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— ¿Y qué ha conseguido usted ver en los armarios de la segunda sala? — inquirió Veda, rechazando el enojo, primitivo y pueril, ante el inesperado obstáculo.
— Diseños de máquinas, libros, impresos no en papel antiguo, de pasta de madera, sino en hojas metálicas. Y además, como unos rollos de películas cinematográficas, unas listas, cartas estelares y terrestres.
— En la primera sala, están los modelos de las máquinas; en la segunda, la documentación técnica correspondiente a las mismas, y en la tercera, ¿cómo diría yo?…
los valores de una época en que existía aún el dinero. Desde luego, coincide con los esquemas.
— ¿Y dónde están los valores en el sentido actual? Es decir, las supremas realizaciones del desarrollo espiritual de la humanidad: de la ciencia, del arte, de la literatura?… — exclamó Miiko.
— Espero que tras esa puerta — repuso tranquila Veda —. Pero no me extrañaría que hubiese ahí armas.
— ¿Cómo?
— Armamentos, medios de rápido exterminio en masa.
La pequeña Miiko quedó pensativa y triste; luego, dijo en voz queda:
— Sí, es lo natural, teniendo en cuenta el objetivo de este escondrijo. Ahí se guardan, de una posible destrucción, los principales valores técnicos y materiales de la civilización occidental de entonces. Mas ¿qué se consideraba « lo principal », cuando no existía aún la opinión pública de todo el planeta y ni siquiera de los pueblos de aquellos países? La necesidad e importancia de algo, en un momento dado, las determinaba el grupo gobernante, integrado a menudo por personas que distaban mucho de ser competentes.
Por ello, en esta cueva no se encuentra ni mucho menos lo que en realidad constituía los mayores valores de la humanidad, sino lo que uno u otro grupo de gentes estimaba como tales. Procuraban conservar, en primer término, las máquinas y, posiblemente, las armas, sin comprender que las superestructuras de la civilización se forman, en la historia, a semejanza de un organismo vivo.
— Cierto, mediante el aumento y asimilación de la experiencia del trabajo, de los conocimientos, de la técnica, de las reservas de materiales, de substancias y formaciones químicas puras. Restablecer una elevada civilización destruida es imposible sin aleaciones muy sólidas, sin metales raros, máquinas de gran rendimiento y suma precisión. Si todo eso ha sido aniquilado, ¿de dónde tomar los materiales y la experiencia, el arte de crear máquinas cibernéticas cada vez más complejas, capaces de satisfacer las necesidades de miles de millones de personas? — ¥ tampoco era posible, entonces, el retorno a la civilización antigua, desprovista de máquinas, con la que soñaban algunos a veces.
— Desde luego. En vez de la cultura antigua, habría surgido una hambre espantosa.
¡Los soñadores individualistas no querían comprender que la historia no se repite jamás!
— Yo no afirmo categóricamente que tras esa puerta haya armas — manifestó Veda volviendo al tema fundamental —, aunque muchos indicios lo indican. Si los constructores de este escondrijo estaban en el error, cosa propia de aquel tiempo, de confundir la cultura con la civilización, sin comprender la obligación indeclinable de educar y desarrollar las emociones del ser humano, en tal caso no eran imprescindibles para ellos las obras de arte y de literatura o una ciencia alejada de las necesidades del momento. A la sazón, hasta la ciencia la dividían en útil e inútil, sin pensar en su unidad. Una ciencia y un arte semejantes eran considerados como atributos agradables, mas no siempre necesarios y provechosos, de la vida del hombre. Ahí se oculta lo más importante. Y yo creo que son armas, por ingenuo y absurdo que nos parezca hoy día.
Veda calló, clavados los ojos en la puerta.
— Quizá se trate simplemente de un mecanismo de composición y podamos abrirlo auscultando con el micrófono — dijo de pronto, acercándose a la puerta —. ¿Qué, nos arriesgamos?
Miiko se interpuso entre su amiga y la puerta.
— ¡No, Veda! ¿A qué correr un riesgo estúpido?
— Me parece que la cueva está a punto de derrumbarse. Si nos vamos, no podremos volver más… ¿No oye usted?
Un ruido confuso y lejano llegaba de vez en cuando hasta el recinto, resonando ya arriba, ya abajo.
Pero Miiko, de espaldas a la puerta, muy abiertos los brazos, permanecía inflexible, cerrando el paso.
— Si ahí hay armas, Veda, ¡tiene que haber por fuerza un dispositivo de defensa!..
Dos días más tarde fueron llevados a la cueva unos aparatos portátiles: una pantalla reflectora Roentgen para la radioscopia del mecanismo y un emisor de radiaciones enfocadas ultrafrecuentes para destruir las conexiones interiores de las piezas. Mas no hubo ocasión de utilizarlos.
Inopinadamente, un rumor entrecortado se oyó en las entrañas de la cueva. El suelo empezó a temblar fuertemente, bajo los pies, obligando a los exploradores — que estaban en la tercera cueva, la inferior — a lanzarse instintivamente hacia la salida.
El ruido aquél iba en aumento convirtiéndose en seco rechinar. Por lo visto, toda la masa de agrietadas rocas cedía siguiendo una falla a lo largo de la falda de la montaña.
— ¡Todo está perdido! Hemos llegado tarde. ¡Sálvense! ¡Arriba! — gritó Veda con amargura, y la gente se abalanzó hacia las carretillas automáticas.
Aferrándose a los cables de las carretillas, todos empezaron a trepar por el pozo. El ruido sordo y el temblor de las paredes de piedra los perseguían, pisándoles los talones, y acabaron por darles alcance. Resonó un trueno espantoso… La pared interior de la segunda cueva se derrumbó en la brecha que se había abierto en el lugar del pozo de entrada a la tercera sala. La ola de aire arrastró a la gente, en unión del polvo y de la grava, hasta las altas bóvedas de la primera sala. Los arqueólogos se pegaron al terreno, en espera de la muerte.
Poco a poco, las nubes de polvo se fueron disipando. Las estalagmitas y concreciones que se veían a través de aquella niebla conservaban sus anteriores contornos. Un silencio sepulcral reinaba de nuevo en el subterráneo…
Al recobrar el conocimiento, Veda se levantó. Dos de sus colaboradores se apresuraron a sostenerla, pero ella se desprendió de sus manos con impaciencia.
— ¿Dónde está Miiko?
Su ayudante, apoyada contra una baja estalagmita, se limpiaba cuidadosamente el polvillo del cuello, de las orejas y de los cabellos.
— Casi todo se ha perdido — dijo en respuesta a la muda pregunta de Veda —. La infranqueable puerta continuará cerrada bajo una capa de cuatrocientos metros de piedra.
La tercera cueva ha quedado completamente destruida, y la segunda… en ella aún se pueden hacer excavaciones. Encierra, como ésta, lo más preciado para nosotros.
— Así es… — asintió Veda, humedeciéndose los resecos labios —. Pero nosotros somos culpables por nuestra lentitud y cautela. Debíamos haber previsto el derrumbamiento.
— Hubiera sido un presentimiento gratuito. Pero no hay que apurarse. ¿Acaso habríamos apuntalado estas montañas sólo por el gusto de conocer, tras la puerta, unos valores dudosos? Sobre todo si allí había armas inútiles…
— ¿Y si eran obras de arte, valiosísimas creaciones del genio humano? Sí, ¡debíamos haber actuado más de prisa!
Miiko se encogió de hombros y condujo a la apenada Veda en pos de sus compañeros, hacia el magnífico día de sol y el gozo del agua limpia y de la ducha eléctrica aliviadora de los dolores.
Mven Mas, según su costumbre, paseaba de un extremo a otro de la habitación que le habían destinado en el piso superior de la Casa de la Historia, situada en el sector indio de la zona Norte de viviendas. Habíase trasladado allí hacía dos días solamente, después de su trabajo en la Casa de la Historia del Sector Americano.
La habitación — mejor dicho, la galería con pared exterior de cristal polarizante — miraba a las lejanías azules de una accidentada planicie. De vez en cuando, Mven Mas corría las persianas de polarización cruzada. La estancia quedaba envuelta en una penumbra gris, mientras por la pantalla hemisférica desfilaban lentas, una tras otra, reproducciones electrónicas de cuadros, fragmentos de viejos filmes, esculturas y edificios, elegidos previamente por el africano. Mven Mas los examinaba e iba dictando al robot-secretario notas para su futuro libro. La máquina imprimía, numeraba las páginas y las clasificaba cuidadosamente por temas o recopilaciones.
Cuando sentía cansancio, descorría las persianas y se acercaba al ventanal, donde, perdida la mirada en la lejanía, reflexionaba largamente sobre lo observado.
No podía menos de sorprenderse de los muchos aspectos de una cultura todavía reciente que habían dejado de existir. Tal suerte habían corrido las sutilezas del lenguaje, argucias verbales y escritas, tan propias de la Era de la Unificación Mundial, que se consideraban antaño muestras de una gran instrucción. No se cultivaba en absoluto la escritura como música de la palabra, tan desarrollada ya en la Era del Trabajo General (ETG); había cesado por completo ese hábil malabarismo de vocablos denominado ingeniosidad. Y antes aún había desaparecido la necesidad de enmascarar los propios pensamientos, tan importante en la Era del Mundo Desunido. Todas las conversaciones eran más breves y sencillas. Y, seguramente, la Era del Gran Circuito sería la del desarrollo del tercer sistema de señales del hombre: la comprensión sin palabras.
De vez en cuando, Mven Mas dictaba al incansable robot-secretario nuevas formulaciones de sus pensamientos:
— La psicología fluctuante del arte, fundada por Liúda Fir, data del primer siglo de la Era del Circuito. Fue ella precisamente quien logró demostrar, de un modo científico, la diferencia entre la percepción emotiva de las mujeres y de los hombres, poniendo así al descubierto una esfera que venía existiendo desde hacía muchos siglos como un subconsciente casi místico. Pero demostrar, en el sentido actual de la palabra, era sólo la menor parte de la tarea. Liúda Fir consiguió algo más: señalar los principales nexos de las percepciones sensoriales, merced a lo cual ha sido posible hacerlas corresponder a ambos sexos.
El repiqueteo de un timbre y una luz verde que se encendió de pronto llamaron al africano al televisófono. Una llamada en horas de estudio tenía que obedecer a algo muy importante. El secretario automático se desconectó, y Mven Mas bajó presuroso a la cámara de conversaciones a larga distancia.
Veda Kong, arañadas las mejillas y con profundas ojeras, le saludó desde la pantalla.
Mven Mas, lleno de alegría, le tendió sus manazas, suscitando una débil sonrisa en el preocupado rostro de la joven mujer.
— Ayúdeme, Mven Mas. Ya sé que está usted trabajando, pero Dar Veter no se encuentra en la Tierra, Erg Noor está lejos, y, aparte de ellos, no tengo a nadie más que a usted para dirigirme, sin reparo, con cualquier ruego. Me ha ocurrido una desgracia…
— ¿Qué me dice? ¿Dar Veter?…