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Pero el mundo no los olvidaba.
Los paleontólogos aullaban. Lo que se había encontrado en el Polo no podía ser cierto. 0 entonces los laboratorios que habían hecho los cálculos de las fechas se equivocaban.
Se había examinado el barro del deshielo de las ruinas, los residuos de oro, la tierra de la Esfera. Por todos los métodos conocidos, se había determinado su antigüedad. Más de cien laboratorios de todos los continentes habían hecho cada uno más de cien medidas, llegando a más de 10.000 resultados concordantes, que confirmaban los 900.000 años aproximadamente de antigüedad del descubrimiento subglaciar.
Esta unanimidad no hacía mermar la convicción de los paleontólogos. Gritaban: superchería, error, distorsión de la verdad. Para ellos no había duda: menos de 900.000 años era más o menos el principio del Pleistoceno. En esa época todo lo que podía existir en materia de hombre era el Australopiteco, es decir, una especie de primate lamentable, al lado del cual un chimpancé hubiera hecho figura de civilizado distinguido.
Esas instalaciones y esos individuos que habían sido encontrados bajo el hielo, o era falso, o bien era reciente, o bien venía de otra parte y había sido colocado allí por impostores. No podía ser cierto. Era imposible. Contestaciones de transeúntes interrogados a la salida del subterráneo en Saint — Germain — en — laye:
El reporter de TV: ¿Usted piensa que es cierto o que no lo es?
Un señor bien vestido: ¿Que es cierto qué?
El reporter de TV: Los chirimbolos bajo el hielo, allá en el Polo…
El señor: ¡Oh! sabe usted, yo… ¡Tendría que verlo!
El reporter de TV: ¿Y usted, señora?
Una muy vieja señora, maravillada:
— ¡Son tan hermosos! ¡Son tan extraordinariamente hermosos! ¡Son seguramente verdaderos!
Un señor flaco, moreno, friolento, nervioso, se posesiona del micrófono.
— Yo digo: ¿Por qué los sabios quieren siempre que nuestros antepasados sean horrendos? Cro — Magnon y compañia tipo orangután. Los bisontes que uno ve en las grutas de Altamira o de Lascaux eran más bellos que la vaca normanda, ¿no? ¿Por qué nosotros no, también?
En la O.N.U. la Asamblea se desinteresé súbitamente de los dos seres cuya suerte había motivado la convocación.
El delegado de Pakistán acababa de subir a la tribuna e hizo una declaración sensacional.
Los expertos de su país habían calculado cuál debía ser la cantidad de oro que constituía la Esfera, su pedestal y sus instalaciones exteriores. Habían llegado a una cifra fantástica. ¡Había ahí, bajo el hielo, cerca de 200.000 toneladas de oro! Es decir, más que la suma de les, en todos oro contenida en todas las reservas nacionales individuales los bancos privados y en todas las cuentas y clandestinas. ¡Más que todo el oro del mundo!
¿Por qué se había Ocultado esto a la opinión? ¿Qué preparaban las grandes potencias? ¿Se habían puesto de acuerdo para dividir esta riqueza fabulosa, como ellas compartían todas las otras? Esta masa de oro era el fin de la miseria para la mitad humana que sufría todavía hambre y falta de todo. Las naciones pobres… las naciones hambrientas, exigían que este oro fuera troquelado, dividido y repartido entre ellos haciendo la prorrata según el número de su población.
Los negros, los amarillos, los verdes, los grises, y algunos blancos se irguieron y aplaudieron frenéticamente al Pakistaní. Las naciones pobres formaban en la O.N.U. una muy grande mayoría que la habilidad y el derecho de veto de las grandes potencias tenían a raya de más en más difícilmente.
El delegado de los Estados Unidos pidió la palabra y la obtuvo. Era un hombre alto y delgado, que llevaba con aire cansado la herencia distinguida de una de las más antiguas familias de Massachusetts.
Con una voz sin pasión, un poco velada, declaró que él comprendía la emoción de su colega, que los expertos de los Estados Unidos acababan de llegar a las mismas conclusiones que los de Pakistán, y que se preparaba justamente para hacer una declaración a ese respecto.
Pero, agregó, otros expertos examinando las muestras del oro del Polo habían llegado a otra conclusión: el oro no era oro natural, era un metal sintético, fabricado con un procedimiento del cual uno no se podía ni dar una idea. Nuestros físicos atomistas sabían también fabricar oro artificial, por transmutación de átomos. Pero difícilmente, en pequeña cantidad, y a un precio prohibitivo.
El verdadero tesoro enterrado bajo la nieve, no era entonces que tal o cual cantidad de oro fuera considerable, sino los conocimientos encerrados en el cerebro de este hombre o de esta mujer, o quizá de los dos. Es decir, no solamente los secretos de la fabricación del oro, del cero absoluto, del motor perpetuo, pero sin duda una cantidad de otros todavía mucho más importantes.
Que se ha encontrado en el punto 612 — prosiguió el orador—, permite en efecto suponer que una civilización muy adelantada, sabiéndose amenazada por un cataclismo que corría el riesgo de destruirla enteramente, puso a buen recaudo, con un lujo de precauciones que quizá agotó todas sus riquezas, a un hombre y a una mujer susceptibles de hacer renacer la vida después del paso del azote.
No es lógico pensar que esta pareja fue elegida únicamente por sus cualidades físicas. El uno o el otro, o los dos, deben poseer suficiente ciencia para hacer renacer una civilización equivalente a aquella de la cual provienen. Es esta ciencia lo que el mundo de hoy debe pensar en compartir, antes que cualquier otra cosa. Para eso, hay que reanimar aquellos que la poseen y hacerles sitio entre nosotros.
— If they are still alive — dijo el delegado chino.
El delegado americano hizo un leve gesto con la mano izquierda, y esbozó una sonrisa, que agregado lo uno a lo otro, significaba muy cortésmente, pero con un total desprecio:
— La Universidad de Columbia está perfectamente equipada en sabios y en aparatos para realizar esta reanimación. Los Estados Unidos se proponen entonces, con vuestro acuerdo, ir a buscar al punto 612 al hombre y la mujer en sus bloques de hielo, trasportarlos con todas las precauciones necesarias y la mayor celeridad posible, hasta los laboratorios de Columbia; sacarlos de su largo sueño y acogerlos en nombre de la humanidad entera.
El delegado ruso se levantó sonriendo y dijo que él no dudaba ni de la buena voluntad americana ni de la competencia de sus sabios. Pero la U.R.S.S. poseía igualmente, en Akademgorodok, los técnicos, los teóricos y los aparejos necesarios. Ella podía, también, encargarse de la operación. Pero no se trataba en este momento capital para el porvenir de la humanidad, de hacer la sobrepuja científica y de disputarse una postura que pertenecía a todos los pueblos del mundo. La U.R.S.S. proponía entonces dividir la pareja, ella misma se hacía cargo de uno de los individuos, y los Estados Unidos se ocuparían del otro.
El delegado pakistaní explotó. ¡El complot de las grandes potencias se revelaba a plena luz! Desde el primer minuto habían decidido atribuirse el tesoro de 612, ya fuese un tesoro monetario o un tesoro científico. Y, compartiendo los secretos del pasado, compartirían también la supremacía del porvenir, como ellas ya poseían la del presente. Las naciones que se asegurarían el monopolio de los conocimientos enterrados bajo el punto 6I2 poseerían un dominio del mundo total e inconmovible. Ningún otro país podría jamás sustraerse a su hegemonía. Las naciones pobres debían oponerse con todas sus fuerzas a la realización de este abominable proyecto, aunque debiesen quedar, para siempre en su caparazón de helio esos dos seres humanos venidos del pasado.
El delegado francés, que había ido a telefonear a su gobierno, a su vez pidió la palabra. Hizo notar, tranquilamente, que el punto 612 se encontraba en el interior de la lonja del continente antártico que había sido atribuido a Francia. Es decir, en territorio francés. Y de ese hecho, todo lo que se podía descubrir allí era propiedad francesa…
Se armó un buen jaleo. Delegados de grandes y pequeñas naciones se encontraron esta vez de acuerdo para protestar, reír burlonamente o simplemente hacer un mohín divertido, según su grado de civilización.
El francés sonrió e hizo un gesto apaciguador. Cuando renació la calma, declaró que Francia, ante el interés universal del descubrimiento, renunciaba a sus derechos nacionales y aun a sus derechos de «inventor», y depositaba sobre el altar de las Naciones Unidas, todo lo que había sido encontrado o podría ser encontrado todavía en el punto 612.
Ahora eran aplausos corteses que su gesto se esforzaba en hacer cesar.
Pero… pero…, sin compartir los temores del Pakistán, Francia pensaba que había que hacer todo para impedir que ellos fueran justificados, tan poco como lo pudieron ser. No eran solamente Columbia Y Akademgorodok que estaban equipadas para la reanimación. Se podían encontrar especialistas eminentes en Yugoslavia, en Holanda, las Indias, sin hablar de la Universidad árabe y del muy competente equipo del doctor Labeau, del hospital Vaugirard en Paris.
Francia no descartaba por ello a los equipos rusos y americanos. Pedía solamente que la elección fuese hecha por la Asamblea toda entera, y sancionada por votación.
El delegado americano se adhirió en seguida a esta propuesta. Para dejar el tiempo necesario a estas candidaturas competentes de manifestarse, pidió un cuarto intermedio hasta mañana. Esto fue aprobado.
Los tratos secretos y los regateos iban a comenzar inmediatamente.
Por una vez, la TV funcionaba en sentido inverso. Trio, desde lo alto del éter, devolvía hacia la antena de EPI 1 las imágenes de la O.N.U. En la Sala de Conferencias, los sabios que no estaban ocupados con tareas más urgentes habían seguido los debates en compañía de los periodistas. Cuando estuvo terminado, Hoover, con un gesto del pulgar, apagó la pantalla grande, y miró a sus colegas con una pequeña mueca.
— Creo díjo— que nosotros también tenemos que deliberar.
Rogó a los periodistas de tener a bien de retirarse, y lanzó por los altoparlantes un llamado general a todos los sabios, técnicos, obreros y braceros de la expedición para una reunión inmediata.
Al día siguiente, en el momento que se abría la sesión de la Asamblea de la O.N.U., un comunicado proveniente del punto 612, fue remitido al presidente.
Al mismo tiempo se difundía Por todos los medios de información internacionales. Su texto era el siguiente:
«Los miembros de la Expedición Polar Internacional han decidido por unanimidad lo siguiente:
1. Niegan a toda nación, sea rica o pobre, el derecho de reivindicar para un fin lucrativo, el menor fragmento del oro de la Esfera y de sus accesorios.
2. Sugieren, si ello puede ser útil a la humanidad, que una moneda internacional sea creada y garantizada por ese oro, con la condición de que quede donde está, considerando que no será más útil ni más «congelado» bajo un kilómetro de hielo, que en 103 Sótanos de los bancos nacionales.
3. No le reconocen competencia a la ONU, organismo político, en lo que concierne a tomar el asunto de la pareja en hibernación.
4. No confiará esa pareja a ninguna nación en particular.
5. Pondrán a disposición de la humanidad entera, el conjunto de las informaciones científicas o de cualquier otro orden que puedan ser recogidas por la Expedición.