124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 50

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Dar Veter llegó hasta la base de unas máquinas solares que partían en sentido radial de un enorme cubo con un aparato de gravitación artificial, y conectó su batería dorsal a un borne del circuito de control. Una sencilla melodía resonó en el radioteléfono de su casco hermético. Entonces enlazó, paralelamente, una placa de cristal con un esquema trazado con finas líneas de oro. Le respondió la misma melodía. Dar Veter corrió dos nonios, para hacer coincidir los tiempos de las corrientes, y se cercioró de la concordancia absoluta no sólo de las melodías, sino de las tonalidades del reglaje. Una parte importante del futuro ingenio había sido ya montada de manera impecable. Se podía pasar a la instalación de los motores eléctricos de radiación. Dar Veter se enderezó, cansado de soportar la escafandra sobre los hombros, y movió la cabeza. El movimiento hizo crujir las vértebras cervicales, anquilosadas de la prolongada quietud dentro del casco hermético.

Menos mal que Dar Veter resultó refractario a afecciones mentales difundidas entre quienes trabajaban fuera de la atmósfera terrestre: la enfermedad ultravioleta del sueño y la rabia infrarroja; de lo contrario, no habría podido llevar a cabo su honrosa misión.

¡El primer revestimiento defendería pronto a los trabajadores de aquella deprimente soledad en el ilimitado Cosmos, sobre el insondable abismo, sin cielo ni tierra!

Del Altai se desgajó raudo un pequeño proyectil de salvamento y pasó como una centella frente a las obras. Era un remolcador enviado para traer los cohetes automáticos, que no transportaba más que carga y se detenía a la altura señalada de antemano.

¡Llegaba muy a tiempo! La acumulación flotante de cohetes, hombres, máquinas y materiales entraba ya en el sector nocturno de la Tierra. El remolcador regresó arrastrando tres largos proyectiles de azulado brillo y forma de peces, cada uno de los cuales pesaba sobre el globo terráqueo sus buenas ciento cincuenta toneladas, sin contar el combustible.

Los cohetes se unieron a sus semejantes en torno a la plataforma de clasificación. Dar Veter, de un impulso, se trasladó al otro lado de la armadura y encontróse en medio del grupo de técnicos que dirigía la descarga. Se habían reunido para discutir el plan de trabajo nocturno. Dar Veter dio su asentimiento al mismo, pero exigió que se sustituyesen todas las baterías individuales por otras nuevas que asegurasen, durante treinta horas, el caldeamiento continuo de las escafandras, a más de suministrar fluido a las lámparas, los filtros de aire y los radioteléfonos.

Las obras se sumergieron por entero en las abismáticas tinieblas de la noche, pero la débil luz zodiacal, suave y grisácea, procedente de los rayos de sol diseminados por los gases de las capas superiores de la atmósfera, continuó esclareciendo el esqueleto del futuro satélite, yerto a un frío de ciento ochenta grados bajo cero. La superconductibilidad molestaba aún más que durante el día. Al menor desgaste del aislamiento de los diversos aparatos, baterías o acumuladores, los objetos próximos se rodeaban del nimbo azulado de la corriente que se esparcía por la superficie, haciendo imposible encauzarla en la dirección necesaria.

La impenetrable oscuridad del Cosmos había sobrevenido en unión de un frío aún más intenso. Brillaban las estrellas con un fulgor punzante, como agujas azules. El invisible y silencioso vuelo de los meteoritos causaba en la noche mayor espanto. Abajo, en la oscura superficie del globo y en los flujos de la atmósfera, surgían multicolores nubes de eléctrico resplandor, centelleantes descargas de enorme longitud o franjas, de miles de kilómetros, de luz difusa. Vientos huracanados, más fuertes que los peores ciclones terrestres, desencadenaban sus furias allá abajo, en las capas superiores de la envoltura aérea. La atmósfera, saturada de las radiaciones del Sol y del Cosmos, seguía entremezclando activamente la energía, dificultando de un modo extraordinario la comunicación entre las obras y el planeta natal.

Súbitamente, algo cambió en aquel mundillo perdido en las tinieblas y el espantoso frío.

Dar Veter no discernió al pronto que la planetonave había encendido sus proyectores. La noche parecía más negra, habían palidecido las fulgurantes estrellas, pero la plataforma y la armadura se destacaban netas, perceptibles, en la blanca luz. Al cabo de unos minutos, el Altai disminuyó la tensión. La luz se tornó amarilla y menos intensa.

La planetonave economizaba la energía de sus acumuladores. Y de nuevo, como en pleno día, empezaron a moverse los cuadrados y las elipses de las planchas del revestimiento, los enrejados de los tirantes y vigas, los cilindros y tubos de los depósitos, encontrado poco a poco su lugar en el esqueleto del satélite.

Dar Veter buscó a tientas la jácena transversal y se agarró a unos asideros de ruedas adosadas a unos cables verticales. Apoyando con fuerza un pie en la viga, tomó impulso y ascendió. Ante la misma escotilla de la planetonave, apretó los frenos de los asideros y se detuvo a tiempo para no chocar contra la puerta cerrada.

En la cámara de transición no se mantenía la presión normal terrestre, para evitar las pérdidas de aire cuando entraban y salían los numerosos trabajadores de las obras. Por ello, Dar Veter, sin quitarse la escafandra, pasó a una segunda cámara, construida temporalmente, y desconectó allí su casco hermético y sus baterías.

Desentumeciendo sus miembros, cansados de la escafandra, y recreándose con la vuelta a la pesantez normal, Dar Veter penetró con paso firme en el puente interior. La gravitación artificial de la planetonave funcionaba sin pausa. ¡Qué inmenso placer sentirse hombre, sólidamente afianzado sobre un suelo firme, y no una leve mosquilla voltejeando en el inestable e inseguro vacío! La suave luz, el aire templado y un blando sillón invitaban a arrellanarse cómodamente y entregarse al reposo, sin pensar en nada. Dar Veter experimentaba el placer de sus antepasados, que le extrañara en un tiempo en las novelas antiguas. Después de un largo viaje a través del desierto frío, el bosque húmedo o las montañas cubiertas de hielo, el hombre entraba en la acogedora vivienda: la casa, la chabola o la yurta de fieltro. Y entonces, como allí, en la planetonave, unas finas paredes le separaban de un mundo inmenso y peligroso, hostil a él, le guardaban el calor y la luz, brindándole el descanso para recuperar fuerzas y meditar sus futuras empresas.

Dar Veter resistió a la tentación del sillón y del libro. Tenía que comunicar con la Tierra, pues la luz encendida en la altura durante toda la noche podía alarmar a los hombres de los observatorios que vigilaban la marcha de las obras; además, había que prevenir que el relevo se necesitaría antes del plazo acordado.

Aquella vez Dar Veter tuvo suerte: habló con Grom Orm no por medio de las señales codificadas, sino por el televisófono, muy potente, como todos los de las naves interplanetarias. El ex presidente se mostró satisfecho y se ocupó sin demora de elegir un nuevo equipo y de intensificar el envío de piezas.

Al salir del puente de mando, Dar Veter pasó por la biblioteca, que se había acondicionado para dormitorio instalando dos filas superpuestas de literas a lo largo de las paredes. En los camarotes, los comedores, la cocina, los pasillos laterales y la sala delantera de máquinas había también lechos suplementarios. La planetonave, convertida en base estacionaria, estaba abarrotada. Arrastrando las piernas, Dar Veter caminaba por el pasillo, revestido de tibias planchas de plástico de color castaño, abriendo y cerrando con gesto de cansancio las herméticas puertas.

Pensaba en los astronautas que pasaban decenas de años en el interior de naves semejantes a aquélla, sin esperanza alguna de abandonarlas ni de salir al exterior antes del plazo señalado, terriblemente largo. El llevaba allí cerca de seis meses y cada día dejaba los angostos locales para trabajar en los agobiadores espacios del vacío interplanetario. Y sin embargo, sentía ya la nostalgia de la adorable Tierra, de sus estepas, de sus mares, de las zonas de vivienda con sus centros bulliciosos, pictóricos de vida. Mientras que Erg Noor, Niza y otros veinte tripulantes del Cisne deberían pasar en la astronave noventa y dos años dependientes, es decir, ciento cuarenta terrestres, contando el regreso de la nave al planeta natal. ¡Ninguno de ellos podría vivir tanto tiempo! Sus cuerpos serían incinerados y sus cenizas enterradas lejos, infinitamente lejos, en los planetas de la estrella verde circónica…

O morirían en ruta, y entonces, encerrados en un cohete funerario, serían lanzados al Cosmos… De un modo semejante, las naos fúnebres de sus remotos antepasados llevaban a alta mar los guerreros muertos en combate. Pero nunca había habido en la historia de la humanidad héroes que se recluyesen en una nave, para toda la vida, y volasen sin esperanza de retorno. No, él no tenía razón, ¡y Veda le habría reprochado sus pensamientos! ¿Había olvidado acaso a los luchadores anónimos en pro de la justicia y de la libertad para el hombre que, en los antiguos tiempos, iban a una reclusión perpetua, mucho más espantosa, en húmedas mazmorras, donde sufrían terribles tormentos? ¡Sí, aquellos héroes eran más fuertes y dignos de admiración que incluso los contemporáneos de Dar Veter, dispuestos a realizar aquel grandioso vuelo al Cosmos para explorar mundos lejanos!

Y él, que nunca había abandonado por largo tiempo el planeta donde naciera, en comparación con ellos, era un mísero hombrecillo que no tenía nada de ángel del cielo, como le llamaba en broma la adorabilísima Veda Kong.

Capítulo XIV. LA PUERTA DE ACERO

Veinte días estuvo atareado el robot-minero, en la húmeda oscuridad, desbrozando la galería de decenas de miles de toneladas de escombros y entibando las desmoronadas bóvedas. El acceso a las profundidades de la cueva quedó al fin abierto. Sólo restaba comprobar sus condiciones de seguridad. Unas carretillas automáticas de orugas y un tornillo de Arquímedes deslizáronse silenciosos hacia abajo. Los aparatos comunicaban, a cada cien metros de avance, la composición del aire, la temperatura y el grado de humedad. Sorteando hábilmente los obstáculos, las carretillas llegaron a una profundidad de cuatrocientos metros. Entonces Veda Kong, en unión de un grupo de colaboradores, penetró en la misteriosa cueva. Hacía noventa años, durante una prospección de aguas subterráneas entre calizas y areniscas que no tenían nada de metalíferas, los indicadores habían señalado de pronto la presencia de una gran cantidad de metal. Poco después se puso en claro que el lugar coincidía con la descripción del que rodeaba la famosa cueva secular, denominada de Den-Of-Kul, lo que en una lengua desaparecida significaba « Refugio de la Cultura ». Ante el peligro de una espantosa guerra, los pueblos que se consideraban más avanzados en la ciencia y en la cultura habían escondido en dicha cueva los tesoros de su civilización. En aquellos lejanos siglos, los secretos y los misterios estaban muy en boga…

Veda estaba tan emocionada como la más joven de sus colaboradoras cuando descendía por la húmeda arcilla roja que revestía el suelo de la rampa de entrada.

Se imaginaba grandiosas salas con herméticas cajas de caudales repletas de filmes y mapas; armarios con bobinas de grabaciones magnetofónicas o de películas de máquinas mnemotécnicas, y estanterías llenas de muestras de compuestos químicos, aleaciones y medicamentos; animales disecados, ya desaparecidos, en vitrinas transparentes e impenetrables a la humedad y al aire; herbarios, esqueletos petrificados de pueblos del planeta, ya extinguidos. Después, se figuraba placas de silicol protegiendo lienzos de los más famosos pintores, verdaderas galerías de esculturas de magníficos representantes de la humanidad, de sus más grandes hombres, y obras maestras de escultores animalistas… Maquetas de famosos edificios, inscripciones conmemorativas de célebres acontecimientos inmortalizados en la piedra y el bronce.

Entregada a sus sueños, Veda penetró en una gigantesca cueva de tres mil o cuatro mil metros cuadrados de superficie. El techo, que se perdía en las sombras, se alzaba en pronunciada bóveda de la que pendían largas estalactitas, relucientes a la luz eléctrica. La sala era en realidad grandiosa. Confirmando las suposiciones de Veda, en los nichos de las paredes, con abundantes vetas y concreciones calcáreas, se divisaban máquinas y armarios. Los arqueólogos se dispersaron por la sala subterránea, lanzando exclamaciones de júbilo. Muchas de aquellas máquinas, que guardaban aún, en algunos lugares, el brillo del cristal y del barniz, resultaron ser coches, tan del gusto de las gentes de la remota antigüedad y considerados en la Era del Mundo Desunido como el summum de la técnica alcanzado por el genio humano. Por entonces, no se sabía por qué causas, se construían muchísimos vehículos, capaces de transportar en sus blandos asientos a un pequeño número de personas. La elegancia de sus líneas se perfeccionaba hasta llegar a la exquisitez, los mecanismos de dirección y motrices eran cada vez más ingeniosos; pero, en todo lo demás, continuaban siendo completamente absurdos. Centenas de miles de ellos circulaban por las calles de las ciudades y por las carreteras, llevando y trayendo a gentes que, por ignoradas razones, trabajaban lejos de sus viviendas y cada día se apresuraban para llegar a tiempo al trabajo y regresar luego a sus casas. Aquellos automóviles eran peligrosos de conducir, mataban a multitud de personas y consumían miles de millones de toneladas de preciosas materias orgánicas acumuladas en el pasado geológico del planeta, envenenando la atmósfera de ácido carbónico. Los arqueólogos de la época del Circuito se sintieron decepcionados al ver que se destinaba tanto espacio en la cueva a aquellos extraños vehículos.

Pero sobre bajas plataformas se elevaban motores más potentes: de pistón, eléctricos, de turbinas, reactivos, nucleares… En unas vitrinas recubiertas de una fina capa calcárea, se alineaban en filas verticales diversos aparatos: televisores, cámaras fotográficas, máquinas de calcular y otros similares. Aquel museo de máquinas — algunas, corroídas por la herrumbre; otras, bien conservadas — era de un gran valor histórico, pues arrojaba luz sobre el nivel técnico de un tiempo lejano, cuyos documentos habían desaparecido, en su mayor parte, durante perturbaciones militares y políticas.

La fiel ayudante Miiko Eygoro, que había cambiado de nuevo el mar querido por la lobreguez y la humedad de los subterráneos, advirtió al fondo de la sala, tras una gruesa columna calcárea, la negra boca de un pasadizo. La columna era la armazón de una máquina, y al pie de su soporte se amontonaban los restos de la mampara de plástico que en tiempos cerrara la entrada. Siguiendo paso a paso los rojos cables de las carretillas automáticas de reconocimiento, los arqueólogos llegaron a una segunda cueva, situada casi al mismo nivel de la primera y llena de herméticos armarios de cristal y de metal. Una larga inscripción, en inglés y grandes letras, circundaba los muros cortados a pico, desmoronados en algunos lugares. Veda no pudo contener el deseo de descifrarla inmediatamente.

Con la presunción típica del antiguo individualismo, los constructores de la cueva anunciaban a las generaciones venideras que ellos habían llegado a la cima del saber y conservaban allí, para el futuro, sus gigantescas realizaciones.

Miiko se encogió de hombros despectivamente.

— Sólo por la inscripción se puede determinar ya que el « Refugio de la Cultura » corresponde a fines de la EMD, a los últimos años de existencia de la antigua forma de la sociedad. Tan característica es de las gentes de esa Era la insensata seguridad en lo eterno e inmutable de su civilización occidental, de su idioma, de las costumbres, moral y grandeza del llamado hombre blanco. ¡Yo odio esa civilización!

— Usted tiene una idea clara del pasado, pero unilateral. A través de la sombría osamenta del capitalismo muerto, yo entreveo a los que luchaban por el futuro. Su futuro es nuestro presente. Veo a multitud de mujeres y de hombres que buscaban la luz en la vida estrecha y pobre, siendo lo suficientemente buenos para ayudarse unos a otros, y lo bastante fuertes para no endurecerse en el ambiente de asfixia moral del mundo que los rodeaba. Y valerosos, ¡de una valentía extraordinaria!..

— Pero los que ocultaban aquí su cultura no eran iguales — objetó Miiko —. Fíjese, no hay más que objetos técnicos. Se jactaban de su técnica, sin advertir que se iban tornando más salvajes en el aspecto moral y emotivo. ¡Miraban con desprecio al pasado y no veían el futuro!

Veda pensó que Miiko tenía razón. La vida de los creadores de aquel refugio habría sido más fácil si hubieran sabido comparar lo conseguido con lo que les quedaba por hacer para lograr una auténtica estructuración del mundo y de la sociedad. Y entonces habrían visto con nitidez su planeta, sucio, ahumado, con los bosques talados, el suelo lleno de papeles y de vidrios rotos, de ladrillos partidos y de mohosa chatarra. Nuestros antepasados habrían comprendido mejor lo que había que hacer aún y dejado de cegarse por la soberbia.

Un estrecho pozo, de treinta y dos metros de hondura, llevaba a la tercera sala.

Después de enviar a Miiko y a dos ayudantes por el aparato gamma para la radioscopia de los armarios, Veda se puso a examinar la tercera cueva, libre de concreciones calcáreas y de aluviones de arcilla. Las bajas vitrinas rectangulares de cristal tallado estaban solamente empañadas por la humedad que había penetrado en su interior.

Pegados a sus cristales, los arqueólogos miraron con detenimiento los objetos de oro y platino, y cuajados de piedras preciosas.

A juzgar por los objetos, aquellas viejas reliquias habían sido reunidas en la época en que la gente no se había desprendido aún de la primitiva costumbre, derivada del culto a los manes, de considerar lo viejo más valioso que lo nuevo. Y Veda, como cuando leyera la inscripción, experimentó un sentimiento de enojo ante la necia petulancia de unas gentes que consideraban que sus conceptos del valor y sus gustos continuarían inmutables al cabo de decenas de siglos y serían acatados como ley por sus lejanos sucesores.

El extremo final de la cueva convertíase en un pasillo, alto de techo y recto, que descendía en suave pendiente a una profundidad ignota. Los contadores de las carretillas de reconocimiento marcaban, al comienzo del pasillo, trescientos cuatro metros bajo la superficie de la Tierra. Anchas fisuras dividían las bóvedas en enormes losas calcáreas que debían de pesar miles de toneladas. Veda sentía alarma. La experiencia adquirida en el estudio de muchos subterráneos le decía que la masa rocosa en las faldas de las cordilleras se encontraba en equilibrio inestable. Posiblemente, había sido desplazada por algún temblor de tierra o por el alzamiento general que había elevado las montañas en cincuenta metros desde la fundación de aquel museo. Entibar aquella enorme masa era empresa imposible para una expedición arqueológica ordinaria. Y únicamente objetivos importantes para la economía del planeta hubieran podido justificar tan colosales esfuerzos.

Pero, al propio tiempo, los secretos históricos guardados en una cueva tan profunda podían tener un valor técnico, como lo tenían las invenciones de la antigüedad, olvidadas al parecer, pero útiles en el presente.

La prudencia aconsejaba no seguir las exploraciones. Mas ¿por qué razón el científico debía guardar tanto su persona, cuando millones de seres humanos realizaban arriesgados trabajos y experiencias, cuando Dar Veter y sus compañeros trabajaban a cincuenta y siete mil kilómetros sobre la Tierra y Erg Noor se disponía a emprender un viaje sin regreso? Ninguno de aquellos dos hombres, tan estimados por Veda, habría retrocedido… Pues bien, ella no retrocedería tampoco…

Con baterías de repuesto, una cámara fotográfica electrónica y dos aparatos de oxígeno, irían las dos — Veda y Miiko, que no conocía el miedo —, dejando a sus compañeros el cuidado de estudiar la tercera sala.

Veda Kong aconsejó a sus colaboradores que tomaran algo para reponer fuerzas.

Sacaron las tabletas del explorador: unos comprimidos — de proteínas, y azúcares rápidamente asimilables — y unos preparados que destruían las toxinas del cansancio y contenían además una mezcla de vitaminas, hormonas y estimulantes del sistema nervioso. Veda, impaciente e inquieta, no tenía apetito. Miiko no apareció hasta pasados cuarenta minutos: no había podido resistir al deseo de hacer la radioscopia de algunos armarios para averiguar cuanto antes su contenido.

La descendiente de las buceadoras japonesas dio las gracias a su jefe de equipo con una mirada y estuvo presta en un abrir y cerrar de ojos.

Los finos cables rojos iban por el centro del pasadizo. La luz blanco-lilácea de las coronas de gas fosforescente, que las dos mujeres llevaban sobre la cabeza, no podía rasgar las milenarias tinieblas, delante, donde el declive se hacía cada vez más pronunciado. Con monótono y sordo ruido, grandes goterones fríos caían del techo. De los lados y arriba llegaba el murmullo del agua que fluía de las grietas. El aire, saturado de humedad, permanecía inmóvil, con quietud de sepulcro, en aquel recinto cerrado y negro. Tan sólo en las cuevas reina ese silencio absoluto guardado por la propia materia muerta, insensible e inerte, de la corteza terrestre. En la superficie, por profundo que sea el silencio, siempre se adivina en la naturaleza alguna vida oculta, escondida, el movimiento del agua, del aire o de la luz.

Miiko y Veda iban cediendo involuntariamente a la fascinación de aquella profunda cueva que aprisionaba a ambas en sus negras entrañas, como en las profundidades de un pasado muerto, barrido por el tiempo, y que sólo revivía en las fantasías de la imaginación.

Efectuaban el descenso con rapidez, a pesar de la gruesa capa de pegajosa arcilla que cubría el suelo del pasadizo. Bloques desprendidos de las paredes las obligaban a veces a encaramarse a ellos y deslizarse por el estrecho hueco que quedaba entre los mismos y el techo. En media hora Miiko y Veda descendieron ciento noventa metros y llegaron a un muro liso contra el que estaban apoyadas pacíficamente las dos carretillas automáticas de reconocimiento. Un leve rayito de luz fue suficiente para ver que aquello era una puerta maciza, herméticamente cerrada, de acero inoxidable. En el centro de la puerta sobresalían dos pequeños discos con unos signos, flechas doradas y mangos redondos.

Para abrir, era preciso componer con ellos una señal convencional. Los dos arqueólogos conocían tipos de cerraduras semejantes a aquélla, pero de una época anterior. Después de cambiar impresiones, Veda y Miiko la examinaron atentamente. Era muy parecida a los artificios, construidos con maligna astucia, con que las gentes del pasado creían proteger sus tesoros de las asechanzas de los « extraños », pues en la Era del Mundo Desunido las personas estaban divididas en « propias » y « extrañas ». Con frecuencia, aquellas puertas, cuando se intentaba abrirlas, lanzaban proyectiles explosivos, gases venenosos o radiaciones cegadoras, y los confiados investigadores perecían.

Sus mecanismos, de metales resistentes o plásticos especiales, se conservaban durante miles de años y habían costado la vida a muchos arqueólogos hasta que se consiguió neutralizarlos, haciéndolos inofensivos.

Era evidente que para abrir la puerta aquella harían falta instrumentos especiales.

¡Había que volverse desde el mismo umbral del principal misterio de la cueva! ¿Quién podía dudar de que tras ella, tan sólida y hermética, tenía que encontrarse lo más importante y valioso para las gentes de los tiempos remotos? Luego de apagar las lámparas, limitándose así a la tenue luz de las coronas, Veda y Miiko se sentaron a descansar y a tomar un poco de alimento.