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Pero Niza había saltado a una roca que se alzaba sobre las olas y le arrojaba ya a Veda su ropa.
Las frías olas acogieron a Niza, y su amiga tembló sólo de pensar en aquel baño. La muchacha nadaba tranquila, mar adentro, atravesando las olas con vigorosos impulsos.
Sobre la cresta de una de ellas agitó la mano invitando a los que quedaban en la orilla a que siguieran su ejemplo.
Veda la observaba con admiración.
— Veter, Niza es mejor novia para un oso polar que para Erg. ¿Será posible que usted, un hombre del Norte, se quede atrás?
— Yo soy de origen nórdico, pero prefiero los mares templados — dijo el aludido en tono lastimero, acercándose de mala gana al mar, que salpicaba embravecido.
Después de desnudarse, metió con tiento un pie en el agua y, dando un grito, se lanzó al encuentro de una acerada ola. De tres brazadas, subió a la cima y deslizóse a la negra fosa de la segunda. Sólo los muchos años de entrenamiento y los continuos baños anteriores, tanto en verano como en invierno, salvaron su prestigio. Al instante, se le cortó el aliento y unos circulillos rojos empezaron a danzar ante él. Con unas cuantas zambullidas y unos bruscos saltos, recobró la respiración. Amoratado, tiritando, nadó hasta la orilla y ascendió por la pendiente, en unión de Niza, a todo correr. Unos minutos más tarde, ambos se deleitaban con el calor de las pieles que los envolvían. Hasta el cortante viento parecía traer el hálito de los mares de coral.
— Cuanto más la conozco — dijo Veda muy quedo —, más me convenzo de que Erg no se ha equivocado en su elección. Usted, como ninguna otra, le infundirá ánimo en los momentos difíciles, le alegrará, lo cuidará…
Las mejillas de Niza, blancas, no atezadas, se arrebolaron intensamente.
Mientras se desayunaban en una alta terraza de cristal, vibrante al viento, Veda encontró a menudo la mirada, pensativa y dulce, de la muchacha. Los cuatro estaban silenciosos, como suele ocurrir cuando espera una larga separación.
— ¡Es doloroso conocer a personas como ustedes y tener que separarse inmediatamente de ellas! — exclamó de pronto Dar Veter.
— No podrían… — insinuó Erg Noor.
— No, mis vacaciones han terminado. ¡Ya es hora de subir al cielo! Grom Orm me espera.
— Yo también tengo que marcharme — agregó Veda —. He de volver a mi « averno », a una cueva, descubierta recientemente, que guarda vestigios de la Era del Mundo Desunido.
— El Cisne no estará listo hasta mediados del año próximo, pero nosotros empezaremos los preparativos dentro de seis semanas — dijo en voz baja Erg Noor —.
¿Quién dirige ahora las estaciones exteriores?
— De momento, Yuni Ant, pero él no quiere abandonar definitivamente las máquinas mnemotécnicas, y el Consejo no ha aprobado aún la candidatura de Emb Ong, un ingeniero-físico de la central F del Labrador.
— No le conozco.
— Es poco conocido, porque trabaja en la Academia de los Límites del Saber, donde se ocupa de cuestiones de mecánica megaondular.
— ¿Y qué es eso?
— El estudio de los grandes ritmos del Cosmos, de las gigantescas ondas que se extienden lentamente por el espacio. En ellas se reflejan, entre otras cosas, las contradicciones de las velocidades lumínicas contrarias, que dan valores relativos superiores a la unidad absoluta. Pero todo esto no está aún bien estudiado.
— ¿Y Mven Mas?
— Escribe un libro sobre las emociones. Tampoco dispone de mucho tiempo, pues la Academia de las Grandes Cifras y de la Predicción del Futuro le ha nombrado su asesor para el vuelo de vuestro Cisne. En cuanto se reúnan los datos, tendrá que despedirse de su libro.
— ¡Lástima! El tema es importante. Ya es hora de reconocer debidamente la realidad y la fuerza del mundo de las emociones — comentó Erg Noor.
— Temo que Mven Mas no sea capaz de un análisis frío — dijo Veda.
— Eso es lo que hace falta; de lo contrario, no escribirá nada meritorio — repuso Dar Veter, y se levantó para despedirse.
Niza y Erg le tendieron la mano.
— ¡Hasta la vista! Termine pronto su trabajo, pues si no, no vamos a vernos.
— Nos veremos — prometió Dar Veter, con seguridad —. En último caso, en el desierto de El Homra, antes de emprender el vuelo.
— De acuerdo — asintieron los astronautas.
— Vamos, ángel del cielo — y Veda Kong tomó el brazo de Dar Veter, aparentando no haber advertido la arruga de su entrecejo —. ¡Seguramente estará usted ya harto de la Tierra!
Dar Veter, muy separadas las piernas, se mantenía en pie sobre la inestable base de una armadura apenas sujeta, y miraba hacia abajo, al espantoso abismo que se abría entre las desgarradas capas de nubes. Allí se columbraba la superficie del planeta, cuya ingente mole se percibía incluso a aquella distancia, igual a cinco diámetros de la Tierra, con los sinuosos contornos grises de los continentes y las manchas violentas de los mares.
Con emoción, iba reconociendo aquellos perfiles, conocidos desde la infancia por las fotografías tomadas desde los sputniks. Allí estaba la línea cóncava de la costa, a la que llegaban, en sentido transversal, las rayas oscuras de las montañas. A la derecha brillaba el mar, y bajo las plantas de Dar Veter, se divisaba un angosto valle. Aquel día había tenido suerte: las nubes se habían disipado sobre el sector del planeta donde vivía y trabajaba Veda. Por aquellos lugares, en la escarpada falda de unos elevados montes grises, acerados, se encontraba la antigua cueva, cuyas espaciosas galerías se adentraban en las profundidades de la Tierra. Veda recogía allí, entre los despojos mudos y polvorientos del pasado de la humanidad, esas partículas de verdad histórica sin las que no es posible comprender el presente ni prever el futuro.
Inclinándose desde la plataforma de estriadas planchas de bronce circónico, Dar Veter envió con el pensamiento un saludo a aquel punto, dudosamente adivinado, oculto por unos cirros de cegador brillo que se habían deslizado desde Occidente. La oscuridad de la noche se extendía allí como un muro tachonado de relucientes estrellas. Las nubes avanzaban en capas superpuestas, como inmensas balsas que flotasen unas sobre otras.
Bajo ellas, por el abismo, cada vez más negro, la Tierra rodaba hacia el muro de las tinieblas como si fuera a perderse en la nada, para siempre. El suave resplandor zodiacal nimbaba el planeta por su parte sombría, brillando en la negrura del espacio cósmico.
La parte iluminada de la Tierra estaba envuelta en un manto azul de nubes que reflejaba la potente luz del Sol gris de acero. Todo el que mirase a las nubes, sin gafas provistas de filtros oscurecedores, quedaría ciego, e igual suerte correría quien se volviese hacia el terrible astro encontrándose fuera de la protección de la atmósfera terrestre, de un espesor de mil kilómetros. Los duros rayos del Sol, de ondas cortas — ultravioletas y X — fluían en un poderoso torrente mortal para todo lo vivo, al que se agregaba la continua y copiosa lluvia de partículas cósmicas. Las estrellas que se encendían de nuevo, o las que chocaban en la infinita lejanía de la Galaxia, enviaban al espacio radiaciones mortíferas. Y sólo la segura defensa de la escafandra salvaba a los trabajadores de una muerte cierta.
Dar Veter lanzó al otro lado el cable de seguridad y avanzó por la viga de apoyo en dirección al refulgente carro de la Osa Mayor. Un gigantesco tubo estaba adosado al futuro sputnik en toda su longitud. En sus dos extremos se elevaban unos triángulos agudos que sostenían enormes discos irradiadores de un campo magnético. Cuando se instalasen las baterías que transformaban en corriente eléctrica la radiación azul del Sol, sería posible desembarazarse de las ataduras y desplazarse a lo largo de las líneas de fuerza magnética con placas de guía en el pecho y la espalda.
— Queremos trabajar de noche — resonó inesperadamente, en su casco hermético, la voz del joven ingeniero Kad Lait —. ¡El comandante del Altai ha prometido dar luz!
Dar Veter miró hacia abajo, a la izquierda, donde, como peces dormidos, pendían enganchados varios cohetes de carga. Más arriba, bajo un dosel plano que protegía de los meteoritos y del Sol, se cernía una plataforma provisional, de planchas de revestimiento interior, en la que se clasificaban y montaban las piezas traídas por los cohetes. Allí agolpábanse los trabajadores, semejantes a oscuras abejas, o a luciérnagas cuando la superficie reflectora de sus escafandras salía de la sombra del dosel protector.
Una red de cables partía de las negras escotillas abiertas en los costados de los cohetes, por las que eran descargadas las piezas grandes. Más arriba, encima mismo de la armadura del sputnik, un grupo de hombres, en posturas extrañas y a veces cómicas, andaban atareados con una enorme máquina. En la Tierra, un solo anillo de bronce de berilio recubierto de borazón habría pesado sus buenas cien, toneladas. Pero allí, aquella mole pendía dócilmente, cerca del esqueleto metálico del sputnik, de un fino cable destinado a igualar las velocidades integrales de rotación alrededor de la Tierra de todas aquellas piezas, sueltas aún.
Cuando los trabajadores se hubieron acostumbrado a la ausencia de la fuerza de la gravedad, mejor dicho, a lo ínfimo de ella, recobraron su destreza y la seguridad en sí mismos. Pero pronto aquellos hábiles operarios debían ser relevados por otros, pues un largo trabajo manual sin pesantez provocaba una alteración en la circulación de la sangre que podría perdurar y convertir al hombre en inválido a su regreso a la Tierra. Por ello, cada uno trabajaba en el sputnik no más de ciento cincuenta horas; luego volvía a nuestro planeta después de reaclimatarse en la estación Intermedia, que giraba a una altura de novecientos kilómetros sobre el globo terráqueo.
Dar Veter, que dirigía el montaje, procuraba no hacer demasiado esfuerzo físico, pese a que a veces sentía vehementísimos deseos de acelerar una u otra tarea. Debía permanecer allí a una altura de cincuenta y siete mil kilómetros, durante varios meses.
Autorizar el trabajo nocturno significaba abreviar el plazo de envío a la Tierra de sus jóvenes amigos y tener que pedir un nuevo equipo de relevo antes del tiempo señalado.
La segunda planetonave de las obras, el Barion, se encontraba en la llanura de Arizona, donde Grom Orm observaba las pantallas de los televisores y los cuadros de las máquinas registradoras.
La decisión de trabajar sin pausa, incluso durante la gélida noche cósmica, reduciría considerablemente la duración del montaje. Y Dar Veter no podía renunciar a esa posibilidad. Recibida la autorización, los hombres de la plataforma de montaje se dispersaron en todas direcciones y empezaron a tender una nueva red de cables, más complicada aún. La planetonave Altai, que servía de vivienda a los trabajadores y pendía inmóvil al extremo de la viga de apoyo, soltó de pronto los cables rodillos que ligaban su escotilla de entrada a la armadura del sputnik. Largas llamas saltaron cegadoras de sus motores. El enorme casco de la nave viró silencioso y rápido. Ni el menor ruido se expandió, a través del vacío, por los espacios interplanetarios. Unas cuantas revoluciones de los motores bastaron al experto conductor del Altai para elevarlo suavemente a una altura de cuarenta metros sobre el lugar de las obras y volver sus proyectores de aterrizaje hacia la plataforma. Entre la nave y la armadura se tendieron de nuevo los cables-guía, y toda aquella multitud de objetos heterogéneos, cernidos en el espacio, quedó en una inmovilidad relativa, continuando al propio tiempo su rotación alrededor de la Tierra a una velocidad de cerca de diez mil kilómetros por hora.
La distribución de las masas nubosas reveló a Dar Veter que las obras se encontraban sobre la zona antártica del planeta y que, por consiguiente, entrarían pronto en la sombra de la Tierra. Los calentadores perfeccionados de las escafandras no podían contrarrestar por completo el gélido aliento del espacio cósmico, ¡y desdichado del viajero que gastase impremeditadamente la energía de sus baterías! Así había perecido, hacía un mes, un arquitecto-montador que se resguardara de una inopinada lluvia de meteoritos en la fría cápsula de un cohete abierto, donde encontró su tumba antes de la llegada al sector soleado… Un ingeniero había sido muerto por un meteorito. Aquellos accidentes no podían ser previstos ni evitados. La construcción de los sputniks exigía siempre víctimas.
¿Quién sería el siguiente?… Las leyes de los números grandes, aunque poco aplicables a las motillas de polvo de los hombres aislados, indicaban que Dar Veter tenía más probabilidades que nadie de ser el siguiente, pues era él quien se encontraba más tiempo en aquella altura, expuesta a todas las contingencias del Cosmos.. Pero una voz interior le decía traviesa que nada podía ocurrirle a su magnífica persona. Y por muy absurda que fuera tal certeza en un hombre habituado a pensar matemáticamente, no abandonaba nunca a Dar Veter y le ayudaba a mantenerse en sereno equilibrio sobre las vigas y enrejados de la indefensa armadura, suspendida en el abismo del negro cielo.
El montaje de construcciones se hacía en la Tierra con máquinas especiales, denominadas « embriotectónicas » porque funcionaban con arreglo al principio del crecimiento de los organismos vivos. Claro que la estructura molecular del ser vivo, formada por un mecanismo cibernético hereditario, era mucho más compleja y estaba subordinada no sólo a la selección físico-química, sino también a una acción rítmica ondular, enigmática todavía. Sin embargo, los organismos vivos no empezaban a desarrollarse más que en soluciones tibias de moléculas ionizadas, mientras que los ¡embriotectones funcionaban, generalmente, accionados por corrientes polarizadas, por la luz o un campo magnético. Las marcas y claves puestas con talio radiactivo en las piezas guiaban acertadamente el montaje, que se realizaba con una exactitud y rapidez asombrosas para los profanos. Allí, en aquella altura, no había ni podía haber tales máquinas. El sputnik se montaba a la antigua usanza, a mano. A pesar de los peligros que entrañaba, la empresa parecía tan interesante que atraía a millares de voluntarios.
Las estaciones de pruebas psicológicas apenas daban abasto a reconocer a todos los que manifestaban al Consejo su disposición a partir para el espacio interplanetario.