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Su perfil tenía trazos de pícaro chicuelo; sus ojos, un poquitín estrábicos, que hacían guiños con frecuencia al contener la risa, permanecían muy abiertos, escudriñando lo ignoto con inquietud y valentía. Ella misma no se daba cuenta del gran apoyo moral que prestaba a Erg con su abnegado amor. A aquel hombre que, a pesar de los largos años de prueba, forjadores de su voluntad y carácter, sentía a veces el cansancio de ser jefe, hombre dispuesto de continuo a responder de su gente, de su nave, del éxito de la expedición. Allá abajo, en la Tierra, no existía, desde hacía mucho tiempo, una responsabilidad tan unipersonal, pues las decisiones se tomaban siempre por el equipo encargado de realizar el trabajo respectivo. Y si ocurría algo imprevisto, se tenía la seguridad de recibir al instante el consejo preciso, la solución a los problemas más complicados. En cambio, aquí no había dónde recurrir. El capitán estaba investido de poderes extraordinarios. La responsabilidad aquella sería más llevadera si se asumiese durante dos o tres años, en vez de los diez a quince que, por término medio, duraban las expediciones astrales.
Erg Noor entró en el puesto de comando.
Niza se levantó presurosa y acudió a su encuentro.
— Ya he reunido todos los datos y mapas necesarios — dijo el jefe —. Ahora, ¡le daremos trabajo a la máquina!
Arrellanado en el sillón, empezó a volver lentamente las hojas metálicas, indicando las cifras de las coordenadas, la tensión de los campos magnéticos, eléctricos y de gravitación, la potencia de los flujos de partículas cósmicas, la velocidad y densidad de las corrientes meteóricas. En tanto, Niza, contraída toda ella, apretaba los botones y daba vuelta a las llaves conectaras de la máquina de calcular. Después de recibir varias respuestas, Erg Noor frunció pensativo el entrecejo.
— En nuestra ruta hay un campo de intensa gravitación: la zona de acumulaciones de materia opaca en el Escorpión, cerca de la estrella 6555-ZR+ll-PKU — dijo —. Para economizar combustible, hay que desviarse hacia allí, hacia el Serpentario… En la antigüedad se volaba sin motor, utilizando como acelerador la periferia de los campos de gravitación…
— ¿Podemos nosotros recurrir a ese procedimiento? — preguntó Niza.
— No. Nuestras astronaves son demasiado rápidas para ello. La velocidad de 5/6 de la unidad absoluta, o sea de doscientos cincuenta mil kilómetros por segundo, aumentaría en doce mil veces nuestro peso en el campo de atracción terrestre, y nos haríamos todos polvo. Nosotros podemos volar así solamente en los espacios cósmicos, lejos de las grandes acumulaciones de materia. En cuanto la astronave empiece a penetrar en el campo de gravitación, habrá que ir aminorando la marcha en la misma medida en que aumente la potencia de dicho campo.
— Por consiguiente, aquí hay una contradicción — Niza apoyó la cabeza en la mano, con infantil ademán —. Cuanto más fuerte sea el campo de atracción, ¡tanto más despacio debemos volar!
— Eso sólo es cierto para las grandes velocidades sublumínicas, cuando la propia astronave viene a ser como un rayo de luz que avanza solamente en línea recta o describiendo la llamada curva de iguales tensiones.
— Si yo le he entendido bien, usted quiere lanzar nuestro « rayo », la Tantra, directamente al sistema solar…
— En eso reside toda la enorme dificultad de la navegación astral. Prácticamente, es imposible dar con exactitud en el blanco de una u otra estrella, aunque a los cálculos se aporten todas las correcciones imaginables. Hay que tener en cuenta de continuo el error, que va acrecentándose en la trayectoria, y cambiar, en consecuencia, la dirección de la nave, lo que excluye a automatización absoluta de su comando. Ahora estamos en una situación peligrosa. Una parada o una brusca aminoración del vuelo después de la carrera, sería para nosotros la muerte, ya que no habría base alguna para volver a ¡tomar velocidad. Aquí está el peligro, mire: la zona 344+2U no ha sido explorada en absoluto.
No hay en ella estrellas, únicamente se conoce un campo gravitatorio, vea su límite.
Bueno, antes de adoptar una determinación, esperemos a los astrónomos; después de la quinta vuelta, los despertaremos a todos, y entre tanto… — el jefe de la expedición se frotó las sienes y bostezó.
— ¡Los efectos de la sporamina se acaban! — exclamó Niza —. ¡Ya puede usted descansar!
— Bien, me instalaré en este sillón. ¡A lo mejor, se produce un milagro, y se oye aunque no sea más que algún sonido!
Tenía la voz de Erg Noor un acento que estremeció de ternura el corazón de Niza.
Hubiera querido apretar contra su pecho aquella cabeza tesonera, acariciar sus negros cabellos, en los que brillaban, prematuras, unas hebras de plata…
La muchacha se levantó, y luego de arreglar cuidadosa las hojas de datos, apagó la luz no dejando más que un débil claror verde a lo largo de los paneles con los aparatos y los relojes. La astronave, apacible y serena, cruzaba los infinitos espacios, absolutamente vacíos, describiendo su inmenso círculo. La astronauta de cabellos rojizos ocupó sin hacer ruido su puesto ante el « cerebro » de la gigantesca Tantra. Los aparatos tocaban con sordina, acompasados, su habitual cancioncilla; la menor alteración en su funcionamiento habría infringido, como una nota falsa, aquella melodía que iba fluyendo suave, al tono preciso. De vez en cuando, se repetían unos golpecitos, semejante a sonidos de un gong: era que el motor planetario auxiliar se conectaba para torcer el curso de la Tantra en línea curva. Los imponentes motores anamesónicos se callaban. La calma de la larga noche reinaba en la nave adormecida como si ningún grave peligro se cerniera sobre ella y sus moradores. De un momento a otro, iban a resonar en el altavoz las señales tan esperadas, y los dos navíos cósmicos frenarían su vuelo impetuoso, se aproximarían hasta hacer paralelas sus rutas y, luego de igualar sus velocidades, continuarían el viaje, como echados el uno junto al otro. Una ancha galería tubular enlazaría los dos pequeños mundos de ambas naves, y la Tantra recobraría su ciclópea fuerza.
En su fuero interno, Niza estaba tranquila, pues tenía fe en su jefe. Los cinco años de viaje no le parecían largos ni penosos. Sobre todo, desde que le amaba… E incluso antes de aquel amor, las observaciones apasionantes, los libros, la música y los filmes, en grabación electrónica, habían ido completando sin cesar sus conocimientos y hecho menos dolorosa la añoranza de la bella Tierra, perdida, como un granito de arena, en el fondo de las infinitas tinieblas. Sus compañeros eran gente de vasta cultura, y cuando los nervios estaban fatigados de las impresiones o del prolongado e intenso trabajo, un sueño profundo, mantenido por el regulador de las ondas hipnóticas, absorbía grandes lapsos de tiempo, que transcurrían sin sentir. Además, junto al amado era dichosa. Tan sólo la inquietaban las dificultades que pasaban los otros, y sobre todo él, Erg Noor… ¡Si ella pudiera!.. Mas ¿qué podía hacer una astronauta novel, completamente ignorante en comparación con aquellos hombres? Aunque tal vez los ayudara con su ternura, su buena voluntad, en continua tensión, y su ardiente deseo de hacer más llevadero el penoso trabajo.
El jefe de la expedición se despertó y alzó la cabeza, en la que sentía pesadez.
Continuaba la rítmica melodía, interrumpida, al igual que antes, por el espaciado golpeteo del motor planetario.
Niza Krit vigilaba los aparatos, levemente inclinada sobre ellos, con unas tenues huellas de cansancio en el juvenil rostro. Erg Noor miró el reloj dependiente, que computaba el tiempo astronáutico y, con elástico impulso, se levantó del profundo sillón.
— ¡He dormido catorce horas! ¡Y usted, Niza, no me ha despertado! Esto es… — al ver la gozosa sonrisa de ella, quedó cortado un instante —. ¡Vaya a descansar ahora mismo!
— ¿Me permite echar un sueño aquí, como usted? — le pidió la muchacha. Luego, corrió a tomar un bocado, se arregló un Poco y acomodóse en el sillón.
Sus ojos, castaños, brillantes, circundados de oscuras sombras, observaban a escondidas a Erg Noor, que, refrescado por una ducha ondular, la había relevado ante los aparatos. Después de comprobar los datos de los indicadores de PCE — protección de contactos electrónicos — el jefe empezó a pasear por la estancia a grandes pasos.
— ¿Por qué no duerme usted? — preguntó a la astronauta, en tono autoritario.
Ella movió la cabeza, esparciendo sus bucles rojizos, que demandaban ya la tijera, pues las mujeres no llevaban el pelo largo en las expediciones extraterrestres.
— Estoy pensando… — repuso indecisa —. E incluso ahora, cuando nos encontramos al borde del peligro, me inclino ante el poderío y la grandeza del hombre, que ha sabido penetrar tan lejos en las profundidades del espacio. Ustedes están ya familiarizados con mucho de esto, mientras que yo… es la primera vez que me encuentro en el Cosmos.
Hasta cuesta trabajo creerlo: ¡participo en un grandioso viaje, a través de las estrellas, hacia nuevos mundos!
Erg Noor esbozó una sonrisa y se pasó la mano por la frente.
— Debo desilusionarla; mejor dicho, mostrarle los verdaderos límites de nuestro poderío. Mire — se detuvo junto al proyector y en la pared del fondo de la cabina apareció la franja luminosa y ramificada de la Galaxia.
Erg Noor señaló a su más lejana rama, apenas perceptible entre las tinieblas, en la que se columbraban, como un polvillo opaco, unas espaciadas estrellas.
— Esto es una región desértica de la Galaxia, la zona pobre de luz y de vida donde se encuentra nuestro sistema solar y donde nos hallamos ahora nosotros… Pero, ya ve usted, incluso esta rama va del Cisne a la Carena y, a más de estar alejada de las zonas centrales, contiene una nube oscura, aquí… Para recorrer esta rama, nuestra Tantra necesitaría cerca de cuarenta mil años independientes. En salvar el vacío negro que separa nuestra rama de la siguiente, tardaríamos cuatro mil. Como ve, nuestros actuales vuelos por los espacios insondables no son todavía más que unos infantiles saltitos en un minúsculo circulillo, cuyo diámetro es sólo de cincuenta años-luz. Sin la potencia del Circuito, ¡cuan poco sabríamos del Universo! Las informaciones, las imágenes, los pensamientos transmitidos desde distancias inaccesibles para la corta vida humana nos llegan, tarde o temprano, y vamos conociendo mundos cada vez más distantes. Nuestros conocimientos aumentan de continuo, y esta labor no se interrumpe ni un instante!
Niza escuchaba suspensa.
— Los primeros vuelos intersiderales… — continuó, soñador, el jefe —. Pequeñas naves lentas, sin potentes corazas protectoras. Y además, nuestros antepasados vivían la mitad de tiempo que nosotros. ¡Entonces sí que era digna de admiración la grandeza del hombre!
La muchacha meneó bruscamente la cabeza, como siempre que no estaba de acuerdo.
— Pasarán los años — repuso —, y cuando se encuentren otros procedimientos para vencer los espacios, en vez de penetrar en ellos a viva fuerza, dirán de ustedes: « ¡Ésos sí que eran héroes! ¡Supieron conquistar el Cosmos con unos medios tan primitivos! » El jefe de la expedición sonrió alegremente y tendió la mano hacia la muchacha:
— ¡También lo dirán de usted, Niza!
Ella enrojeció.
— ¡Yo me siento orgullosa de estar aquí, a su lado! ¡Qué no haría yo con tal de volver al Cosmos, una y otra vez!..
— Lo sé — dijo meditativo Erg Noor —. ¡Pero hay quien piensa de otra manera!..
Con su intuición femenina, la muchacha adivinó lo que él quería decir. Tenía el jefe en su camarote dos estereorretratos de una maravillosa tonalidad áureo-lilácea. Ambos eran de Veda Kong, historiadora del antiguo mundo, bella mujer de ojos azules, como el cielo terrestre, que miraban límpidos bajo las largas y arqueadas cejas. En uno de los retratos, bronceada, con una deslumbradora sonrisa en los labios, alzados los brazos, posaba las manos en sus cabellos de color ceniza. Y en el otro reía jubilosa sobre una pieza de artillería naval, monumento de la más remota antigüedad.
Erg Noor, perdidos sus bríos, se sentó lentamente ante la astronauta.
— ¡Si usted supiera, Niza, con qué brutalidad ha destruido el destino mis sueños allá abajo, en Zirda! — dijo de pronto, con sorda voz, empuñando con cuidado la palanca para poner en marcha los motores de anamesón, como si quisiera acelerar al máximo el raudo vuelo de la astronave.
— Si Zirda no hubiera perecido y nos hubiésemos reaprovisionado de combustible — prosiguió en respuesta a la muda pregunta de Niza —, yo habría continuado la expedición.
Así se acordó con el Consejo. Zirda habría cursado a la Tierra los mensajes necesarios, y la Tantra habría partido con quienes lo deseasen… A los demás los habría recogido allí el Algrab, después de hacer aquí la guardia.
— ¿Quién hubiera accedido a quedarse en Zirda? — preguntó, indignada, la muchacha —. ¿Cree que Pur Hiss? ¡Un gran hombre de ciencia como él no habría resistido al deseo de investigar, de saber!
— ¿Y usted, Niza?