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— Las informaciones enviadas hace milenios y decenas de miles de años no se pierden en el espacio y acaban por llegar a nosotros — agregó Yuni Ant.
— Por consiguiente, ¿juzgamos de la vida y los conocimientos de las gentes de otros mundos muy distantes con un retraso que, por ejemplo, para la zona centro de la Galaxia es de veinte mil años?
— Sí; lo mismo cuando se transmiten las grabaciones por las máquinas mnemotécnicas de los mundos próximos que cuando son captadas por nuestras estaciones receptoras; los mundos lejanos aparecen ante nosotros tal y como eran en tiempos muy remotos.
Vemos a personas muertas y olvidadas en sus respectivos mundos hace muchísimos años.
— ¿Será posible que, a pesar de haber conseguido tan gran dominio sobre la naturaleza, no podamos hacer nada en este caso? — comentó Veda con infantil indignación —. ¿No seremos capaces de hallar más medios para alcanzar los mundos lejanos que los rayos ondulares o fotónicos?
— ¡Yo comprendo perfectamente su afán, Veda! — exclamó Mven Mas.
— En la Academia de los Límites del Saber — terció en la conversación Dar Veter — se hacen proyectos para vencer el espacio, el tiempo, la atracción; se estudian las más profundas bases del Cosmos. Pero hasta ahora no han llegado a la fase de los ensayos y no han podido…
Inopinadamente, el circulillo verde se iluminó, y Veda volvió a sentir vértigo al ver hundirse la pantalla en el insondable abismo de los espacios cósmicos.
Los nítidos contornos de la imagen demostraban que se trataba de una grabación de máquina mnemotécnica y no de una captación directa.
Al principio, surgió la superficie de un planeta, visto indudablemente desde una estación exterior. Un sol inmenso, de un color violeta pálido y tan incandescente que parecía irreal, bañaba con sus penetrantes rayos las nubes azules de su atmósfera.
— Ésa es la Épsilon del Tucán, estrella de temperatura elevadísima, perteneciente a la clase B9 y setenta y ocho veces más luminosa que nuestro Sol — dijo Mven Mas en voz muy queda.
Dar Veter y Yuni Ant asintieron con la cabeza.
La sorprendente visión cambió, como si se contrajera y descendiese a ras de la tierra de un modo desconocido.
A gran altura, alzábanse las cúpulas de unas montañas que parecían de cobre fundido.
Una roca o un metal ignoto, de estructura granulosa, refulgía a la luz deslumbradora del sol aquel. E incluso en la imperfecta transmisión de los aparatos, aquel inundo desconocido tenía un esplendor solemne, triunfal.
Los resplandores del sol rodeaban las cobrizas montañas de un halo rosáceoargentado que se reflejaba, en ancho camino, sobre las lentas olas de un mar violeta. Sus aguas de amatista parecían densas y lanzaban rojos destellos, como un centelleo de pequeños ojos vivos. Las olas lamían el gran pedestal de una estatua gigantesca que, lejos de la orilla, se alzaba en orgullosa soledad. Era una figura de mujer, tallada en piedra de color grana, que, con la cabeza echada hacia atrás y como en éxtasis, tendía las manos hacia la ardiente bóveda del cielo. Podía ser muy bien la imagen de una hija de la Tierra, y su completo parecido con nuestras mujeres sorprendía tanto como la asombrosa belleza de la estatua. En su cuerpo, que parecía encarnar los sueños de los artistas terrenos, se armonizaban la vigorosa fuerza y la espiritualidad de cada una de sus líneas. La roja piedra pulida era como una llama de vida ignorada, y, por ello, misteriosa, fascinante.
Las cinco personas terrenas contemplaban en silencio aquel mundo maravilloso y nuevo. Del robusto pecho de Mven Mas escapó un largo suspiro: al lanzar la primera mirada a la estatua, los nervios del africano se habían puesto tensos, en gozosa espera.
Frente al monumento, en la orilla, unas torres de plata labrada marcaban el comienzo de una ancha escalinata blanca que ascendía leve sobre un bosque de esbeltos árboles de hojas turquesa.
— Deben tintinear, ¿verdad? — susurró Dar Veter al oído de Veda, señalando a las torres. Y ella bajó afirmativa la cabeza.
El aparato emisor del nuevo planeta continuaba ofreciendo, uno tras otro, nuevos cuadros silenciosos.
Por un segundo, se columbraron unos muros blancos, con anchas cornisas, en los que se abría un gran portal de piedra azul, y la pantalla se desplegó en una sala alta de techo, inundada de intensa luz. El nacarado matiz de las acanaladas paredes daba a todos los objetos una nitidez singular. Llamó la atención de los terrenos un grupo de personas que se encontraban ante un reluciente panel verde esmeralda.
El color rojo de fuego de su piel correspondía al de la estatua que se alzaba en el mar.
Aquello no causó extrañeza a los habitantes de la Tierra, pues algunas tribus de indios de Centroamérica tenían — según las fotografías en colores que se conservaban de la antigüedad — la misma tonalidad de piel, aunque un poco menos oscura.
Había dos mujeres y dos hombres. Ambas parejas iban vestidas de distinta forma. Los que se hallaban más cerca del panel verde llevaban unas vestiduras cortas, doradas, que parecían elegantes monos con varios cierres de cremallera. Los otros dos estaban envueltos, de pies a cabeza, en capas idénticas del mismo matiz nacarado que las paredes.
Los dos primeros tañían, con suaves y plásticos movimientos, unas cuerdas tendidas oblicuamente junto al extremo izquierdo del panel. La pared, de esmeralda pulimentada o de vidrio, se tornaba ¡transparente. Al compás de sus movimientos, nítidas imágenes se sucedían, flotando en el cristal. Surgían y desaparecían con tanta rapidez, que su sentido era captado con dificultad incluso por observadores tan expertos como Yuni Ant y Dar Veter.
En aquella sucesión de montañas cobrizas, océanos violeta y bosques turquesa se adivinaba la historia del planeta. Animales y plantas — unas veces, monstruosos e incomprensibles; otras, soberbios y espléndidos — desfilaban como espectros del pasado.
Muchos se asemejaban a aquellos cuyos restos guardaban, a modo de anales, los estratos de la corteza terrestre. Larga era la escala ascendente de formas de vida, de continuo perfeccionamiento de la materia viva. Aquel interminable camino de evolución parecía a los seres de la Tierra aún más prolongado, áspero y penoso que su propia genealogía, bien conocida por cada uno de ellos.
En la espectral claridad del aparato iban apareciendo nuevos cuadros: fuego de grandes hogueras, amontonamientos de rocas en las llanuras, luchas con bestias feroces, solemnes exequias y ritos religiosos. La figura de un hombre, cuyo cuerpo cubría una piel de fiera, ocupó la pantalla en toda su altura. Apoyándose con una mano en una lanza y alzando la diestra hacia las estrellas con amplio ademán, pisaba fuertemente el cuello de un monstruo vencido, de ásperas crines en el espinazo, que, abiertas las fauces, mostraba sus largos y afilados colmillos. En el plano posterior, una hilera de hombres y mujeres, cogidos de la mano por parejas, parecían cantar.
Las visiones animadas desaparecieron cediendo lugar a la superficie oscura y pulida de la pared de piedra.
Entonces, los de las vestiduras doradas se apartaron a la derecha y su sitio fue ocupado por la otra pareja. Con un movimiento rapidísimo, se despojaron de sus capas, y sus cuerpos rojos ondularon como llamas vivas sobre el fondo irisado de los muros. El hombre tendió ambas manos hacia la mujer, ella le respondió con una alegre sonrisa tan arrogante y deslumbradora, que los moradores de la Tierra no pudieron menos de sonreír también. Y allá lejos, en la nacarada sala de aquel mundo infinitamente remoto, empezaron a bailar los dos una danza lenta. Más que una danza era aquello una serie de rítmicas poses destinadas, por lo visto, a mostrar la perfección, la belleza de líneas y plástica elasticidad de los cuerpos de los bailarines. Sin embargo, por la cadenciosa sucesión de los movimientos, se presentía una música majestuosa y triste al propio tiempo, como un himno a la gran legión de innumerables víctimas anónimas que habían sido inmoladas en aras de la evolución de la vida hasta llegar a tan admirable ser pensante: el hombre.
Mven Mas creía oír aquella melodía, percibir aquel abanico de notas altas y puras sostenido por el vibrante y acompasado ritmo de los sonidos graves. Veda Kong apretó la mano de Dar Veter, pero él no lo advirtió siquiera. Yuni Ant miraba inmóvil, con la respiración contenida, mientras unas gotas de sudor perlaban su despejada frente.
La gente del Tucán se parecía tanto a la de la Tierra, que, poco a poco, se iba perdiendo la impresión de otro mundo. Mas aquellas personas rojas eran de una belleza consumada que aún no habían alcanzado todos en el globo terráqueo y sólo vivía en los sueños y obras de los artistas, tomando corporeidad en muy contados seres singularmente hermosos.
« Cuanto más penosa y larga es la vía de la ciega evolución animal hasta llegar al ser pensante, tanto más perfectas y adecuadas son las formas superiores de la vida y, en consecuencia, tanto más bellas — pensaba Dar Veter —. Desde hace mucho tiempo los terrenos hemos comprendido que la belleza es la conveniencia de la estructura, instintivamente percibida y bien adaptada a un fin determinado. Y cuanto más diverso es el fin, más bella es la forma; esas gentes rojas deben de ser más inteligentes y hábiles que nosotros. Tal vez su civilización se haya basado más en el desarrollo del propio hombre, de su potencia física y espiritual, que en el progreso de la técnica. Durante largos años nuestra cultura continuó siendo netamente técnica, y hasta que no advino la sociedad comunista no emprendió definitivamente la senda del perfeccionamiento del propio hombre, y no tan sólo de sus máquinas, casas, alimentos y distracciones. » Cesó la danza. La joven piel roja avanzó al centro de la sala, y el rayo visual del aparato concentróse en ella sola. Sus abiertos brazos y su rostro se alzaron.
Los ojos de los terrenos siguieron involuntariamente la mirada de la muchacha. La sala no tenía techo alguno, o tal vez fuera aquello una ilusión óptica, hábilmente lograda, pues allí se veía un cielo tachonado de estrellas tan grandes y refulgentes, que no debían de ser reales. La disposición de las constelaciones extrañas no evocaba ninguna asociación conocida. La muchacha agitó la mano izquierda y en su índice apareció una bolita azul.
Acto seguido, brotó de ésta un rayo de argentada luz que se convirtió en un enorme puntero, cuyo circular extremo luminoso se iba fijando en una u otra estrella de aquel dosel. Y al instante, el panel de esmeralda mostraba una imagen inmóvil, en gran escala.
El rayo indicador se desplazaba lentamente, haciendo surgir, con igual lentitud, vistas de planetas desiertos o habitados. Las extensiones pedregosas o los arenales brillaban con triste, desolado fulgor a la luz de solea rojos, azules, violáceos, amarillos. A veces, los rayos de un astro singular, de color gris plomo, daban vida en sus planetas a achatadas cúpulas y espirales cargadas de electricidad que flotaban como medusas en la densa atmósfera anaranjada o en el océano. En el mundo del sol rojo crecían unos árboles de inconmensurable altura y viscosa corteza negra que tendían hacia el cielo, como en desesperada imploración, miríadas de retorcidas ramas. Otros planetas estaban inundados por completo de oscuras aguas. Enormes islas vivientes, animales o vegetales, navegaban por doquier agitando en la serena superficie sus innumerables tentáculos vellosos.
— No tienen en sus cercanías planetas con formas superiores de vida — dijo de pronto Yuni Ant, que no apartaba los ojos de la carta de aquel desconocido cielo cubierto de estrellas.
— No es cierto — objetó Dar Veter —. Por un lado, tienen un sistema astral plano, una de las formaciones recientes de la Galaxia. Pero nosotros sabemos que los sistemas planos y esféricos, antiguos y nuevos, se alternan frecuentemente. Y en efecto, por el lado de Erídano cuentan con un sistema poblado de seres pensantes que forma parte del Circuito…
— El VVR 4955+MO 3529… etcétera — terció Mven Mas —. Pero ¿por qué no lo saben ellos?
— Ese sistema se adhirió al Gran Circuito hace doscientos setenta y cinco años, y esta información fue enviada antes — respondió Dar Veter.
La joven piel roja del mundo lejano dejó caer del dedo la bolita azul y volvióse hacia los espectadores con los brazos abiertos, como si se dispusiera a abrazar a alguien que se encontrase, invisible, ante ella. Echó un poco hacia atrás la cabeza y los hombros, igual que una mujer terrena al hacer un apasionado llamamiento. Los labios, entreabiertos, se movieron, pronunciando unas palabras inaudibles. Y así quedó inmóvil, exhortante, lanzando a las frías tinieblas de los espacios intersiderales su ardiente imploración humana a sus hermanos, los hombres de otros mundos.
Y de nuevo, su esplendorosa belleza dejó maravillados a los observadores terrenos.
Aquella muchacha no tenía las severas facciones, como cinceladas en bronce, de los pieles rojas de la Tierra. Su cara, redonda; la nariz no grande; los enormes ojos azules, muy separados, y la pequeña boca la asemejaban más bien a las mujeres de nuestros pueblos nórdicos. Sus espesos cabellos, negros y ondulados, eran suaves. Todos los rasgos de su rostro y líneas de su cuerpo denotaban una firmeza alegre, natural, dando la sensación de una gran fuerza.
— ¿Será posible que no sepan nada del Gran Circuito? — inquirió Veda Kong, casi sollozando, inclinándose ante su bella hermana del Cosmos.
— En la actualidad, deben ya de saberlo — repuso Dar Veter —. Pues lo que estamos viendo ahora ocurrió hace trescientos años.
— Son ochenta y ocho parsecs de distancia — comentó Mven Mas, con su retumbante voz de bajo —, ochenta y ocho. Todas las personas que hemos visto murieron hace tiempo.
Y como confirmando sus palabras, la visión de aquel mundo maravilloso se esfumó, mientras se apagaba el circulillo verde indicador del enlace. La transmisión por el Gran Circuito había terminado.
Los espectadores permanecieron atónitos unos instantes. El primero en recobrarse fue Dar Veter. Mordiéndose los labios con pena, dio vuelta al pomo grana. Un profundo toque de gong anunció que la columna de energía dirigida había sido desconectada, advirtiendo a los ingenieros de las centrales energéticas que era preciso verter de nuevo en sus canales habituales el poderoso torrente de fluido. Y después de haber hecho con los aparatos todas las operaciones necesarias, el director de las estaciones exteriores se volvió hacia sus compañeros.
Yuni Ant, arqueadas las cejas, pasaba unas hojas llenas de signos.