124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 39

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Y solamente después de una depuración radical del agua, el aire y la tierra, consiguió la humanidad dar al planeta el aspecto que tenía, dejándolo tan desbrozado y limpio, que se podía caminar descalzo, por todas partes, sin temor a lastimarse los pies.

En cambio él, Mven Mas, que había estado en un cargo de responsabilidad menos de dos años, había ya destruido un satélite artificial, creado con el esfuerzo conjunto de miles de personas y sorprendentes artificios de ingeniería, causando la muerte de cuatro científicos capaces, cada uno de los cuales habría podido llegar a ser un Ren Boz… Hasta el propio Ren Boz había sido salvado a duras penas. Y de nuevo, la imagen de Bet Lon, que se ocultaba allí, en algún lugar de las montañas o los valles, surgió ante él, viva, suscitándole una intensa compasión. Poco antes de partir, Mven Mas había visto unos retratos del matemático, y en su memoria habíanse grabado para siempre el rostro de enérgicas facciones, gran mentón, estrecho entrecejo y ojos penetrantes y hundidos, toda su figura atlética y corpulenta.

El mecánico del out-board acercóse al africano.

— Hay mucha marejada. No podremos atracar, las olas saltan por encima del muelle.

Habrá que ir al puerto Sur.

— No vale la pena. ¿Tienen ustedes balsillas salvavidas? Pondré en una la ropa y ganaré a nado la costa.

El mecánico y el timonel le miraron con respeto. Las turbias olas abatíanse una tras otra sobre un banco de arena, fundiéndose en fragorosa cascada. Más cerca de la orilla, se adentraban profundamente, en confuso tropel, en la playa de suave declive, espumeantes, removiendo la arena. Unos nubarrones bajos esparcían una lluvia menuda, tibia, oblicua del viento, que se mezclaba con la agitada espuma. A través de aquella red brumosa, se columbraban unas siluetas grises.

Los dos marinos cambiaron una mirada, mientras Mven Mas se desnudaba y plegaba su ropa. Los que partían para la isla del Olvido quedaban sin la tutela de una sociedad en la que cada uno protegía y ayudaba a los demás. La personalidad de Mven Mas infundía involuntario respeto, y el timonel decidió advertirle del gran peligro. El africano se encogió de hombros despreocupado. El mecánico le trajo un paquete pequeño, herméticamente cerrado.

— Tome, aquí tiene alimentos concentrados, para un mes.

Mven Mas reflexionó un instante y metió el paquete, junto con la ropa, en la cámara impermeable, cerró cuidadosamente la válvula y, con la pequeña balsa bajo el brazo, saltó la barandilla.

— ¡Vire! — ordenó.

El out-board se inclinó de costado, en redondo viraje, y Mven Mas, lanzado de la embarcación, entabló una furiosa lucha con el mar. Desde el out-board se le veía elevarse sobre las crestas de las encrespadas olas para hundirse al instante en sus abismos y resurgir de nuevo.

— Llegará — aseguró el mecánico con un suspiro de alivio —. El mar nos arrastra, hay que marcharse.

Zumbó sonora la hélice, y la embarcación, dando un salto, avanzó alzada por una ola que venía a su encuentro. La negra figura de Mven Mas apareció en la orilla, en toda su talla, y esfumóse en la neblina de la lluvia.

Por la arena, apisonada por el temporal, venía un grupo de hombres sin más ropas que unos taparrabos. Traían, con aire triunfante, un gran pescado, que se debatía aún. Al ver a Mven Mas, se detuvieron para saludarle amistosos.

— Uno nuevo, venido del otro mundo — comentó sonriente uno de los pescadores —. ¡Y qué bien nada! ¡Vente a vivir con nosotros!

Mven Mas, que los miraba franco y afectuoso, negó con la cabeza.

— Me sería penoso vivir aquí, a orillas del mar, otear su infinita lejanía, añorando mi hermoso mundo perdido.

Otro pescador — de espesa y canosa barba, que debía considerarse allí ornato masculino — puso su mano sobre el mojado hombro del forastero.

— ¿Es que le han mandado aquí a la fuerza?

Mven Mas, con sonrisa de amargura, trató de explicar las causas de su llegada.

El barbudo le dirigió una mirada compasiva y triste.

— Tú y yo no nos entenderemos. Ve allí — el hombre señaló hacia el Sudeste, donde, en un desgarrón de las nubes, se perfilaban los escalones azules de unas lejanas montañas —. El camino es largo, pero aquí no hay más medio de locomoción que ésta…

— y se dio unas palmadas en la musculosa pierna.

Ansioso de alejarse, Mven Mas echó a andar a grandes pasos, sin esfuerzo, por el serpenteante sendero que ascendía hacia unas colinas de suave pendiente.

Aunque hasta el centro de la isla había doscientos kilómetros y pico de camino, Mven Mas no se apresuraba. ¿Para qué? Lentamente se deslizaban los días, largos, vacíos, sin ninguna actividad provechosa. Al principio, hasta que no se repuso por completo del accidente, su cansado cuerpo demandaba reposo, la caricia de la naturaleza. Si no hubiera tenido conciencia de la terrible pérdida, se habría deleitado con el silencio de las desiertas mesetas, oreadas por los vientos, con las sombras y la calma primitiva de las calurosas noches tropicales.

Pero pasaron los días, y el africano, que vagaba por la isla en busca de una ocupación de su agrado, empezó a sentir agudamente la nostalgia del Gran Mundo. No le alegraban ya los apacibles valles, donde la mano del hombre cultivaba vergeles de árboles frutales, ni le arrullaba el rumoreo de los cristalinos ríos montañeros, a cuyas orillas podía pasar incontables horas en los bochornosos mediodías o en las noches de luna.

Incontables horas… Y en realidad, ¿para qué contar lo que él allí no necesitaba en absoluto? Había cuanto tiempo se quisiera, océanos enteros, y sin embargo, ¡cuan mísera era su parte individual!.. Un breve instante, ¡olvidado al momento!

Únicamente ahora percibía Mven Mas toda la exactitud del nombre de la isla. La isla del Olvido, ¡oscuro anónimo de la vida antigua, de los hechos y sentimientos egoístas del hombre! Hechos olvidados por sus descendientes porque habían sido realizados sólo para satisfacer necesidades personales, sin hacer mejor y más fácil la vida de la sociedad ni ornarla con las audaces obras de un arte creador.

Sorprendentes proezas habían caído en la nada anónima.

El africano había sido admitido en una comunidad de ganaderos del centro de la isla, y desde hacía dos meses apacentaba un rebaño de gaúros-búfalos gigantes, al pie de una colosal montaña que llevaba un nombre interminable, en la lengua de los remotos aborígenes.

Guisaba largamente al fuego, en un puchero ahumado, unas gachas negras, y un mes atrás había tenido que ir al bosque a la busca de bayas, nueces y avellanas, rivalizando con los glotones monos que le arrojaban los restos de esos alimentos. Aquello ocurrió porque les había dado las provisiones que trajera del out-board a dos viejos, en un apartado valle, siguiendo las normas del mundo del Circuito, donde la mayor felicidad consistía en proporcionar satisfacciones a los demás. Y entonces comprendió lo que era buscar el sustento en lugares desiertos, inhabitados. ¡Qué absurda pérdida de tiempo!..

Mven Mas se levantó de la piedra en que estaba sentado y miró en derredor. A la izquierda, el sol se ocultaba en el límite de la meseta; detrás, se alzaba la redonda cima, en forma de cúpula, de una montaña coronada de bosque.

Abajo, en la penumbra, brillaba un impetuoso arroyuelo entre enormes y empenachados bambúes. Allá lejos, a una media jornada de camino, se encontraban las milenarias ruinas, cubiertas de maleza, de la antigua capital de la isla. Había también otras ciudades abandonadas, mayores y mejor conservadas que aquélla. Mas, por el momento, no le interesaban.

Las bestias, acostadas sobre la hierba ensombrecida, eran como negros montículos.

La noche venía rauda. Encendíanse temblantes millares de estrellas en el cielo oscurecido. Se extendían las sombras, familiares para el astrónomo, y los trazos, bien conocidos, de las constelaciones; brillaban los grandes astros con vivo fulgor. Allí estaba también el fatídico Tucán… ¡Pero los sencillos ojos humanos eran tan débiles! Jamás volvería él a ver los grandiosos espectáculos del Cosmos, las espirales de las gigantescas galaxias, los enigmáticos planetas ni los soles azules. Todo aquello eran solamente para él lucecillas, infinitamente lejanas. ¿Qué más daba que fuesen estrellas o lámparas fijadas a una bóveda de cristal, como creían los antiguos? ¡A su mirada le era igual!

El africano, bruscamente, empezó a amontonar la ramiza recogida. Ya tenía en la mano otro objeto que se había hecho indispensable: un pequeño encendedor. Tal vez, siguiendo el ejemplo de ciertos habitantes del lugar, empezara pronto a aspirar el humo de algún narcótico para matar un tiempo agobiador, pegajoso.

Las lengüecillas de fuego comenzaron a danzar, ahuyentando las sombras y apagando las estrellas. Cerca, resollaban pacíficos los búfalos. Mven Mas, pensativo, fijó sus ojos en el fuego.

¿Se habría convertido el luminoso planeta en una celda oscura para él?

No; su orgullosa renunciación del mundo no era más que la vanidad de la ignorancia.

Ignorancia de sí mismo, menosprecio de la vida elevada, plena de creación, que llevaba hasta ahora, desconocimiento de la fuerza de su amor a Chara. ¡Más valía entregar la vida en una hora, dedicada a una excelsa obra del Gran Mundo, que vivir allí un siglo entero!

Había en la isla del Olvido cerca de doscientas estaciones sanitarias, cuyo personal, médicos voluntarios del Gran Mundo, ponía a disposición de los habitantes todos los poderosos medios de la medicina moderna. Jóvenes de aquel mismo mundo trabajaban también en los destacamentos de sanidad, para que la isla no se convirtiese en vivero de antiguas enfermedades o de animales dañinos. Mven Mas rehuía el encuentro con aquellas personas para no sentirse un proscrito del mundo del saber y la belleza.

Al amanecer, Mven Mas fue relevado por otro pastor. Y el africano, que quedaba libre por dos días, decidió ir a la ciudad cercana para recibir una capa, pues las noches eran ya frescas en las montañas.

Hacía un calor bochornoso y reinaba la calma, cuando Mven Mas descendía de la meseta a una ancha planicie, semejante a un compacto mar de flores, liláceas y amarillas como el oro, sobre el que volaban policromos insectos. Las ráfagas del leve viento balanceaban las plantas, y las corolas rozaban suavemente las rodillas del africano. Al llegar al centro del inmenso campo, se detuvo cautivado por la radiante belleza natural de aquel jardín silvestre y aromoso. Luego de inclinarse pensativo, acarició unos pétalos, trémulos del viento, sintiéndose como en un bello sueño de la infancia.

Un suave golpeteo rítmico, apenas perceptible, alteró la calma. Mven Mas alzó la cabeza y vio a una muchacha que, hundida en las flores hasta la cintura, caminaba de prisa. La muchacha se apartó de la senda y el africano contempló con satisfacción su armoniosa figura emergiendo de aquel mar florido. Una aguda pena le punzó el corazón:

ella habría podido ser Chara si… si las cosas hubieran tomado otro giro. Su espíritu observador, de hombre de ciencia, le advirtió que la muchacha estaba inquieta. Con frecuencia, volvía la cabeza y apretaba el paso, como si la persiguieran. Mven Mas cambió de dirección y acercóse rápidamente a la muchacha, alzándose ante ella en toda su enorme talla.

La desconocida se detuvo. Un polícromo pañuelo, anudado en cruz, ceñía su torso, el borde de su falda roja estaba humedecido por el rocío. Las finas pulseras tintinearon más fuerte cuando alzó los desnudos brazos para apartarse de la cara los negros cabellos cortos, revueltos por el viento. Sus ojos, tristes, miraban concentrados entre los ricillos que se esparcían rebeldes por la frente y las mejillas. Estaba jadeante, sin duda de la larga carrera. Unas gotas de sudor perlaban espaciadas su cara, morena y bonita. La muchacha dio unos pasos vacilantes, avanzando hacia él.

— ¿Quién es usted? ¿Adonde va tan de prisa? — le preguntó Mven Mas —. ¿Necesita usted ayuda?

Ella le miró escudriñadora y dijo con voz entrecortada: — Soy Onar, de la quinta barriada. ¡No necesito ninguna ayuda!

— Pues no lo parece. Está usted cansada, algo la atormenta. ¿Qué es lo que la amenaza? ¿Por qué rehúsa mi ayuda?