124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

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— No. Más tarde, cuando la Tantra esté aquí… Bueno, ¿no es hora ya de volver? — se inquietó Veda.

— Para mí ya es hora de dejar la fiesta — contestó Evda Nal —. Mi permiso se acaba.

Me espera un nuevo y gran trabajo en la Academia de las Penas y de las Alegrías, y aún tengo que ir a ver a mi hija.

— ¿Tiene usted una hija mayorcita?

— De diecisiete años. Mi hijo es mucho mayor. Yo he cumplido el deber de toda mujer normalmente desarrollada y fecunda: tener dos hijos como mínimo. Me gustaría tener un tercero, ¡pero ya criado! — exclamó, mientras una sonrisa de amoroso cariño iluminaba su rostro, pensativo, y entreabría sus labios, de curvo trazo.

— Pues yo me imaginaba un lindo niño de ojos grandes… con una boquita tan acariciadora y sorprendida como la de usted… pero con pecas y chatillo — dijo picara Veda, perdida la mirada en la lejanía.

Luego de una pausa, su amiga le preguntó:

— ¿No tiene usted aún nuevo trabajo?

— No, espero a la Tantra. Después habrá una expedición larga.

— ¿Quiere venir conmigo a ver a mi hija? — Le propuso Evda, y Veda aceptó de buena gana.

Todo un muro del Observatorio estaba ocupado por una pantalla semiesférica, de siete metros, para la proyección de fotografías y filmes tomados por los potentes telescopios.

Mven Mas puso una vista panorámica de un sector del cielo, cercano al polo norte de la Galaxia, banda meridional de constelaciones desde la Osa Mayor hasta el Cuervo y el Centauro. Allí, en los Lebreles, la Cabellera de Berenice y Virgo, se encontraban multitud de galaxias, islas siderales del Universo en forma de ruedas planas o discos. Muchas de ellas se habían descubierto sobre todo en la Cabellera de Berenice: aislados, regulares e irregulares, en distintas posiciones y proyecciones, a veces a inimaginables distancias de miles de millones de parsecs y en ocasiones formando enormes « nubes » de decenas de miles de galaxias. Las más grandes llegaban a tener de veinte a cincuenta mil parsecs de diámetro, como nuestra isla estelar o galaxia NN891G5 + SB23, que antiguamente se llamaba M — 31 o Nebulosa de Andrómeda. Esta se divisa desde la Tierra, a simple vista, como una nubécula borrosa de débil luminosidad. Hacía mucho tiempo que los hombres habían desentrañado el misterio de aquella nubécula. Se trataba de un gigantesco sistema estelar, de forma de rueda y una vez y media mayor que nuestra enorme Galaxia.

El estudio de la Nebulosa de Andrómeda, a pesar de estar separada por cuatrocientos cincuenta mil parsecs de los observadores terrestres, había contribuido grandemente al conocimiento de nuestra propia Galaxia.

Mven Mas recordaba desde su infancia magníficas fotografías de distintas galaxias, obtenidas por inversión electrónica de las imágenes ópticas o mediante radiotelescopios que penetraban aún más lejos en las profundidades del Cosmos, como los de Pamir y la Patagonia, cada uno de los cuales tenía cuatrocientos kilómetros de diámetro. Las galaxias, inmensas acumulaciones de miríadas de estrellas, situadas a millones de parsecs unas de otras, siempre habían despertado en él un ardiente deseo de conocer las leyes de su estructura, la historia de su surgimiento y su ulterior destino. Interesábale ante todo la cuestión que apasionaba a todos los habitantes de la Tierra: la vida en los innumerables sistemas planetarios de aquellas islas del Universo, las llamas del pensamiento y del saber que allí brillaban, las civilizaciones humanas en aquellos espacios del Cosmos infinitamente lejanos. Tres estrellas, denominadas por los antiguos árabes Sirrhah, Mirrhah y Alrnah-alfa, beta y gamma de Andrómeda — situadas en línea recta ascendente — surgieron en la pantalla. A ambos lados de aquella línea se extendían dos galaxias cercanas: la colosal Nebulosa de Andrómeda y la bella espiral M — 33 en la constelación del Triángulo. Mven Mas no quiso contemplar de nuevo sus conocidos contornos luminosos y cambió el cliché metálico.

Ya estaba allí, en la constelación de los Lebreles, otra galaxia conocida desde la remota antigüedad y denominada entonces NGK5194 o M — 51. Situada a millones de parsecs, era una de las pocas que se veían desde nuestro globo « de plano », perpendicular al de la « rueda ». Era un núcleo denso y refulgente, de millones de estrellas, con dos ramas espirales. Los largos extremos, que partían en sentido opuesto a través de decenas de miles de parsecs, se hacían cada vez más tenues y confusos hasta desaparecer en la noche sideral. Entre las ramas principales, alternando con los negros abismos de las masas de materia opaca, extendíanse cortas cadenas de condensaciones estelares y nubes de gas fosforescente, curvadas como alabes de una turbina.

Bellísima era la gigantesca galaxia NGK 4565, en la constelación de la Cabellera de Berenice. Se la veía de canto a una distancia de siete millones de parsecs. Inclinada hacia un lado, como un pájaro que planea, expandía lejos su fino disco, que debía de constar de ramas espirales, mientras en su centro brillaba un núcleo esférico, muy comprimido, semejante a una compacta masa luminosa. Advertíase con nitidez que aquellas islas estelares eran sumamente planas, y la galaxia podía compararse con la fina rueda de un mecanismo de relojería. Los bordes de la rueda se columbraban borrosos, como si se esfumaran en las insondables tinieblas del espacio. En uno de los bordes de nuestra Galaxia, igual a aquéllos, se encontraban el Sol y una minúscula partícula de polvo — la Tierra —, ligada por la fuerza del saber a multitud de mundos habitados, que desplegaba las alas del pensamiento humano sobre la eternidad del Cosmos.

Dando vuelta a una manija, Mven Mas cambió de cuadro y proyectó la galaxia NGK 4594, de la constelación de Virgo, que siempre le había interesado más que ninguna y también se veía en su plano ecuatorial. Aquella galaxia, situada a diez millones de parsecs, se parecía a una gruesa lente de ígnea masa estelar envuelta en gas luminoso.

Cruzaba la convexa lente, por su ecuador, una gruesa franja negra de densa materia opaca. La Galaxia se asemejaba a una misteriosa linterna que alumbrara desde el fondo de un abismo.

¿Qué mundos se ocultaban en sus radiaciones, más intensas que las de otras galaxias y que alcanzaban, por término medio, la clase espectral F? ¿Había allí habitantes de poderosos planetas, cuyo pensamiento luchase, como el nuestro, por desentrañar los misterios de la naturaleza?

El mutismo absoluto de las inmensas islas siderales crispaba los puños de Mven Mas.

Y el africano se daba cuenta de la descomunal distancia: ¡la luz tardaba treinta y dos millones de años en llegar a aquella galaxia! ¡Para el intercambio de informaciones se necesitaban sesenta y cuatro millones de años!

Mven Mas rebuscó afanoso entre las bobinas, y en la pantalla se encendió un gran círculo de clara luz entre espaciadas y mortecinas estrellas. Una negra franja irregular lo dividía en dos, acentuando el fulgor de las ígneas masas que se extendían a ambos lados de la negrura. Esta se ensanchaba por sus extremos oscureciendo el vasto campo de gas incandescente que aureolaba el círculo luminoso. Tal era la fotografía — obtenida con los más inverosímiles artificios de la técnica — de las galaxias en choque de la constelación del Cisne. Aquella colisión de gigantescas galaxias, iguales por su tamaño a la nuestra o a la Nebulosa de Andrómeda, se conocía de antiguo como fuente de radiactividad — quizá la más poderosa — de la parte del Universo accesible a los terrenos. Colosales torrentes de gas corrían raudos engendrando campos electromagnéticos de una potencia tan inconcebible, que expandían por todo el ámbito del Universo la noticia de una catástrofe titánica. La propia materia enviaba aquella señal de desgracia por una emisora natural de mil quintillones de kilovatios. Mas la distancia hasta las galaxias era tan grande, que aquella fotografía proyectada en la pantalla sólo mostraba el estado en que se encontraban hacía cientos de millones de años. El aspecto actual de aquellas galaxias, que se interpenetraban, lo verían únicamente los terrícolas al cabo de infinidad de tiempo, si para entonces existía aún la humanidad. El africano dio un salto y apoyó las manos en la maciza mesa con tal fuerza, que sus articulaciones crujieron.

Los plazos de millones de años para el intercambio de mensajes, inaccesibles a decenas de miles de generaciones y que significaban el fatal « nunca » incluso para nuestros más lejanos descendientes, podrían desaparecer del golpe de una varita mágica.

Y la varita mágica era el descubrimiento de Ren Boz y la experiencia que iban a hacer.

¡Puntos del Universo situados a las más inconcebibles distancias quedarían al alcance de la mano!

Los astrónomos de la antigüedad consideraban que las galaxias corrían en distintas direcciones. La luz de las lejanas islas estelares que llegaban a los telescopios terrestres se alteraba: las ondas luminosas se dilataban, convirtiéndose en ondas rojas. Aquel enrojecimiento de la luz era testimonio de que las galaxias se alejaban del observador.

Los antiguos, acostumbrados a interpretar los fenómenos de un modo rígido y unilateral, habían ideado la teoría de la dispersión o de la explosión del Universo, sin comprender aún que veían solamente un aspecto del gran proceso de destrucción y creación.

Precisamente un solo aspecto — la destrucción y la dispersión, es decir, el paso de la energía a los grados inferiores según la segunda ley de la termodinámica — era percibido por nuestros sentidos y los aparatos destinados a ampliarlos. El otro aspecto — la acumulación, la concentración y la creación — pasaba desapercibido para los hombres, ya que la propia vida extraía su fuerza de la energía difundida por las estrellas-soles, lo que condicionaba nuestra percepción del mundo circundante. Sin embargo, el potente cerebro humano logró también penetrar en los enigmáticos procesos de creación de los mundos en nuestro Universo. Pero en aquellos remotos tiempos se creía que cuanto más lejos de la Tierra se encontraba una galaxia, tanto mayor era la velocidad de su alejamiento.

Según ellos, con el adentramiento de las galaxias en el espacio, su velocidad llegaba a ser cercana a la de la luz. El límite de visibilidad del Universo era la distancia desde donde las galaxias parecían haber alcanzado la velocidad de la luz, pero en realidad, los terrenos no recibirían de ellas luz alguna y no podrían verlas nunca. Se conocían ya las verdaderas causas del enrojecimiento de la luz. Éstas eran varias. De las lejanas islas siderales sólo llegaba la luz que emitían sus brillantes centros. Aquellas colosales masas de materia estaban cercadas por campos electromagnéticos anulares que actuaban muy fuertemente sobre los rayos luminosos, tanto por su potencia como por su extensión, la cual iba amortiguando gradualmente las vibraciones de la luz, convirtiéndolas en ondas que se distendían y tornaban rojas. Los astrónomos sabían desde hacía mucho tiempo que la luz de las estrellas muy compactas enrojecía, las rayas del espectro se desplazaban hacia la extremidad roja, y la estrella correspondiente daba la impresión de que se alejaba. Así ocurría, por ejemplo, con la segunda componente de Sirio, el enanillo blanco Sirio B. Cuanto más se alejaba la galaxia, mayor era la centralización de las radiaciones que nos llegaban y más pronunciado su desplazamiento hacia el extremo rojo del espectro.

Por otro lado, las ondas luminosas, en su inmenso recorrido por el espacio, « se balanceaban » fuertemente, y los quantos de luz perdían parte de su energía. Ahora, el fenómeno estaba ya estudiado: las ondas rojas podían ser también ondas fatigadas, « viejas » de luz ordinaria. Y si hasta ondas luminosas que todo lo penetraban « envejecían » en el inacabable camino, ¿qué esperanza tenía el hombre de salvarlo si no atacaba a la misma gravitación por su antítesis, siguiendo los cálculos matemáticos de Ren Boz? La zozobra había disminuido. ¡Tenía razón al realizar el inaudito experimento!

Mven Mas, como de ordinario, salió al gran balcón del Observatorio y empezó a pasear por él con rápidas zancadas. En sus cansados ojos brillaban aún las remotas galaxias que enviaban a la Tierra sus olas rojas como señales en demanda de socorro y llamamientos al cerebro omnipotente del hombre. Mven Mas rió por lo bajo, lleno de confianza en sí mismo. Aquellos rayos rojos estarían un día tan próximo del ser humano como los que arrancaban destellos de roja luz escarlata, plena de vida, del cuerpo de Chara Nandi en la Fiesta de las Copas Flamígeras, aquella Chara que inesperadamente se le había aparecido como la imagen de la cobriza hija de la Épsilon del Tucán, la muchacha de sus sueños.

Y al orientar el vector de Ren Boz, lo haría precisamente hacia la Épsilon del Tucán, no sólo con la esperanza de ver aquel mundo espléndido, sino además, ¡en honor de ella, su representante en la Tierra!

Capítulo IX. UNA ESCUELA DEL TERCER CICLO

La escuela del tercer ciclo se encontraba en el Sur de Irlanda. Anchos campos, viñedos y robledales descendían de las verdes colinas hacia el mar. Veda Kong y Evda Nal, que habían llegado a la hora de los estudios, iban despacio por el pasillo circular que rodeaba las clases, situadas en el perímetro del redondo edificio. Como el día estaba nublado y caía una lluvia menuda, las lecciones se daban en los locales cerrados, en vez de en las praderas, al pie de los árboles, como de ordinario.

Veda Kong — que bajo la influencia del ambiente se sentía de nuevo una colegiala — se escondía a escuchar junto a las entradas, construidas, como en la mayoría de las escuelas, sin puertas, en los salientes de las paredes dispuestas en forma de bastidores de teatro. Evda Nal imitó a su amiga. Las dos mujeres se asomaban con sigilo a las clases, procurando encontrar la hija de Evda y que no las vieran.

En la primera clase advirtieron un vector, trazado con tiza azul en todo el muro y rodeado de una espiral que se enrollaba a lo largo de él. Dos sectores de la espiral estaban circundados de elipses transversales en las que había inscrito un sistema de coordenadas rectangulares.

— ¡Ya están aquí las matemáticas bipolares! — exclamó Veda con cómico espanto.

— ¡Esto es algo más! — objetó Evda —. ¡Detengámonos un minuto!

— Ahora, que ya conocemos las sombrías funciones del movimiento coclear, o espiral progresivo, que han surgido siguiendo el vector — explicaba un profesor ya entrado en años, de ojos profundos y ardientes —, pasaremos a la noción del « cálculo repagular ». El nombre de este cálculo procede de una antigua palabra latina que significa « barrera », más exactamente, tránsito de una calidad a otra, tomado en su aspecto bilateral — y el profesor mostró una ancha elipse, secante de la espiral —. Dicho de otro modo, es el estudio matemático de los fenómenos de transición recíproca.

Veda Kong se ocultó tras el saliente de la pared y tiró de su amiga, agarrándola de la mano.

— ¡Esto es nuevo! Corresponde a la parte de que hablaba Ren Boz a orillas del mar.

— La, escuela siempre enseña a los alumnos lo más nuevo y rechaza de continuo lo viejo. Si la joven generación repitiese los viejos conceptos, ¿cómo podríamos asegurar un progreso rápido? Se pierde muchísimo tiempo en transmitir a los niños los conocimientos de nuestros mayores. Transcurren decenios hasta que el joven adquiere una instrucción completa y es apto para la ejecución de grandiosas empresas. Esta pulsación de las generaciones, en que se avanza un paso y se retroceden nueve décimas hasta que el nuevo relevo crece y se capacita, es para el ser humano la más dura ley biológica de la muerte y del renacer. Mucho de lo que hemos aprendido en el dominio de las matemáticas, la física y la biología ha envejecido. Otra cosa es su historia, ésa envejece más despacio, porque ella misma es viejísima.

Se asomaron a otra clase. La profesora, que estaba de espaldas a ellas, y los escolares, pendientes de la conferencia, no se dieron cuenta. Eran robustos muchachos y muchachas de diecisiete años. El carmín de sus mejillas denotaba la atención profunda con que escuchaban la lección.

— Nosotros, la humanidad, hemos pasado por las más rudas pruebas — la voz de la profesora tenía trémolos de emoción —. Y hasta el presente, lo principal de la historia que estudiamos en la escuela es el análisis de los errores de la humanidad y sus consecuencias. Hemos pasado por una complicación insoportable de la vida y los objetos de uso corriente hasta llegar a la simplificación máxima. La complicación de la existencia condujo a la simplificación de la cultura espiritual. No debe haber ninguna clase de objetos superfluos que aten al ser humano, cuyos sentimientos y percepciones son mucho más sutiles y complejos en la vida sencilla. Todo lo relativo a satisfacer las necesidades cotidianas es meditado y resuelto por las más preclaras mentes, así como los problemas más importantes de la ciencia. Hemos seguido el camino general de evolución del mundo animal, que tendía a liberar la atención mediante la automatización de los movimientos y el desarrollo de los reflejos en la actividad del sistema nervioso del organismo. La automatización de las fuerzas productivas en la sociedad ha creado un sistema reflejo análogo de dirección en la producción de carácter económico y permitido a multitud de personas dedicarse a lo que es hoy el trabajo fundamental del ser humano: las investigaciones científicas. La naturaleza nos ha dado un gran cerebro investigador, aunque al principio éste se dedicase únicamente a la búsqueda de alimentos y a la averiguación de si eran o no comibles.

— ¡Muy bien! — dijo Evda Nal en un susurro, y en aquel momento advirtió a su hija.

La muchacha, sin sospechar nada, miraba pensativa a la ondulada superficie del cristal que impedía ver el exterior.

Veda Kong, curiosa, la comparaba con la madre. Los mismos lisos cabellos, largos y negros, pero en la hija, entrelazados por un cordoncillo azul celeste y recogidos en dos grandes rodetes. Igual óvalo del rostro, que se estrechaba abajo y tenía algo de infantil a causa de la frente, demasiado ancha, y de los salientes pómulos. Una chaquetilla de seda artificial, blanca como la nieve, acentuaba el color cetrino de la piel y la intensa negrura de los ojos, cejas y pestañas. Un collar de coral grana resaltaba la originalidad indiscutible de su fisonomía.

La hija de Evda llevaba, como todos los alumnos de la clase, unos pantalones anchos y cortos que sólo se diferenciaban por unos flecos rojos a lo largo de las costuras laterales.

— Es un adorno hindú — respondió bajito Evda Nal a la sonrisa interrogante de su amiga.

Apenas ambas mujeres hubieron retrocedido al pasillo, la profesora salió de la clase.

En pos de ella salieron impetuosos algunos alumnos, entre ellos, la hija de Evda. La muchacha se paró de pronto al ver a la madre, cuyo orgullo y constante ejemplo quería imitar. Evda ignoraba que en la escuela existía un círculo de admiradores suyos que habían decidido seguir en la vida el mismo camino que la célebre psicóloga.