124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

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— Los tiempos de las danzas han pasado — repuso seria —. Ahora estoy eligiendo trabajo en la esfera que me es conocida. Hay una plaza vacante en una fábrica de cueros artificiales, situada en los mares interiores de las Célebes, y otra en un centro de cultivo de plantas vivaces, en el lugar donde antes se encontraba el desierto de Atacama. El trabajo en el Atlántico me gustaba. ¡Cuánto fulgor y luminosidad, qué gozo produce la fuerza del océano, la comunión instintiva con él, el juego diestro y la competición hábil con sus poderosas olas, que están siempre allí al lado, y en cuanto se termina el trabajo, a ellas!..

— A mí también, cuando me entrego a la añoranza, me asalta al instante el recuerdo del sanatorio psicológico de Nueva Zelanda donde yo empecé a trabajar de enfermera. Y Ren Boz, después de sus espantosas heridas, declara ahora que nunca fue tan dichoso como en los tiempos en que era mecánico ajustador de girópteros. Pero usted misma comprenderá, Chara, ¡que eso es debilidad! Cansancio, de la enorme tensión que se requiere para mantenerse a esa altura creadora que usted, auténtica artista, ha conseguido alcanzar. Y mayor será ese cansancio cuando su cuerpo haya perdido su magnífica carga de energía vital. Pero mientras no la pierda, concédanos a todos nosotros la alegría de su arte y su belleza.

— Usted no sabe, Evda, lo que yo siento. Cada preparación de una nueva danza es una jubilosa búsqueda. Me doy cuenta de que la gente recibirá una vez más algo preciado que le reportará gozo y hondas emociones… Entonces, vivo sólo para eso. Y cuando llega el instante de realizar mi pensamiento, me entrego toda a una pasión ardiente, desenfrenada… Seguramente, eso se transmite a los espectadores y hace que la danza sea percibida con tanta fuerza. Me doy toda a todos vosotros…

— ¿Y luego? Viene una brusca depresión, ¿verdad?

— ¡Sí! Soy como una canción que vuela y se desvanece en el aire. Yo no creo nada que lleve la huella del pensamiento.

— Lleva algo más: ¡su aporte al alma de las gentes!

— Eso es muy inmaterial y transitorio, ¡yo me refiero a mí misma!

— ¿Todavía no ha amado usted nunca, Chara?

La muchacha bajó los ojos.

— Así parece — preguntó, en vez de contestar.

Evda Nal negó con la cabeza.

— Yo tengo en cuenta el gran amor de que es usted capaz, y no todo el mundo, ni mucho menos…

— Ya comprendo; mi gran pobreza de vida intelectual me da una gran riqueza de emociones.

— En general, el pensamiento es justo, pero yo lo aclararía agregando que usted está tan bien dotada en el aspecto emocional, que el otro aspecto no será nunca pobre, aunque sea más débil por ley natural de las contradicciones. Bueno, estamos divagando sobre cosas abstractas, y yo tengo que hablarle de un asunto urgente, directamente relacionado con nuestra conversación. Mven Mas…

La muchacha se estremeció.

Evda Nal la tomó del brazo y la llevó a un ábside lateral de la sala, cuyo revestimiento de madera oscura armonizaba severo con la policromía, azul y oro, de los cristales de las anchas ventanas en ojiva.

— Chara, querida, usted es una florecilla terrestre amante de la luz y trasplantada a un planeta de una estrella doble. Dos soles, uno azul y el otro rojo, van por el cielo, y la florecilla no sabe hacia cuál volverse. Pero usted es hija del sol rojo, ¿y para qué tender hacia el azul?

Con fuerza y ternura, Evda Nal atrajo a la muchacha hacia su hombro, y ella, inesperadamente, se apretó contra su pecho. La famosa psicóloga acarició con maternal cariño aquellos abundantes cabellos, un poco ásperos, pensando que milenios de educación habían conseguido sustituir las mezquinas alegrías personales por otras grandes, comunes. Mas ¡qué lejos se estaba aún de la victoria sobre la soledad del alma, especialmente de una alma como aquélla, rebosante de sentimientos e impresiones, alimentada por un cuerpo lleno de vida!.. Y dijo en voz alta:

— Mven Mas… ¿Sabe usted lo que le ha ocurrido?

— ¡Claro: ¡Toda la Tierra discute su fracasado experimento!

— ¿Y usted qué opina?

— ¡Que él tiene razón!

— Yo creo lo mismo. Por ello hay que sacarlo de la isla del Olvido. Dentro de un mes, tendrá lugar la reunión anual del Consejo de Astronáutica. Se examinará su culpa y el fallo será sometido a la sanción del Control del Honor y del Derecho, que vela por el destino de cada uno de los habitantes de la Tierra. Yo tengo fundadas esperanzas de que la condena sea leve, pero es preciso que Mven Mas esté aquí. A un hombre que es tan emotivo como usted, no le conviene permanecer largo tiempo en la isla, ¡y mucho menos en soledad!

— ¿Acaso soy yo una mujer tan chapada a la antigua para trazar los planes de mi vida en dependencia de los asuntos de un hombre, aunque este hombre sea el elegido por mí?

— Chara, hija mía, no me diga nada. Yo los he visto juntos y sé lo que usted significa para él… Y él para usted. No censure a Mven por haberse marchado sin verla, ocultándose de usted. Comprenda que una persona como él, y como usted misma, no podía ir así a ver a su amada, ¡no le quepa duda, Chara! Mísero, vencido, esperando el juicio y el exilio, ¿cómo iba a presentarse ante usted que es uno de los ornatos del Gran Mundo?

— Yo no me refiero a eso, Evda. ¿Me necesita él ahora, cuando está cansado, roto?…

Yo temo que tal vez le falten fuerzas para una gran exaltación espiritual; en este caso no se trata de la razón, sino de los sentimientos necesarios… para esa creación que es el amor, de un sublime amor del que a mi parecer somos los dos capaces… Entonces, vendría para él una segunda pérdida de fe en sí mismo, ¡y no soportaría la divergencia con la vida! Por eso, yo pensaba que lo mejor para mí ahora sería estar en el desierto de Atacama.

— Tiene usted razón, Chara, pero solamente en un aspecto. Hay además el de la soledad y la autocondena excesiva en un gran hombre apasionado que no tiene hoy ningún apoyo, puesto que ha dejado nuestro mundo. Yo misma habría ido allá… Pero tengo a Ren Boz medio muerto, y él, como herido grave, goza de más derecho. Dar Veter ha sido designado para construir el nuevo sputnik; ésa será su aportación a Mven Mas. Y no me equivocaré si le digo a usted, con firmeza: vaya a su lado y no le exija nada, ni siquiera una mirada cariñosa, ni planes para el futuro, ni ningún amor. Limítese a ayudarle, siembre en él la duda acerca de su propia razón, y luego, vuélvalo a nuestro mundo. Usted es capaz de hacerlo, Chara. ¿Irá?

La muchacha, anhelante, alzó hacia Evda Nal los ojos, cándidos, infantiles, cuajados de lágrimas.

— ¡Hoy mismo!

La psicóloga besó fuertemente a Chara.

— Hace bien, hay que apresurarse. Por la Vía Espiral, iremos juntas hasta Asia Menor.

Visitaré a Ren Boz, que está en un sanatorio quirúrgico de la isla de Rodas, y a usted la enviaré a Deir ez Zor, base de los espirópteros de asistencia técnico sanitaria que realizan viajes a Australia y Nueva Zelanda. Me imagino el placer con que el piloto llevará a Chara, a la danzarina y no a la bióloga, a cualquier punto que ella quiera…

El jefe del tren invitó a Evda Nal y a su acompañante al puesto central de comando.

Sobre los techos de los enormes vagones, en sentido longitudinal, había un pasillo cubierto de silicol. Por él, los empleados de guardia iban y venían de un extremo a otro del convoy, observando los indicadores de PCE (protección de los contactos electrónicos). Las dos mujeres subieron por una escalera de caracol, siguieron a lo largo del pasillo superior y fueron a parar a una gran cabina que pendía sobre la delantera aerodinámica del primer vagón. Dentro de aquella elipsoide de cristal, a siete metros sobre el nivel de la vía, estaban sentados en unos sillones dos maquinistas, separados por el alto fanal, en forma de pirámide, donde se encontraba el robot-conductor electrónico. Unas pantallas parabólicas de TV permitían ver todo lo que pasaba a ambos lados y detrás del tren. En el techo de la cabina, la antena del aparato advertidor debía anunciar, con sus temblantes varillas, la aparición de algún obstáculo en el camino, a cincuenta kilómetros de distancia, aunque tal caso sólo podía darse por una coincidencia excepcional de circunstancias.

Evda y Chara se sentaron junto a la pared posterior de la cabina, en un diván, a medio metro de altura sobre los asientos de los maquinistas. Y las dos quedaron como hipnotizadas, fijos los ojos en el ancho camino que venía raudo a su encuentro. La gigantesca Vía Espiral hendía las cordilleras, atravesaba veloz las llanuras, deslizándose por colosales ramblas, cruzaba los estrechos y las bahías por bajas estacadas a flor de agua. La velocidad de doscientos kilómetros por hora convertía los bosques, a ambos lados de los enormes taludes, en continuos tapices, que eran rojizos, de color de malaquita o verde oscuro, según la especie de los árboles: pinos, eucaliptos u olivos. El mar sereno del Archipiélago se rizaba, a derecha e izquierda de la estacada, al soplo del viento levantado por los vagones de aquel tren de diez metros de anchura. Y las grandes ondas se expandían en abanico oscureciendo la transparente agua azul celeste.

Las dos mujeres, mirando al camino, sumidas en sus pensamientos, plenos de zozobra, guardaban silencio. Transcurrieron así cuatro horas. Otras cuatro las pasaron sentadas en los blandos sillones del salón del segundo piso, entre otros viajeros, y se separaron en una estación, no lejos de la costa occidental de Asia Menor. Evda tomó un electrobús, que la conduciría al puerto más cercano, y Chara continuó en el tren hasta la estación del Tauro Oriental, arranque de la primera rama meridional. Dos horas más de viaje, y la muchacha se encontró en una planicie tórrida, envuelta en la neblina del aire seco, ardiente. Allí, en las inmediaciones del antiguo desierto de Siria, se hallaba Deir ez Zor, aeropuerto de los espirópteros, aparatos peligrosos para los lugares poblados.

Siempre recordaría Chara Nandi las angustiosas horas pasadas en Deir ez Zor, a la espera de un espiróptero. La muchacha meditaba sin cesar sus acciones y palabras futuras, procurando imaginarse la entrevista con Mven Mas, trazaba planes de búsquedas en la isla del Olvido, donde todo se esfumaba en la sucesión de unos días anodinos, monótonos.

Por fin, allí abajo, en los desiertos de Nefud y de Rub-el-Halí, extendíanse interminables los campos de termoelementos, formidables centrales que convertían el calor solar en energía eléctrica. Veladas por los esteres de la noche y el polvo, las centrales se alineaban en correcta formación sobre las grandes dunas, compactas y lisas, las cortadas mesetas con vertiente hacia el Sur y los laberintos de los barrancos llenos de arena. Eran monumentos de la grandiosa lucha de la humanidad por la energía. La amplia utilización de nuevas clases de energía nuclear — P, Q y F — había puesto fin hacía tiempo al riguroso régimen de economías. Inmóviles, alzábanse los bosques de aeromotores — otra reserva de energía para la zona Norte de viviendas — a lo largo de la costa meridional de la Península Arábiga. El espiróptero cruzó en un segundo el litoral del continente, que se divisaba apenas allí abajo, y pasó como una centella sobre el Océano Indico. Cinco mil kilómetros eran una distancia insignificante para un aparato tan rápido.

Poco después, Chara Nandi, acompañada de invitaciones a regresar pronto, bajaba del espiróptero con vacilante andar.

El jefe del campo de aterrizaje encargó a su hija que llevase la viajera a la isla del Olvido en una pequeña lat, motora de fondo plano. Y unos instantes más tarde las dos muchachas se deleitaban en alta mar con la impetuosa marcha de la minúscula embarcación sobre las grandes olas. La lat iba derecha hacia la orilla oriental de la isla del Olvido, proa a la gran bahía donde se encontraba una de las estaciones sanitarias del Gran Mundo.

Los cocoteros, inclinando sus palmas sobre las rumorosas olas, saludaban la llegada de Chara. La estación estaba desierta, todo el personal había ido al interior de la isla para exterminar unos arácnidos descubiertos en unos roedores del bosque.

Cerca de la estación, había unas cuadras. Los caballos para el trabajo y el transporte eran criados en los lugares como la isla del Olvido o en los sanatorios, donde la utilización de los girópteros estaba prohibida a causa de su ruido, y los carros eléctricos no podían circular por falta de caminos adecuados. Chara descansó un poco, se cambió de traje y fue a ver a aquellos hermosos y raros animales. Allí encontró a una mujer que dirigía hábilmente las máquinas encargadas de distribuir el pienso y de hacer la limpieza del local. Chara se puso a ayudarla, y ambas trabaron conversación. La muchacha le preguntó cómo se podía encontrar, con más rapidez y facilidad, a una persona en la isla.

La mujer le aconsejó que se incorporase a alguna de las unidades sanitarias que recorrían toda la isla y conocían el lugar mejor que los mismos aborígenes. El consejo agradó a Chara.

Capítulo XI. LA ISLA DEL OLVIDO

El out-board cruzó el estrecho de Palk con fuerte viento en contra y salvando a saltos las lisas olas. Hacía mil años, había allí una barrera de bancos de arena y de arrecifes de coral denominada Puente de Adán. Recientes procesos geológicos habían formado en aquel lugar una profunda sima de chapoteantes aguas negras que separaba a la humanidad activa, anhelosa de avances, de los amantes de la tranquilidad.

Mven Mas, afianzado en las piernas, muy abiertas, estaba en pie ante la barandilla, viendo cómo se iba agrandando en el horizonte la isla del Olvido. Aquella enorme isla, rodeada de un océano templado, era un paraíso natural. El paraíso, en el primitivo concepto religioso del hombre, venía a ser un delicioso refugio póstumo, sin preocupaciones ni trabajos. La isla del Olvido era también un refugio para quienes no sentían ya la atracción de la intensa actividad del Gran Mundo o no querían trabajar al igual que todos.

De nuevo en el seno de la Tierra-Madre, pasaban allí años de calma, dedicados a sencillas y monótonas labores: la agricultura, la pesca o la cría de ganado al modo de la remota antigüedad.

Aunque la humanidad había entregado a sus débiles hermanos un gran trozo de tierra fértil, maravillosa, la economía primitiva de la isla no podía asegurar por completo a su población una vida de hartura, sobre todo en las épocas de mala cosecha o de otras anormalidades propias de las fuerzas productivas poco desarrolladas. Por ello, el Gran Mundo entregaba siempre a la isla del Olvido una parte de sus reservas.

Por tres puertos — en el Noroeste, el Sur y el Este de la isla — llegaban los productos alimenticios conservados para largos años, así como los medicamentos, medios de defensa biológica y otros artículos de primera necesidad. Los tres administradores principales de la isla residían en aquellos puntos y se denominaban, respectivamente, jefes de los ganaderos, de los agricultores y de los pescadores.

En tanto observaba las montañas azules que se alzaban en la lejanía, a Mven Mas le acometió de pronto una amarga duda: ¿no pertenecería él a la categoría de los « toros », gentes que siempre habían causado a la humanidad serias complicaciones? El hombre perteneciente a esa categoría era fuerte y enérgico, pero cruel, sin compasión alguna ante los sufrimientos y penas ajenos, y sólo pensaba en la satisfacción de sus necesidades. En los tiempos remotos de la humanidad, los padecimientos, discordias y calamidades se habían agravado por culpa de aquellos individuos, que se proclamaban, bajo distintos títulos, conocedores exclusivos de la verdad y se consideraban con derecho a aplastar toda discrepancia con sus ideas y a extirpar toda forma de pensamiento o vida diferente de la suya. Desde entonces, la humanidad empezó a evitar la más leve manifestación de absolutismo en las opiniones, deseos y gustos y a temer especialmente a los « toros », que, sin tener en cuenta las inquebrantables leyes de la economía ni preocuparse del futuro, vivían solamente al día. Las guerras y la economía desorganizada de la Era del Mundo Desunido dieron lugar al saqueo del planeta. Se talaban los bosques, quemaban las reservas de hulla y petróleo acumuladas durante centenares de millones de años, se contaminaba el aire con el ácido carbónico y los fétidos desechos arrojados por las fábricas, se exterminaban hermosos animales inofensivos, como las jirafas, las cebras y los elefantes, hasta que el mundo logró llegar a la organización de la sociedad. La Tierra estaba emporcada; los ríos y los mares, sucios de petróleo y de residuos químicos.