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— Bien… Pero ¿dónde? — inquirió de súbito Erg Noor, con acento firme, mirándola fijamente.
— Donde fuera, incluso aquí… — respondió ella, mostrando un negro abismo que se extendía entre dos ramas de la Galaxia, y devolvió a Noor la tenaz mirada, entreabiertos los labios.
— ¡Oh, no tan lejos! Usted, querida astronauta, sabe que hace cerca de ochenta y cinco años se llevó a cabo la treinta y cuatro expedición astral, conocida con el nombre de « Escalonada ». Tres astronaves, que se aprovisionaban mutuamente de combustible, partieron hacia la Lira, alejándose cada vez más de la Tierra. Las dos que no llevaban investigadores a bordo regresaron al globo terráqueo cuando hubieron suministrado todo su anamesón. Así escalan los alpinistas las más altas cimas. En cuanto a la tercera, llamada Argos…
— ¡La que no volvió!.. — dijo emocionada Niza, en un susurro.
— Cierto, el Argos no volvió. Pero alcanzó su objetivo. Pereció al regreso, después de haber enviado un mensaje. Su objetivo era llegar al gran sistema planetario de la estrella azul Vega o Alfa de la Lira. A través de innumerables generaciones, ¡cuántos ojos humanos han contemplado sus azules fulgores en el cielo boreal! Vega se encuentra a ocho parsecs de nuestro Sol o treinta y un años de camino, calculando por el tiempo independiente, y el hombre no había logrado aún franquear esa distancia. De todos modos, el Argos llegó a su destino… No se sabe si, luego, la causa de su perecimiento fue un meteorito o una avería grave. Tal vez continúe vagando por los espacios y vivan todavía los héroes que creemos muertos…
— ¡Qué espanto!
— Ésa es la suerte de toda astronave que no pueda volar a la velocidad sublumínica.
Entre ella y su planeta se interpondrán al instante milenios de camino.
— ¿Y qué comunicó el Argos? — se apresuró a preguntar la muchacha.
— Bien poca cosa. Transmitió un mensaje entrecortado que luego se interrumpió por completo. Lo recuerdo textualmente: « Habla el Argos, habla el Argos, regresamos de la Vega, desde hace veintiséis años… suficiente… esperaremos… cuatro planetas de la Vega… no hay nada más maravilloso… ¡qué dicha!.. » — ¡Pero ellos pedían socorro, querían esperar en algún sitio!..
— Desde luego; de lo contrario, la astronave no habría gastado la enorme energía necesaria para la emisión. Mas ¿qué se podía hacer? No volvió a recibirse ni una sola palabra del Argos.
— Veintiséis años independientes de viaje de regreso. Hasta el Sol le quedaban cerca de cinco años… La nave se encontraba en nuestra región, en alguno de estos parajes, o aún más cerca de la Tierra.
— No lo creo… A no ser que hubiese sobrepasado la velocidad normal y se hallase cerca del límite cuántico. ¡Pero eso es peligrosísimo!
Erg Noor empezó a explicarle brevemente el principio de la destrucción que amenaza a la materia cuando su velocidad de desplazamiento se aproxima a la de la luz, mas advirtió que la muchacha no le escuchaba con atención.
— ¡Ya le comprendo! — exclamó Niza cuando él hubo terminado la explicación —. Lo habría comprendido inmediatamente si la pérdida del Argos no me hubiese ofuscado el pensamiento… ¡Estas catástrofes son tan terribles, cuesta tanto trabajo aceptarlas!
— Ahora ya ha captado usted lo esencial del mensaje — dijo sombrío Erg Noor —. Ellos descubrieron unos mundos de singular belleza. Y yo vengo soñando desde hace tiempo con recorrer de nuevo esa misma ruta del Argos, provisto de aparatos más perfectos. La empresa es ya completamente factible con un solo navío. Desde mi juventud, mi sueño dorado es la Vega, ¡ese sol azul, rodeado de magníficos planetas!
— ¡Quién pudiera ver esos mundos!.. — repuso Niza, con voz alterada por la emoción —. Mas para volver hacen falta sesenta años terrestres o cuarenta dependientes… Es decir, media vida.
— Las grandes realizaciones exigen grandes sacrificios. Aunque para mí esto ni siquiera constituye un sacrificio. Mi vida en la Tierra no ha sido más que unas breves escalas entre los viajes astrales. ¡Yo nací a bordo de una astronave! — ¿Cómo fue eso? — inquirió ella asombrada.
— La treinta y cinco expedición astral constaba de cuatro navíos. Mi madre era astrónomo de uno de ellos. Yo nací a mitad de camino de la estrella doble MN1906 + 7AL, infringiendo con ello las leyes por dos veces. Sí, por dos veces, pues crecí y me eduqué junto a mis padres, en la astronave, en lugar de hacerlo en la escuela. ¡No hubo más remedio! Cuando la expedición regresó a la Tierra, yo tenía ya dieciocho años. Al llegar a mi mayoría de edad, se me contaba, como un « trabajo de Hércules », el haber aprendido a conducir el navío y ser ya un astronauta.
— A pesar de todo, sigo sin comprender… — empezó a decir Niza.
— ¿A mi madre? Cuando tenga usted algunos años más, la comprenderá. Por aquel entonces, el suero AT-Anti-Tia no se conservaba mucho tiempo. Y los médicos no lo sabían… Pues bien, el caso es que me llevaban de niño a un puesto central de comando, parecido a éste. Yo abría mis deslumbrados ojillos infantiles ante las pantallas reflectoras en que danzaban las estrellas. Volábamos hacia la Théta del Lobo, donde se encontraba una estrella doble próxima al Sol: dos enanillos — el uno azul, el otro anaranjado — tras una nube opaca. Mi primera impresión consciente fue el cielo de un planeta sin vida que yo observaba bajo la cúpula de cristal de una estación provisional. Los planetas de las estrellas dobles suelen ser inanimados, debido a la irregularidad de sus órbitas. La expedición, que había tomado tierra en uno de ellos, realizó durante siete meses trabajos de prospección. Según recuerdo, encontraron allí fantásticas riquezas, yacimientos de platino, osmio e iridio. Cubos de este metal, de un peso increíble, me servían de juguetes.
Y sobre mí, aquel cielo, mi primer cielo, negro, tachonado de claras estrellas inmóviles, y dos soles de una belleza indescriptible: uno, de vivo color naranja; el otro, intensamente añil. Recuerdo que sus rayos se entrecruzaban a veces e inundaban nuestro planeta de una luz verde, tan alegre y espléndida, ¡que me hacía gritar de entusiasmo y cantar de alegría!.. — Erg Noor calló un instante y concluyó —: Bueno, basta. Me he dejado llevar por los recuerdos, y hace tiempo que debía usted estar descansando.
— Continúe, nunca he oído nada tan interesante — suplicó Niza, pero el jefe se mantuvo inflexible.
Trajo el hipnotizador automático pulsatorio, y la muchacha — magnetizada por la mirada imperiosa de Erg Noor o por la acción soporífera del aparato — quedó sumida en tan profundo sueño, que no se despertó hasta la víspera de la sexta vuelta. La fría expresión del jefe le advirtió en seguida que el Algrab continuaba sin aparecer.
— ¡Se ha despertado usted a tiempo! — dijo, en cuanto Niza, luego de darse un baño de electricidad y ondas y de arreglarse, volvió al puesto de comando —. Conecte la música y la luz despertadora. ¡Para todos!
Niza apretó al momento unos botones en hilera, y en todos los camarotes donde dormían los miembros de la expedición surgieron unos resplandores intermitentes y se expandió una melodía singular, de graves y vibrantes acordes en crescendo. El sistema nervioso iba saliendo gradualmente de su inhibición para volver a su actividad normal.
Cinco horas más tarde, todos los tripulantes se reunían en el puesto central de comando, en plena posesión de sus facultades, confortados por el alimento y los tónicos.
Al enterarse de la pérdida del Algrab, cada uno reaccionó a su manera. Pero, como esperaba Erg Noor, todos estuvieron a la altura de las circunstancias. Ni una palabra de desesperación, ni una mirada de miedo. Pur Hiss, que no se había mostrado muy valiente cuando volaban sobre Zirda, recibió la noticia sin estremecerse. Sólo la joven médica Luma Lasvi palideció ligeramente y se pasó la lengua, con disimulo, por los resecos labios.
— ¡Honremos la memoria de nuestros camaradas! — dijo el jefe, iluminando la pantalla del proyector, en la que apareció al momento una fotografía del Algrab hecha antes de partir la Tantra.
Todos se pusieron en pie. Una tras otra, lentamente, empezaron a pasar por la pantalla las imágenes de las siete personas, ya serias, ya alegres, que constituían la tripulación del Algrab. Erg Noor iba mencionando sus nombres y los expedicionarios daban a los muertos su último adiós. Esa era la costumbre tradicional entre los astronautas. Los navíos cósmicos que partían juntos llevaban siempre a bordo una colección completa de fotos de las tripulaciones respectivas. Las astronaves que desaparecían podían vagar aún largo tiempo por los espacios siderales y sus tripulantes continuar vivos largos años. Pero aquello no significaba nada en definitiva, pues la astronave no regresaba jamás. No había ninguna posibilidad real de encontrarla ni de prestarle ayuda. Sus máquinas eran tan perfectas, que las averías leves no se producían casi nunca o se reparaban con facilidad.
Y en cuanto a las graves, nunca se habían podido liquidar en el Cosmos. A veces, como en el caso del Argos, la astronave en peligro tenía tiempo de lanzar una llamada en demanda de auxilio. Pero la mayoría de los mensajes no llegaban a su destino, debido a las enormes dificultades para orientarlos exactamente. En el transcurso de milenios, las emisiones del Gran Circuito habían establecido direcciones exactas y podían además variarlas, transmitiendo mensajes de un planeta a otro. Pero las astronaves se encontraban generalmente en regiones inexploradas donde las direcciones de emisión sólo podían adivinarse de un modo fortuito.
Entre los astronautas predominaba la opinión de que en el Cosmos existían campos neutros o zonas cero que absorbían todas las radiaciones y mensajes. Mas los astrofísicos, por el contrario, consideraban hasta entonces que las zonas cero eran pura fantasía, fruto de la extraordinaria imaginación de los exploradores cósmicos.
Después de la ceremonia fúnebre y de un breve cambio de impresiones, Erg Noor conectó los motores de anamesón. Dos días más tarde, éstos callaron y la astronave empezó a acercarse a la tierra a razón de veintiún mil millones de kilómetros al día. Hasta el Sol quedaban unos seis años terrestres (independientes) de camino. En el puesto central de comando y en la biblioteca-laboratorio el trabajo estaba en todo su apogeo: se calculaba y trazaba la nueva ruta a seguir.
Había que volar durante seis años enteros, consumiendo anamesón únicamente para rectificar el curso. Dicho de otro modo: era preciso conducir la nave guardando con cuidado la aceleración. A todos los inquietaba la región inexplorada 344+2U, entre el Sol y la Tantra, pues no había manera de contornarla: a sus lados, hasta el Sol, se encontraban zonas de meteoritos libres; en los virajes, además, la nave perdía aceleración.
Al cabo de dos meses, la línea de vuelo estaba ya calculada y la Tantra describía una suave curva de igual tensión.
El magnífico navío cósmico se encontraba en perfecto estado, su velocidad se mantenía dentro de los límites previstos. Únicamente el tiempo — cerca de cuatro años dependientes de vuelo — le separaba de la Patria.
Erg Noor y Niza, cansados después de la guardia, se sumieron en largo sueño.
También quedaron en profundo letargo dos astrónomos, el geólogo, el biólogo, el médico y cuatro ingenieros.
Fueron relevados por el equipo siguiente: Peí Lin, experto astronauta que hacía su segundo viaje a los espacios siderales, la astrónomo Ingrid Ditra y el ingeniero electrónico Key Ber, que se había agregado voluntariamente a ellos. Ingrid, con autorización de Peí Lin, iba con frecuencia a la biblioteca contigua al puesto de comando. En unión de Key Ber, viejo amigo suyo, la astrónomo estaba componiendo una sinfonía monumental, La muerte de un planeta, inspirada en la tragedia de Zirda. Peí Lin, hastiado de la musiquilla de los aparatos y de la contemplación de los negros abismos cósmicos, dejó a Ingrid ante el cuadro de comando y se puso a descifrar afanoso unas enigmáticas inscripciones halladas en un planeta — abandonado misteriosamente por sus habitantes —, de las estrellas próximas del Centauro. Creía en el éxito de su ilusoria empresa…
Luego, dos relevos más se sucedieron. Durante ese tiempo la nave se había aproximado a la Tierra en cerca de diez billones de kilómetros y los motores de anamesón no habían sido conectados más que unas horas.
Tocaba ya a su fin la guardia del equipo de Peí Lin, la cuarta desde que la Tantra saliera del lugar del frustrado encuentro con el Algrab.
Terminados sus cálculos, la astrónomo Ingrid Ditra volvióse hacia Peí Lin, que observaba melancólico el palpitar incesante de las rojas agujas en las azules esferas graduadas de los aparatos que medían la intensidad de la gravitación. El retardo habitual en las reacciones psíquicas, al que estaban sujetas hasta las personas más fuertes, se dejaba sentir en la segunda mitad de la guardia. Durante meses y años, la astronave, gobernada automáticamente, seguía el curso señalado de antemano. Si ocurría de pronto algún suceso extraordinario, superior a las fuerzas del dirigente automático, la catástrofe era casi inevitable, pese a la intervención de los hombres. El cerebro humano, por muy bien entrenado que estuviese, no podía reaccionar con la celeridad requerida.
— Me parece que nos hemos adentrado hace tiempo en la región inexplorada 344+2U.
El jefe quería estar aquí de guardia él mismo — dijo Ingrid al astronauta. Peí Lin miró al contador de los días. — De todos modos, dentro de dos días nos relevarán. Por el momento, no se prevé nada de particular. ¿Qué, esperamos hasta que termine nuestra guardia?
Ingrid asintió con la cabeza. Key Ber vino de los compartimentos de popa y ocupó su habitual sillón cerca de los mecanismos de equilibrio. Peí Lin bostezó y levantóse.
— Voy a dormir unas horitas — comunicó a Ingrid.
Ella, dócilmente, dejó su mesa y avanzó hacia el cuadro de comando.
La Tantra, sin oscilación alguna, volaba en el vacío absoluto. Ningún meteorito, ni siquiera lejano, era advertido por los supersensibles detectores de Voll Hod. La ruta de la astronave se apartaba un poco de la dirección del Sol: en año y medio de vuelo aproximadamente. Las pantallas delanteras mostraban una negrura desértica, pasmosa; diríase que el navío se dirigía al mismo corazón de las tinieblas. Tan sólo los telescopios laterales continuaban clavando en las pantallas las agujas de luz de las innumerables estrellas.
Una extraña sensación de inquietud sacudió los nervios de la astrónomo. Volvió junto a sus máquinas y telescopios, comprobó una vez y otra sus indicaciones y levantó la carta de la región desconocida. Todo estaba en calma, y sin embargo, Ingrid no podía apartar los ojos de las siniestras sombras que se extendían ante la proa de la nave. Key Ber, que había reparado en la intranquilidad de la astrónomo, llevaba largo rato observando y prestando oído a sus aparatos.