leve matiz de respeto, lo que era considerado como una muestra de exquisita cortesía.
— Yo quisiera un trabajo difícil y prolongado — empezó a decir Dar Veter —, algo que requiriese esfuerzo físico; en las minas antárticas, por ejemplo.
— Allí no hay ninguna vacante — repuso el informador con un dejo de pena —. Lo mismo ocurre en los yacimientos de Venus, de Marte y hasta de Mercurio. Ya sabe usted que los jóvenes afluyen de buen grado a los lugares donde la labor es más ardua…
— Sí, pero yo no me puedo contar en esa envidiable categoría… Bueno, ¿y qué vacantes hay ahora? Necesito ocupación inmediatamente.
— Si le atraen los trabajos mineros, hay sitios libres en las explotaciones diamantíferas de Siberia Central — comenzó a enumerar despacio el joven, consultando una lista invisible para Dar Veter —. Además, en las fábricas oceánicas flotantes de artículos alimenticios y en la estación solar de bombeo del Tíbet, pero allí el trabajo es ya fácil. En los otros sitios, tampoco ofrece grandes dificultades.
Dar Veter dio las gracias al informador; le pidió un poco de tiempo para pensarlo y que, entre tanto, le reservase la vacante en las explotaciones diamantíferas.
Una vez desconectada la estación de distribución, captó la Casa de Siberia, amplio centro de información geográfica de aquella zona. Su aparato de TVF enlazó con la máquina mnemotécnica de las últimas grabaciones, y ante Dar Veter empezaron a desfilar lentamente inmensos bosques. La antigua taiga pantanosa, de alerces que se alzaban poco compactos sobre un terreno siempre helado, había desaparecido; en su lugar se erguían tremendos gigantes forestales: los cedros siberianos y las secoyas norteamericanas, especie casi extinguida en un tiempo. Enormes troncos rojos se elevaban como una soberbia cerca, en torno a las colinas, tocadas con capirotes de cemento. Grandes tubos de acero, de diez metros de diámetro, salían reptantes de sus faldas y, combándose sobre las líneas divisorias de las aguas, alcanzaban los ríos próximos, cuyo caudal absorbían íntegramente con sus bocazas en forma de embudo.
Resonaba el sordo gorgoteo de las colosales bombas. Centenas de miles de metros cúbicos de agua se precipitaban en las profundidades de las brechas diamantíferas, de origen volcánico, abiertas por ellos, y se arremolinaban rugientes, erosionando la roca, para volver a la superficie, dejando en las rejillas de las cámaras de lavado decenas de toneladas de diamantes. En largas salas, inundadas de luz, los hombres observaban sentados las esferas móviles de las máquinas clasificadoras. Las centelleantes piedrecillas caían en cascada por las aberturas calibradas de los cajones de recepción.
Los operarios de las estaciones de bombeo vigilaban de continuo los indicadores de los aparatos que calculaban la resistencia, continuamente variable, de la roca, la presión y el débito del agua, la profundidad del tajo y la eyección de partículas sólidas. Dar Veter pensó que la radiante vista de los bosques bañados de sol no armonizaba con su estado de ánimo, y desconectó la Casa de Siberia. Al instante, resonó la señal de llamada, y en la pantalla surgió el informador de la estación de distribución.
— Quería ayudarle a puntualizar sus reflexiones. Acabamos de recibir una oferta: hay una vacante en las minas submarinas de titanio de la costa occidental de América del Sur.
Éste es el trabajo más difícil de cuantos existen hoy… ¡Pero hay que ir allí con urgencia!
Dar Veter se alarmó.
— No tendré tiempo de pasar las pruebas en la sección más próxima de la Academia de Psicofisiología del Trabajo.
— Las pruebas anuales reglamentarias que usted ha pasado, en su anterior trabajo, le relevan de éstas.
— ¡Envíe la comunicación y deme las coordenadas! — replicó con viveza Dar Veter.
— Punto KM40, estación 6L, ramificación Sur N. 17 de la rama Oeste de la Vía Espiral.
Lanzo la advertencia.
El rostro serio desapareció de la pantalla. Dar Veter recogió sus pequeños efectos personales y metió en un cofrecillo las películas donde estaban grabadas las imágenes y las voces de sus íntimos, así como sus propias reflexiones más importantes. Quitó de la pared una reproducción cromorrefleja de un antiguo cuadro ruso y, de la mesa, una estatuilla de bronce de la actriz Bello Gal, que se parecía a Veda Kong. Todo aquello, en unión de un poco de ropa, cupo perfectamente en un cajón de aluminio con unas redondas cifras en relieve y unos signos lineales en la tapa. Dar Veter marcó las coordenadas que le habían facilitado, abrió una trampa de la pared y dejó en el hueco el cajón, que desapareció al momento, llevado por una cinta sin fin. Luego, inspeccionó sus habitaciones. Desde hacía muchos siglos, no había en nuestro planeta personas encargadas especialmente del arreglo de los locales. Sus funciones las desempeñaba cada morador, lo que requería singular orden y disciplina por parte de todos ellos, como asimismo un sistema bien meditado de estructuración de las viviendas y edificios públicos y la automatización de su ventilación y limpieza.
Terminada la inspección, Dar Veter bajó la palanquilla que había junto a la puerta, indicando así a la estación distribuidora de locales que sus habitaciones quedaban libres, y salió. La galería exterior, encristalada con placas de un color blanco lechoso, estaba caldeada por el sol, pero la brisa marina refrescaba como siempre la azotea. Los puentecillos para peatones, tendidos en la altura entre los enrejados edificios, parecían flotar en el aire e invitaban a pasear sin prisas, pero, de nuevo, no era Dar Veter dueño de sí mismo. El tubo de descenso automático le condujo al correo magneto-eléctrico subterráneo, y, desde éste, un vagoncillo le llevó a la estación de la Vía Espiral. Dar Veter no fue al Norte, al estrecho de Bering, por donde pasaba el arco de unión de la rama Oeste. Siguiendo aquel camino, hasta América del Sur, y sobre todo hasta un lugar tan meridional como la ramificación N. 17, se tardaban cerca de cuatro días. En cambio, por las latitudes de las zonas de viviendas Norte y Sur pasaban líneas de espirópteros de carga que daban la vuelta al planeta a través de los océanos y enlazaban, por el camino más corto, las ramas de la Vía Espiral. Dar Veter fue por la rama central hasta la zona Sur de viviendas, con la esperanza de convencer al jefe de transportes aéreos de que él era una carga urgente. De este modo, a más de reducir el viaje a treinta horas, Dar Veter podría ver al hijo de Grom Orm, presidente del Consejo de Aeronáutica, que le había elegido mentor del chico.
El muchacho era ya mayor y, al año siguiente, debía emprender « los doce trabajos de Hércules ». Entre tanto, trabajaba en el Servicio de Vigilancia, en los pantanos de África Occidental.
No había joven alguno que no soñara con pertenecer al Servicio de Vigilancia. ¡Qué apasionante era acechar la aparición de los tiburones en el océano, de los insectos dañinos, de los vampiros y los reptiles en los pantanos tropicales, de los microbios morbíficos en las zonas esteparia y forestal, descubrir y aniquilar estas terribles plagas del pasado de la Tierra que, misteriosamente, aparecían una y otra vez, resurgiendo de los apartados rincones del planeta! La lucha contra las formas nocivas de la vida proseguía sin tregua. Los microorganismos, insectos y hongos reaccionaban a los nuevos medios de exterminio produciendo nuevas especies que se resistían a los compuestos químicos más fuertes. Hasta la Era de la Unificación Mundial, no se había aprendido a emplear acertadamente los antibióticos enérgicos, sin dar lugar a consecuencias peligrosas.
« Si Dis Ken — pensaba Dar Veter — ha sido destinado a la vigilancia de los pantanos, se hará un buen trabajador desde los años mozos. » El hijo de Grom Orm, como todos los niños de la Era del Circuito, se había educado en una escuela a orillas del mar, en la zona Norte. Allí mismo había pasado las primeras pruebas en la estación psicológica de la APT.
Al encomendar un trabajo a los jóvenes, se tenían siempre en cuenta las particularidades psicológicas de la juventud, sus impulsos hacia el futuro, elevado sentido de la responsabilidad y egocentrismo.
El enorme vagón se deslizaba raudo, sin ruido ni oscilaciones. Dar Veter subió al piso superior, con techo transparente. Allá abajo, lejos, y a ambos lados de la Vía, desfilaban, veloces, edificios, canales, bosques y cimas de montañas. La cinta de las fábricas automáticas, en el límite entre las zonas agrícola y forestal, refulgía al sol con sus cúpulas de vidrio « lunar ». Los severos contornos de las colosales máquinas se columbraban a través de las paredes de cristal.
Pasó fugaz el monumento a Zhin Kand, inventor de un medio barato de obtención de azúcar artificial, y la arcada de la Vía empezó a cruzar los bosques de la zona agrícola tropical. Extendíanse inacabables, hasta perderse de vista, espesas franjas y selvas enteras de árboles de diversas formas y alturas, con follaje y cortezas de distintos matices. Por las llanas sendas que dividían los ingentes macizos de verdor, se deslizaban lentas las cosechadoras mecánicas, las máquinas de polinización y de recuento; innumerables cables brillaban como una descomunal telaraña. Hubo un tiempo en que el símbolo de la abundancia era el dorado trigal. Pero en la Era de la Unificación Mundial se comprendió ya la desventaja económica de los cultivos anuales; el traslado de toda la agricultura a la zona tropical hizo innecesario el cultivar cada año plantas y arbustos, cosa que requería mucha mano de obra y gran esfuerzo. Los árboles, vegetales vivaces que agotaban menos el terreno y resistían bien los rigores climáticos, constituían ya los cultivos fundamentales siglos antes de la Era del Circuito.
Árboles que proporcionaban grano para el pan, nueces, avellanas, piñones, bayas, miles de variedades de frutos ricos en proteínas, daban un quintal métrico de masa nutritiva por unidad. Inmensos vergeles, con una superficie de centenares de millones de hectáreas, rodeaban la Tierra en doble cinturón, verdadero cinturón de Ceres, la diosa mitológica de la agricultura. Entre ellos se encontraba la zona forestal ecuatorial, océano de húmedos bosques tropicales que aprovisionaba al planeta de madera de todas clases:
blanca, negra, violeta, rosa, dorada, gris con reflejos de seda, dura como el hueso y blanda como la pulpa de la manzana, sumergible como la piedra y flotante como el corcho. Allí se obtenían decenas de variedades de resina, más baratas que las sintéticas y que al propio tiempo poseían valiosísimas cualidades industriales o curativas.
Las copas de los gigantes silvestres llegaban al nivel de la Vía, y un mar verde susurraba a ambos lados de ella. En sus umbrías profundidades, en medio de acogedores claros, escondíanse las casas sobre altos pilotes metálicos y las enormes máquinas, semejantes a monstruosas arañas, que conseguían transformar toda aquella vegetación salvaje, de ochenta metros de altura, en sumisas pilas de troncos y tablas.
Las redondas cimas de las célebres montañas del ecuador aparecieron a la izquierda.
Sobre una de ellas, el Kenia, se encontraba un puesto de transmisión del Gran Circuito. El mar de bosques refluyó a la izquierda, dejando sitio a una pedregosa llanura. A los lados, se alzaron unas construcciones azules de forma cúbica.
El tren se detuvo, y Dar Veter salió a la amplia plaza, pavimentada de cristal verde, de la Estación del Ecuador. Cerca del puente para peatones, tendido sobre las copas planas, gris azuladas, de unos cedros del Atlas, se erguía una pirámide de aplita blanca, como de porcelana, del río Lualabá. En su truncada cúspide había una estatua de un hombre, con mono de trabajo, de la Era del Mundo Desunido. Con la mano derecha empuñaba un martillo y con la izquierda elevaba hacia el pálido cielo ecuatorial un globo refulgente con los cuatro vástagos de las antenas de emisión. Aquello era un monumento a los constructores de los primeros sputniks de la Tierra, que habían realizado la gran hazaña laboral, plena de inventiva y audacia. Todo el cuerpo del hombre, echado hacia atrás, parecía dar impulso al globo para lanzarlo al firmamento y expresaba la inspiración del esfuerzo. Aquel esfuerzo se lo transferían las figuras de unas gentes, con vestiduras extrañas, que rodeaban el pedestal.
Dar Veter contemplaba siempre con emoción los rostros de aquellas estatuas. Sabía que los hombres que habían construido los primeros satélites artificiales y llegado a los umbrales del Cosmos eran rusos, es decir, pertenecían al mismo admirable pueblo del que procedía Dar Veter y que había sido el primero en emprender tanto la edificación de la nueva sociedad como la conquista del Cosmos…
Y, como siempre, Dar Veter se dirigía hacia el monumento para examinar una vez más los rasgos de los antiguos héroes, buscando parecidos y diferencias con los modernos.
Bajo las aterciopeladas ramas argentadas de los leucodendros sudafricanos que encuadraban la pirámide, centelleante al sol con cegadores reflejos, aparecieron dos esbeltos jóvenes y detuviéronse al momento. Uno de ellos se abalanzó hacia Dar Veter para abrazarlo. Abarcando con el brazo la potente espalda, el muchacho contempló a hurtadillas las conocidas facciones de aquel rostro enérgico: la nariz grande, el mentón ancho, los labios dilatados en alegre sonrisa de sorpresa que contrastaba con la expresión algo sombría de los ojos de acero, bajo las juntas cejas.
Dar Veter examinó con aprobatoria mirada al hijo del hombre ilustre, constructor de estaciones en el sistema planetario del Centauro y presidente, desde hacía cinco trienios, del Consejo de Astronáutica. Grom Orm debía de tener, como mínimo, ciento treinta años, tres veces más que Dar Veter.
Dis Ken llamó a su compañero, un muchacho de cabellos negros.
— Tor An, mi mejor amigo, el hijo del compositor Zig Zor. Trabajamos los dos en los pantanos. Queremos hacer juntos « los trabajos de Hércules » y no separarnos jamás.
— ¿Sigues con tu afición a la cibernética de la herencia? — preguntó Dar Veter.
— ¡Desde luego! Tor, que es músico como su padre, la ha hecho aún mayor. Él y su novia… sueñan con dedicarse a una esfera en que la música ayuda a comprender la evolución del organismo vivo, es decir, a estudiar la sinfonía de su estructura.
— Eso es demasiado vago — le indicó Dar Veter, con ceño.
— Quizá Tor lo explique mejor — contestó turbado Dis —. Yo no puedo hacerlo aún…
El otro muchacho se puso colorado, pero aguantó la escudriñadora mirada.