124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 42

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— ¡La comprendo! — contestó el africano, contemplando involuntariamente a la muchacha, que, en su confusión, había erguido orgullosa la cabeza ofreciendo el rostro a los rayos del sol naciente. La luz del nuevo día volvía a dar a su piel un matiz de cobre rojizo.

Manteniéndose en la silla con naturalidad y sin esfuerzo, Chara montaba un caballo negro, de gran alzada, que acompasaba su paso al del bayo de Mven Mas.

— ¡Nos hemos quedado atrás! — dijo la muchacha aflojando las riendas del caballo, que al instante, avanzó impetuoso.

El africano la alcanzó, y ambos siguieron cabalgando, raudos y juntos, por el viejo camino. Cuando llegaron a la altura de sus jóvenes compañeros, refrenaron los brutos; Chara se volvió hacia Mven Mas.

— ¿Y esa muchacha?… Onar…

— Le convendría estar en el Gran Mundo. Usted misma ha dicho que ella se quedó en la isla casualmente, por cariño a la madre, la cual había llegado aquí y murió hace poco. A Onar le vendría bien trabajar con Veda, en las excavaciones, donde hacen falta las delicadas y sensibles manos femeninas. Aunque también son precisas en miles de otros asuntos. Y el nuevo Bet Lon, que volverá a nuestro seno, ¡la encontrará también renovada!

Chara frunció las cejas y clavó en Mven Mas sus ojos, penetrantes.

— ¿Y usted no abandonará a sus estrellas?

— Cualquiera que sea la decisión del Consejo, continuaré la obra de explorar el Cosmos. Pero antes, tengo que escribir acerca de…

— ¿Las estrellas de las almas humanas?

— ¡Cierto, Chara! Asombra y maravilla su gran diversidad… — y Mven Mas calló al advertir que ella le miraba con tierna sonrisa —. ¿No está usted de acuerdo con esto?

— ¡Claro que sí! Estaba pensando en su experimento. Lo hizo usted llevado por el ardiente deseo de ofrecer a las gentes la plenitud del mundo. En este aspecto usted es también un artista, y no un hombre de ciencia.

— ¿Y Ren Boz?…

— Para él, la experiencia era solamente un paso más en el camino de sus búsquedas.

— ¿Me disculpa usted, Chara?

— Por completo. Y estoy segura de que no soy yo sola, sino multitud de personas, ¡la mayoría!

Mven Mas se pasó las riendas a la mano izquierda y tendió la derecha a Chara. Ambos entraron en la pequeña barriada de la estación sanitaria.

Las olas del Océano Indico batían el acantilado de la costa. Y su fragor recordaba a Mven Mas la rítmica sucesión de notas graves en la sinfonía de Zig Zor dedicada a la vida, que tendía afanosa hacia el Cosmos. Un fa azul, la nota esencial de la naturaleza terrestre, cantaba potente sobre el mar obligando al hombre a responder, con toda su alma, fundiéndose con la Tierra que lo engendrara.

Espejeaba el océano transparente, no ensuciado ya por los desechos, limpio de feroces tiburones, de venenosos peces, de moluscos y peligrosas medusas, como estaba limpia del rencor y los miedos de los pasados siglos la vida del hombre moderno. Pero en la inmensidad del océano había aún escondidos, sin embargo, rincones donde germinaba la semilla, no destruida aún, de la vida perniciosa, y sólo a la vigilancia de los destacamentos sanitarios se debía la seguridad y la limpieza de las aguas oceánicas.

¿Acaso no surgían igualmente, de súbito, en la cristalina alma del joven la obstinación rencorosa, la petulancia del cretino, el egoísmo de la bestia? Y entonces, si el ser humano, en vez de someterse a la autoridad de una sociedad tendente a la sabiduría y al bien, cedía a sus ambiciones casuales y sus pasiones personales, el valor se convertía en ferocidad; la creación, en cruel astucia; la fidelidad y la abnegación, en base de la tiranía, de la explotación implacable y del ultraje desenfrenado… El velo de la disciplina y la cultura social se arrancaba fácilmente, bastaban para ello una o dos generaciones de vida mala. Mven Mas había visto aquella faz de la fiera allí, en la isla del Olvido. Y si no se la refrenaba y se le daba rienda suelta, renacería pujante el monstruoso despotismo, que todo lo pisoteaba e imponía, durante tantos siglos, al género humano una arbitrariedad desvergonzada.

Lo más sorprendente en la historia de la Tierra era el surgimiento del odio inextinguible al saber y la belleza, compañero inseparable de los ignorantes dañinos. El odio aquel, el temor y la desconfianza pasaban a través de todas las sociedades humanas, empezando por el miedo a los hechiceros y brujas primitivos y terminando por las torturas de los pensadores que se habían adelantado a su época en la Era del Mundo Desunido. Aquello había ocurrido también en otros planetas de civilizaciones muy desarrolladas, pero que no habían sabido preservar a su régimen social de los desmanes de pequeños grupos de individuos: de la oligarquía, que surgía de pronto, pérfidamente, bajo las más diversas formas… Mven Mas recordó las informaciones transmitidas por el Gran Circuito sobre mundos habitados donde las más grandes conquistas de la ciencia eran utilizadas para la intimidación, las torturas y el castigo, para leer los pensamientos y convertir a las masas en gentes sumisas, medio idiotas, dispuestas a cumplir cualquier orden por monstruosa que fuera. El angustioso clamor de uno de esos planetas, demandando ayuda, irrumpió en el Circuito y atravesó el espacio muchos siglos después de que perecieran tanto quienes habían lanzado el mensaje como sus crueles gobernantes.

Nuestro planeta se encontraba en un grado de desarrollo general tan elevado, que excluía para siempre la posibilidad de tales horrores. Pero el desarrollo espiritual del ser humano era todavía insuficiente, y en subsanar esto se esforzaban personas como Evda Nal…

— El pintor Kart San decía que la sabiduría es la unión de los conocimientos y los sentimientos. ¡Seamos sabios! — resonó atrás la voz de Chara.

Y, pasando rauda junto al africano, la muchacha se arrojó desde el acantilado a la fragorosa sima.

Mven Mas vio que, suavemente, daba la vuelta en el aire, extendía los brazos, como alas, y desaparecía al instante entre las olas. Los muchachos del destacamento sanitario, que se estaban bañando abajo, quedaron inmóviles, mientras por la espalda del africano corría un escalofrío de admiración, rayana en miedo. Aunque él no había saltado nunca desde tan espantosa altura, acercóse sin temor al borde del precipicio y se desnudó. Más tarde, recordaba que, en sus fugaces y confusos pensamientos, Chara le había parecido una diosa omnipotente de la antigüedad. Y puesto que ella había podido, ¡él podría también!

El grito de la muchacha, advirtiéndole del peligro, se alzó débil entre el fragor de las olas, pero Mven Mas, que se había lanzado ya al abismo, no lo oyó. La caída era deliciosamente larga. Excelente saltador, el africano penetró de cabeza, con precisión, en el agua y hundióse a gran profundidad. La asombrosa transparencia del mar le hizo creer que el fondo estaba peligrosamente cerca. Encogióse, y recibió tan tremendo golpe, a causa de la inercia, que, por un instante, perdió el conocimiento. Con la celeridad de un cohete subió a la superficie, echóse de espaldas y se entregó al balanceo de las olas. Al recobrarse por completo, vio que Chara se acercaba nadando. La palidez del espanto había atenuado por vez primera el reluciente bronceado de su piel. El reproche y la admiración brillaban en sus ojos.

— ¿Por qué ha hecho usted eso? — preguntó en un susurro, casi sin aliento.

— Porque usted lo había hecho antes. Yo la seguiré a todas partes… ¡para construir en nuestra Tierra nuestra Épsilon del Tucán!

— ¿Y volverá conmigo al Gran Mundo?

— ¡Sí!

Mven Mas se volvió para nadar más lejos y lanzó un grito de sorpresa. La inaudita transparencia del mar, que acababa de jugarle una mala pasada, era aún mayor allí, a distancia de la costa. Chara y él parecían planear a una altura de vértigo sobre el fondo, netamente visible hasta en sus menores detalles a través del agua, tan transparente como el aire. El arrojo triunfante de los que lograban sobrepasar los límites de la atracción terrestre se apoderó de Mven Mas. Aquellos vuelos en plena tempestad, sobre el océano encrespado, y los saltos en el negro abismo del Cosmos desde satélites artificiales suscitaban las mismas sensaciones de infinita intrepidez y seguro éxito. De un fuerte impulso, acercóse a Chara, susurrando su nombre y leyendo la ardiente respuesta en sus ojos claros, audaces. Y sus manos y sus labios se unieron sobre la sima de cristal.

Capítulo XII. EL CONSEJO DE ASTRONÁUTICA

El Consejo de Astronáutica, al igual que el de Economía, cerebro del planeta, poseía un edificio aparte para sus sesiones científicas. Se estimaba que el acondicionamiento y el ornato especiales del local debían disponer bien a los congregados para la solución de los problemas del Cosmos, contribuyendo así al rápido tránsito de los asuntos terrestres a los siderales.

Chara Nandi, que no había estado nunca en la gran sala del Consejo, entró con emoción, acompañada de Evda Nal, en aquel extraño recinto, cuya bóveda parabólica y anfiteatro elíptico le daban una forma oval. Una clara luz rosáceo-violada, que parecía emitida por otro astro, inundada la sala. Todas las líneas de los muros, del techo y de las gradas iban a unirse al fondo de la enorme estancia, como si aquel fuese su punto de convergencia natural. Allí, sobre un estrado, había unas pantallas para las proyecciones, una tribuna y unos asientos destinados a los miembros del Consejo que presidían la sesión.

Los paneles de las paredes, de color oro mate, estaban cruzados por una fila de mapas en relieve. A la derecha, se extendían los de los planetas del sistema solar; a la izquierda, los de los planetas de las estrellas próximas, estudiados por las expediciones del Consejo. Más arriba, bajo el telón azul de la bóveda, se alineaban los esquemas, trazados con colores luminosos, de los sistemas estelares habitados, recibidos de los mundos vecinos por el Gran Circuito.

A Chara le llamó la atención un cuadro, oscurecido por el tiempo y restaurado, sin duda, más de una vez, que se encontraba sobre la tribuna, en el muro del fondo. Un cielo morado ocupaba toda la parte superior del inmenso lienzo. La pequeña hoz de una luna ajena lanzaba su luz blanquecina y muerta sobre la popa, alzada impotente hacia el cielo, de una vieja astronave que se destacaba con rudeza sobre la púrpura del crepúsculo.

Erizábanse en hileras unas azules plantas deformes, secas y duras, que parecían metálicas. Y un hombre con ligera escafandra de protección caminaba a duras penas hundiendo los pies en la profunda arena. Miraba atrás, a la nave destrozada y a los cuerpos, sacados de ella, de sus compañeros perecidos. Los cristales de su máscara tan sólo reflejaban los purpúreos resplandores del sol poniente; pero el pintor, con ignoto artificio, había sabido expresar en ellos la infinita desesperación de la soledad en un mundo extraño. A la derecha, por un montículo, reptaba algo vivo, informe y repugnante.

Al pie del cuadro, su título — « Solo » — era tan lacónico como expresivo.

Cautivada por el lienzo, Chara no advirtió al pronto el arte y el ingenio con que el arquitecto había proyectado la sala: las gradas estaban dispuestas en abanico y de manera que se podía llegar a cada asiento por galerías disimuladas bajo el anfiteatro.

Cada una de las filas estaba aislada de la vecina, superior o inferior. Apenas se hubo sentado junto a Evda, Chara reparó en el estilo antiguo de los sillones, pupitres y barreras, de madera natural, gris perla, de África. Ahora nadie habría gastado tanto trabajo en hacer todo aquello, que se podía fundir y pulir en unos minutos. Tal vez por ese respeto a la antigüedad propio de las gentes, a Chara le pareció la madera más íntima y viva que el plástico. Y con ternura, acarició el curvado brazo del sillón, en tanto examinaba la sala.

Como de ordinario, se había congregado mucha gente, aunque potentes teletransmisores habrían de difundir por todo el planeta cuanto ocurriese en la sala. Mir Om, secretario del Consejo, dio como de costumbre una breve información de las novedades acaecidas desde la última sesión. Entre los centenares de personas que se encontraban allí presentes no se veía un solo rostro distraído o desatento. La profunda atención a todo constituía el rasgo característico de las gentes de la época del Circuito.

Sin embargo, Chara, que continuaba observando la sala, no oyó el primer comunicado, pues leía en aquel momento las sentencias de célebres sabios inscritas bajo los mapas de los planetas. Le gustó en particular un llamamiento, al pie de Júpiter, en el que se exhortaba a ser sensibles a los fenómenos de la Naturaleza: « Fijaos en que, por doquier, nos rodean hechos incomprensibles; se nos meten por los ojos, gritan en nuestros oídos, pero nosotros permanecemos ciegos y sordos a los grandes descubrimientos que encierran bajo sus confusos contornos. » En otro sitio, campeaba la siguiente inscripción:

« No debemos limitarnos a alzar el velo de lo desconocido; sólo después de un trabajo tenaz, de retrocesos y desviaciones, empezamos a captar el verdadero sentido de las cosas y a percibir las nuevas e inmensas perspectivas que se abren ante nosotros. No eludáis nunca lo que a primera vista parece inútil, inexplicable. » Un movimiento en la tribuna, y en la sala se atenuó la luz. La voz serena y fuerte del secretario del Consejo tembló de emoción.

— Vais a ver ahora lo que hace poco parecía completamente imposible: una fotografía de nuestra Galaxia, tomada desde fuera de ella. Hace más de ciento cincuenta mil años, es decir, un minuto y medio de tiempo galáctico, los habitantes del sistema planetario… — siguió una serie de cifras que no decían nada a Chara —… de la constelación del Centauro se dirigieron a los moradores de la Gran Nube de Magallanes, único sistema estelar extragaláctico cercano a nosotros y en el que sabemos hay mundos pensantes, capaces de comunicar con nuestra Galaxia por el Circuito. Todavía no podemos determinar la situación exacta de ese sistema planetario de Magallanes, pero también hemos recibido su emisión: una fotografía de nuestra Galaxia. ¡Ahí la tenéis!

En la inmensa pantalla apareció la lejana claridad argentada de una ancha acumulación de estrellas que se estrechaba por sus extremos. Las profundas tinieblas del espacio llenaban los bordes de la pantalla. La misma negrura colmaba los intervalos entre las espiras, de astilladas puntas. Un pálido nimbo rodeaba el anillo de cúmulos globulares de los más antiguos sistemas astrales de nuestro Universo. Los llanos campos estelares alternaban con nubes y franjas de negra materia enfriada. La fotografía había sido tomada desde un ángulo incómodo, cuando la Galaxia se presentaba muy oblicuamente y, por añadidura, de manera que el núcleo central apenas sobresalía como una ígnea masa convexa, en medio de una estrecha lentejuela. Para tener una idea más completa de nuestro sistema estelar, haría falta sin duda pedir informes a galaxias más lejanas, situadas a mayor altura, siguiendo la latitud galáctica. Pero ninguna de ellas había dado señales de vida racional desde que existía el Gran Circuito.

Aquellos moradores de la Tierra no apartaban los ojos de la pantalla. Por primera vez, el hombre podía ver su Universo sideral desde un espacio infinitamente lejano.

A Chara le pareció que todo el planeta contemplaba anhelante su Galaxia en millones de televisores de los seis continentes y los océanos, donde sólo había esparcidos islotes de vida y trabajo humanos.

— Han terminado las novedades que ha recibido nuestro observatorio, por el Gran Circuito, y que no eran aún del dominio mundial — dijo de nuevo el secretario —. Pasemos ahora a los proyectos que deben ser sometidos a amplia discusión.

— La propuesta de Yuta Gay de crear una atmósfera artificial respirable en Marte, extrayendo gases ligeros de las profundidades de las rocas por medio de aparatos automáticos, se ha considerado merecedora de atención, por estar basada en serios cálculos. Se obtendrá aire suficiente para la respiración y el aislamiento térmico de nuestros poblados, los cuales ya no precisarán invernáculos. Hace muchos años, a raíz del descubrimiento de océanos de petróleo y de montañas de hidrocarburos sólidos en Venus, se pusieron en marcha instalaciones para la creación de una atmósfera artificial bajo enormes campanas de materias plásticas transparentes. Esas instalaciones permitieron cultivar plantas y construir fábricas que facilitaban a la humanidad toda clase de productos de la química orgánica, en cantidades colosales.

El secretario apartó sus notas, grabadas en una placa metálica, y sonrió afectuoso. Por el extremo de las gradas cercano a la tribuna, había aparecido Mven Mas, grave y severo el semblante, con traje rojo oscuro y solemne ademán. En señal de respeto a la asamblea, alzó sobre su cabeza las manos juntas y se sentó.

Acto seguido, el secretario abandonó la tribuna, cediéndosela a una mujer joven de cortos cabellos dorados, con una expresión de asombro en sus verdes ojos. El presidente del Consejo, Grom Orm, se puso a su lado.